En tiempos que pasaron fue
gobernador de la Alhambra un anciano y valeroso caballero, el cual, por haber
perdido un brazo en la guerra era comúnmente conocido con el nombre de El
gobernador manco. Mostrábase por todo extremo orgulloso de ser un
veterano; con sus largos bigotes que le llegaban a los ojos, sus botas de
montar y una espada toledana tan larga como una pica, llevando siempre el
pañuelo dentro de la cazoleta de su empuñadura.
Sucedía,
pues, que era excesivamente celoso y rígidamente severo y escrupuloso en
conservar todos sus fueros y privilegios. Bajo su gobierno se habían de cumplir
al pie de la letra todas las inmunidades de la Alhambra como Sitio Real; no se
le permitía a nadie entrar en la fortaleza con armas de fuego, ni aun con
espada o bastón, a menos de ser personaje de cierta categoría; y se obligaba a
los jinetes a desmontarse en la puerta y a llevar el caballo por la brida. Como la colina
de la Alhambra se eleva en forma de protuberancia en medio del suelo de
Granada, era por demás enojoso para el capitán general que mandaba en la
provincia tener un imperium in imperio, un pequeño Estado independiente en el centro de sus
dominios, situación que se hacía entonces más intolerable, así por la rigidez
del viejo gobernador que llevaba a sangre y a fuego la más mínima cuestión de
autoridad o de jurisdicción, como por la traza maleante y levantisca de la
gente que poco a poco se iba subiendo a vivir en la fortaleza, tomándola como
lugar de asilo, y desde donde ejercitaban el robo y el pillaje a expensas de
los honrados habitantes de la ciudad.
En tal
estado de cosas era consiguiente que vivieran en una perpetua enemistad y
querella continua el capitán general y el gobernador, mucho más extremadas por
parte de este último, por aquello de que la más humilde y pequeña de dos
potestades vecinas es siempre la más celosa de su dignidad. El majestuoso
palacio del capitán general hallábase situado en la plaza Nueva , al pie de
la colina de la Alhambra; en él pululaba a todas horas una gran multitud de
gente: los destacamentos que hacían la guardia, la servidumbre y los
funcionarios de la ciudad.
Un baluarte saliente de la fortaleza de la Alhambra dominaba
el palacio y la antedicha plaza pública, frente por frente de ella; y allí era
donde el manco gobernador acostumbraba pasearse con su espada toledana colgada
al cinto y mirando abajo a su rival, como el halcón que espía a su presa desde
la alta copa del árbol secular.
Cuando
bajaba nuestro gobernador a la ciudad bajaba siempre de gran parada a caballo,
rodeado de sus guardias, o en su coche de ceremonia, antiguo y pesado armatoste
español de madera tallada y cuero dorado, tirado por ocho mulas y escoltado por
caballerizos y lacayos; entonces el buen viejo se lisonjeaba de la impresión de
temor y admiración que causaba en los espectadores por su calidad de
vicerregente del rey, aunque los zumbones de Granada, y en particular los que
frecuentaban el palacio del capitán general, se burlaban de su ridículo boato
en miniatura y llamaban al pobre gobernador «El rey de los mendigos», aludiendo
a la traza harapienta y mísera de sus vasallos.
Motivo
perenne de discordia entre ambas autoridades era el derecho que creía tener el
gobernador a que le dejasen pasar libres de portazgo las provisiones para su
guarnición; como que poco a poco dio lugar este privilegio a que se ejercitase
un contrabando escandaloso y a que una partida de contrabandistas asentara sus
reales en las viviendas de la fortaleza y en las numerosas cuevas de sus
alrededores, haciendo negocios en alta escala, en confabulación y connivencia
con los soldados de la guarnición.
Despertose
al fin la vigilancia del capitán general, el cual consultó con su factótum, que
era un astuto y enredador escribano que gozaba en aprovechar cuantas ocasiones
se le ofrecían para molestar al viejo gobernador de la Alhambra y envolverlo en
enredosos litigios judiciales. Aconsejó, pues, al capitán general que
insistiese en su derecho de registrar los convoyes que pasaran por las puertas
de la ciudad, y le redactó un largo documento vindicando su derecho. El
gobernador manco era uno de esos veteranos que no entienden de razones ni de
leyes, y que aborrecía a los escribanos más que al mismo diablo, y al tal
escribano de marras más que a todos los escribanos del mundo juntos.
-¡Hola!
-decía el hombre retorciéndose fieramente el mostacho. Conque, ¿el señor
capitán general se vale del escribanito para ponerme a mí en aprietos? ¡Pues yo
le haré ver que un soldado viejo no se deja arrollar por un curial!
Cogió,
pues, la pluma, y emborronó una breve carta, en la cual, sin dignarse entrar en
razones, insistía en su derecho de libre tránsito; conminando con que no
quedaría impune cualquier aduanero que pusiese su insolente mano en un convoy
protegido por el pabellón de la Alhambra.
Mientras se
agitaban estas cuestiones entre las dos testarudas autoridades sucedió que
llegó cierto día una mula cargada de víveres para la fortaleza al Puente de
Genil, por el cual tenía que pasar y atravesar luego en su camino un barrio de
la ciudad en dirección hacia la Alhambra. Iba guiando el convoy un malhumorado
cabo, ya viejo, que había servido mucho tiempo a las órdenes del gobernador, y
era su álter ego en la manera de pensar, y duro también y fuerte como una hoja
toledana. Al llegar junto a las puertas de la ciudad puso al cabo el pabellón
de la Alhambra sobre la carga de la mula, y, tomando un aire marcial, avanzó
adelante con la cabeza erguida, pero con el ojo avizor y atento, como perro que
pasa por un campo enemigo, alerta y dispuesto a ladrar o a dar un mordisco.
Pasó el
cabo ufano seguido de su convoy; pero no bien habían andado algunos pasos
cuando varios aduaneros se arrojaron sobre él desde el puente.
Éste dio un
fuerte varazo a la acémila, pero el jefe se adelantó y la cogió por el ronzal.
Entonces le apuntó el cabo con la carabina, disparándola de muerte.
Al instante
se alborotó la calle.
Hicieron prisionero al viejo cabo, y, después de sufrir una
trilla de puntapiés, bofetadas y palos -introducción que propina impromptu el populacho español como primicias anticipadas a los rigores de
la ley, fue cargado de cadenas y encarcelado en la ciudad, en tanto que se les
permitió a sus camaradas el proseguir con el convoy hasta la Alhambra, después
de haber sido registrado a su sabor.
El viejo
gobernador se puso dado a los diablos cuando supo el insulto inferido a su
pabellón y la prisión de su cabo. Por algún tiempo desfogó meramente su mal
humor paseándose por los moriscos salones o arrojando sangrientas miradas de
fuego desde su baluarte al palacio del capitán general. Mas luego se calmó del
primer arrebato de cólera, envió un mensajero pidiendo la entrega del cabo,
alegando que sólo a él le pertenecía de derecho el juzgar y entender de los delitos
cometidos por sus súbditos. El capitán general, auxiliado del socarrón del
escribano, le arguyó, después de mucho tiempo, que, como delito cometido dentro
del recinto de la ciudad y en la persona de uno de sus empleados civiles, no
ofrecía duda que competía a su jurisdicción. Replicó el gobernador repitiendo
su demanda, y volviole a contestar el capitán general con un alegato mucho más
extenso, y razonando siempre con fundamentos legales. Enfurecíase el gobernador
más y más, mostrándose más rígido y obstinado en su petición; en tanto que el
capitán general se manifestaba cada vez más prolijo y sereno en sus respuestas;
con lo que el veterano, que tenía el corazón de un león, bramaba de furia al
verse enredado en las mallas de una controversia curialesca.
En tanto
que el sutil escribano se divertía de este modo a expensas del gobernador,
seguía con actividad el sumario del cabo, el cual se hallaba encerrado en un
estrecho calabozo de la cárcel, sin tener más que una ventanilla enverjada por
donde asomaba su curtido rostro y por donde recibía los consuelos de sus
amigos.
El
infatigable escribano extendió sin levantar mano -siguiendo el procedimiento
español- un mamotreto de declaraciones y diligencias, con las que consiguió
completamente confundir al cabo y que se declarase convicto y confeso de
asesinato; en vista de lo cual fue sentenciado a morir en la horca.
En vano el
gobernador protestó y lanzó fulminantes amenazas desde la Alhambra. Llegó al
fin el día fatal y el cabo fue puesto en capilla, según se acostumbra hacer
siempre con los criminales el día antes de la ejecución, a fin de que mediten
en su próximo fin y se arrepientan de sus pecados. Viendo las cosas en tal
extremo, determinó el viejo gobernador resolver el asunto en persona, para lo
cual ordenó preparar su coche de ceremonia, y rodeado de sus guardias bajó por
los paseos de la Alhambra a la
ciudad. Paró a la casa del escribano, e hizo que lo llamasen
al portal.
-¿Qué es lo
que me han dicho? ¿Habéis condenado a muerte a uno de mis soldados? -dijo
gritando el gobernador.
-Todo se ha
hecho con arreglo a la ley y con estricta sujeción al procedimiento judicial
-contestó con cierta fruición el escribano, sonriéndose y frotándose las manos;
puedo enseñar a Su Excelencia las declaraciones que constan en el proceso.
El
escribano se metió en su despacho, contentísimo de tener nueva ocasión en que
mostrar su destreza a costa del testarudo veterano.
Volvió con
un voluminoso legajo de papeles, y empezó a leer con la alta entonación y con
las especiales maneras propias de los de su oficio. A la vez que leía, íbase
aglomerando un corro de gente, que permanecía escuchando con la boca abierta.
-Hacedme el
favor de subir al coche -le dijo el gobernador- y nos libraremos de este gentío
de impertinentes curiosos que no me dejan oíros.
Entró el
escribano en el carruaje, e inmediatamente, en un abrir y cerrar de ojos,
cerraron la portezuela, crujió el cochero el látigo, y mulas, carruaje,
guardias, todo, partió en vertiginosa carrera, dejando atónita a la
muchedumbre, y no paró el gobernador hasta que aseguró su presa en uno de los
calabozos mejor fortificados de la Alhambra.
Envió acto
seguido un parlamentario con bandera blanca, a estilo militar, proponiendo un
canje de prisioneros: el cabo por el escribano. Sintiose herido en su orgullo
el capitán general; rehusó el cambio, dando una negativa insultante, y mandó
levantar una horca sólida y elevada en el centro de la plaza Nueva para
llevar a vías de hecho la ejecución del cabo.
-Ahora
-dijo en un mensaje que dirigió al capitán general- ahorque usted cuando quiera
a mi soldado; pero al mismo tiempo levante usted la vista por encima de la
plaza y verá usted a su escribano bailando en el aire.
El capitán
general se mostró inflexible; formáronse las tropas en la plaza, redoblaron los
tambores, tocaron a muerto las campanas y se reunió allí gran número de
espectadores para presenciar la ejecución; en tanto que allá arriba en la
Alhambra formó el gobernador toda la guarnición de El
Cubo, mientras doblaba la campana de la Torre de la Vela anunciando
la muerte del escribano.
La esposa
de éste atravesó la muchedumbre seguida de su numerosa prole de escribanillos
en embrión, y, arrojándose a los pies del capitán general, le
suplicó que no sacrificase la existencia de su marido, su bienestar y el de sus
numerosos hijos por una cuestión de amor propio, «pues Su Excelencia conoce
bastante bien -le dijo- al viejo gobernador para dudar de que no ejecute su
amenaza si Su Excelencia ahorca al soldado».
Moviose a
conmiseración el capitán general ante sus lágrimas y lamentos y los clamores de
su tierna familia. Envió al cabo a la Alhambra escoltado por un piquete y
vestido con la ropa de ajusticiado, encaperuzado como un fraile, pero con la
frente levantada y su rostro inmutable, y pidió en canje al escribano, según se
había solicitado. Sacaron del calabozo, más muerto que vivo, al antes sonriente
y satisfecho curial; toda su arrogancia había desaparecido completamente y
-según decían- habían encanecido sus cabellos de terror, presentándose con aire
abatido y con la mirada extraviada, como si hubiese sentido el contacto de la
cuerda fatal en su cuello.
El viejo
gobernador cruzó su único brazo encorvado y miró al escribano por breves
instantes con fiera sonrisa diciéndole:
-De aquí en
adelante, amigo mío, modere usted su celo por enviar gente a la horca y no confíe
usted en su salvación, aunque tenga de su parte la ley; pero, sobre todo, tenga
usted mucho cuidado de no andarse con bromitas otra vez con este viejo
veterano.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
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