Exasperado
el viejo gobernador manco -quien, como sabemos, gozaba de fuero militar en la
Alhambra- por las continuas quejas que se le dirigían manifestándole que la
fortaleza se había convertido en criminal guarida de ladrones y
contrabandistas, determinó llevar a cabo un escrúpulo o expurgo; y trabajando
sin descanso arrojó de la fortaleza a un gran número de perdidos y a los
enjambres de gitanos de las cuevas circunvecinas. Dispuso asimismo que rondaran
continuamente patrullas de soldados por las alamedas y veredas, con orden
expresa de arrestar a cuantas personas sospechosas se encontrasen.
En una
plácida mañana del estío hallábase varada junto a las tapias del jardín del
Generalife, y cerca del camino que sube al Cerro del Sol, una de dichas
patrullas, compuesta del inválido cabo que tanto se distinguió en el negocio
del escribano, de un corneta y dos soldados. De repente oyeron pasos de un
caballo y una voz varonil que cantaba en estilo rudo, pero con bastante buena
entonación, un antiguo aire guerrero.
A poco
dejose ver un hombre de complexión vigorosa, de cutis tostado por el sol,
vestido con un ya gastado y mugriento uniforme de soldado de infantería, y
llevando del diestro un poderoso caballo árabe enjaezado a la antigua usanza
morisca.
Sorprendiéronse
al ver un militar de aquella traza descendiendo con un caballo de la brida por
esta solitaria montaña, y saliendo el cabo a su encuentro en el camino, le
gritó:
Al llegar
aquí ya se les había acercado, y vieron que llevaba un parche negro en la
frente y que su barba era entrecana, lo que, junto con cierto movimiento
picaresco de ojos hacía que pronto se notara por tal conjunto que el individuo
era un pícaro ladino y hombre de buen humor.
Después que
hubo contestado a las preguntas de la patrulla, creyose nuestro héroe con el
derecho de poder dirigir a su vez otro interrogatorio.
-¿Que qué
ciudad es ésa? -dijo el trompeta. ¡Anda, pues está gracioso! ¡Aquí tenéis un
individuo que viene del Cerro del Sol y se le ocurre preguntar por el nombre de
la ciudad de Granada!
-¿Cómo que
si es posible? -volvió a seguir el trompeta; ¿pues por ventura ignoráis que
aquellas torres son las de la Alhambra?
-¡Quita
allá, mal trompeta! -replicó el desconocido. No te vengas a mí con bromas...
¡Ah! ¡Si fuera verdad que ésa era la Alhambra, tendría cosas muy
extraordinarias que revelar al gobernador!
-Pues vais
a tener pronto el gusto de veros con él -le dijo el cabo, porque ya hemos
decidido el llevaros a su presencia.
Y a seguida
cogió el trompeta el caballo de la brida y los dos soldados al desconocido por
los brazos, y poniéndose el cabo a la cabeza dio la voz: «¡De frente! ¡Marchen! ¡Arm...!» Y se
encaminaron a la Alhambra.
El
espectáculo de un militar desharrapado y un hermoso caballo árabe apresados por
la patrulla llamó la atención de la gente desocupada de la fortaleza y de los
charlatanes y las comadres que se reunían diariamente en los aljibes y las
fuentes; las garruchas de las cisternas quedaron ociosas por un momento, y las
mozuelas que habían venido a ellas por agua, cántaro en mano y en chanclas,
abrían una boca descomunal al ver pasar al cabo con su prisionero. Numeroso
acompañamiento de curiosos se fue incorporando a la cola de la escolta.
Guiñábanse
unos a otros, y al punto se forjaron mil conjeturas para explicar el caso. «Es
un desertor», decía uno. «¡Ca!, es un contrabandista», indicaba otro. «Ése es
un bandolero», exponía un tercero. Hasta que corrió la voz de que el cabo y su
patrulla habían capturado valerosamente al capitán de una desalmada compañía de
ladrones. «¡Bueno, bueno! -decían las mujerzuelas unas a otras-. Capitán o no
capitán, que se libre ahora, si es que puede, de las garras del gobernador
manco, aunque no tiene más que una».
Hallábase
sentado el gobernador manco en uno de los salones interiores de su morada en la
Alhambra, sorbiendo el chocolate de la mañana en compañía de su confesor,
rollizo fraile franciscano del vecino convento, y sirviéndoselo una moza
malagueña de lindos ojos negros, hija de su ama de llaves. La maledicencia de
las gentes se obstinaba en decir que tal jovencita, a pesar de todo su aire de
humildad y sencillez, era una solemne pícara que había descubierto el lado
flaco del corazón de hierro del viejo gobernador y lo manejaba a su capricho;
pero nosotros no haremos caso de estas habladurías, pues la vida privada de los
poderosos potentados de la tierra no debe examinarse muy de cerca.
Cuando
dieron parte al gobernador de haber sido arrestado un desconocido sospechoso
que vagaba por los alrededores de la fortaleza y de que se encontraba en aquel
mismo momento en el patio exterior en poder del cabo, esperando las órdenes de
Su Excelencia, se sintió henchido el corazón del gobernador ante la grandeza y
majestad de su cargo; y, poniendo la jícara del chocolate en las manos de la
modosa doncella, pidió que le alargasen la espada, ciñósela al punto,
retorciose el bigote, se sentó en un sillón de ancho respaldo, y, tomando un
aspecto digno y severo, ordenó que condujesen el prisionero a su presencia. Fue
llevado ante él el militar a los pocos minutos por los guardias, fuertemente
asido y custodiado por el cabo. El soldado conservaba, a pesar de ello, un aire
tranquilo y resuelto; como que correspondió a la penetrante y escudriñadora
mirada del gobernador con cierto gesto burlón que no agradó mucho a la rígida
superior autoridad de la fortaleza.
-Conque ¡un
soldado! ¡ya!... ¡y a juzgar por el traje, de infantería! Pues me han hecho
saber que poseéis un soberbio caballo árabe; supongo que lo traeréis por
añadidura de las cicatrices y los chirlos.
-Si Su
Excelencia lo lleva a bien, tengo precisamente que contarle cosas muy
maravillosas sobre ese caballo, con otras extrañas y estupendas que importan
grandemente a la seguridad de esta fortaleza y de toda Granada; pero tiene
vuecencia que oírlas a solas o, a lo más, delante de aquellas personas en
quienes tenga Su Excelencia depositada toda su confianza.
-Este
reverendo fraile -dijo al prisionero- es mi confesor, y podéis hablar en su
presencia; y esta muchacha -señalando a la criada, que se había quedado
haciendo como que hacía algo, pero en realidad movida por la curiosidad-, esta
joven tiene mucha prudencia y discreción; se puede revelar cualquier secreto
delante de ella.
Luego que
los demás se hubieron retirado, comenzó el soldado a contar su historia,
dejando ver a seguida que era un tunante de siete suelas, que charlaba hasta
por los codos y se expresaba en un lenguaje que no guardaba conformidad con su
aparente condición.
-Con
permiso de Su Excelencia empezó a decir, soy, como ya antes he manifestado, un
soldado que he prestado muchos e interesantísimos servicios, pero que, habiendo
cumplido el tiempo de empeño, me dieron la licencia no ha mucho; y, separándome
del cuerpo de ejército de Valladolid, me puse en marcha a pie en dirección a mi
pueblo natal, que está en Andalucía. Ayer por la tarde, al ponerse el sol,
atravesaba una vasta y árida llanura de Castilla la Vieja...
-¡Alto ahí!
-gritó el gobernador. ¿Qué estáis diciendo? ¡Castilla la Vieja se halla
ochenta o cien leguas de aquí!
-No importa
-replicó el soldado sin desconcertarse. Por eso le dije a Su Excelencia que
tenía cosas muy maravillosas que contarle; pero tan maravillosas como
verdaderas, como verá Su Excelencia, si se digna tener la paciencia de
escucharme.
-Pues al
ponerse el sol -continuó el soldado- miré a mi alrededor, en busca de un
albergue donde pasar la noche; pero en todo lo que mi vista pudo alcanzar no
había señal de morada alguna. Resigneme, por lo tanto, a tener que pernoctar y
dormir en el llano con mi morral por almohada, pues Su Excelencia, que es un
veterano, sabe perfectamente que el pasar una noche de esta manera no es gran
trabajo para el que ha servido en la guerra.
El
gobernador hizo un signo afirmativo, a la vez que sacaba su pañuelo de la
cazoleta de la espada para espantar una mosca que le zumbaba en la nariz.
-Pues bien;
para abreviar mi historia, anduve algunas leguas más, hasta que llegué a un
puente construido en un hondo barranco que servía de cauce a un riachuelo,
entonces casi seco por el calor del estío. En un lado del puente había una
torre moruna, ruinosa por arriba, pero en perfecto estado de conservación por
una bóveda que se levantaba junto a los cimientos. «He aquí (me dije) un buen
sitio para pasar la
noche.» Por consiguiente, bajeme hasta el arroyo, me bebí un
buen trago de agua (pues era dulce y pura y me encontraba muerto de sed), y
después, abriendo mi morral, saqué una cebolla y unos cuantos mendrugos (que en
esto consistían mis provisiones), y sentado sobre una peña a la margen del
arroyuelo principié a cenar, y dispuse luego pasarme la noche bajo la bóveda de
la torre, y ¡vive Dios, que no era mala instalación para un soldado que
regresaba rendido de la guerra! Su Excelencia, que es un veterano, sabe todo tan
bien como yo.
-En sitios
peores me he alojado yo en mis tiempos -dijo el gobernador poniendo de nuevo el
pañuelo en la cazoleta de la espada.
-Estaba yo
tranquilamente royendo mis mendrugos -prosiguió el soldado, cuando sentí que
se movía algo dentro de la bóveda; púseme a escuchar, y me apercibí que eran
pasos de caballo. En efecto, al poco rato salió un hombre por una puerta
practicada en los cimientos de la torre y cerca del arroyo, el cual venía
conduciendo de la brida un fogoso alazán. No pude distinguir quién era a la
simple claridad de las estrellas; pero infundiome sospechas aquel individuo
vagando por las ruinas de una torre tan agreste y solitaria. «Mas si no es
sencillamente un caminante como yo (me dije) y sí un contrabandista o un
bandolero..., ¿a mí qué?». Gracias a Dios y a mi pobreza, no tenía nada que me
robasen; por lo cual seguí royendo tranquilamente mis mendrugos. Acercose el
extraño aparecido con su caballo para darle de beber cerca del sitio en que yo
estaba sentado, y con tal motivo pude contemplarlo a mi sabor. Sorprendiome el
verle vestido de moro, con coraza de acero y brillante casco, que distinguí
perfectamente por la luz de las estrellas que se reflejaban en él; su caballo
hallábase también enjaezado a la usanza árabe y llevaba grandes estribos.
Condujo el caballo, como iba diciendo, hasta la orilla del riachuelo, y
metiendo en él el animal su cabeza hasta los ojos, bebió tanto y con tal
ansiedad, que creí que iba a reventar.
-Compañero
-le dije-, bien bebe vuestro caballo. Cuando una bestia mete la cabeza de ese
modo en el agua, es buena señal.
-Bien puede
beber -dijo el desconocido con marcado acento árabe, pues ya hace más de un
año que abrevó la última vez.
-¡Por el
apóstol Santiago! -le contesté. ¡Pues ya aguanta más la sed que los camellos
que he visto en el África! Pero acércate, pues al parecer eres militar. ¿No te
quieres sentar y participar de la pobre cena de otro militar como tú?
En
realidad, estaba ansioso de tener un compañero en aquel lugar solitario, y me
importaba un comino que fuese moro o cristiano. Además, como Su Excelencia sabe
muy bien, le importa poco al soldado la religión que profesen sus compañeros,
pues todos los militares del mundo son amigos en tiempos de paz.
-Pues
bien; como iba diciendo, le invité a compartir con él mi cena amigablemente,
como era lo regular.
-No puedo
perder tiempo en comer ni beber -me contestó, pues necesito hacer un largo
viaje antes de que amanezca.
-Precisamente
llevo la misma ruta -le dije; y puesto que no queréis deteneros a cenar
conmigo, permitidme, al menos, que monte a la grupa de vuestro caballo, pues
veo que es bastante vigoroso y podrá llevar con facilidad carga doble.
Y en
verdad que no hubiera sido cortés ni natural en un soldado el negarme este
favor, habiéndole yo invitado antes a que cenase conmigo. Montó, pues, a
caballo y acomodeme detrás de él.
El
caballo, que caminaba a buen paso, tomó después el trote, y a éste siguió el
galope, terminando por fin en una vertiginosa carrera. Rocas, árboles, edificios,
todo, en fin, parecía huir de nosotros.
Pero no
bien acabábamos de pronunciar estas palabras cuando ya las torres de Segovia
habían desaparecido de nuestra vista. Subimos la Sierra de Guadarrama y pasamos
por El Escorial; rodeamos las murallas de Madrid y cruzamos rápidamente por las
llanuras de la Mancha. De
este modo íbamos dejando atrás montañas, valles, torres y ciudades que
divisábamos rápidamente por el simple fulgor de las estrellas.
Para
abreviar esta historia, y para no cansar a Su Excelencia, diré que el moro
refrenó de pronto su caballo en la falda de una montaña. «Ya hemos llegado
(dijo) al término de nuestro viaje.» Miré a mi alrededor y no vi señal alguna
que me indicase que aquel paraje estaba habitado, como que no se percibía más
que la entrada de una caverna. En tanto que yo la examinaba, me veo que empieza
a aparecer un sinfín de gente vestida a la morisca, unos a caballo y otros a
pie, de todos los puntos del cuadrante, y con tal velocidad que parecían
arrastrados por la furia de un vendaval; y con igual ímpetu se precipitaban por
la sima de la caverna como las abejas dentro de una colmena. Antes de que
hubiese tenido yo tiempo de interrogar sobre todo aquello, picó mi camarada el
jinete musulmán sus largas espuelas morunas en los ijares de su caballo y se
confundió entre los demás. Recorrimos una larga senda inclinada y tortuosa que
bajaba hasta las mismas entrañas de la tierra, y a media que íbamos entrando
empezó a hacerse perceptible una luz que semejaba los primeros albores del día;
pero no podía yo distinguir bien qué era lo que brillaba. A poco se fue
haciendo más viva e intensa, y ya pude ir claramente observando lo que me
rodeaba. Noté entonces, a medida que íbamos avanzando, grandes grutas abiertas
a derecha e izquierda, que parecían los salones de una armería; en unas había
escudos, yelmos, corazas, lanzas y cimitarras pendientes de la pared; en otras,
grandes pilas de municiones y equipajes de campaña tiraos por los suelos.
¡Cuánto se hubiera alegrado Su Excelencia, como veterano que es, de ver tantas
y tantas provisiones de guerra! Además, en otras cavernas se veían numerosas
filas de jinetes perfectamente armados, lanza en ristre y con banderas
desplegadas, dispuestos para salir al campo de batalla; pero todos inmóviles en
sus monturas, a manera de estatuas. En otros salones veíanse guerreros
durmiendo en el suelo, junto a sus caballos, y grupos de soldados de
infantería, dispuestos para entrar en formación; todos enjaezados y armados a
la morisca.
En fin,
para concluir de contar con brevedad esta historia a Su Excelencia, entramos
por último en una inmensa caverna, o, mejor dicho, en un palacio que tenía la
forma de una gruta, y cuyas paredes, con incrustaciones de oro y plata,
brillaban como si fueran de diamantes zafiros u otras piedras preciosas. En la
parte más elevada hallábase sentado en un solio un rey moro, rodeado de sus
nobles y custodiado por una guardia de negros africanos empuñando tajantes
cimitarras. Todos los que iban entrando (y por cierto que se podían contar a
miles) pasaban uno a uno ante su trono y se inclinaban en señal de homenaje.
Unos vestían magníficos ropajes, sin mancha ni rotura alguna y deslumbrando con
sus joyas, y otros llevaban brillantes y esmaltadas armaduras; pero otros, en
cambio, iban cubiertos de mugrientos y haraposos vestidos y con armaduras
destrozadas y cubiertas de orín.
-Esto
-respondió el soldado- es un grande y terrible misterio. Sábete, ¡oh
cristiano!, que tienes ante tu vista la corte y el ejército de Boabdil, último
rey de Granada.
-¿Qué me
estáis diciendo? -exclamé. Boabdil y su corte fueron desterrados de este país
luengos siglos ha, y todos murieron en África.
-Así se
cuenta en vuestras mentirosas crónicas -añadió el moro; pero ten entendido que
Boabdil y los guerreros que pelearon hasta lo último por la defensa de Granada,
todos fueron encerrados en esta montaña por arte de encantamiento. En cuanto al
rey y al ejército que salieron de Granada al tiempo de la rendición, era una
simple comitiva de espíritus y demonios, a quienes se le permitió tomar
aquellas formas para engañar a los reyes cristianos. Más te diré, amigo mío: la
España entera es un país encantado; no hay cueva en la montaña, solitario
torreón en el llano o desmantelado castillo en la sierra donde no se oculten
hechizados guerreros, que duermen y dormirán siglos y siglos bajo sus bóvedas,
hasta que expíen sus pecados, por lo que Allah permitió que el dominio de la hermosa España
pasase por algún tiempo a manos de los cristianos. Una vez al año, en la
víspera de San Juan, se ven libres del mágico encantamiento desde la salida del
sol hasta el ocaso, y se les permite venir a rendir homenaje a su soberano;
así, pues, toda esa muchedumbre que ves bullendo en la caverna son guerreros
musulmanes que acuden de sus antros y de todas las partes de España. Por lo que
a mí toca, ya viste en Castilla la Vieja la arruinada torre del puente donde he
pasado centenares de inviernos y veranos, debiendo volver a ella antes de
romper el nuevo día. En cuanto a los batallones de infantería y caballería que
ves formados en las cavernas vecinas, son los encantados guerreros de Granada.
Está escrito en el libro del destino que, cuando sean deshechizados, bajará
Boabdil de la montaña, a la cabeza de su ejército, recobrará su trono en la
Alhambra y gobernará de nuevo en Granada; y, reuniendo los encantados guerreros
que hay diseminados en toda España, reconquistará la Península, que volverá
otra vez a quedar sometida al yugo musulmán.
-¡Sólo
Allah lo sabe! Nosotros creímos que estaba cercano ya el día de nuestra
libertad; pero reina ahora en la Alhambra un gobernador muy celoso, tan
intrépido como veterano soldado, conocido por El gobernador manco. Mientras este
viejo guerrero tenga el mando de esta avanzada y esté pronto a rechazar la
primera irrupción de la montaña témome que Boabdil y sus tropas tengan que
contentarse con permanecer sobre las armas.
-Para
concluir la historia y no cansar más a Su Excelencia, el soldado moro, después
de contarme esto, se apeó del caballo y me dijo:
Y esto
diciendo, se confundió entre la muchedumbre que rodeaba el trono. «¿Qué hacer
(me pregunté) habiéndome dejado solo y de esta manera? ¿Espero a que vuelva el
infiel, me monte en su caballo fantástico y me lleve Dios sabe dónde, o
aprovecho el tiempo y huyo de este ejército de fantasmas?» Un soldado se decide
pronto, como sabe Su Excelencia perfectamente, y por lo que hacía al caballo,
lo consideré como presa legal, según los fueros de la guerra y de la patria. Así , pues,
montando rápidamente en la silla, volví riendas, golpeé con los estribos
morunos en los flacos del animal, y huí rápidamente por el mismo sitio que
habíamos entrado. Al pasar a través de los salones en que se hallaban formados
los jinetes musulmanes en inmóviles batallones, me pareció oír choque de armas
y ruido de voces. Aguijoneé de nuevo al caballo con los estribos y redoblé mi
carrera. Entonces sentí a mis espaldas cierto rugido como el que produce el
huracán; oí el choque de mil herraduras, y acto continuo me vi alcanzado por un
sinnúmero de soldados y arrastrado hacia la puerta de la caverna, donde partían
millares de sombras en cada una de las direcciones de los cuatro puntos
cardinales.
Con el tumulto
y la confusión de aquella escena caí al suelo sin sentido; y cuando volví en
mí, encontreme tendido en la cima de una montaña, con el caballo árabe de pie a
mi lado, pues al caer enredose la brida en mi brazo, lo que creo que impidió
que se escapara a Castilla la Vieja.
Su
Excelencia comprenderá fácilmente cuán grande sería mi sorpresa no viendo a mi
alrededor más que pitas y chumberas, los productos de los climas meridionales,
y luego esa gran ciudad allí abajo, con sus numerosas torres y palacios y con
su gran Catedral. Descendí del Cerro cautelosamente llevando mi caballo de la
brida, pues temí montarme en él, no me fuera a jugar una mala pasada. Cuando
bajaba me encontré con vuestra ronda, la cual me informó ser Granada la ciudad
que se extendía ante mi vista, y de que me encontraba en aquel instante próximo
a las murallas de la Alhambra, la fortaleza del temible gobernador manco,
terror de la encantada morisma. Al oír esto signifiqué mi deseo de que me
hicieran comparecer ante Su Excelencia, a fin de darle cuenta de todo lo que
había visto, y de que se impusiera de todos los peligros que le rodean, y para
que pueda vuecencia tomar a tiempo sus medidas para salvar la fortaleza y hasta
el reino mismo de las asechanzas del ejército formidable y misterioso que vaga
por las entrañas de la tierra.
-Y
decidme, amigo, vos que sois un veterano que ha llevado a cabo tan importantes
servicios -le dijo el gobernador, ¿qué me aconsejáis para prevenirme de
tamaños peligros?
-No está
bien que un humilde soldado que no ha salido nunca de las filas pretenda dar
instrucciones a un jefe de la sagacidad de Su Excelencia; pero me parece que
debería mandar tapiar sólidamente todas las grutas y agujeros de la montaña, de
modo que Boabdil y su ejército quedasen eternamente sepultados en sus antros
subterráneos. Además, si este reverendo padre -añadió el soldado
respetuosamente, saludando al fraile y santiguándose con devoción- tuviera a
bien consagrar las tapias con su bendición y poner unas cuantas cruces,
reliquias e imágenes de santos, creo que sería muy suficiente para desafiar
toda la virtud y el poder de sortilegios de los infieles.
El
gobernador entonces puso su único brazo en el puño de su espada toledana, fijó
la vista en el soldado, y moviendo la cabeza le dijo:
-¿De modo,
don bellaco, que creéis positivamente que me vais a engañar con toda esta
patraña de montañas y moros encantados?... ¡Ni una palabra más!... Sois ya
ciertamente un zorro viejo; pero tened entendido que tenéis que habérosla con
otro más zorro que vos, que no se deja engañar tan fácilmente. ¡Hola!
¡Guardias, aquí! ¡Cargad de cadenas a este miserable!
La modesta
sirvienta hubiera intercedido de buena gana en favor del prisionero; pero el
señor gobernador le impuso silencio con una severa mirada.
Hallábanse
maniatando al militar, cuando uno de los guardias tentó un bulto voluminoso en
su bolsillo, y sacándolo fuera vio que era un gran bolsón de cuero, al parecer
bien repleto. Cogiéndole por el fondo, vació su contenido sobre la mesa, ante
la presencia misma del gobernador, y nunca mochila de filibustero arrojó cosas
de más valor: salieron anillos, joyas, rosarios de perlas, cruces de más de
brillantes e infinidad de monedas de oro antiguas, algunas de las cuales
cayeron al suelo y fueron rodando hasta los rincones más apartados de la
habitación.
Por
algunos momentos se suspendió la acción de la justicia, dedicándose todos a la
busca de las monedas esparcidas; sólo el gobernador, revestido de la gravedad
española, conservaba su majestuoso decoro, aunque sus ojos dejaron vislumbrar
cierta inquietud hasta tanto que el viejo vio meter en el bolso la última
moneda y la última alhaja.
El fraile
no parecía hallarse muy tranquilo; su cara estaba roja como un horno encendido
y sus ojos echaban fuego al ver los rosarios y las cruces.
Ni lo uno
ni lo otro, reverendo padre; si son despojos sacrílegos, debieron ser robados
en tiempos pasados por el soldado infiel que he referido. Precisamente iba a
decir a Su Excelencia, cuando me interrumpió, que al posesionarme del caballo
desaté un bolsón de cuero que colgaba del arzón de la silla, y el cual creo que
contenía el botín de sus antiguos días de campaña, cuando los moros asolaban el
país.
-Está
bien; ahora arreglaos como mejor os parezca, dejándoos alojar en un calabozo de
las Torres Bermejas, las cuales, aunque no están bajo ningún
encanto mágico, os tendrán a buen recaudo como cualquier cueva de vuestros
moros en cantados.
-Su
Excelencia hará lo que estime más conveniente -contestó el prisionero con
frialdad; de todos modos le agradeceré mi alojamiento en esa fortaleza. A un
soldado que ha estado en las guerras, como sabe bien Su Excelencia, le importa
poco la clase de alojamiento; con tal de tener una habitacioncita arreglada y
rancho no muy malo, yo me las arreglaré para pasarlo a gusto. Sólo suplico a Su
Excelencia que, ya que despliega tanto cuidado conmigo, que esté vigilante
asimismo con su fortaleza y que no desprecie la advertencia que le he hecho de
tapiar los agujeros de las montañas.
Así
terminó aquella escena. El prisionero fue conducido a un seguro calabozo de las Torres
Bermejas, el caballo árabe fue llevado a las caballerizas del
gobernador y él bolsón del soldado depositado en el arca de Su Excelencia; bien
es verdad que sobre esto le opuso el fraile algunas objeciones, manifestándole
que las sagradas reliquias, que eran, a no dudar, despojos sacrílegos, debían
ser depositadas en la iglesia; pero como el gobernador se había hecho cargo de
aquel asunto y era señor absoluto de la Alhambra, ladeó discretamente el
reverendo la cuestión, si bien determinó interiormente informar del caso a las
autoridades eclesiásticas de Granada.
Para más
explicarnos estas prontas y rígidas medidas por parte del viejo gobernador
manco, es necesario saber que por este tiempo se hallaba sembrando el terror en
las serranías de la Alpujarra, no lejos de Granada, una partida de ladrones
capitaneada por un jefe terrible llamado Manuel Borrasco, el cual no sólo
andaba merodeando por los campos, sino que osaba entrar hasta en la misma
ciudad con diferentes disfraces para procurarse noticias de los convoyes de
mercancías próximos a salir, o de los viajeros que se iban a poner en marcha
con los bolsillos bien repletos, de los cuales se encargaba él y su partida de
los apartados y solitarios pasos o encrucijadas de los caminos. Estos repetidos
y escandalosos atropellos llamaron la atención del Gobierno, y los comandantes
de algunos puestos militares habían recibido ya instrucciones para que
estuviesen alerta y prendiesen a los forasteros sospechosos. El gobernador
manco tomó el asunto con un celo sin igual, a consecuencia de la mala fama que
había adquirido la fortaleza, y en tal ocasión creíase seguro de haber atrapado
algún terrible bandido de la famosa partida.
Divulgose
entretanto el suceso, haciéndose el tema de todas las conversaciones, no sólo
en la fortaleza, sino también en la ciudad. Decíase que el célebre bandido Manuel
Borrasco, terror de las Alpujarras, había caído en poder del veterano
gobernador manco, y que éste lo había encerrado en un calabozo de las Torres
Bermejas, acudiendo allí todos los que habían sido robados por él,
a ver si le reconocían. LasTorres
Bermejas, como ya se sabe, están enfrente de la Alhambra, en una
colina semejante, y separadas de la fortaleza principal por la cañada en que se
encuentra la alameda. No
tiene murallas exteriores, pero un centinela hacía la guardia delante de la Torre. La ventana del
cuarto donde encerraron al soldado hallábase fuertemente asegurada con recias
barras de hierro y miraba a una pequeña explanada. Allí acudía el populacho a
ver al prisionero, como si viniera a ver una hiena feroz que se revuelve en la
jaula de una exposición de fieras. Nadie, sin embargo, lo reconoció por Manuel
Borrasco, pues aquel terrible ladrón era notable por su feroz fisonomía, y no
tenía ni por asomos el aire burlón del prisionero. Ya no sólo de la ciudad,
sino de todo el reino, venía la gente a verle, pero nadie le conocía; con lo
que empezaron a nacer dudas en la imaginación del vulgo sobre si sería o no
verdad la maravillosa historia que había contado el hombre; pues era antigua
tradición, oída contar a sus padres por los más ancianos de la fortaleza, que
Boabdil y su ejército estaban encerrados por encanto mágico en las montañas.
Muchas personas subieron al Cerro del Sol -o por otro nombre, de Santa Elena-,
en busca de la cueva mencionada por el soldado, y todos se asomaban a la boca
de un pozo tenebroso, cuya profundidad inmensa nadie conocía -el cual subsiste
aún, y a pies juntillas creían que sería la fabulosa entrada al antro
subterráneo de Boabdil.
Poco a
poco fue ganándose el soldado las simpatías del vulgo, pues el bandolero de las
montañas no tiene en manera alguna en España el abominable carácter que el
ladrón de los demás países, sino que, por el contrario, es una especie de
personaje caballeresco a los ojos del pueblo. Hay también ciertas predisposiciones
a censurar la conducta de los que mandan, y no pocos comenzaron a murmurar de
las severas medidas que había adoptado el gobernador manco, y miraban ya al
prisionero como un mártir de su rigor.
El
soldado, además, era hombre alegre y jocoso, y bromeaba con todos los que se
acercaban a su ventana, dirigiendo galantes requiebros a las muchachas.
Procurose también una mala guitarrilla, y, sentado a la ventana, entonaba
canciones y coplas amorosas, con las que deleitaba a las hembras de la vecindad,
que se reunían por la noche en la explanada y bailaban boleros al son de su
música. Como se había afeitado la inculta barba, se hizo agradable a los ojos
de las muchachas, y hasta la humildita criada del gobernador confesó que su
picaresca mirada era irresistible. Esta sensible joven demostró desde el
principio una tierna simpatía por sus desgracias, y, después de haber
pretendido en vano mitigar los rigores del gobernador, púsose a dulcificar
privadamente su cautiverio, por lo que todos los días llevaba al prisionero
algunas golosinas que se perdían de la mesa del gobernador o que escamoteaba de
la despensa; esto sin contar de vez en cuando con tal o cual confortable
botella de selecto Valdepeñas o rico Málaga.
Mientras
ocurría esta inocente traicioncilla dentro de la misma ciudadela del viejo
gobernador, fraguaba un amago de guerra sus enemigos exteriores. La
circunstancia de haber encontrado al supuesto ladrón un bolsón lleno de monedas
y alhajas fue contada exageradamente en Granada, por lo que se suscitó una
competencia de jurisdicción territorial por el implacable rival del gobernador,
el capitán general. Insistió éste en que el prisionero había sido capturado
fuera del recinto de la Alhambra y dentro del territorio en que ejercía él
autoridad; por consiguiente, reclamó su persona y el spolia opima cogido con él. El fraile, a su vez hizo una delación semejante al
gran inquisidor sobre las cruces, rosarios y otras reliquias contenidas en el
bolsón, por cuyo motivo reclamó éste también al culpable por haber incurrido en
el delito de sacrilegio, sosteniendo que lo robado por el ladrón pertenecía de
derecho a la iglesia y su cuerpo al próximo auto de fe. El gobernador hallábase
dado a los diablos ante estas reclamaciones, y juraba y perjuraba que antes de entregar
al prisionero le haría ahorcar en la Alhambra, como espía cogido en los
confines de la fortaleza.
El capitán
general amenazó con enviar un destacamento de soldados para transportar al
prisionero desde las Torres Bermejas a la ciudad. El gran inquisidor
también intentaba enviar algunos familiares del Santo Oficio. Avisaron al
gobernador cierta noche de estas maquinaciones.
-¡Que
vengan -gritó- y verán antes de tiempo lo que les espera conmigo! ¡Mucho tiene
que madrugar el que quiera pegársela a este soldado viejo!
Dictó, por
consiguiente, sus órdenes para que el prisionero fuera conducido al romper el
día a un calabozo que había dentro de las murallas de la Alhambra.
-Y oye tú,
niña -dijo a su modesta doncella, toca a mi puerta y despiértame antes de que
cante el gallo, para que presencie yo mismo la ejecución de mis órdenes.
Vino el
día, cantó el gallo, pero nadie tocó a la puerta del gobernador. Ya había
aparecido el sol por la cima de las montañas cuando se vio despertado el
gobernador por su veterano cabo, que se le presentó con el terror retratado en
su semblante.
-¡El
soldado!... ¡El bandido!... ¡¡¡El diablo!!!... Pues no sabemos quién es. Su
calabozo está vacío, pero la puerta cerrada, y nadie se explica cómo ha podido
salir.
Aquí hubo
otro nuevo motivo de confusión: el cuarto de la modesta doncella estaba también
vacío y su cama indicaba que no se había acostado aquella noche; era evidente
que se había fugado con el prisionero, pues se recordó que días antes sostenía
frecuentes conversaciones con él.
Este
último golpe hirió al gobernador en la parte más sensible de su corazón; pero
apenas tuvo tiempo para darse cuenta de lo ocurrido cuando se presentaron a su
vista nuevas desgracias, pues al entrar en su gabinete se encontró abierta su
arca y que había desaparecido el bolsón del soldado y con él dos sendos talegos
atestados de doblones.
¿Cómo y
por dónde se habían escapado los fugitivos? Un labrador ya anciano, que vivía
en un cortijo junto a un camino que conducía a la sierra, dijo que había oído
el ruido del galope de un poderoso corcel que iba hacia la montaña poco antes
de romper el día; asomose, pues, a una ventana y pudo distinguir un jinete que
llevaba una mujer sentada en la delantera.
En efecto,
se registraron las caballerizas, y todos los caballos estaban atados a sus
respectivas estacas, menos el caballo árabe, que en su lugar había sujeto al
pesebre un formidable garrote y junto a él un letrero que decía:
Al buen gobernador manco
regala este animalejo
un soldado viejo.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
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