Translate

martes, 30 de diciembre de 2014

Leyenda del gobernador manco y el soldado

Exasperado el viejo gobernador manco -quien, como sabemos, gozaba de fuero militar en la Alhambra- por las continuas quejas que se le dirigían manifestándole que la fortaleza se había convertido en criminal guarida de ladrones y contrabandistas, determinó llevar a cabo un escrúpulo o expurgo; y trabajando sin descanso arrojó de la fortaleza a un gran número de perdidos y a los enjambres de gitanos de las cuevas circunvecinas. Dispuso asimismo que rondaran continuamente patrullas de soldados por las alamedas y veredas, con orden expresa de arrestar a cuantas personas sospechosas se encontrasen.
En una plácida mañana del estío hallábase varada junto a las tapias del jardín del Generalife, y cerca del camino que sube al Cerro del Sol, una de dichas patrullas, compuesta del inválido cabo que tanto se distinguió en el negocio del escribano, de un corneta y dos soldados. De repente oyeron pasos de un caballo y una voz varonil que cantaba en estilo rudo, pero con bastante buena entonación, un antiguo aire guerrero.
A poco dejose ver un hombre de complexión vigorosa, de cutis tostado por el sol, vestido con un ya gastado y mugriento uniforme de soldado de infantería, y llevando del diestro un poderoso caballo árabe enjaezado a la antigua usanza morisca.
Sorprendiéronse al ver un militar de aquella traza descendiendo con un caballo de la brida por esta solitaria montaña, y saliendo el cabo a su encuentro en el camino, le gritó:
-¿Quién vive?
-Gente amiga.
-¿Quién sois?
-Un pobre soldado que vuelve de la guerra con el cuerpo acribillado y la bolsa vacía.
Al llegar aquí ya se les había acercado, y vieron que llevaba un parche negro en la frente y que su barba era entrecana, lo que, junto con cierto movimiento picaresco de ojos hacía que pronto se notara por tal conjunto que el individuo era un pícaro ladino y hombre de buen humor.
Después que hubo contestado a las preguntas de la patrulla, creyose nuestro héroe con el derecho de poder dirigir a su vez otro interrogatorio.
-¿Se puede saber -les preguntó- qué ciudad es esa que veo al pie de esta colina?
-¿Que qué ciudad es ésa? -dijo el trompeta. ¡Anda, pues está gracioso! ¡Aquí tenéis un individuo que viene del Cerro del Sol y se le ocurre preguntar por el nombre de la ciudad de Granada!
-¿Granada?... ¡Santa Madre de Dios! ¿Es posible?
-¿Cómo que si es posible? -volvió a seguir el trompeta; ¿pues por ventura ignoráis que aquellas torres son las de la Alhambra?
-¡Quita allá, mal trompeta! -replicó el desconocido. No te vengas a mí con bromas... ¡Ah! ¡Si fuera verdad que ésa era la Alhambra, tendría cosas muy extraordinarias que revelar al gobernador!
-Pues vais a tener pronto el gusto de veros con él -le dijo el cabo, porque ya hemos decidido el llevaros a su presencia.
Y a seguida cogió el trompeta el caballo de la brida y los dos soldados al desconocido por los brazos, y poniéndose el cabo a la cabeza dio la voz: «¡De frente! ¡Marchen! ¡Arm...!» Y se encaminaron a la Alhambra.
El espectáculo de un militar desharrapado y un hermoso caballo árabe apresados por la patrulla llamó la atención de la gente desocupada de la fortaleza y de los charlatanes y las comadres que se reunían diariamente en los aljibes y las fuentes; las garruchas de las cisternas quedaron ociosas por un momento, y las mozuelas que habían venido a ellas por agua, cántaro en mano y en chanclas, abrían una boca descomunal al ver pasar al cabo con su prisionero. Numeroso acompañamiento de curiosos se fue incorporando a la cola de la escolta.
Guiñábanse unos a otros, y al punto se forjaron mil conjeturas para explicar el caso. «Es un desertor», decía uno. «¡Ca!, es un contrabandista», indicaba otro. «Ése es un bandolero», exponía un tercero. Hasta que corrió la voz de que el cabo y su patrulla habían capturado valerosamente al capitán de una desalmada compañía de ladrones. «¡Bueno, bueno! -decían las mujerzuelas unas a otras-. Capitán o no capitán, que se libre ahora, si es que puede, de las garras del gobernador manco, aunque no tiene más que una».
Hallábase sentado el gobernador manco en uno de los salones interiores de su morada en la Alhambra, sorbiendo el chocolate de la mañana en compañía de su confesor, rollizo fraile franciscano del vecino convento, y sirviéndoselo una moza malagueña de lindos ojos negros, hija de su ama de llaves. La maledicencia de las gentes se obstinaba en decir que tal jovencita, a pesar de todo su aire de humildad y sencillez, era una solemne pícara que había descubierto el lado flaco del corazón de hierro del viejo gobernador y lo manejaba a su capricho; pero nosotros no haremos caso de estas habladurías, pues la vida privada de los poderosos potentados de la tierra no debe examinarse muy de cerca.
Cuando dieron parte al gobernador de haber sido arrestado un desconocido sospechoso que vagaba por los alrededores de la fortaleza y de que se encontraba en aquel mismo momento en el patio exterior en poder del cabo, esperando las órdenes de Su Excelencia, se sintió henchido el corazón del gobernador ante la grandeza y majestad de su cargo; y, poniendo la jícara del chocolate en las manos de la modosa doncella, pidió que le alargasen la espada, ciñósela al punto, retorciose el bigote, se sentó en un sillón de ancho respaldo, y, tomando un aspecto digno y severo, ordenó que condujesen el prisionero a su presencia. Fue llevado ante él el militar a los pocos minutos por los guardias, fuertemente asido y custodiado por el cabo. El soldado conservaba, a pesar de ello, un aire tranquilo y resuelto; como que correspondió a la penetrante y escudriñadora mirada del gobernador con cierto gesto burlón que no agradó mucho a la rígida superior autoridad de la fortaleza.
Después de fijar su vista en él por un momento, le dijo el gobernador:
-Responda el prisionero lo que tenga que alegar en su defensa. ¿Quién sois, pues?
-Señor, soy un pobre soldado que vuelve de la guerra, sin otros ahorros que cicatrices y chirlos.
-Conque ¡un soldado! ¡ya!... ¡y a juzgar por el traje, de infantería! Pues me han hecho saber que poseéis un soberbio caballo árabe; supongo que lo traeréis por añadidura de las cicatrices y los chirlos.
-Si Su Excelencia lo lleva a bien, tengo precisamente que contarle cosas muy maravillosas sobre ese caballo, con otras extrañas y estupendas que importan grandemente a la seguridad de esta fortaleza y de toda Granada; pero tiene vuecencia que oírlas a solas o, a lo más, delante de aquellas personas en quienes tenga Su Excelencia depositada toda su confianza.
-Este reverendo fraile -dijo al prisionero- es mi confesor, y podéis hablar en su presencia; y esta muchacha -señalando a la criada, que se había quedado haciendo como que hacía algo, pero en realidad movida por la curiosidad-, esta joven tiene mucha prudencia y discreción; se puede revelar cualquier secreto delante de ella.
Dirigió el militar a la mozuela una mirada entre burlona y amartelada, y contestó:
-Entonces no hay inconveniente en que se quede esta chica.
Luego que los demás se hubieron retirado, comenzó el soldado a contar su historia, dejando ver a seguida que era un tunante de siete suelas, que charlaba hasta por los codos y se expresaba en un lenguaje que no guardaba conformidad con su aparente condición.
-Con permiso de Su Excelencia empezó a decir, soy, como ya antes he manifestado, un soldado que he prestado muchos e interesantísimos servicios, pero que, habiendo cumplido el tiempo de empeño, me dieron la licencia no ha mucho; y, separándome del cuerpo de ejército de Valladolid, me puse en marcha a pie en dirección a mi pueblo natal, que está en Andalucía. Ayer por la tarde, al ponerse el sol, atravesaba una vasta y árida llanura de Castilla la Vieja...
-¡Alto ahí! -gritó el gobernador. ¿Qué estáis diciendo? ¡Castilla la Vieja se halla ochenta o cien leguas de aquí!
-No importa -replicó el soldado sin desconcertarse. Por eso le dije a Su Excelencia que tenía cosas muy maravillosas que contarle; pero tan maravillosas como verdaderas, como verá Su Excelencia, si se digna tener la paciencia de escucharme.
-¡Vaya! Seguid adelante -dijo el gobernador retorciéndose el mostacho.
-Pues al ponerse el sol -continuó el soldado- miré a mi alrededor, en busca de un albergue donde pasar la noche; pero en todo lo que mi vista pudo alcanzar no había señal de morada alguna. Resigneme, por lo tanto, a tener que pernoctar y dormir en el llano con mi morral por almohada, pues Su Excelencia, que es un veterano, sabe perfectamente que el pasar una noche de esta manera no es gran trabajo para el que ha servido en la guerra.
El gobernador hizo un signo afirmativo, a la vez que sacaba su pañuelo de la cazoleta de la espada para espantar una mosca que le zumbaba en la nariz.
-Pues bien; para abreviar mi historia, anduve algunas leguas más, hasta que llegué a un puente construido en un hondo barranco que servía de cauce a un riachuelo, entonces casi seco por el calor del estío. En un lado del puente había una torre moruna, ruinosa por arriba, pero en perfecto estado de conservación por una bóveda que se levantaba junto a los cimientos. «He aquí (me dije) un buen sitio para pasar la noche.» Por consiguiente, bajeme hasta el arroyo, me bebí un buen trago de agua (pues era dulce y pura y me encontraba muerto de sed), y después, abriendo mi morral, saqué una cebolla y unos cuantos mendrugos (que en esto consistían mis provisiones), y sentado sobre una peña a la margen del arroyuelo principié a cenar, y dispuse luego pasarme la noche bajo la bóveda de la torre, y ¡vive Dios, que no era mala instalación para un soldado que regresaba rendido de la guerra! Su Excelencia, que es un veterano, sabe todo tan bien como yo.
-En sitios peores me he alojado yo en mis tiempos -dijo el gobernador poniendo de nuevo el pañuelo en la cazoleta de la espada.
-Estaba yo tranquilamente royendo mis mendrugos -prosiguió el soldado, cuando sentí que se movía algo dentro de la bóveda; púseme a escuchar, y me apercibí que eran pasos de caballo. En efecto, al poco rato salió un hombre por una puerta practicada en los cimientos de la torre y cerca del arroyo, el cual venía conduciendo de la brida un fogoso alazán. No pude distinguir quién era a la simple claridad de las estrellas; pero infundiome sospechas aquel individuo vagando por las ruinas de una torre tan agreste y solitaria. «Mas si no es sencillamente un caminante como yo (me dije) y sí un contrabandista o un bandolero..., ¿a mí qué?». Gracias a Dios y a mi pobreza, no tenía nada que me robasen; por lo cual seguí royendo tranquilamente mis mendrugos. Acercose el extraño aparecido con su caballo para darle de beber cerca del sitio en que yo estaba sentado, y con tal motivo pude contemplarlo a mi sabor. Sorprendiome el verle vestido de moro, con coraza de acero y brillante casco, que distinguí perfectamente por la luz de las estrellas que se reflejaban en él; su caballo hallábase también enjaezado a la usanza árabe y llevaba grandes estribos. Condujo el caballo, como iba diciendo, hasta la orilla del riachuelo, y metiendo en él el animal su cabeza hasta los ojos, bebió tanto y con tal ansiedad, que creí que iba a reventar.
-Compañero -le dije-, bien bebe vuestro caballo. Cuando una bestia mete la cabeza de ese modo en el agua, es buena señal.
-Bien puede beber -dijo el desconocido con marcado acento árabe, pues ya hace más de un año que abrevó la última vez.
-¡Por el apóstol Santiago! -le contesté. ¡Pues ya aguanta más la sed que los camellos que he visto en el África! Pero acércate, pues al parecer eres militar. ¿No te quieres sentar y participar de la pobre cena de otro militar como tú?
En realidad, estaba ansioso de tener un compañero en aquel lugar solitario, y me importaba un comino que fuese moro o cristiano. Además, como Su Excelencia sabe muy bien, le importa poco al soldado la religión que profesen sus compañeros, pues todos los militares del mundo son amigos en tiempos de paz.
El gobernador hizo de nuevo una señal de asentimiento.
-Pues bien; como iba diciendo, le invité a compartir con él mi cena amigablemente, como era lo regular.
-No puedo perder tiempo en comer ni beber -me contestó, pues necesito hacer un largo viaje antes de que amanezca.
-¿Y adónde os dirigís? -le pregunté.
-A Andalucía -contestó.
-Precisamente llevo la misma ruta -le dije; y puesto que no queréis deteneros a cenar conmigo, permitidme, al menos, que monte a la grupa de vuestro caballo, pues veo que es bastante vigoroso y podrá llevar con facilidad carga doble.
-Acepto gustoso -replicó el moro.
Y en verdad que no hubiera sido cortés ni natural en un soldado el negarme este favor, habiéndole yo invitado antes a que cenase conmigo. Montó, pues, a caballo y acomodeme detrás de él.
-Tente firme -me dijo, pues mi caballo corre como el viento.
-No tengas cuidado -le respondí. Y nos pusimos en marcha.
El caballo, que caminaba a buen paso, tomó después el trote, y a éste siguió el galope, terminando por fin en una vertiginosa carrera. Rocas, árboles, edificios, todo, en fin, parecía huir de nosotros.
-¿Qué ciudad es aquélla? -le pregunté.
-Segovia -me contestó.
Pero no bien acabábamos de pronunciar estas palabras cuando ya las torres de Segovia habían desaparecido de nuestra vista. Subimos la Sierra de Guadarrama y pasamos por El Escorial; rodeamos las murallas de Madrid y cruzamos rápidamente por las llanuras de la Mancha. De este modo íbamos dejando atrás montañas, valles, torres y ciudades que divisábamos rápidamente por el simple fulgor de las estrellas.
Para abreviar esta historia, y para no cansar a Su Excelencia, diré que el moro refrenó de pronto su caballo en la falda de una montaña. «Ya hemos llegado (dijo) al término de nuestro viaje.» Miré a mi alrededor y no vi señal alguna que me indicase que aquel paraje estaba habitado, como que no se percibía más que la entrada de una caverna. En tanto que yo la examinaba, me veo que empieza a aparecer un sinfín de gente vestida a la morisca, unos a caballo y otros a pie, de todos los puntos del cuadrante, y con tal velocidad que parecían arrastrados por la furia de un vendaval; y con igual ímpetu se precipitaban por la sima de la caverna como las abejas dentro de una colmena. Antes de que hubiese tenido yo tiempo de interrogar sobre todo aquello, picó mi camarada el jinete musulmán sus largas espuelas morunas en los ijares de su caballo y se confundió entre los demás. Recorrimos una larga senda inclinada y tortuosa que bajaba hasta las mismas entrañas de la tierra, y a media que íbamos entrando empezó a hacerse perceptible una luz que semejaba los primeros albores del día; pero no podía yo distinguir bien qué era lo que brillaba. A poco se fue haciendo más viva e intensa, y ya pude ir claramente observando lo que me rodeaba. Noté entonces, a medida que íbamos avanzando, grandes grutas abiertas a derecha e izquierda, que parecían los salones de una armería; en unas había escudos, yelmos, corazas, lanzas y cimitarras pendientes de la pared; en otras, grandes pilas de municiones y equipajes de campaña tiraos por los suelos. ¡Cuánto se hubiera alegrado Su Excelencia, como veterano que es, de ver tantas y tantas provisiones de guerra! Además, en otras cavernas se veían numerosas filas de jinetes perfectamente armados, lanza en ristre y con banderas desplegadas, dispuestos para salir al campo de batalla; pero todos inmóviles en sus monturas, a manera de estatuas. En otros salones veíanse guerreros durmiendo en el suelo, junto a sus caballos, y grupos de soldados de infantería, dispuestos para entrar en formación; todos enjaezados y armados a la morisca.
En fin, para concluir de contar con brevedad esta historia a Su Excelencia, entramos por último en una inmensa caverna, o, mejor dicho, en un palacio que tenía la forma de una gruta, y cuyas paredes, con incrustaciones de oro y plata, brillaban como si fueran de diamantes zafiros u otras piedras preciosas. En la parte más elevada hallábase sentado en un solio un rey moro, rodeado de sus nobles y custodiado por una guardia de negros africanos empuñando tajantes cimitarras. Todos los que iban entrando (y por cierto que se podían contar a miles) pasaban uno a uno ante su trono y se inclinaban en señal de homenaje. Unos vestían magníficos ropajes, sin mancha ni rotura alguna y deslumbrando con sus joyas, y otros llevaban brillantes y esmaltadas armaduras; pero otros, en cambio, iban cubiertos de mugrientos y haraposos vestidos y con armaduras destrozadas y cubiertas de orín.
-¡Oye, camarada! -le pregunté; ¿qué significa todo eso?
-Esto -respondió el soldado- es un grande y terrible misterio. Sábete, ¡oh cristiano!, que tienes ante tu vista la corte y el ejército de Boabdil, último rey de Granada.
-¿Qué me estáis diciendo? -exclamé. Boabdil y su corte fueron desterrados de este país luengos siglos ha, y todos murieron en África.
-Así se cuenta en vuestras mentirosas crónicas -añadió el moro; pero ten entendido que Boabdil y los guerreros que pelearon hasta lo último por la defensa de Granada, todos fueron encerrados en esta montaña por arte de encantamiento. En cuanto al rey y al ejército que salieron de Granada al tiempo de la rendición, era una simple comitiva de espíritus y demonios, a quienes se le permitió tomar aquellas formas para engañar a los reyes cristianos. Más te diré, amigo mío: la España entera es un país encantado; no hay cueva en la montaña, solitario torreón en el llano o desmantelado castillo en la sierra donde no se oculten hechizados guerreros, que duermen y dormirán siglos y siglos bajo sus bóvedas, hasta que expíen sus pecados, por lo que Allah permitió que el dominio de la hermosa España pasase por algún tiempo a manos de los cristianos. Una vez al año, en la víspera de San Juan, se ven libres del mágico encantamiento desde la salida del sol hasta el ocaso, y se les permite venir a rendir homenaje a su soberano; así, pues, toda esa muchedumbre que ves bullendo en la caverna son guerreros musulmanes que acuden de sus antros y de todas las partes de España. Por lo que a mí toca, ya viste en Castilla la Vieja la arruinada torre del puente donde he pasado centenares de inviernos y veranos, debiendo volver a ella antes de romper el nuevo día. En cuanto a los batallones de infantería y caballería que ves formados en las cavernas vecinas, son los encantados guerreros de Granada. Está escrito en el libro del destino que, cuando sean deshechizados, bajará Boabdil de la montaña, a la cabeza de su ejército, recobrará su trono en la Alhambra y gobernará de nuevo en Granada; y, reuniendo los encantados guerreros que hay diseminados en toda España, reconquistará la Península, que volverá otra vez a quedar sometida al yugo musulmán.
-¿Y cuándo sucederá eso? -pregunté ansiosamente.
-¡Sólo Allah lo sabe! Nosotros creímos que estaba cercano ya el día de nuestra libertad; pero reina ahora en la Alhambra un gobernador muy celoso, tan intrépido como veterano soldado, conocido por El gobernador manco. Mientras este viejo guerrero tenga el mando de esta avanzada y esté pronto a rechazar la primera irrupción de la montaña témome que Boabdil y sus tropas tengan que contentarse con permanecer sobre las armas.
Al oír esto, el Gobernador se incorporó, requirió su espada y se retorció de nuevo el mostacho.
-Para concluir la historia y no cansar más a Su Excelencia, el soldado moro, después de contarme esto, se apeó del caballo y me dijo:
-Quédate aquí guardando mi corcel, mientras que yo voy a doblar la rodilla ante Boabdil.
Y esto diciendo, se confundió entre la muchedumbre que rodeaba el trono. «¿Qué hacer (me pregunté) habiéndome dejado solo y de esta manera? ¿Espero a que vuelva el infiel, me monte en su caballo fantástico y me lleve Dios sabe dónde, o aprovecho el tiempo y huyo de este ejército de fantasmas?» Un soldado se decide pronto, como sabe Su Excelencia perfectamente, y por lo que hacía al caballo, lo consideré como presa legal, según los fueros de la guerra y de la patria. Así, pues, montando rápidamente en la silla, volví riendas, golpeé con los estribos morunos en los flacos del animal, y huí rápidamente por el mismo sitio que habíamos entrado. Al pasar a través de los salones en que se hallaban formados los jinetes musulmanes en inmóviles batallones, me pareció oír choque de armas y ruido de voces. Aguijoneé de nuevo al caballo con los estribos y redoblé mi carrera. Entonces sentí a mis espaldas cierto rugido como el que produce el huracán; oí el choque de mil herraduras, y acto continuo me vi alcanzado por un sinnúmero de soldados y arrastrado hacia la puerta de la caverna, donde partían millares de sombras en cada una de las direcciones de los cuatro puntos cardinales.
Con el tumulto y la confusión de aquella escena caí al suelo sin sentido; y cuando volví en mí, encontreme tendido en la cima de una montaña, con el caballo árabe de pie a mi lado, pues al caer enredose la brida en mi brazo, lo que creo que impidió que se escapara a Castilla la Vieja.
Su Excelencia comprenderá fácilmente cuán grande sería mi sorpresa no viendo a mi alrededor más que pitas y chumberas, los productos de los climas meridionales, y luego esa gran ciudad allí abajo, con sus numerosas torres y palacios y con su gran Catedral. Descendí del Cerro cautelosamente llevando mi caballo de la brida, pues temí montarme en él, no me fuera a jugar una mala pasada. Cuando bajaba me encontré con vuestra ronda, la cual me informó ser Granada la ciudad que se extendía ante mi vista, y de que me encontraba en aquel instante próximo a las murallas de la Alhambra, la fortaleza del temible gobernador manco, terror de la encantada morisma. Al oír esto signifiqué mi deseo de que me hicieran comparecer ante Su Excelencia, a fin de darle cuenta de todo lo que había visto, y de que se impusiera de todos los peligros que le rodean, y para que pueda vuecencia tomar a tiempo sus medidas para salvar la fortaleza y hasta el reino mismo de las asechanzas del ejército formidable y misterioso que vaga por las entrañas de la tierra.
-Y decidme, amigo, vos que sois un veterano que ha llevado a cabo tan importantes servicios -le dijo el gobernador, ¿qué me aconsejáis para prevenirme de tamaños peligros?
-No está bien que un humilde soldado que no ha salido nunca de las filas pretenda dar instrucciones a un jefe de la sagacidad de Su Excelencia; pero me parece que debería mandar tapiar sólidamente todas las grutas y agujeros de la montaña, de modo que Boabdil y su ejército quedasen eternamente sepultados en sus antros subterráneos. Además, si este reverendo padre -añadió el soldado respetuosamente, saludando al fraile y santiguándose con devoción- tuviera a bien consagrar las tapias con su bendición y poner unas cuantas cruces, reliquias e imágenes de santos, creo que sería muy suficiente para desafiar toda la virtud y el poder de sortilegios de los infieles.
-Eso sería, indudablemente, de gran efecto -dijo el fraile.
El gobernador entonces puso su único brazo en el puño de su espada toledana, fijó la vista en el soldado, y moviendo la cabeza le dijo:
-¿De modo, don bellaco, que creéis positivamente que me vais a engañar con toda esta patraña de montañas y moros encantados?... ¡Ni una palabra más!... Sois ya ciertamente un zorro viejo; pero tened entendido que tenéis que habérosla con otro más zorro que vos, que no se deja engañar tan fácilmente. ¡Hola! ¡Guardias, aquí! ¡Cargad de cadenas a este miserable!
La modesta sirvienta hubiera intercedido de buena gana en favor del prisionero; pero el señor gobernador le impuso silencio con una severa mirada.
Hallábanse maniatando al militar, cuando uno de los guardias tentó un bulto voluminoso en su bolsillo, y sacándolo fuera vio que era un gran bolsón de cuero, al parecer bien repleto. Cogiéndole por el fondo, vació su contenido sobre la mesa, ante la presencia misma del gobernador, y nunca mochila de filibustero arrojó cosas de más valor: salieron anillos, joyas, rosarios de perlas, cruces de más de brillantes e infinidad de monedas de oro antiguas, algunas de las cuales cayeron al suelo y fueron rodando hasta los rincones más apartados de la habitación.
Por algunos momentos se suspendió la acción de la justicia, dedicándose todos a la busca de las monedas esparcidas; sólo el gobernador, revestido de la gravedad española, conservaba su majestuoso decoro, aunque sus ojos dejaron vislumbrar cierta inquietud hasta tanto que el viejo vio meter en el bolso la última moneda y la última alhaja.
El fraile no parecía hallarse muy tranquilo; su cara estaba roja como un horno encendido y sus ojos echaban fuego al ver los rosarios y las cruces.
-¡Miserable sacrílego! -exclamó. ¿A qué iglesias o santuario has robado estas sagradas reliquias?
Ni lo uno ni lo otro, reverendo padre; si son despojos sacrílegos, debieron ser robados en tiempos pasados por el soldado infiel que he referido. Precisamente iba a decir a Su Excelencia, cuando me interrumpió, que al posesionarme del caballo desaté un bolsón de cuero que colgaba del arzón de la silla, y el cual creo que contenía el botín de sus antiguos días de campaña, cuando los moros asolaban el país.
-Está bien; ahora arreglaos como mejor os parezca, dejándoos alojar en un calabozo de las Torres Bermejas, las cuales, aunque no están bajo ningún encanto mágico, os tendrán a buen recaudo como cualquier cueva de vuestros moros en cantados.
-Su Excelencia hará lo que estime más conveniente -contestó el prisionero con frialdad; de todos modos le agradeceré mi alojamiento en esa fortaleza. A un soldado que ha estado en las guerras, como sabe bien Su Excelencia, le importa poco la clase de alojamiento; con tal de tener una habitacioncita arreglada y rancho no muy malo, yo me las arreglaré para pasarlo a gusto. Sólo suplico a Su Excelencia que, ya que despliega tanto cuidado conmigo, que esté vigilante asimismo con su fortaleza y que no desprecie la advertencia que le he hecho de tapiar los agujeros de las montañas.
Así terminó aquella escena. El prisionero fue conducido a un seguro calabozo de las Torres Bermejas, el caballo árabe fue llevado a las caballerizas del gobernador y él bolsón del soldado depositado en el arca de Su Excelencia; bien es verdad que sobre esto le opuso el fraile algunas objeciones, manifestándole que las sagradas reliquias, que eran, a no dudar, despojos sacrílegos, debían ser depositadas en la iglesia; pero como el gobernador se había hecho cargo de aquel asunto y era señor absoluto de la Alhambra, ladeó discretamente el reverendo la cuestión, si bien determinó interiormente informar del caso a las autoridades eclesiásticas de Granada.
Para más explicarnos estas prontas y rígidas medidas por parte del viejo gobernador manco, es necesario saber que por este tiempo se hallaba sembrando el terror en las serranías de la Alpujarra, no lejos de Granada, una partida de ladrones capitaneada por un jefe terrible llamado Manuel Borrasco, el cual no sólo andaba merodeando por los campos, sino que osaba entrar hasta en la misma ciudad con diferentes disfraces para procurarse noticias de los convoyes de mercancías próximos a salir, o de los viajeros que se iban a poner en marcha con los bolsillos bien repletos, de los cuales se encargaba él y su partida de los apartados y solitarios pasos o encrucijadas de los caminos. Estos repetidos y escandalosos atropellos llamaron la atención del Gobierno, y los comandantes de algunos puestos militares habían recibido ya instrucciones para que estuviesen alerta y prendiesen a los forasteros sospechosos. El gobernador manco tomó el asunto con un celo sin igual, a consecuencia de la mala fama que había adquirido la fortaleza, y en tal ocasión creíase seguro de haber atrapado algún terrible bandido de la famosa partida.
Divulgose entretanto el suceso, haciéndose el tema de todas las conversaciones, no sólo en la fortaleza, sino también en la ciudad. Decíase que el célebre bandido Manuel Borrasco, terror de las Alpujarras, había caído en poder del veterano gobernador manco, y que éste lo había encerrado en un calabozo de las Torres Bermejas, acudiendo allí todos los que habían sido robados por él, a ver si le reconocían. LasTorres Bermejas, como ya se sabe, están enfrente de la Alhambra, en una colina semejante, y separadas de la fortaleza principal por la cañada en que se encuentra la alameda. No tiene murallas exteriores, pero un centinela hacía la guardia delante de la Torre. La ventana del cuarto donde encerraron al soldado hallábase fuertemente asegurada con recias barras de hierro y miraba a una pequeña explanada. Allí acudía el populacho a ver al prisionero, como si viniera a ver una hiena feroz que se revuelve en la jaula de una exposición de fieras. Nadie, sin embargo, lo reconoció por Manuel Borrasco, pues aquel terrible ladrón era notable por su feroz fisonomía, y no tenía ni por asomos el aire burlón del prisionero. Ya no sólo de la ciudad, sino de todo el reino, venía la gente a verle, pero nadie le conocía; con lo que empezaron a nacer dudas en la imaginación del vulgo sobre si sería o no verdad la maravillosa historia que había contado el hombre; pues era antigua tradición, oída contar a sus padres por los más ancianos de la fortaleza, que Boabdil y su ejército estaban encerrados por encanto mágico en las montañas. Muchas personas subieron al Cerro del Sol -o por otro nombre, de Santa Elena-, en busca de la cueva mencionada por el soldado, y todos se asomaban a la boca de un pozo tenebroso, cuya profundidad inmensa nadie conocía -el cual subsiste aún, y a pies juntillas creían que sería la fabulosa entrada al antro subterráneo de Boabdil.
Poco a poco fue ganándose el soldado las simpatías del vulgo, pues el bandolero de las montañas no tiene en manera alguna en España el abominable carácter que el ladrón de los demás países, sino que, por el contrario, es una especie de personaje caballeresco a los ojos del pueblo. Hay también ciertas predisposiciones a censurar la conducta de los que mandan, y no pocos comenzaron a murmurar de las severas medidas que había adoptado el gobernador manco, y miraban ya al prisionero como un mártir de su rigor.
El soldado, además, era hombre alegre y jocoso, y bromeaba con todos los que se acercaban a su ventana, dirigiendo galantes requiebros a las muchachas. Procurose también una mala guitarrilla, y, sentado a la ventana, entonaba canciones y coplas amorosas, con las que deleitaba a las hembras de la vecindad, que se reunían por la noche en la explanada y bailaban boleros al son de su música. Como se había afeitado la inculta barba, se hizo agradable a los ojos de las muchachas, y hasta la humildita criada del gobernador confesó que su picaresca mirada era irresistible. Esta sensible joven demostró desde el principio una tierna simpatía por sus desgracias, y, después de haber pretendido en vano mitigar los rigores del gobernador, púsose a dulcificar privadamente su cautiverio, por lo que todos los días llevaba al prisionero algunas golosinas que se perdían de la mesa del gobernador o que escamoteaba de la despensa; esto sin contar de vez en cuando con tal o cual confortable botella de selecto Valdepeñas o rico Málaga.
Mientras ocurría esta inocente traicioncilla dentro de la misma ciudadela del viejo gobernador, fraguaba un amago de guerra sus enemigos exteriores. La circunstancia de haber encontrado al supuesto ladrón un bolsón lleno de monedas y alhajas fue contada exageradamente en Granada, por lo que se suscitó una competencia de jurisdicción territorial por el implacable rival del gobernador, el capitán general. Insistió éste en que el prisionero había sido capturado fuera del recinto de la Alhambra y dentro del territorio en que ejercía él autoridad; por consiguiente, reclamó su persona y el spolia opima cogido con él. El fraile, a su vez hizo una delación semejante al gran inquisidor sobre las cruces, rosarios y otras reliquias contenidas en el bolsón, por cuyo motivo reclamó éste también al culpable por haber incurrido en el delito de sacrilegio, sosteniendo que lo robado por el ladrón pertenecía de derecho a la iglesia y su cuerpo al próximo auto de fe. El gobernador hallábase dado a los diablos ante estas reclamaciones, y juraba y perjuraba que antes de entregar al prisionero le haría ahorcar en la Alhambra, como espía cogido en los confines de la fortaleza.
El capitán general amenazó con enviar un destacamento de soldados para transportar al prisionero desde las Torres Bermejas a la ciudad. El gran inquisidor también intentaba enviar algunos familiares del Santo Oficio. Avisaron al gobernador cierta noche de estas maquinaciones.
-¡Que vengan -gritó- y verán antes de tiempo lo que les espera conmigo! ¡Mucho tiene que madrugar el que quiera pegársela a este soldado viejo!
Dictó, por consiguiente, sus órdenes para que el prisionero fuera conducido al romper el día a un calabozo que había dentro de las murallas de la Alhambra.
-Y oye tú, niña -dijo a su modesta doncella, toca a mi puerta y despiértame antes de que cante el gallo, para que presencie yo mismo la ejecución de mis órdenes.
Vino el día, cantó el gallo, pero nadie tocó a la puerta del gobernador. Ya había aparecido el sol por la cima de las montañas cuando se vio despertado el gobernador por su veterano cabo, que se le presentó con el terror retratado en su semblante.
-¡Se ha escapado! ¡Se ha escapado! -gritaba el cabo tomando alientos.
-¿Cómo? ¿Quién se ha escapado?
-¡El soldado!... ¡El bandido!... ¡¡¡El diablo!!!... Pues no sabemos quién es. Su calabozo está vacío, pero la puerta cerrada, y nadie se explica cómo ha podido salir.
-¿Quién lo vio por última vez?
-Vuestra criada, que le llevó la cena.
-Que venga al momento.
Aquí hubo otro nuevo motivo de confusión: el cuarto de la modesta doncella estaba también vacío y su cama indicaba que no se había acostado aquella noche; era evidente que se había fugado con el prisionero, pues se recordó que días antes sostenía frecuentes conversaciones con él.
Este último golpe hirió al gobernador en la parte más sensible de su corazón; pero apenas tuvo tiempo para darse cuenta de lo ocurrido cuando se presentaron a su vista nuevas desgracias, pues al entrar en su gabinete se encontró abierta su arca y que había desaparecido el bolsón del soldado y con él dos sendos talegos atestados de doblones.
¿Cómo y por dónde se habían escapado los fugitivos? Un labrador ya anciano, que vivía en un cortijo junto a un camino que conducía a la sierra, dijo que había oído el ruido del galope de un poderoso corcel que iba hacia la montaña poco antes de romper el día; asomose, pues, a una ventana y pudo distinguir un jinete que llevaba una mujer sentada en la delantera.
-Mirad las caballerizas -gritó el gobernador manco.
En efecto, se registraron las caballerizas, y todos los caballos estaban atados a sus respectivas estacas, menos el caballo árabe, que en su lugar había sujeto al pesebre un formidable garrote y junto a él un letrero que decía:

Al buen gobernador manco
regala este animalejo
un soldado viejo.


1.025.3 Irving (Washington) - 057 

No hay comentarios:

Publicar un comentario