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jueves, 16 de agosto de 2012

El chajá: vigía de los guaraníes

El anciano Aguará era el cacique de una de las tribus guaraníes. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos, pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con decisión lo acompañaba en sus tareas de jefe.
La muchacha manejaba el arco con toda maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces había salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.
Además de todas estas condiciones, Taca era muy bella: de ojos negros y expresivos, en su boca de gesto decidido y enérgico siempre lucía una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro; un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos y lo ceñía a la cintura con una hermosa chumbé.
Las madres de la tribu recurrían a ella como la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de los otros, seguras de encontrar el remedio salvador cuando sus hijos se hallaban en peligro.
Los jóvenes la admiraban por su bondad y por su belleza, y la mayoría se había enamorado secretamente; muchos, incluso solicitaron al cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca los rechazaba: su corazón ya tenía un dueño.
Ará‑Ñaró, un valiente guerrero que por aquella época andaba cazando en las selvas del norte, era su novio. Con él pensaba casarse cuando regresara. Entonces el viejo cacique encontraría en su nuevo hijo quien lo reemplazase en las tareas de jefe.
La vida de la tribu transcurría tranquila, hasta que Carumbé y Pindó, que habían salido con Petig en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos tomó una dirección distinta. Mientras cumplían su faena, oyeron unos gritos desgarradores. Se trataba de Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana y nada pudieron hacer sus compañeros para salvarlo. El animal mató al indio, lo destrozó con sus garras. Casi ni rastros quedaron de él...
Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo. Llegaron jadeantes y sudorosos y contaron lo sucedido.
La noticia causó consternación y miedo en la tribu, porque hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos iban a buscar frutos de banano, de algarrobo y de burucuyá, que les servían de alimento.
Desde ese día todos perdieron la serenidad: por eso guardaron precauciones, aunque resultaba imposible impedir que el jaguar merodeara continuamente. Muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.
El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza. Decidieron que sería necesario asesinar a quien tantas muertes producía. Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella.
El cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió que se presentaran ante él los jóvenes de la tribu listos para llevar a cabo esta empresa.
Grande fue la sorpresa del jefe cuando comprobó que solo se acercó un solo muchacho: Pirá‑U.
De los demás, ninguno quiso exponer su vida.
Pirá‑U sentía gran admiración por el viejo cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo, el cacique había puesto en peligro su propia vida. Él, en ese entonces un niño, quedó agradecido para siempre y esta resultaba la única oportunidad para demostrarlo. Sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza.
Sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba la gratitud, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaron al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.
Las esperanzas se desvanecían.
Pirá‑U no regresaba.
Y hubo una nueva víctima del jaguar.
Se reunió el Consejo y se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... el miedo resultaba demasiado poderoso. Era increíble que justo ellos, que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes.
Taca, furiosa, reunió al pueblo y gritó:
‑Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Estoy segura de que si Ará‑Ñaró estuviera entre nosotros, se encargaría de matar al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de se ustedes es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y volveré con su piel. Deshonor les traerá reconocer que una mujer tuvo más osadía: ¡Cobardes!
El padre se opuso a que Taca llevara a cabo una empresa tan peligrosa. ¿Qué haría el pueblo sin ella? ¿Qué sería de él si a ella le pasaba algo?
‑Hija mía ‑le dijo‑ tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasados. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro, pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.

‑Padre, cuento con la ayuda de los dioses, volveré con mi presa ‑dijo muy segura‑. Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecito en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.
Fue tal la resolución de la joven que el anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras, y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel.
Taca empezó con los preparativos para ponerse en viaje ese misino día al atardecer.
A punto de partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que habían ido a las selvas del norte se acercaban, que estaban a corta distancia de los toldos.
Fue para Taca una noticia que la llenó de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará‑Ñaró, su novio, y Taca abrigó la esperanza de que él podría acompañarla para matar al jaguar. Impacientes, aguardaron la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas, obtenidos después de tantos sacrificios y peligros.
La tribu los recibió con gritos de alegría y de entusiasmo. Delante de todos se hallaba el cacique y su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo. El viejo Aguará saludó a los valientes muchachos, que se apresuraron en mostrarle las piezas más hermosas.
Ará‑Ñaró, después de agasajar al jefe, como una prueba de su gran amor, le ofreció a Taca un presente: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se notaron en el rostro de la doncella, que con una apretada sonrisa le agradeció.
Después... cada uno volvió a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Ñaró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosque cercano. Las nubes fueron teñidas por un reflejo rojo y oro; desde lejos, se oyó el grito lastimero del urutaú.
En ese momento, el viejo cacique le comunicó a Ará‑Naró el mal que amenazaba a su pueblo y la decisión de su hija. El joven guerrero no daba crédito a lo que escuchaba ¿Cómo era posible que solo un indio se hubiera atrevido a enfrentar al animal? ¿Qué clase de hombres componían la tribu si aceptaban que la peligrosa empresa la llevara a cabo una mujer?
‑Todos le temen al jaguar, creen que es un enviado de Añá imposible de vencer ‑fue la respuesta de Aguará.
Sin poder cambiar la decisión de la joven, Ará‑Ñaró resolvió acompañarla, y cuando la luna envió sus primeros destellos sobre la tierra, marcharon en pos del enemigo.
La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará‑Ñaró aconsejó prudencia a su compañera, pero ella, con el deseo de acabar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba:
‑¡Yahá!... ¡Yahá!... (¡Vamos! ¡Vamos!).
Cerca de un ñandubay, se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivocaban...
Al salir del matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Creyeron que se trataba de los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente.
Y al acercarse un poco más, lo confirmaron.
Ará‑Ñaró apartó a su novia y la obligó a permanecer detrás de un añoso árbol. Casi de improviso, se le abalanzó.
Fueron momentos trágicos. ¡El hombre y la fiera luchaban por su vidas! Ará‑Ñaró era valiente, pero el jaguar contaba con demasiada fuerza salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció: un zarpazo desgarró el cuello del indio, al mismo tiempo que hería con su cuchillo al animal. Juntos rodaron, mancharon la tierra de sangre.
Taca corrió hasta la bestia agonizante, que con sus últimas fuerzas la atacó en un nuevo combate.
Todo fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió victorioso.
Taca, Ará‑Ñaró y el jaguar pagaron su heroísmo con la vida...

En la tribu intuían la muerte de los jóvenes. El viejo cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose, hasta que Tupá, condolido de su desventura, lo mató.
Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.
Entonces prepararon una gran urna de barro y, después de colocar en ella el cuerpo del cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida. En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, apareció grítando: ¡Yahá!... ¡Yahá!...
Taca y Ará‑Ñaró, convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.
Justamente ellos los habían librado del feroz enemigo y, desde ese momento, serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y avisar cuando vieran acercarse algún peligro.
Por eso, el chajá, como lo llamamos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: ¡Yahá!... ¡Yahá!...

Tiene el lomo y la cola de color pardo verdoso; la cabeza negra con dos listas blancas, que, partiendo del pico, adornan ambos lados de la cara; la garganta y parte del pecho son blancos; el resto de este último y el abdomen ostentan un color amarillo vivo, color que luce también en el copete, que termina en negro.
El pico, de color negro, lo mismo que las patas, es tan largo como la cabeza, terminado en un gancho bien pronunciado. Las alas, alargadas, llegan hasta la mitad de la cola, que es, asimismo, alargada y además cuadrada.
Aunque se alimenta también de lombrices y de otros gusanos, es animal insectívoro, causa por la cual difícilmente puede vivir en cautividad. Prefiere atrapar los insectos al vuelo, o bien de las ramas y de las hojas.
Construye su nido, grande, en forma esférica, con lanas, ramitas y paja, en horquetas o en las ramas de los árboles, colocándole la entrada al costado. Pone huevos de color amarillento con manchas parduscas.
Vive en lugares donde hay arboleda, generalmente cerca de las poblaciones.
Su vuelo es recio, alcanzando mayores alturas que otros pájaros.
Es muy valiente, capaz de hacer frente a algunas aves rapaces, de las que se defiende con valor y a las que obliga a alejarse de las cercanías de su nido, favoreciendo así a otras aves indefensas y hasta a las aves de corral.
Su grito agudo y prolongado, en el que algunos creen oír: benteveo, otros pitogüé, o bichofeo, pitaguá, quetubí, pitojuán y otros, es el que da origen al nombre que lleva y que varía según las diferentes regiones que habita.
En nuestro país vive desde Buenos Aires, San Luis y Mendoza hasta el límite norte, de Jujuy a Misiones. En algunos lugares se tiene la creencia que cuando el benteveo grita a mediodía, junto a una casa, avisa la llegada de gente inesperada: parientes, amigos o personas extrañas.
En otras partes atribuyen su grito cerca de una casa a un anuncio de nacimiento.

Esta leyenda fue extraída de la Biblioteca "Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Tomo XIX: URPILA (Torcaz)

Vocabulario
AKITÁ: Terrón
MONDORÍ: Cierta clase de abeja
TUYÁ: Anciano, viejo
PIRAYÚ: Dorado (pez)
PACÚ: Pez grande de agua dulce
PATÍ: Pez grande sin escamas
SURUBÍ: Especie de bagre grande
SAGUA-Á: Arisco
CUMINÍ: Niño
TEMBIRECÓ: Esposa
IGA: Canoa
INIMBÉ: Lecho
PITO GÜÉ: Cachimbo que fue
TUPÁ: Dios bueno
OGA MÍ: Casita

037. anonimo (guarani)

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