Vivía en tiempos antiguos en
una de las habitaciones de la Alhambra un hombrecillo muy jovial llamado Lope
Sánchez, el cual trabajaba en los jardines y se pasaba cantando todo el día,
alegre y gozoso como una cigarra. Era nuestro hombre la vida y el alma de la
fortaleza; cuando concluía su trabajo sentábase con su guitarra en uno de los
bancos de piedra de la explanada y al son de su instrumento cantaba soberbios
cantares del Cid, de Bernardo del Carpio, de Hernando del Pulgar y demás héroes
españoles, con los que divertía a los inválidos del recinto, o entonaba otros
aires más alegres para que las mozuelas bailasen fandangos y boleros.
Como la
mayor parte de los hombres de poca estatura, Lope Sánchez habíase casado con
una mujer alta y robusta, que casi se lo podía meter en un bolsillo, empero no
tuvo Sánchez la misma suerte que la generalidad de los pobres, pues en lugar de
hacerle diez o doce chiquillos, tuvo solamente una hija: una niña bajita de
cuerpo, de hermosos ojos negros, a la sazón de unos doce años de edad, llamada
Sanchica, tan alegre y jovial como él, y la cual hacía las delicias de su
corazón. Jugaba a su lado mientras el padre trabajaba en los jardines, bailaba
al compás de su guitarra cuando el padre se sentaba a descansar a la sombra, y
corría y saltaba como una cervatilla por los bosques, alamedas y desmantelados
salones de la Alhambra.
En una
víspera de San Juan la gente de humor aficionada a celebrar los días festivos,
hombres, mujeres y chiquillos, subieron por la noche al Cerro del Sol, que
domina el Generalife, para pasar la velada en su plana y elevada meseta. Hacía
una hermosa noche de luna; todas las montañas estaban bañadas de su argentada
luz; la ciudad, con sus cúpulas y campanarios, mostrábase envuelta entre
sombras, y la Vega parecía tierra de hadas con las mil encantadas lucecillas
que brillaban entre sus oscuras arboledas. En la parte más alta del Cerro
encendieron una gran hoguera, siguiendo la antigua costumbre del país,
conservada desde tiempo de moros, mientras los habitantes de los campos
circunvecinos festejaban del mismo modo la velada con sendas fogatas,
encendidas en diversos sitios de la Vega y en la falda de las montañas, que
brillaban pálidamente a la luz de la luna.
Pasose la
noche bailando alegremente al son de la guitarra de Lope Sánchez, el cual nunca
se sentía tan contento como en uno de estos días de fiesta y regocijo general.
Mientras bailaban los concurrentes, la niña Sanchica se divertía en saltar y brincar con
otras muchachas sus amigas por entre las ruinas de la vieja torre morisca que
ya conocemos, denominada La Silla del Moro, cuando he aquí que,
hallándose cogiendo piedrecillas en el foso, se encontró una manecita de
azabache primorosamente esculpida, con los dedos cerrados y el pulgar
fuertemente pegado a ella. Regocijada por su feliz hallazgo, corrió a
enseñárselo a su madre, e inmediatamente se hizo aquél el tema general de
conversación, siendo por casi todos con cierta superstición y desconfianza.
-¡No hagáis
tal cosa! -añadía un tercero. Eso puede venderse, aunque den poco, a los
joyeros del Zacatín.
Engolfados
estaban en esta discusión, cuando se acercó un veterano que había servido en
África, de rostro tan tostado como el de un rifeño, el cual dijo, después de
examinar la manecita con aire de superior inteligencia:
-He visto
muchos objetos como éste allá en Berbería. Éste es un maravilloso amuleto para
librarse del mal de ojo de toda clase de sortilegios y hechicerías. Os
felicito, amigo Lope, pues esto anuncia buena suerte a vuestra hija.
Al oír
tales palabras, la mujer de Lope Sánchez ató la manecita de azabache a una
cinta y la colocó al cuello de su hija.
La vista
de este talismán atrajo a la memoria del concurso las más gratas y halagüeñas
credulidades referentes a los moros. Dejose, pues, de bailar, y, sentados en
corrillos en el suelo, empezaron unos y otros a contar las antiguas y
legendarias tradiciones heredadas de sus abuelos. Algunas de estas consejas
relacionábanse con el portentoso Cerro del Sol, en el cual se hallaban, y que
era tenido en verdad por una región fantástica famosísima. Una de aquellas
viejas comadres hizo la descripción detallada del palacio subterráneo que se
halla en las entrañas de aquel Cerro, donde todos creen, como si lo vieran, que
se encuentra encantado Boabdil con su espléndida corte muslímica.
-Entre
aquellas ruinas de más allá -dijo la anciana señalando unos muros desmantelados
y unos montones de piedra algo distantes de la montaña- se encuentra un pozo
profundo y tenebroso que llega hasta el mismo corazón del monte. Lo que es yo
no me atrevería por mi parte a mirar por el brocal por todo cuanto dinero hay
en el mundo, pues cierta vez, hace de esto ya bastante tiempo, un pobre pastor
de la Alhambra, que guardaba sus cabras en ese paraje, bajó al pozo en busca de
un cabritillo que se le había caído dentro, salió de allí, ¡santo Dios!, pálido
y sobrecogido, y contando tales y tan portentosas cosas que había visto, que
todo el mundo creyó que había perdido el seso. Estuvo delirando dos o tres días
con los fantasmas de los moros que le habían perseguido en la caverna, y no
hubo en mucho tiempo medio de persuadirlo a que subiese de nuevo a la montaña. Por su
desgracia volvió al fin, y, ¡pobre infeliz!, no se le volvió a ver más. Sus
vecinos encontraron sus cabras pastando entre las ruinas moriscas, y su
sombrero y su manta junto a la boca del pozo, pero no se supo qué fue de él.
La
muchacha del jardinero escuchó con gran atención aquella historia, y, como era
en extremo curiosa, se apoderó de ella un vivo deseo de asomarse a explorar el
terrible y fatídico pozo. Separose, pues, de sus compañeras y se dirigió a las
apartadas ruinas, y, después de andar tropezando por algún tiempo, llegó a una
pequeña concavidad en la cima de la montaña, junto al declive del Valle del
Dauro, oscuro como boca de lobo, lo cual daba suficiente idea de que en su
centro se abría la boca de la famosa cisterna. Sanchica se aventuró a llegar
hasta el borde y miró hacia el fondo, su profundidad. Helósele la sangre en el
cuerpo a la muchacha y se retiró llena de pavor; volvió a mirar de nuevo y
volvió a retirarse otra vez; repitió por tercera vez la operación, y el mismo
horror le hacía ya sentir cierta especie de deleite; por último, cogió un gran
guijarro y lo arrojó al fondo: por algún tiempo bajó la piedra silenciosamente,
pero al cabo de un momento se sintió su violento choque contra alguna roca
saliente, y luego que botaba de un lado para otro y que producía un ruido
semejante al del trueno, hasta que, finalmente, sonó en agua a grandísima
profundidad, quedando todo otra vez en silencio completo.
Este
silencio, sin embargo, no fue de mucha duración; pues no parecía sino que se
había despertado algo en aquel horrible abismo; empezó por elevarse poco a poco
del fondo de la cisterna un zumbido semejante al que producen las abejas en una
colmena; este zumbido fue creciendo más y más, y, por último, se percibió,
aunque débilmente, cierto clamoreo como lejano y el estrépito y ruido de armas,
címbalos y trompetas, como si algún ejército marchase a la guerra por entre los
antros y profundidades de aquella montaña. Retirose la mozuela aterrorizada y
volvió al sitio donde había dejado a sus padres y compañeros; pero todos habían
desaparecido y la hoguera estaba agonizante y despidiendo una débil humareda a
los pálidos rayos de la luna.
Ya las
fogatas que habían ardido en las próximas montañas y en la Vega se habían
también extinguido completamente y todo parecía haber quedado en reposo.
Sanchica llamó a gritos a sus padres y a algunos de sus conocidos por sus
respectivos nombres, y, viendo que nadie respondía, bajo rápidamente a la falda
de la montaña y los jardines del Generalife, hasta que llegó a la alameda que
conduce a la Alhambra, y sintiéndose fatigada se sentó en un banco de madera
para tomar alientos. La campana de la Torre de la Vela dio en aquel momento el
toque de la medianoche; reinaba un pavoroso silencio, como si durmiese la
Naturaleza entera, oyéndose tan sólo el casi imperceptible murmullo que
producía un oculto arroyuelo que corría bajo los árboles. La dulzura de la
atmósfera iba ya adormeciendo a la muchacha, cuando de pronto vislumbró cierta
cosa que brillaba a lo lejos, y, con no poca sorpresa suya, divisó una gran
cabalgata de guerreros moriscos que bajaba por la falda de la montaña,
dirigiéndose a las alamedas de la Alhambra. Unos venían armados con lanzas y
adargas, y otros con cimitarras y hachas; cubiertos con fulgentes corazas que
brillaban a los rayos de la luna, y montados en soberbios corceles que
corveteaban y piafaban e iban orgullosos tascando el freno; pero el ruido de
sus cascos era sordo, como si estuviesen calzados de fieltro. Los jinetes
llevaban en sus semblantes la palidez de la muerte; entre ellos cabalgaba una
hermosa dama, ciñendo una corona su tersa frente y llevando sus largas trenzas
rubias adornadas de perlas, así como la cubierta de su palafrén, de terciopelo
carmesí bordado de oro. Caminaba la noble señora sumida en la más profunda
tristeza y con la mirada fija en el suelo.
Detrás
seguía un numeroso séquito de cortesanos, lujosamente ataviados con trajes y
turbantes de variados colores, y en medio de ellos, sobre un caballo de guerra
hermosamente enjaezado, iba el rey Boabdil el Chico, cubierto con su manto real
adornado de ricas joyas y con una corona esplendorosa de diamantes. La admirada
muchacha lo reconoció por su barba rubia y por el gran parecido que tenía con
su retrato, que había visto mil veces en la galería de pinturas del Generalife.
Contemplaba con pasmo la joven aquella regia pompa conforme iba pasando el
cortejo por entre los árboles; mas, aunque persuadida de que aquel monarca y
aquellos cortesanos y guerreros tan pálidos y silenciosos eran cosa
sobrenatural y de magia y encantamiento, los miraba sin ningún temor; ¡tal
valor le había infundido ya el virtuoso talismán de la manecita que llevaba
pendiente del cuello!
Luego que
pasó la cabalgata, se levantó y la siguió. Se dirigió la extraña procesión hacia la
gran Puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par;
los centinelas que estaban dando la guardia dormían en los bancos de la
barbacana con un profundo y al parecer mágico sueño, pasando la fantástica
comitiva por su lado sin hacer el más leve ruido, con banderas desplegadas y en
actitud de triunfo. Sanchica quiso seguirla, pero, con gran sorpresa suya, vio
una abertura en la tierra, dentro de la barbacana, que conducía hasta los
cimientos de la
Torre. Internose un poco dentro de ella y atreviose a
descender por la abertura, por unos escalones informemente cortados en la roca
viva, y penetró luego en un pasadizo abovedado, iluminado de trecho en trecho
con lámparas de plata, las cuales, al propio tiempo que iluminaban, despedían
un perfume embriagador. Aventurose la chica más y más, hasta que se encontró en
un gran salón abierto en el corazón de la montaña, magníficamente amueblado al
estilo morisco e iluminado con lámparas de plata y cristal. Allí, recostado en
un diván, aparecía como amodorrado un viejo de larga barba blanca y vestido a
la usanza morisca, con un báculo en la mano, que parecía que se le escapaba de
los dedos a cada instante, y sentada a corta distancia de él una bellísima
doncella, vestida a la antigua española, ciñendo su frente una diadema cuajada
de brillantes y con su dorada cabellera salpicada de perlas, la cual pulsaba
dulcemente una lira de plata. La hija de Lope recordó entonces cierta historia
que ella había oído contar a los viejos habitantes de la Alhambra acerca de una
princesa goda que se hallaba cautiva en el centro de la montaña por las artes y
hechizos de un viejo astrólogo árabe, al cual tenía ella a su vez aletargado en
un sueño perpetuo gracias al mágico poder de su peregrina lira.
-Entonces
está en suspenso por esta noche el mágico encanta-miento. Acércate, hija mía, y
nada temas; soy cristiana como tú, aunque me ves aquí hechizada por arte
mágica. Toca mis cadenas con ese talismán que pende de tu cuello y me veré
libre por esta noche.
Esto diciendo,
entreabrió sus vestidos, dejando ver una ancha faja de oro que sujetaba su
talle y una cadena del mismo metal que la tenía aprisionada al suelo. La niña
aplicó sin vacilar la manecita de azabache a la faja de oro, e inmediatamente
cayó la cadena a tierra. Al ruido despertose el astrólogo y comenzó a
restregarse los ojos; pero la cautiva pasó suavemente los dedos por las cuerdas
de la lira, y volvió de nuevo el anciano a su letargo y a dar cabezadas y a
vacilar su báculo en la mano.
Obedeció
la muchacha, y deslizósele al viejo la vara mágica de su diestra, quedándose
profundamente dormido en su otomana. La dama aproximó su lira al diván
apoyándola sobre la cabeza del aletargado astrólogo; después hirió de nuevo las
cuerdas hasta que vibraron en sus oídos.
-¡Oh
poderoso espíritu de la armonía! -dijo la cautiva. Ten enca-denados
sus sentidos hasta que venga el nuevo día.
-Ahora
sígueme, hija mía -continuó-, y verás la Alhambra como estuvo en los días de su
esplendor, pues posees un talismán que descubre todas sus maravillas.
Sanchica
siguió a la cautiva cristiana sin desplegar sus labios. Pasaron el umbral o
barbacana de la Puerta de la Justicia y llegaron a laPlaza de los Aljibes, la cual estaba
poblada de soldados de caballería e infantería morisca formados en escuadrones
y con banderas desplegadas. Veíanse luego guardias reales en la puerta del
Alcázar y largas filas de negros africanos con sus cimitarras desnu-das, sin
pronunciar palabra. Sanchica pasó sin recelo alguno detrás de su guía. Su
asombro creció de punto cuando entró en el Palacio real, pues; a pesar de
haberse ella criado en aquellos sitios, como la luna iluminaba intensamente los
regios salones, los patios y los jardines, se veía todo tan claro como de día,
ofreciendo aquellos aposentos un aspecto enteramente diferente del que
presentaban ordinariamente a sus habitantes y espectadores. Las paredes de las
habitaciones no parecían manchadas ni agrietadas por la inclemencia del tiempo;
en vez de verse llenas de telarañas, estaban cubiertas con ricas sedas de
damasco, y los dorados y pinturas arabescas con su frescura y brillantez
primitivas; los salones, en lugar de estar desamueblados y desnudos, hallábanse
adornados con riquísimos divanes y otomanas cuajados de perlas y recamados de
piedras preciosas, y todas las fuentes de los patios y jardines arrojaban
surtidores de agua preciosísimos.
Las
cocinas del antes desierto Alcázar estaban entonces funcio-nado de nuevo,
viéndose en ellas multitud de marmitones ocupados en condimentar riquísimos y
suculentos manjares y en aderezar sinnúmero de espectros de pollos y perdices;
infinitos criados iban y venían con deliciosas viandas, servidas en vajilla de
plata, destinadas al espléndido banquete. El Patio de los Leones estaba repleto de guardias, de
cortesanos y alfaquíes, como en los antiguos tiempos de los moros, y en uno de
los extremos de la Sala de la Justicia se veía sentado en su trono el rey
Boabdil rodeado de su corte y empuñando en su mano un quimérico cetro. A pesar
de tan inmensa muchedumbre, no se oía ruido alguno de pasos ni de voz humana,
interrumpiendo sólo la caída del agua en las fuentes el silencio de la medianoche. La
joven Sanchica siguió a la hermosa cautiva por todo el Palacio, muda de
asombro, hasta que llegaron a una puerta que conducía a los pasadizos
abovedados que se hallan por bajo de la Torre de Comares. A cada lado de la puerta
se veía la escultura de una ninfa de hermoso y puro alabastro; sus cabezas se
hallaban vueltas hacia un mismo lado y miraban a un mismo sitio dentro de la bóveda. Detúvose la
dama encantada e hizo señas a la niña para que se le acercase.
-Aquí -le
dijo- existe un gran misterio, que te voy a revelar en premio de tu fe y de tu
valor. Estas mudas estatuas vigilan un tesoro que ocultó en este lugar un rey
moro desde tiempos antiquísimos. Di a tu padre que abra un agujero en el sitio
hacia donde tienen las ninfas fijos los ojos, y se encontrará una riqueza con
la cual será más poderoso que cuantas personas existen en Granada; pero es
preciso que sepas que tus puras manos únicamente, dotada como estás de ese
talismán, podrán sacar el tesoro. Por último, di también a tu padre que use de
él con discreción y que dedique una parte del mismo en decirme diariamente
misas para que pueda llegar a verme libre de este mágico encantamiento.
Dichas
estas palabras, condujo a la niña al pequeño Jardín de Lindaraja, contiguo a la
bóveda de las estatuas. La luna jugueteaba sobre las aguas de la solitaria fuente
que hay en el centro del jardín, derramando una tenue luz sobre los naranjos y
limoneros. La hermosa dama cortó una rama de mirto y coronó a la niña con ella.
-Esto te
recordará -le dijo- lo que te he revelado y servirá de testimonio de su
veracidad. Ha llegado mi hora, y es fuerza que vuelva al salón encantado; no me
sigas, no sea que vaya a ocurrirte alguna desgracia. ¡Adiós! ¡Acuérdate de mis
encargos y haz que digan misas para mi desencanto!
Y diciendo
estas palabras, internose la dama en el pasadizo oscuro de debajo de la Torre de Comares y desapareció. Oyose en aquel momento
el lejano canto de un gallo allá por bajo de la Alhambra, en el Valle del
Dauro, y luego apareció una pálida claridad por las montañas del Oriente;
levantose una brisa suave, se oyó cierto ruido por los patios y corredores,
como el que hace el viento cuando arrastra las hojas secas de las alamedas, y
se fue cerrando una puerta tras otra con estrépito infernal.
Volvió
Sanchica a recorrer los mismos sitios que antes había visto poblados por la
fantástica muchedumbre, pero Boabdil y su corte habían desaparecido. La luz de
la mañana sólo dejaba ver los salones como siempre, desiertos, y las galerías
despojadas del pasajero nocturno esplendor, manchadas, deterioradas por el
tiempo y cubiertas de telarañas; sólo los murciélagos revoloteaban a la
incierta luz del crepúsculo y las ranas cantaban en el estanque.
Apresurose
a subir la hija del buen Sánchez por una escalera especial que conducía a las
habitaciones que ocupaba su familia. La puerta se hallaba, como de costumbre,
abierta, pues el pobre Lope era tan escaso de fortuna que no necesitaba de
cerrojos ni de barras; la chica buscó a tientas su colchón, y poniendo la
guirnalda de mirto debajo de su almohada, durmiose profundamente. Por la mañana
contó al padre todo cuanto le había acaecido en la noche anterior. Lope Sánchez
lo creyó todo puro ensueño y se rió de la credulidad de su hija, marchándose de
seguida a sus faenas de costumbre.
No hacía
mucho tiempo que se hallaba en los jardines cuando vio venir a la muchacha
corriendo y gritando sin alientos:
Quedose
atónito Lope Sánchez, pues la rama de mirto era de oro purísimo y cada hoja una
hermosa esmeralda. No estaba acostum-brado el pobre hombre a ver piedras
preciosas e ignoraba el verda-dero valor de la guirnalda; pero sabía lo
bastante para comprender que era de materias más positivas que aquellas de que
se forman los sueños, y «de todos modos -decía para sí- mi hija ha soñado con
provecho». Su primer cuidado fue advertirle a la niña que guardase el más
absoluto secreto; y en cuanto a esto, podía el padre estar seguro, pues poseía
aquella criatura una discreción maravillosa con relación a su edad y a su sexo.
Después se encaminó hacia la bóveda donde se hallaban las estatuas de
alabastro, y observó que sus cabezas se dirigían a un mismo lugar en el
interior del edificio. Lope Sánchez no pudo menos que admirar esta discretísima
invención para guardar un secreto; tiró, pues, una línea desde los ojos de las
ninfas hasta el punto donde se dirigían, hizo una señalita en la pared y se
retiró. Durante todo el día la imaginación del jardinero se sintió grandemente
agitada. No cesaba de dar vueltas y revueltas por el sitio de las estatuas,
convulso y nervioso, no fuera que se descubriese el secreto del tesoro. Cada
paso que oía por los próximos lugares le hacía temblar; hubiera dado cualquier
cosa por poder volver a otro lado las cabezas de las esculturas, sin tener en
cuenta que se hallaban ya mirando en aquella misma dirección durante algunos
siglos, sin que nadie hubiera adivinado el objeto.
«¡Malos
diablos se las lleven! -se decía a sí mismo. ¡Van a descubrirlo todo! ¿Se ha
visto nunca modo igual de guardar un secreto?» Además de esto, cuando oía que
se aproximaba alguien, se iba silenciosamente a otro lugar, no fuera que
andando por allí pudiera despertar sospechas. Luego volvía cautelosamente y
miraba desde lejos para cerciorarse de que todo estaba seguro; pero la mirada
fija de las dos estatuas le hacía estallar de indignación. «¡Y dele! ¡Allí
están -decía para sus adentros- siempre mirando, mirando, mirando precisamente
adonde no debieran mirar! ¡Mal rayo las parta! Son lo mismo que todas las mujeres;
si no tienen lengua con qué charlar, esté usted seguro que hablarán con los
ojos.»
Al fin,
con gran satisfacción de Lope Sánchez, terminó aquel intranquilo día. Ya no se
oía ruido de pasos en los acústicos salones de la Alhambra; fue despedido el
último extranjero, la puerta principal cerrada y atrancada, y el murciélago, la
rana y la lechuza se entregaron poco a poco a sus aficiones nocturnas en el
desierto Palacio.
Lope
Sánchez, sin embargo, aguardó a que estuviera bien avanzada la noche, y
entonces se dirigió con su hija a la sala de las dos ninfas, a las que encontró
mirando tan misteriosamente como siempre al sitio secreto del depósito. «Con
vuestro permiso, gentiles damas -dijo Lope Sánchez al pasar por entre ellas, os
voy a relevar del penoso cargo que habéis tenido, y que os debe haber sido bien
molesto, durante los dos o tres últimos siglos.»
A seguida
se puso a explorar en el punto de la pared que había marcado anteriormente, y a
poco quedó abierto un hueco tremendo, en el cual se encontró con dos grandes
jarrones de porcelana. Intentó sacarlos fuera, pero hallábanse clavados,
inmóviles: hasta que fueron tocados por la inocente mano de su niña, con cuya
ayuda los pudo extraer de su nicho, y vio con inefable alegría que se
encontraban repletos de monedas de oro morunas, de alhajas y de piedras
preciosas. Llevose el buen Lope los jarrones a su cuarto antes de amanecer el
nuevo día, y dejó las dos estatuas que los custodiaban con sus ojos fijos
todavía en la hueca pared misteriosa.
Lope
Sánchez se hizo rico repentinamente de este modo; pero sus riquezas, como
sucede siempre, le acarrearon un sinnúmero de cuidados que hasta entonces había
ignorado. ¿Cómo iba a sacar su tesoro y tenerlo seguro? ¿Cómo disfrutaría de él
sin inspirar sospechas? Entonces, por primera vez en su vida, tuvo miedo de los
ladrones, considerando aterrorizado la inseguridad de su habitación y se
cuidaba de asegurar las puertas y ventanas; mas, a pesar de todas sus
preocupaciones, le era imposible dormir tranquilo. Su habitual alegría le
abandonó por último, y ya no bromeaba ni cantaba con sus vecinos; se hizo, en
una palabra, el ser más desgraciado de la Alhambra. Sus
antiguos amigos notaron en él este cambio y, aunque mostraban compadecerle
cordialmente, el caso es que empezaron a volverle la espalda, creyendo que
estaba en la miseria y que corrían peligro de tener que socorrerle; otros, sin
embargo, llegaron a sospechar que su única desgracia era el ser rico.
La mujer
de Lope Sánchez participaba de las tristezas del marido, pero tenía sus
consuelos espirituales; pues debemos consignar que, por ser el jardinero un
hombrecillo tan ruin, insignificante y de escaso meollo, su esposa acostumbraba
a aconsejarse, en todos los asuntos graves, de su confesor fray Simón, un
fraile rollizo, de anchas espaldas, barba larga y cabeza gorda, del cercano
convento de San Francisco, que era el director y consuelo espiritual de la
mayor parte de las buenas mujeres de la vecindad. Era
asímismo tenido en gran estima en diversos conventos de monjas, donde le
solicitaban como confesor, y de las cuales recibía frecuentes regalitos de
golosinas y frioleras confeccionadas en los mismos conventos, tales como
delicadas confituras, ricos bizcochos y botellas de exquisitos vinos y licores,
que servían al buen padre de maravillosos tónicos después de los ayunos y
vigilias.
Fray Simón
medraba con el ejercicio de sus funciones. En su grasiento cutis relucía el sol
cuando subía por las cuestas de la Alhambra en los días calurosos. Mas, a pesar
de su obesidad, demos-traba el padre la austeridad de su regla llevando
constantemente amarrado el cordón a su cintura; las gentes se quitaban el
sombrero, mirando en él un espejo de piedad, y los perros mismos olfateaban el
olor de santidad que despedían sus vestiduras, y le saludaban ladrándole desde
las perreras cuando pasaba.
Tal era el
director espiritual de la bonachona mujer de Lope Sánchez; y como el padre
confesor es el confidente doméstico de las mujeres de la clase baja de España
fue pronto informado con mucho misterio de la historia del tesoro escondido.
El fraile
abrió los ojos y puso una boca tamaña, santiguándose diez o doce veces al saber
la noticia; mas después de un momento de pausa, exclamó:
-¡Hija de
mi alma! Sábete que tu marido ha cometido un doble pecado contra el Estado y
contra la Iglesia. El
tesoro de que se ha apoderado pertenece a la Corona por haber sido encontrado
en los dominios reales; mas como, por otro lado, es riqueza de infieles,
arrebatada de las garras de Satanás debe ser consagrado a la Iglesia. Con todo, ya
veremos el modo de arreglar este asunto; tráeme por de pronto la guirnalda de
mirto.
Cuando se
la trajeron, al buen fraile se le encandilaron los ojos viendo el tamaño y
hermosura de aquellas esmeraldas.
-He aquí
las primicias de este descubrimiento, que deben dedicarse a obras piadosas. La
colgaré en la iglesia como ofrenda delante de la imagen de nuestro señor San
Francisco, y le pediré esta misma noche con gran fervor que conceda a tu marido
el poder gozar con tranquilidad de sus riquezas.
La buena
mujer se alegró mucho de quedar en paz con el cielo bajo condiciones tan
razonables, y el fraile, escondiendo la guirnalda debajo de sus hábitos,
encaminose con mansedumbre a su convento.
Cuando
nuestro buen Lope volvió a su casa le contó su mujer todo lo que había
sucedido. Incomodose de lo lindo el jardinero con la intempestiva devoción de
su esposa, teniéndole amostazado las frecuentes visitas del fraile.
-¿Cómo con
mis habladurías? -gritó la buena mujer. ¿Acaso me querrás prohibir que
descargue mi conciencia en mi confesor?
-¡No es
eso, mujer! Confiesa todos los pecados que quieras; pero en cuanto a este
tesoro, es un pecado solamente mío, y mi conciencia no se siente abrumada por
ello de ningún peso.
De nada
valía ya el entregarse a estériles lamentaciones; el secreto se había publicado
ya, y como agua que cae en la arena, no se podía ya recoger. Su única esperanza
estaba cifrada en la discreción del fraile.
Al día siguiente,
mientras Sánchez se hallaba ausente, sonó un toque muy quedito en la puerta y
se entró fray Simón con su cara humilde y bonachona.
-¡Hija
mía! -le dijo- He rezado con grandísima devoción a San Francisco, y ha
escuchado mis oraciones. A medianoche se me apareció el santo bendito, en
sueños, pero con el rostro como disgustado. «¿Cómo (me dijo) te atreves a
pedirme que dé mi permiso para gozar de un tesoro de los gentiles, cuando ves
la pobreza que reina en mi capilla? Ve a casa de Lope Sánchez y pide en mi
nombre una parte de ese tesoro morisco para que se me hagan dos candelabros
para el altar mayor, y luego que disfrute en paz el resto.»
Cuando la
buena mujer oyó lo de la visión se persignó con terror, y yendo al sitio
secreto donde su marido tenía escondido el tesoro llenó una gran bolsa de cuero
de monedas de oro morunas y se las entregó al franciscano. El piadoso padre la
colmó, en cambio, de bendiciones, en número suficiente para enriquecer a toda
su raza hasta la última generación si el cielo las confirmara; y guardándose la
bolsa en una de las mangas de su hábito, cruzó sus manos sobre el pecho y
retirose con aire de humilde gratitud.
-¡Esto no
se puede sufrir! -exclamaba. ¿Qué va a ser de mí? ¡Me robarán poco a poco, me
arruinarán y me dejarán, Dios mío, a pedir limosna!
Con gran
dificultad pudo su mujer apaciguarlo, recordándole las inmensas riquezas que
todavía le quedaban y cuán moderado se había manifestado San Francisco, puesto
que se había contentado con tan poca cosa.
Desgraciadamente,
fray Simón tenía una extensa parentela que mantener aparte de media docena de
rollizos chiquillos, de cabeza gorda, huérfanos y desamparados, de quienes se había
hecho cargo. Repitió, pues, sus visitas diariamente, solicitando limosnas para
Santo Domingo, San Andrés y Santiago, hasta que el pobre Lope Sánchez llegó a
desesperarse, y comprendió que, si no se alejaba de este bendito varón, tendría
que hacer donativos a todos los santos del calendario. Determinó, pues, en
vista de esto, empaquetar el dinero que le quedaba y marcharse secretamente de
noche a otro punto del reino.
Con este
objeto compró un arrogante mulo y lo escondió en una tenebrosa bóveda debajo de
la Torre de los Siete Suelos; desde este sitio
-según se decía- salía por la noche el Velludo, caballo endiablado y sin
cabeza, que recorría las calles de Granada perseguido por una jauría de perros
de los demonios. Lope Sánchez no tenía fe en semejantes patrañas, y aprovechose
del pavor que tales cuentos causaban, calculando, con razón, que nadie se
aventuraría a ir a la caballeriza subterránea del espectro fantástico. Durante
el día hizo salir a su familia, diciéndole que lo esperase en una aldea lejana
de la Vega, y ya bien entrada la noche transportó su tesoro a la bóveda
subterránea de la Torre, lo cargó luego en su mulo, lo sacó fuera y bajó
cautelosamente por la oscura alameda.
El
precavido Lope había tomado sus medidas con el mayor secreto, no dándolas a
conocer a nadie más que a su cara mitad: pero, sin duda, efecto de alguna
milagrosa revelación, llegaron, a oídos de fray Simón. El celoso padre vio que
se le escapaba para siempre de las manos su querido tesoro, y determinó tomarlo
por asalto en beneficio de la Iglesia y de San Francisco; por lo cual, cuando
las campanas dieron el toque de ánimas y toda la Alhambra yacía en completo
silencio, salió de su convento, y, encaminándose hacia la Puerta de la Justicia, se encontró entre los
matorrales de rosales y laureles que adornan la alameda. Estúvose
allí contando los cuartos de hora que iban sonando en la campana de la Torre de la Vela, oyendo el siniestro
graznido de las lechuzas y los lejanos ladridos de los perros de las próximas
cuevas de los gitanos.
Al fin
percibió un ruido de herraduras, y al través de la oscuridad que proyectaban
los árboles distinguió, aunque confusamente, el bulto de un caballo que bajaba
por la alameda. El
rollizo fraile se regocijaba pensando en la mala jugada que iba a hacer al
honrado Lope.
Después de
haberse remangado los hábitos y agachado como el gato que acecha al ratón, se
mantuvo quietecito hasta que su presa estuvo enfrente de él, y entonces salió
de su escondrijo, y poniendo una mano en el lomo del animal y otra en la grupa,
dio un salto que hubiera dado honor al más aventajado maestro de equitación.
Pero no
había hecho más que pronunciar estas palabras cuando el caballo empezó a tirar
coces, a encabritarse y dar tremendos saltos, y luego partió a escape colina
abajo. En vano trataba el reverendo fraile de sujetarlo, pues saltaba de roca
en roca y de breña en breña; sus hábitos se hicieron jirones y su afeitada
cabeza recibió tremendos porrazos contra las ramas de los árboles y no pocos
arañazos en las zarzas. Para colmo de su terror, vio una jauría de siete perros
que corrían ladrando tras él, y entonces comprendió, aunque ya era tarde, que
iba caballero en el terrible Velludo.
Nunca
cazador ni galgo corrieron una posta más endemoniada que aquélla, por la
alameda de la Alhambra, la
plaza Nueva , el Zacatín y plaza de Bibarrambla, como alma que
lleva el diablo. En vano invocaba el buen padre a todos los santos del
calendario y a la
Santísima Virgen María ; cada nombre sagrado que pronunciaba
surtía el efecto de un espolazo, haciendo botar al Velludo hasta los tejados de las casas.
Durante toda la noche anduvo el desdichado fray Simón correteando calles contra
su voluntad, doliéndole todos los huesos de su cuerpo y sufriendo tan horrible
magullamiento que causa lástima el referirlo. Al fin el canto del gallo anunció
la venida del día, y lo mismo fue oírle, que volvió pies atrás el fantástico
animal y escapó corriendo hacia su Torre. Atravesó de nuevo como una furia la
plaza de Bibarrambla, el Zacatín, la plaza Nueva y la alameda de la Alhambra, seguido
de los siete perros, que no paraban de aullar y ladrar, mordiéndole los talones
al aterrorizado fraile. No había hecho más que apuntar el crepúsculo matutino
cuando llegaron a la Torre; aquí la quimérica cabalgadura soltó un par de coces
que hicieron dar al reverendo un salto mortal en el aire, mal de su agrado, y
desapareció en la oscura bóveda, seguida de la infernal traílla de perros,
sobreviniendo el más profundo silencio después de sus horribles clamores.
¿Se le
jugó nunca en la vida partida más serrana a un reverendo fraile? Un labrador
que iba a su trabajo muy de mañana encontró al asendereado fraile Simón tendido
bajo una higuera al pie de la Torre; pero tan aporreado y maltrecho, que apenas
podía hablar ni moverse, fue llevado con mucho cuidado y solicitud a su celda,
y se cundió la voz de que había sido robado y maltratado por unos ladrones.
Pasaron uno o dos días antes de que pudiera moverse, y consolábase entretanto
pensando que, aunque se le había escapado el mulo con el tesoro, había atrapado
anteriormente una buena parte del botín. Su primer cuidado, luego que pudo
valerse, fue buscar debajo de su colchón en el sitio donde había escondido la guirnalda
de mirto y la bolsa de cuero que había sacado a la mujer de Lope Sánchez; pero
¡cuál no sería su desesperación al ver que la guirnalda se había convertido en
una simple rama de mirto y que la bolsa de cuero estaba llena de arena y de
chinarros!
Fray
Simón, a pesar de su disgusto, tuvo la discreción de callarse, pues de divulgar
aquel secreto habría de pasar forzosamente por un ente miserable a los ojos de
la gente y atraerse el condigno castigo de su superior, no refiriendo a nadie
su trote nocturno sobre el Velludohasta que, pasados muchos años,
lo reveló a su confesor en el lecho de muerte.
No se supo
nada por mucho tiempo de Lope Sánchez desde que desapareció de la Alhambra. Recordábanse
con agrado sus condiciones de hombre jovial, explicándose todos generalmente,
como hemos dicho, las tristezas y melancolías que se habían apoderado de él
antes de su desaparición misteriosa, como consecuencia de un extremo estado de
indigencia. Pasados algunos años, ocurrió que uno de sus antiguos camaradas, un
soldado inválido que se encontraba en Málaga, fue atropellado por un coche de
seis caballos. Detúvose al momento el carruaje y bajó a ayudar a levantar al
pobre invalido un señorón ya anciano, elegantemente vestido, con peluquín y
espada. Cuál no sería el asombro del veterano al reconocer en este gran
personaje a su antiguo convecino Lope Sánchez, el cual iba a celebrar en aquel
mismo instante el casamiento de su hija Sanchica con uno de los grandes del
reino.
En el
carruaje iban los contrayentes. La señora de Sánchez, que también iba allí, se
había puesto tan gruesa que parecía un tonel, e iba adornada con plumas,
alhajas, sartas de perlas, collares de diamantes y anillos en todos los dedos,
y con un lujo asiático que no se había visto igual desde los tiempos de la reina Saba. La niña
Sanchica estaba ya hecha una mujer, y en cuanto a belleza y donosura, podría
pasar por una gran duquesa y aun también por una princesa. El novio iba sentado
junto a su prometida: era un tipo raquítico y, al parecer, hombre gastado, lo
cual era señal y prueba de ser de sangre azul, todo un grande de España, con
cinco pies apenas de estatura. Estas nupcias habían sido arregladas por la
madre.
Las
riquezas no habían empedernido el corazón del honrado Lope; hospedó, pues, a su
antiguo camarada en su propia casa por algunos días, tratándolo a cuerpo de
rey, llevándolo a los teatros y corridas de toros, y regalándole a la
despedida, como muestra de cariño, una buena bolsa de dinero para él y otra
para que la distribuyese entre sus antiguos compañeros inválidos de la
Alhambra.
Lope decía
siempre, por supuesto, que se le había muerto un hermano muy rico en América y
que le había dejado heredero de una mina de cobre; pero los malignos
charlatanes de la Alhambra insistían en afirmar que su riqueza provenía del
tesoro que había descubierto en el Palacio árabe y que estaba guardado por dos
ninfas de alabastro. Es digno de notarse que estas dos discretas estatuas
continúan aún en el día con los ojos fijos en el mismo sitio de la pared; esto
ha hecho suponer a muchos que todavía queda dinero escondido en aquel lugar y
que bien vale la pena de que fije en él su atención el diligente viajero. Otros
-y especialmente las mujeres- miran aquellas esculturas con extrema
complacencia, como un monumento perpetuo que demuestra que las mujeres pueden
guar-dar un secreto.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
No hay comentarios:
Publicar un comentario