Los
ancianos de una tribu del Ecuador cuentan cómo dos hermanos se salvaron de
ahogarse durante un gran diluvio.
Por esas
tierras y montes hay una altísima montaña que tiene una virtud: cuando las
lluvias causan inundaciones, sus cumbres se elevan dando estirones hacia el
cielo, de manera que parece una isla que nunca se sumerge. Y fue a esta montaña
a la que subieron los dos hermanos, niña y niño, cuando el gran diluvio
desbordó mares y ríos. Sus nombres eran Chonta y Pila.
Cuando
vieron que el mar comenzaba a cubrir la tierra, Chonta tomó de la mano a Pila y
corrieron hacia la cumbre salvadora que los libró de ahogarse. Toda la montaña
temblaba a cada estirón de su mole y los niños tuvieron que quedarse agarrados
a las raíces y a las rocas para no rodar hasta los abismos.
En cuanto
pasó la lluvia, Chonta y Pila se asomaron a mirar los valles y vieron que todo
estaba cubierto de agua. No podían bajar al lugar donde estuvo su cabaña;
recorrieron la cumbre y encontraron una caverna que les serviría como refugio.
Salieron a buscar algo que comer, pero sólo hallaron unas hierbas duras y
raíces.
¡Ay! -lloró
Pila, ¡me duelen las tripas de hambre!
-A mí me
gustaría tener una cabeza de plátanos y un ananá jugoso -suspiró Chonta.
Corrían
entre las rocas levantando piedras para hallar algún bicho, pero en la noche
estaban tan hambrientos como al alba.
Una tarde,
al caer el sol, llegaron a la caverna sin aliento ya para seguir viviendo.
Entonces la
niña vio sobre la piedra donde machacaban las raíces un mantel de hojas frescas
y sobre ellas, frutas, carnes, mazorcas de maíz y todo lo que habían soñado
comer durante tantos días.
-¡Mira!,
¿quién habrá traído esta deliciosa comida? -gritó Pila.
-No lo sé -contestó Chonta. Y se abalanzó sobre los manjares sin hacer preguntas.
Pila
hizo lo mismo y cuando estuvieron satisfechos se pusieron a dormir.
En sueños
oyeron gritos y risas de los guacamayos, esos grandes loros que habitan en las
oscuras selvas de los valles.
Al
despertar, no tuvieron necesidad de recorrer los montes, porque los misteriosos
seres continuaron llevándoles comida día a día. Nunca alcan-zaban a verlos;
acudían sólo cuando los niños dormían o se alejaban de la caverna.
Sintieron
una gran curiosidad de saber quiénes eran los que con tanta generosidad los
alimentaban; la curiosidad fue creciendo, sobre todo porque ya no tenían mucho
que hacer, sino contemplar los valles convertidos en lagos y jugar.
-Escondámonos
cerca, entre las rocas -sugirió Chonta.
-Así
sabremos quiénes son -dijo Pila.
Antes del
amanecer ambos se escondieron junto a la caverna. Estaban
nerviosos e impacientes. Pasaron las horas, el sol empezó a calentar las rocas
y, con el calorcito, a los niños les dio sueño.
De pronto,
algo que sobresaltó a Pila y a Chonta tembló en el aire como un arco iris. Al
poco rato oyeron un fuerte aleteo y sonoros gritos. Se asomaron con cuidado y
vieron unos grandes guacamayos los mismos que habitaban en las selvas,
cerca de su antigua cabaña.
Sin
embargo, su aspecto era diferente, sus plumas de radiantes colores no relucían.
Entonces se
dieron cuenta de que los loros venían disfrazados con delan-tales y gorros de
cocineros, lo que a los niños les pareció extraordina-riamente cómico.
Les dio tanta
risa que no pudieron seguir escondidos.
-Mira,
Chonta, son loros disfrazados- se burló Pila.
-¡Ja, ja,
ja!, ¡mira cómo las plumas les asoman por debajo de los delantales y de
los gorros! -gritó Chonta, sujetándose la barriga de risa.
Los loros
se enojaron al oír las burlas. No les gustó tampoco haber sido descubiertos.
Con las plumas erizadas y los ojos chispeantes volaron lejos, llevándose
la comida.
Los niños
rieron largo rato; pero al ver que los guacamayos no regresaban y que luego
pasaron los días sin que les trajeran alimentos, comprendieron su imprudencia
y su ingratitud.
-Ahora
moriremos de hambre por habernos reído de nuestros amigos -gimió Pila.
-Tal vez si
les pedimos perdón, los hermosos guacamayos vuelvan a salvarnos -razonó Chonta.
Con sus
últimas fuerzas, gritaron mañana y tarde pidiendo perdón a sus bienhechores por
haberlos espiado y por burlarse de sus disfraces.
Al día
siguiente, con gran rumor de plumas, los guacamayos regresaron; esta vez no
llevaban vestimentas sino que lucían su maravilloso colorido.
Los niños
crecieron y engordaron con la buena alimentación y con la alegría de tener tan
graciosos amigos.
Todas las
tardes se asomaban a los abismos para ver si el agua bajaba en los valles; y
así comprobaron que lentamente volvían a formarse los ríos, las lagunas y los
mares; la tierra se secaba y surgían las selvas.
Un día Pila
y Chonta decidieron regresar al lugar donde estuvo su cabaña, pero no querían
perder a los loros, no sólo porque los habían alimentado, sino porque eran unos
pájaros muy bellos. Sus parloteos, sus cantos y sus vuelos luminosos eran una
compañía reconfortante.
-Guardemos
uno de estos guacamayos para nosotros- resolvió Pila, convertida en una
muchacha. Así no tendré tanto que trabajar cocinando.
Cuando los
guacamayos vinieron como siempre, con los alimentos, entre los dos hermanos
apresaron a uno de ellos y le recortaron las alas para que no pudiera volar.
-Perdónanos
por hacerte esto, amigo, pero no queremos perderte al bajar al valle -le explicaron.
Lo llevaron
consigo montaña abajo, amarrado de una pata.
Pero estas
aves nunca abandonan a uno de los suyos, así que toda la bandada siguió a los
muchachos hasta el sitio donde antes vivieran.
En el valle
los guacamayos se transformaron en seres humanos, en muchachas y muchachos
alegres y hermosos: sus ojos brillaban y sus cabelleras tenían reflejos
multicolores.
Pasó el
tiempo. Pila y Chonta se casaron con aquellos seres de extraña belleza, llenos
de buena voluntad. Según la leyenda, este es el origen de una raza indígena
ecuatoriana.
"Aquellos
loros misteriosos fueron dioses de las antiguas selvas y sus virtudes y poderes
benéficos se transmitieron a sus descendientes".
033. anonimo (ecuador)
No hay comentarios:
Publicar un comentario