En tiempos antiguos reinaba en
Granada un príncipe moro llamado Mohamed, al cual sus vasallos le daban el
sobrenombre de El Haygari, esto es, El
Zurdo. Se dice que le apellidaron de este modo por ser realmente
más ágil en el uso de la mano izquierda que de la derecha; otros afirman que se
lo aplicaron porque solía hacer «al revés» todo aquello en que ponía mano; o
más claro: porque solía echar a perder todos los asuntos en que se entremetía.
Lo cierto es que, ya por desgracia o por falta de tacto, estaba continuamente
sufriendo mil contrariedades. Tres veces le destronaron, y en una de ellas pudo
escapar milagrosamente al África, salvándose de una muerte segura, disfrazado
de pescador. Sin embargo, era tan valiente como desatinado, y, aunque zurdo,
esgrimía su cimitarra con maravillosa destreza, por lo que consiguió recuperar
su trono a fuerza de pelear. Pero en vez de aprender a ser prudente en la
adversidad, se hizo obstinado y endurecido su brazo izquierdo en sus continuas
terquedades. Las calamidades públicas que atrajo sobre sí y sobre su reino
pueden conocerse leyendo los anales arábigos de Granada, pues la presente
leyenda no trata más que de su vida privada.
Paseando a
caballo cierto día Mohamed, con gran séquito de sus cortesanos, por la falda de
Sierra Elvira, tropezó con un piquete de caballería que regresaba de hacer una
escaramuza en el país de los cristianos. Conducían una larga fila de mulas
cargadas con botín y multitud de cautivos de ambos sexos. Entre las cautivas
venía una cuya presencia causó honda sensación en el ánimo del sultán; era ésta
una hermosa joven, ricamente vestida, que iba llorando sobre un pequeño
palafrén, sin que bastaran a consolarla las frases que le dirigía una dueña que
la acompañaba.
Prendose el
monarca de su hermosura, e interrogado acerca de ella el jefe de la fuerza,
supo el rey que era la hija del alcaide de una fortaleza fronteriza que habían
sorprendido y saqueado durante la excursión. Mohamed pidió la bella cautiva como la
parte que le correspondía de aquel botín, y la llevó a su harén de la Alhambra. Se
inventaron en vano mil diversiones para distraerla y aliviarla de su
melancolía; por último, el monarca, cada vez más enamorado de ella, resolvió
hacerla su sultana. La joven española rechazó en un principio sus
proposiciones, pensando en que al fin era moro, enemigo de su país, y, lo que
era peor, ¡qué estaba bastante entrado en años! Viendo Mohamed que su
constancia no le servía gran cosa, determinó atraerse a la dueña que venía
prisionera con la joven cristiana. Era aquélla andaluza de nacimiento y no se
conoce su nombre cristiano: sólo se sabe que en las leyendas moriscas se la
denomina La
discreta Kadiga -¡y
en verdad que era discreta, según resulta de su historia!. Apenas el rey moro
se puso al habla con ella, cuando vio su habilidad para persuadir, y le confió
el emprender la conquista de su joven señora. Kadiga comenzó su tarea de este
modo:
-¡Idos
allá!... -decía a su señora. ¿A qué viene ese llanto y esa tristeza? ¿No es
mejor ser sultana de este hermoso Palacio adornado de jardines y fuentes, que
vivir encerrada en la vieja torre fronteriza de vuestro padre? ¿Qué importa que
Mohamed sea infiel? Os casáis con él, no con su religión; y si es un poquito
viejo, más pronto os quedaréis viuda y dueña de vuestro albedrío; y, puesto que
de todas maneras tenéis que estar en su poder, más vale ser princesa que no
esclava. Cuando uno cae en manos de un ladrón, mejor es venderle las mercancías
a buen precio que no dar lugar a que las arrebate por fuerza.
Los
argumentos de la
discreta Kadiga hicieron su efecto. La joven española enjugó
sus lágrimas y accedió al fin a ser esposa de Mohamed el Zurdo, adoptando, al
parecer, la religión de su real esposo, así como la astuta dueña afectó haberse
hecho fervorosa partidaria de la religión mahometana; entonces precisamente fue
cuando tomó el nombre árabe de Kadiga y se le permitió permanecer como persona
de confianza al lado de su señora.
Andando el
tiempo, el rey moro fue padre de tres hermosísimas princesas, habidas en un
mismo parto; y, aunque él hubiera preferido que nacieran varones, se consoló
con la idea de que sus tres preciosas niñas eran bastante hermosas para un
hombre de su edad, y por añadidura zurdo.
Siguiendo
la costumbre de los califas musulmanes, convocó a sus astrólogos para
consultarles sobre tan fausto suceso. Hecho por los sabios el horóscopo de las
tres princesas, dijeron al rey, moviendo la cabeza: «Las hijas, ¡oh rey!,
fueron siempre propiedad poco segura; pero éstas necesitarán mucho más de tu
vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas
bajo tus alas y no las confíes a persona alguna.»
Mohamed el
Zurdo era tenido entre los cortesanos por un rey sabio, y, a decir verdad, tal
se consideraba él mismo. La predicación de los astrólogos no le causó más que
una ligera inquietud, y confió en su ingenio para guardar sus hijas y
contrariar la fuerza de los hados.
El triple
nacimiento fue el último trofeo conyugal del monarca, pues la reina no dio a
luz más hijos, y murió pocos años después, dejando confiadas sus tiernas niñas
al amor y fidelidad de la
discreta Kadiga.
Muchos años
tenían que pasar para que las princesas llegasen a la edad del peligro: a la
edad de casarse. «Es bueno, con todo, precaverse con tiempo», dijo el astuto
monarca; y, en su virtud, resolvió encerrarlas en el castillo real de
Salobreña. Era éste un suntuoso palacio incrustado en una inexpugnable
fortaleza morisca situada en la cima de una montaña, desde la que se dominaba
el mar Mediterráneo, sirviendo de regio retiro, donde los monarcas musulmanes
encerraban a los parientes que les estorbaban, permitiéndoles, fuera de la
libertad, todo género de comodidades y diversiones, en medio de las cuales
pasaban sus días en voluptuosa indolencia.
Allí
permanecieron las princesas, separadas del mundo pero rodeadas de comodidades y
servidas por esclavos que les adivinaban todos sus deseos. Tenían para su
recreo deliciosos jardines llenos de las frutas y flores más raras, con
arboledas aromáticas y perfumados baños. Por tres lados daba vistas el castillo
a un delicioso valle, hermoso y alegre por su rica y variada vegetación, y
limitado por las altas montañas de la Alpujarra; y por el otro lado dominaba el
ancho y resplandeciente mar.
En esta
deliciosa morada, gozando de un clima plácido y bajo un cielo despejado, las
tres princesas crecieron con maravillosa hermo-sura; y, aunque todas se
educaron del mismo modo, daban ya señales prematuras de su diversidad de
carácter. Se llamaban Zayda, Zorayda y Zorahayda, y éste era su orden por
edades, pues habían tenido tres minutos de intervalo al nacer.
Zayda, la
mayor, era de espíritu intrépido, y siempre se ponía al frente de sus hermanas
para todo: lo mismo que hizo al nacer. Era curiosa y preguntona, y amiga de
profundizar el porqué de todas las cosas.
Zorayda era
apasionada de la belleza, por cuya razón, sin duda, se deleitaba mirando su
propia imagen en un espejo o en las cristalinas aguas de una fuente, y tenía
delirio por las flores, por las joyas, por todos aquellos adornos que realzan
la hermosura.
En cuanto a
Zorahayda, la menor, era dulce, tímida y extrema-damente sensible, derramando
siempre ternura, como se podía apreciar a primera vista, por las innumerables
flores, pájaros y otros animalitos domésticos que cuidaba con el más entrañable
cariño. Sus diversiones eran sencillas, mezcladas con meditaciones y ensueños;
se sentaba horas enteras en un ajimez, fija la mirada en las brillantes
estrellas de una noche de verano o en el mar rielado por la luna; y entonces la
canción de un pescador, débilmente oída desde la playa, o los acordes de una
flauta morisca desde alguna barca que cruzaba, eran suficientes para extasiar
su ánimo. Sin embargo, bastaba para acobardarla el que se conjurasen los
elementos, haciéndola caer desmayada el estampido del trueno.
Así pasaron
los años tranquila y dulcemente. La discreta Kadiga , a quien las princesas estaban
confiadas, cumplía lealmente su custodia y las servía con perseverante cuidado.
El castillo
de Salobreña, como ya se ha dicho, estaba construido en la cúspide de una
colina a orillas del Mediterráneo. Una de las murallas exteriores se extendía
por la base de una colina hasta llegar a una roca saliente que dominaba al mar,
y con una estrecha playa arenosa al pie, bañada por las rizadas olas. La
pequeña atalaya que se levantaba sobre esta roca se había convertido en una
especie de pabellón, desde cuyos ajimeces, cubiertos con celosías, se podía
aspirar la brisa del mar. En aquel sitio pasaban las princesas las calurosas
horas del mediodía.
Hallándose
en cierta ocasión sentada la
curiosa Zayda en una de las ventanas del pabellón, mientras
que sus hermanas dormían la siesta recostadas en otomanas, se fijó en una
galera que venía costeando a mesurados golpes de remo. Cuando se fue acercando,
observó que venía llena de hombres armados. La galera ancló al pie de la torre,
y un pelotón de soldados moriscos desembarcó en la estrecha playa conduciendo
varios prisioneros cristianos. La curiosa Zayda despertó inmediatamente a sus
hermanas, y las tres se pusieron a observar cautelosamente por la espesa
celosía de la ventana, que las libertaba de ser vistas. Entre los prisioneros
venían tres caballeros españoles ricamente vestidos; estaban en la flor de su
juventud y eran de noble presencia; además, la arrogante altivez con que
caminaban, aunque cargados de cadenas y rodeados de enemigos, manifestaba la
grandeza de sus almas. Las princesas miraban con profundo y anhelante interés;
y si se tiene en cuenta que vivían encerradas en aquel castillo, rodeadas de
siervas y no viendo más hombres que los esclavos negros y los rudos pescadores,
¿cómo ha de extrañarnos que produjera una gran emoción en sus corazones la
presencia de aquellos tres apuestos caballeros radiantes de juventud y de
varonil belleza?
-¿Habrá en
la tierra ser más noble que aquel caballero vestido de carmesí? -dijo Zayda, la
mayor de las tres hermanas. ¡Mirad qué arrogante va, como si todos los que le
rodean fuesen sus esclavos!
-¡Fijaos en
aquel otro, vestido de azul! -exclamó Zorayda- ¡Qué hermosura! ¡Qué elegancia!
¡Qué porte!
Las
princesas siguieron observando hasta que perdieron de vista a los prisioneros;
entonces, suspirando tristemente se volvieron, mirándose un momento unas a
otras, sentándose, meditabundas y pensativas, en sus otomanas.
-¡Pobres
jóvenes! -exclamó. ¡Apostaría que su cautiverio deja presa del más profundo
dolor el corazón de algunas damas principales de su país! ¡Ah, hijas mías! No
tenéis una idea de la vida que hacen estos caballeros en su patria. ¡Qué justas
y torneos! ¡Qué respeto a sus damas! ¡Qué modo de enamorar y de dar serenatas!
La
curiosidad de Zayda se acrecentó en extremo, y no se cansaba de preguntar ni de
oír de los labios de la dueña la animada pintura de los episodios de sus días
juveniles allá en su país. La hermosa Zorayda se reprimía y se miraba
disimuladamente en un espejo cuando la conversación recayó sobre los encantos
de las damas españolas; en tanto que Zorahayda ahogaba sus suspiros cuando oía
contar lo de las serenatas a la luz de la luna.
Todos los
días renovaba sus preguntas la
curiosa Zayda , y todos los días repetía sus historias la
madura dueña, siendo escuchada por su bello auditorio con profundo interés y
entrecortados suspiros.
Al fin la
astuta vieja cayó en la cuenta del daño que acaso estaba ocasionando: ella se
había acostumbrado a tratar a las princesas como niñas, sin considerar que
insensiblemente habían ido creciendo y que tenía ya delante de sí tres
hermosísimas jóvenes casaderas. «Ya es tiempo -pensó la dueña- de avisar al
rey.»
Hallábase
sentado cierta mañana Mohamed el Zurdo sobre un amplio diván en uno de los
frescos salones de la Alhambra cuando llegó un esclavo de la fortaleza de
Salobreña con un mensaje de la prudente Kadiga felicitándole en el cumpleaños
del natalicio de sus hijas. Al mismo tiempo le presentó el esclavo una delicada
cestita adornada de flores, y en la cual, sobre pámpanos y hojas de higuera,
venían un melocotón, un albaricoque y un prisco, cuya frescura, color y madurez
tentaban el apetito. El monarca, versado en el lenguaje oriental de las flores
y las frutas, adivinó al punto el significado de esta emblemática ofrenda.
-Ya ha
llegado -dijo- el período crítico señalado por los astrólogos: mis hijas están
en la edad de casarse. ¿Qué haré? Están ocultas a las miradas de los hombres y
bajo la custodia de la
discreta Kadiga : todo marcha bien; pero no están bajo mi
vigilancia, como me previnieron los astrólogos; debo, pues, recogerlas bajo mis
alas y no confiarlas a nadie.
Así diciendo,
ordenó que prepararan una de las torres de la Alhambra para que les sirviese de
vivienda y partió a la cabeza de sus guardias hacia la fortaleza de Salobreña,
para traerlas él mismo en persona.
Habían
transcurrido diez años desde que Mohamed había visto por última vez a sus
hijas, y no daba crédito a sus ojos contemplando el maravilloso cambio que se
había verificado en ellas en tan breve espacio de tiempo; como que en este
intervalo habían traspasado las infantas esa asombrosa línea divisoria de la
vida de la mujer que separa a la imperfecta, informe y desimpresionada niña de
la exuberante, ruborosa y pensativa adolescente -que es lo mismo que pasar de
los áridos y desiertos Llanos de la Mancha a los voluptuosos valles y
florecientes montañas de Andalucía.
Zayda era
alta y bien formada, de arrogante presencia y ojo perspicaz. Entró
majestuosamente e hizo una profunda reverencia a Mohamed, tratándolo más bien
como soberano que como padre. Zorayda era de regular estatura, mirada
interesante, carácter agradable y sorprendente hermosura, realzada con la
perfección de su tocado. Se acercó a su padre sonriendo, besándole la mano, y
le saludó con varias estancias de cierto poeta árabe popular, de lo cual quedó
contentísimo el monarca. Zorahayda era reservada y tímida, menos esbelta, en
verdad, que sus hermanas; pero poseía esa hermosura tierna y suplicante que
busca cariño y protección. No tenía condiciones de mando como su hermana la
mayor, ni deslum-braba como la segunda, sino que había nacido para alimentar en
su pecho el cariño de un amante, para dejarlo anidar en él, y vivir con ello
feliz. Se acercó a su padre con paso tímido y casi vacilante, en ademán de
tomar su mano para besarla, pero al mirar el rostro de Mohamed resplandeciendo
con la sonrisa paternal, dio rienda suelta a su natural ternura y se arrojó a
su cuello amorosamente.
Mohamed el
Zurdo contempló a sus hijas con cierta mezcla de orgullo y perplejidad, y
mientras se complacía en sus encantos recordaba la predicación de los
astrólogos.
-¡Tres
hijas! ¡Tres hijas! -murmuró repetidas veces. ¡Y las tres casaderas! ¡He aquí
una fruta tentadora del jardín de las Hespérides que necesitan un dragón para
guardarlas!
Preparó su
regreso a Granada, enviando a la descubierta heraldos y ordenando que nadie
transitase por el camino por donde tenía que pasar y que todas las puertas y
ventanas estuviesen cerradas al aproximarse las princesas. Prevenido todo, se
puso en marcha escoltado por un escuadrón de caballería de soldados negros y de
horrible aspecto, vestidos con una brillante armadura.
Las
princesas cabalgaban junto al rey, tapadas con tupidos velos, en hermosos
palafrenes blancos, con arreos de terciopelo bordados en oro que arrastraban
hasta el suelo; los bocados y estribos eran asimismo de oro, y las bridas de
seda, recamadas de perlas y piedras preciosas. Los palafrenes estaban cubiertos
de campanillas de plata, que producían una música muy agradable cuando iban
andando. Pero ¡ay del desgraciado mortal que estuviese en el camino cuando se
oyese el sonido de estas campanillas! Los guardias tenían orden de darle muerte
sin piedad.
Ya se
aproximaba la cabalgata a Granada cuando se vio en uno de los bancos de la
ribera del Genil un pequeño cuerpo de soldados, que conducían un convoy de
prisioneros. Y era demasiado tarde para que se apartaran aquellos hombres del
camino; por lo cual se echaron los soldados al suelo con los rostros mirando la
tierra, y ordenaron a los cautivos que hicieran lo mismo. Entre los prisioneros
se hallaban aquellos tres apuestos caballeros que las princesas habían visto
desde el pabellón. Ya porque no hubieran comprendido la orden, ya porque fueran
demasiado altivos para obedecerla, lo cierto es que permanecieron en pie,
contemplando la cabalgata que se aproxima-ba.
Encendiose
el monarca de ira viendo que no se cumplían sus mandatos, y desenvainando su
cimitarra y adelantándose hacia ellos, iba a esgrimirla con su brazo zurdo,
golpe que hubiera sido fatal por lo menos para uno de los prisioneros, cuando
las princesas le rodearon e imploraron piedad para los prisioneros; y hasta la tímida Zorahayda
olvidó su reserva y tornose elocuente en su favor. Mohamed se detuvo con la
cimitarra levantada, cuando el capitán de guardia le dijo arrojándose a sus
pies:
-No ejecute
vuestra majestad una acción que escandalizaría a todo el reino. Éstos son tres
bravos y nobles caballeros españoles, que han caído prisioneros en el campo de
batalla, batiéndose como leones; son de alto linaje y pueden ser rescatados a
buen precio.
-¡Basta!
-dijo el rey-. Les perdonaré la vida, pero castigaré su audacia; que los lleven
a las Torres Bermejas y
que los entreguen a los trabajos más duros y penosos.
Mohamed
estaba cometiendo uno de sus acostumbrados desatinos zurdos,
pues con el tumulto y agitación de esta borrascosa escena dio lugar a que se
levantaran los velos las tres princesas, dejando a la vista su radiante
hermosura; y con prolongar el rey la conferencia, proporcionó ocasión para que
la belleza produjera sus estragos. En aquellos tiempos la gente se enamoraba
más repentina-mente que ahora, como demuestran antiguas historias; por
consiguiente, no debe chocarnos que los corazones de los tres caballeros
quedasen completamente cautivados, sobre todo cuando la gratitud se unía a la admiración. Es , sin
embargo, bastante singular, aunque no menos cierto, que cada uno de ellos se
enamoró precisamente de la joven que respectivamente le correspondía. En cuanto
a las princesas, se admiraron más que nunca del noble porte de los cautivos,
regocijándose interiormente de cuanto habían oído acerca de su valor y noble
linaje.
La regia
cabalgata prosiguió su marcha; las tres princesas caminaban pensativas en sus
soberbios palafrenes, y de vez en cuando dirigían una mirada furtiva hacia
atrás, para ver a los cristianos cautivos, mientras éstos eran conducidos a la
prisión que se les había destinado en lasTorres
Bermejas.
La
residencia preparada para las infantas era de lo más escru-puloso y delicado
que podía imaginar la fantasía: una torre apartada del palacio principal de la
Alhambra, aunque comunicaba con él por la muralla que rodeaba la cumbre de la colina. Por un lado
daba vistas al interior de la fortaleza, y al pie tenía un pequeño jardín
poblado de las flores más exóticas. Por otro lado dominaba a una honda y
abovedada cañada que separaba los terrenos de la Alhambra de los del
Generalife. El interior de esta torre estaba dividido en pequeños y lindos
departamentos, lujosamente decorados en elegante estilo árabe, y rodeando a un
vasto salón cuyo techo se elevaba casi hasta lo alto de la torre. Las paredes y
artesonados hallábanse adornados con calados y arabescos que deslumbraban con
sus doradas y brillantes pinturas. En el centro del pavimento de mármol había
una fuente de alabastro rodeada de flores y hierbas aromáticas, y de la cual
brotaba un surtidor de agua que refrescaba todo el edificio, produciendo un
sonido arrullador. Alrededor del salón se veían suspendidas algunas jaulas
formadas con alambres de oro y plata, y encerrados en ellas pajarillos de
preciosísimo plumaje, que despedían gorjeos y trinos armoniosos.
Las
princesas se habían mostrado de genio alegre en el castillo de Salobreña, por
lo cual el rey esperaba verlas entusiasmadas en la Alhambra. Pero , con
gran sorpresa suya, empezaron a languidecer y a tornarse melancólicas, no
manifestándose nunca satisfechas en nada. No les deleitaba la fragancia de las
flores; el canto de los ruiseñores les turbaba el sueño por la noche; y, por
último, no podían soportar con paciencia el continuo murmullo de la fuente de
alabastro desde la mañana hasta la noche, y desde la noche hasta la mañana.
El rey, que
era de carácter vidrioso y tiránico por temperamento, se irritaba por esto los
primeros días; pero reflexionó después que sus hijas habían entrado ya en la
edad en que el alma de la mujer se ensancha y se aumentan sus deseos. «Ya no
son niñas -se dijo; ya son mujeres formadas, y necesitan objetos que les
llamen la atención.»
Llamó , por lo tanto, a las modistas, los joyeros y los
artistas en oro y plata del Zacatín de Granada, y abrumó a las princesas con
vestidos de seda, de tisú y brocados, chales de Cachemira, collares de perlas y
diamantes, anillos, brazaletes y con toda clase de objetos preciosos.
A pesar de
todo esto, nada dio resultado; las princesas siguieron pálidas y tristes en
medio de tanto lujo y suntuosidad, y parecían tres capullos marchitos
agotándose en un mismo tallo. El rey no sabía qué hacerse, y como tenía gran
confianza en su propia manera de pensar, jamás pedía a nadie consejo. «Los
antojos y caprichos de tres doncellas casaderas son en verdad cosa harto
suficiente -decía a sí mismo- para poner en un aprieto al hombre más avisado.»
Así, pues, por primera vez en su vida, pidió que le iluminaran con un consejo.
La persona a quien se dirigió, demandándosele, fue la experimentada dueña.
-Kadiga
-dijo el rey, creo que eres una de las mujeres más discretas del mundo entero,
y también que me eres fiel; por lo cual te he tenido siempre al lado de mis
hijas. Los padres no deben ser reservados con aquellos en quienes depositan su
confianza; deseo, por lo tanto, que averigües la secreta enfermedad que se ha
apoderado de las princesas y que descubras los medios de devolver-les la salud
y la alegría.
Kadiga, en
términos explícitos, le prometió obediencia. Ella cono-cía mejor que las
infantas mismas la enfermedad de que adolecían; y encerrándose con ellas,
procuró ganar su confianza.
-Mis
queridas niñas: ¿qué razón hay para que os mostréis tristes y apesadumbradas en
un sitio tan delicioso como éste, y donde tenéis todo cuanto el alma pueda
desear?
-¿Qué más
queréis? ¿Por ventura quisierais que os trajera el admirable loro que habla
todas las lenguas y que hace las delicias de Granada?
-¡No! ¡No!
-exclamó la princesa
Zayda. Ése es un pájaro horrible y vocinglero que charla sin
tener idea de lo que dice; es menester no tener sentido común para soportar tal
tabardillo.
-¡Un mono!
¡Ah!... -exclamó Zorayda. ¡La detestable imitación del hombre! Aborrezco a ese
asqueroso animal.
-Entonces
haré venir al famoso cantor negro Casem, del harén real de Marruecos. Dicen que
tiene una voz tan delicada como la de una mujer.
-Me aterroriza
el mirar los esclavos negros -dijo la dulce Zorahayda ;
además he perdido la afición a la música.
-¡Ay, hija
mía! No dirías eso -dijo la anciana maliciosamente- si hubieras oído la música
que yo oí anoche a los tres caballeros españoles que tropezamos en nuestro
viaje. Pero, ¡noramala de mí!, ¿por qué os ponéis, niñas, tan ruborizadas y en
tal estado de turbación?
-Pues bien;
cuando pasé ayer noche por las Torres Bermejas, vi a los tres caballeros
descansando del rudo trabajo del día. ¡Uno de ellos estaba tocando la guitarra
tan gallardamente... mientras los otros cantaban, alternando, con tal estilo,
que los mismos guardias parecían estatuas u hombres encantados! ¡Allah me
perdone, pero al oír las canciones de mi país natal, me sentí conmovida! Y
luego, ¡ver tres jóvenes tan nobles y gentiles cargados de cadenas y en la
esclavitud!
-¡Infeliz
de mí! -exclamó la discreta anciana. ¿Qué estáis diciendo, hijas mías? Vuestro
padre nos quitaría la vida a todas si luego lo supiese. Además, aunque estos
caballeros son bien educados y nobles, ¿qué importa? Al fin son enemigos de
nuestra fe, y no debéis pensar en ellos más que para aborrecerlos.
Hay una
admirable intrepidez en los deseos de la mujer, especial-mente cuando está en
la edad de casarse, que le hace no acobar-darse ante los peligros ni las
negativas. Las princesas rodearon a la dueña rogándole y suplicándole, y
asegurándole por último que su obstinada negativa les desgarraría el corazón.
¿Qué hacer
ella? Aunque era, en verdad, la mujer más discreta del mundo entero y la
servidora más fiel del rey, con todo, ¿tendría valor para destrozar el corazón
de aquellas tres hermosas criaturas por el simple toque de una guitarra?
Además, aunque estaba tanto tiempo entre moros y había cambiado de religión,
haciendo lo propio que su antigua señora, como fiel servidora suya, al fin era
española de nacimiento y tenía el cristianismo en el fondo de su corazón; por
lo cual se propuso buscar el modo de dar gusto a las princesas.
Los
cautivos cristianos, presos en las Torres Bermejas, estaban a cargo de un
barbudo renegado de anchas espaldas, llamado Hussein Baba, que tenía fama de
ser algo aficionado a que le «untasen el bolsillo», fue a verlo privadamente,
y, deslizándole en la mano una moneda, de oro de bastante peso, le dijo:
-Hussein
Baba: mis señoritas, las tres princesas que están encerradas en la torre,
aburridas y faltas de distracción, quieren oír los primores musicales de los
tres caballeros españoles y tener una prueba de su rara habilidad. Estoy segura
de que sois bondadoso y no me negaréis un capricho tan inocente.
-¡Cómo!
¿Para que luego pongan mi cabeza a hacer muecas sobre la puerta de mi torre?
¡Ah! No lo dudéis ésa sería la recompensa que me daría el rey si llegara
después a enterarse.
-No debéis
temer que ocurra tal cosa, pues podemos arreglar el asunto de modo que
complazcamos a las princesas sin que su padre se entere de nada. Bien conocéis
la honda cañada que pasa precisamente por el pie de la torre; poned a los tres
cristianos para que trabajen allí, y en los intermedios del trabajo dejadlos
cantar y tocar como si fuera para su propio recreo. De esta manera podrán
oírlos las princesas desde los ajimeces de la torre, y estad seguro de que se
os pagará bien vuestra condescendencia.
La buena
anciana concluyó su conferencia, apretando la ruda mano del renegado y
dejándole en ella otra moneda de oro.
Su elocuencia
fue irresistible: al día siguiente los tres cautivos caballeros fueron llevados
a trabajar en el valle, junto a la misma Torre de las Infantas; y durante las
horas calurosas del mediodía, mientras que sus compañeros de trabajo dormían la
siesta a la sombra, y los centinelas, amodorrados, daban cabezadas en sus
puestos, se sentaron nuestros caballeros sobre la hierba al pie del baluarte y
comenzaron a cantar trovas españolas al melodioso son de sus guitarras.
Aunque el
valle era profundo y alta la torre, sus voces se elevaban claras y dulcísimas
en medio del silencio de aquellas soñolientas horas del estío. Las princesas
escuchaban -desde el ajimez, y como su aya les había enseñado la lengua
castellana, se deleitaban en extremo oyendo las tiernas endechas de sus
gallardos trovadores. La
juiciosa Kadiga. por el contrario, afectaba estar dada a los
mismos diablos.
-¡Allah nos
saque con bien! -exclamó. ¡Ya están esos señores cantando trovas amorosas
dirigidas a vosotras! ¿Habrase visto audacia tal? ¡Voy a ver ahora mismo al
capataz de los esclavos, para que los apaleen sin compasión!
Las
hermosas princesas se horrorizaban ante semejante cruel idea. La honesta
indignación de la buena dueña, al cabo mujer y de condición y genio apacible,
se calmó fácilmente. Por otro lado, parecía que la música había producido un
efecto benéfico en sus señoritas, pues sus mejillas se iban sonrosando poco a
poco y sus lindos ojos volvían a despedir fúlgida luz radiante. No hizo, por lo
tanto, más observaciones sobre las amorosas estrofas de los caballeros.
Cuando
concluyeron éstos de cantar las princesas quedaron silenciosas por un breve
momento; pero a seguida Zorayda cogió su laúd, y con voz débil y emocionada,
entonó un ligero aire africano, cuya letra decía así:
En su lecho de verdor
crece la rosa escondida
escuchando complacida
los trinos del ruiseñor.
Desde entonces los caballeros eran traídos casi todos los días a
los trabajos de la
cañada. El considerado Hussein Baba se fue haciendo cada vez
más indulgente, y cada día manifestaba mayor propensión a quedarse dormido en
su puesto. Así, pues, se estableció una misteriosa correspondencia entre los
caballeros y las enamoradas princesas por medio de romanzas y canciones,
ajustadas a los sentimientos de unos y otras en cuanto era posible.
Aunque
tímidamente, las princesas llegaron a asomarse al ajimez, burlando la
vigilancia de los guardias, y a conversar con sus enamorados caballeros por
medio de flores, cuyo simbólico lenguaje era conocido de entre ambas partes,
aumentando las mismas dificultades de sus correspondencias el deleite inefable
de sus amores, el fuego encendido de sus corazones; pues sabido es que el amor
se complace en luchar con la resistencia, y que crece con más vigor en el
terreno que parece más árido y estéril.
El cambio
operado en los rostros, en las miradas y en el carácter de las princesas con
esta secreta correspondencia sorprendió y satisfizo al zurdo monarca; pero
nadie se mostraba de ello tan ufano como la discreta Kadiga ,
pues lo consideraba todo debido a su exquisito tacto.
Mas he aquí
que esta telegráfica correspondencia se interrumpió durante unos días, pues no
volvieron a aparecer los caballeros cristianos en el valle. En vano las tres
hermosas prisioneras miraban desde lo alto de la torre; en vano asomaban sus
gargantas de nieve por el ajimez; en vano cantaban como ruiseñores presos en
sus jaulas: sus galantes caballeros no se veían ni contestaban a sus cantos
desde la alameda. La
discreta Kadiga salió para enterarse de lo que sucedía, y volvió muy en breve
con el rostro descompuesto por la turbación.
-¡Ay, niñas
mías! -gritó. ¡Ya preveía yo en lo que vendría a parar todo esto; pero así lo
quisisteis vosotras! Ya podéis colgar vuestros laúdes en los sauces, pues los
caballeros españoles han sido rescatados por sus familias, y estarán a estas
horas en Granada disponiéndose para regresar a su patria.
Las
enamoradas infantas se desconsolaron con tan contraria noticia. La bella Zayda se indignó
por la descortesía que habían usado con ellas marchándose sin dirigirles
siquiera una palabra de despedida. Zorayda se oprimía las manos de
desesperación y lloraba, mirándose al espejo; y no bien enjugaba sus lágrimas,
cuando se deshacía en nuevo amargo llanto. La gentil Zorahayda
se apoyaba en el ajimez gimiendo silenciosamente y regando gota a gota con sus
lágrimas las flores de la ladera en donde habían estado sentados tantas y
tantas veces los desleales caballeros.
-Consolaos,
mis queridas niñas -les decía; esto os parecerá nada cuando tengáis mi
experiencia de las cosas del mundo. Cuando lleguéis a mi edad ya sabréis
perfectamente lo que son los hombres. Juraría que esos caballeros tienen amores
con algunas de las beldades españolas de Córdoba o Sevilla, y pronto les
estarán dando serenatas bajo sus ventanas y se olvidarán, ¡ay!, para siempre de
sus bellas amantes moriscas de la Alhambra. Sosegaos , por lo tanto, niñas mías, y
desechadlos de vuestros corazones.
Empero,
estas juiciosas reflexiones de la discreta Kadiga sólo servían para acrecentar la
desesperación de las hermosas princesas, las cuales permanecieron inconsolables
durante los primeros días. En la mañana del tercero la buena aya entró en sus
departamentos mostrándose trémula de indignación.
-¡Quién
hubiera creído capaz de tamaña insolencia a ningún ser humano! -exclamó tan
pronto como pudo hallar palabras para expresarse. Pero me lo tengo muy bien
merecido, por haber contribuido a hacer traición a vuestro bondadoso padre. ¡No
me habléis jamás, en la vida, de tales caballeros cristianos!
-¿Que qué
ha sucedido? ¡Pues que han hecho traición, o, lo que es lo mismo, que me han
propuesto hacer una traición!... ¡A mí, a la más fiel de todos los vasallos! ¡A
mí, la más digna de confianza de cuantas ayas hay en el mundo! Sí, hijas mías;
los caballeros españoles se han atrevido a proponerme que os persuada para que
huyáis con ellos a Córdoba, donde os harán sus esposas.
Al llegar
aquí, la taimada vieja se cubrió el rostro con sus manos y afectó dar rienda
suelta a un violento acceso de pena y de indignación. Las tres hermosas
princesas tan pronto se ponían rojas como pálidas, temblaban dirigiendo sus
ojos al suelo y se miraban de reojo una a otra sin pronunciar palabra, en tanto
que la dueña se sentaba agitándose con un movimiento violento, y prorrumpiendo
de cuando en cuando en estas exclamaciones:
Al fin, la
mayor de las princesas, que era la que poseía más valor y la que siempre se
colocaba a la cabeza de sus hermanas, se aproximó a su querida aya y le dijo,
poniéndole la mano sobre el hombro:
-¡Posible!...
¡Ya lo creo que es posible! ¿Pues no han sobornado ya los caballeros al
renegado capitán de la guardia, Hussein Baba, y concertado con él el plan de
evasión? Pero ¡pensar en engañar a vuestro padre, que ha depositado en mí toda
su confianza!
Y aquí la
buena mujer volvía de nuevo a sus aspavientos, a agitarse trémula, a retorcerse
las manos...
-Pero
nuestro padre nunca ha puesto su confianza en nosotras -replicó la mayor de las
princesas; por el contrario, se ha fiado más bien de llaves y cerrojos,
tratándonos como unas miserables cautivas.
-Eso sí es
verdad -dijo a su vez la dueña, haciendo otro paréntesis en sus lamentaciones-;
ciertamente que os ha tratado de un modo indigno, encerrándoos aquí para que se
marchite vuestra hermosura en esta vieja torre, como rosas que se deshojan en
un búcaro. Sin embargo, hijas, ¡abandonar vuestro país natal!
-¿Pues
acaso la tierra adonde huiríamos no es la patria de nuestra madre, y donde
viviríamos en libertad? ¿Y no sería preferible tener cada una un marido joven y
cariñoso en vez de un padre viejo y severo?
-¡Calla,
pues es verdad también todo eso! Y hay que confesar que vuestro padre es
bastante tirano; pero entonces -volviendo a sus remilgos- ¿me vais a dejar aquí
abandonada, para que sea yo la víctima de su venganza?
-Ciertamente
que sí, niña mía; y para decir toda la verdad, cuando conversó sobre esto
conmigo Hussein Baba, me prometió cuidar de mí si quería acompañaros en vuestra
fuga; pero de todos modos, ¡pensadlo muy bien, hijas mías! ¿Habéis de tener
valor para renunciar a la religión de vuestro padre?
-La
religión de Cristo fue la primera profesada por nuestra madre -dijo la princesa
mayor-; yo estoy dispuesta a convertirme y segura de que mis hermanas imitarán
mi ejemplo.
-¡Tienes
razón, hija mía! -exclamó la amorosa dueña rebosando alegría. Ésa fue la
religión primitiva de vuestra madre, y se lamentó amargamente en su lecho de
muerte de haber abjurado de ella. Yo le prometí entonces cuidar de vuestras
almas, y ahora me lleno de júbilo viéndoos en camino de salvación. Sí, hijas
del alma; yo también nací cristiana, y he seguido siéndolo dentro de mi corazón
y estoy resuelta a volver a mi antigua fe. He hablado sobre todo esto con
Hussein Baba, español de nacimiento y originario de un pueblo no muy distante
del mío natal, y se halla el pobre también ansioso de volver a su patria y de
reconciliarse con la Iglesia; habiéndole prometido los caballeros que si él y
yo estábamos dispuestos a ser marido y mujer cuando volvamos al país que nos
vio nacer, ellos cuidarán de protegernos.
En una
palabra: resultó que la discretísima y astuta dueña había celebrado una
entrevista con los caballeros y el renegado, y que habían dejado concertado
todo el plan de la huida. La
princesa mayor consintió inmediatamente en ello, y su ejemplo, como de
ordinario, trazó la línea de conducta de sus hermanas; sin embargo, la menor se
mostraba vacilante, pues era de alma tan bella como tímida, y su tierno corazón
luchaba entre el cariño filial y su pasión juvenil. La hermana mayor ganó la
victoria, como siempre, y entre lágrimas y ahogados suspiros se comenzó a
preparar al punto la evasión.
La
escabrosa colina sobre la cual estaba edificada la Alhambra se halla desde
tiempos antiguos minada con pasadizos subterráneos cortados en la roca y que
conducen desde la fortaleza a varios sitios de la ciudad y a distantes
portillos en las riberas del Dauro y del Genil, construidos en épocas
diferentes por los reyes moros, como medios de escapar en las repentinas
insurrecciones, o para salir secretamente a particulares aventuras. Muchos de
estos subterrá-neos se encuentran hoy completamente ignorados, y otros en parte
cegados con escombros y en parte tapiados, sirviéndonos de monumentos de las
celosas precauciones y estratagemas guerreras del Gobierno musulmán. Por uno de
estos pasadizos concertó Hussein Baba sacar a las infantas hasta una salida más
allá de las murallas de la ciudad, donde los caballeros se hallarían preparados
con ligeros corceles para huir rápidamente con ellas hasta la frontera.
Llegó la
noche designada; la Torre donde moraban las princesas fue cerrada como de
costumbre, y la Alhambra yacía en el más profundo silencio. A eso de la
medianoche la discreta
Kadiga escuchó desde el ajimez al renegado Hussein Baba, que
ya estaba debajo y daba la
señal. La dueña amarró el cabo de una escalera al ajimez y
dejó caer ésta al jardín, bajándose luego por ella. Las dos infantas mayores la
siguieron con el corazón palpitante; pero cuando llegó su turno a la princesa
menor, Zorahayda, titubeó y tembló. Aventuró varias veces el apoyar su delicado
y menudo pie en la escala y otras tantas lo retiró, agitándose tanto más su
pobre corazón cuanto más vacilaba. Lanzó luego una mirada adictiva a la
habitación tapizada de seda; en ella vivía, es verdad, como el pájaro
aprisionado en su jaula, pero al fin allí se encontraba segura. ¿Quién podría
adivinar los peligros que la rodearían cuando se viera lanzada en el piélago
del mundo? Pero luego se le presentó la imagen de su galán amante cristiano, y
puso de nuevo su piececito sobre la escalera; por último se acordó otra vez de
su padre y lo volvió a retirar. Es imposible describir la lucha que se daba en
el turbado corazón de aquella pobre niña, tan enamorada y tierna como tímida e
ignorante de las cosas de esta vida.
En vano le
rogaban sus hermanas, regañaba la dueña y blasfemaba el renegado debajo del
ajimez; la gentil princesa mora continuaba dudosa y titubeaba en el momento
critico de la fuga, tentada por las dulzuras de la falta, pero aterrada por los
peligros.
-¡Las
patrullas vienen haciendo la ronda! -gritó el renegado. Si nos detenemos un
momento más, estamos perdidos. ¡Princesa: descended inmediatamente, o, si no,
os abandonamos!
-¡Todo se
ha concluido! -exclamó. ¡No me es posible ya la fuga! ¡Allah os guíe y os
bendiga, amadas hermanas mías!
Las dos
infantas mayores se horrorizaron al pensar que la iban a dejar sola, y ya
hubieran preferido quedarse; pero la patrulla se acercaba, el renegado estaba
furioso, y se vieron llevadas atropelladamente hasta el pasadizo subterráneo.
Anduvieron a tientas por un horrible laberinto cortado en el seno de la
montaña, logrando llegar sin ser descubiertas a una puerta de hierro que daba
fuera del recinto. Los caballeros españoles estaban aguardándolas disfrazados
de soldados moriscos de la guardia que mandaba el renegado.
El amante
de Zorahayda se desesperó cuando supo que aquélla había rehusado abandonar la
torre; pero no se podía perder tiempo en inútiles lamentos. Las dos princesas
fueron colocadas a la grupa con sus amantes, y la discreta Kadiga
montó detrás del renegado, partiendo todos aprisa en dirección del Paso de
Lope, que conduce por entre montañas a Córdoba.
No se
hallaban aún muy lejos cuando oyeron el ruido de tambores y trompetas en los
adarves de la Alhambra.
-Tenemos
ligeros corceles, la noche es oscura y podemos burlar la persecución
-replicaron los caballeros.
Espolearon
sus caballos y escaparon a través de la Vega, llegando al pie de Sierra Elvira,
que se levanta como un promontorio en medio de la llanura. El renegado
se detuvo y escuchó.
-¡Maldición!
-gritó el renegado. Ésa es la señal de ¡alerta! a todos los guardias de los
pasos. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Espoleemos con furor, pues no hay tiempo que perder!
Corrían y
corrían vertiginosamente, y el choque de las herraduras de sus caballos se
repetía de roca en roca, conforme iban atravesando el camino que costeaba la pedregosa Sierra Elvira ;
pero al propio tiempo que galopaban vieron que la luz de la Alhambra era
contestada en todas direcciones desde las atalayas de las montañas.
-¡Adelante!
¡Adelante! -gritaba el renegado en medio de sus increpaciones y juramentos-.
¡Al puente, al puente, antes que la alarma haya cundido hasta allí!
Doblaron el
promontorio de la montaña y llegaron a la vista del famoso Puente de Pinos, que
atraviesa una impetuosa corriente, teñida en mil combates famosos con sangre de
moros y cristianos. Para mayor tribulación, en la torre del puente se veían
numerosas luces y brillar en ellas las armaduras de los soldados. El renegado
se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor por un momento; después,
haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino, costeando el río
hasta cierta distancia, y se metió dentro de sus aguas. Los caballeros
previnieron a las atribuladas princesas que se sujetaran bien a ellos.
Sentíanse, en verdad, arrastrados a alguna distancia por la rápida corriente,
cuyas rugientes olas bramaban a su alrededor; pero las hermosas princesas se
afianzaban bien a los caballeros cristianos, e iban sin exhalar una queja. Por
último, llegaron salvos a la orilla opuesta, y fueron guiados por el renegado a
través de escabrosos y desusados pasos y ásperos barrancos por el interior de
las montañas, evitando el pasar por los caminos de costumbre. En una palabra:
lograron llegar a la antigua ciudad de Córdoba, donde fue celebrada la vuelta
de ellos a su país y al seno de sus amigos con grandes fiestas, pues nuestros
caballeros pertenecían a las familias más distinguidas. Las hermosas princesas
fueron recibidas en el seno de la Iglesia y, después de haber abrazado la santa
fe cristiana, se hicieron esposas y vivieron felicísimas.
En nuestra
prisa por ayudar a las princesas a atravesar el río y cruzar las montañas nos
hemos olvidado decir qué fue de la discreta Kadiga. Pues
se agarró lo mismo que un gato a Hussein Baba durante la carrera a través de la
Vega, chillando a cada salto y haciendo vomitar sapos y culebras al barbudo
renegado; pero cuando éste se dispuso a meter su corcel en el río, su terror no
conoció límites.
Ella se
había asido, en efecto, con ambas manos al cinturón de cuero del robusto
renegado...; pero cuando se detuvieron los caballeros a tomar alientos en lo
alto de la montaña, notaron que había desaparecido la dueña.
-¡Sólo
Allah lo sabe! -contestó el renegado-. Mi cinturón se desató en medio del río,
y Kadiga fue arrastrada con él por la corriente. ¡Cúmplase la voluntad de
Allah! Y en verdad que lo siento, porque era un cinturón bordado de gran
precio.
No había
tiempo que perder para dolerse de aquella desgracia; con todo, lloraron
amargamente las princesas la pérdida de su discreta consejera. Aquella
excelente anciana, sin embargo, no perdió en la corriente más que la mitad de
sus siete vidas, pues un pescador que se hallaba sacando casualmente sus redes
a alguna distancia río abajo, la sacó a tierra, quedando asombrado de su
milagrosa pesca. Lo que fue después de la discreta Kadiga no
lo cuenta la tradición, pero sí se sabe que ella acreditó su discreción no
poniéndose jamás al alcance de Mohamed el Zurdo.
Tampoco se
sabe casi nada acerca de la conducta de aquel sagaz monarca cuando descubrió la
evasión de sus hijas, y la mala pasada que le jugó la
más fiel de sus servidoras. Había sido la única vez en que había
pedido consejo; no se sabe que jamás volviera a caer en semejante debilidad.
Sin embargo, tuvo buen cuidado de guardar a la hija que le quedaba, a la
infeliz que no había tenido ánimos para escaparse. Se cree también, como cosa
muy cierta, que la princesa se arrepintió interiormente de haberse quedado
dentro de la torre, y cuentan que de vez en cuando se la veía apoyada en el
adarve, mirando tristemente las montañas en dirección a Córdoba, y que otras
veces se oían los acordes de su laúd acompañándose sentidas canciones, en las
cuales se lamentaba de la pérdida de sus hermanas y de su amante, condoliéndose
al mismo tiempo de su solitaria existencia. Murió joven y, según el rumor
popular, fue sepultada en una bóveda debajo de la torre, dando lugar su fin
prematuro a más de una leyenda tradicional.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
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