Cuando el añil y el rojo,
el amarillo y el anaranjado, tiñeron el cielo y el cerro con los colores del
crepúsculo, pintando con tonos de incendio las talas, los mistoles, las
jarillas, los algarrobos y los guayacanes, los guerreros de Pusquillo, el
valiente cacique calchaquí, descendían por los senderos de la montaña abrupta.
La brisa suave del
atardecer llevaba hasta el valle el perfume de la jarilla, del ucle y de la
flor del aire.
La distancia que separaba
a aquellos hombres de su aldea indígena era grande aún. Tendrían que caminar
toda la noche para llegar antes del amanecer.
El sol terminó de
ocultarse por completo en occidente y el cielo perdió los brillantes colores
que le prestaban sus rayos.
Comenzó a oscurecer.
Por oriente apareció la
luna iluminando con luz tenue la bóveda azul.
Apuraban el paso los
guerreros indígenas aprovechando la claridad de la noche de luna, que les
permitía marchar con seguridad por los peligrosos senderos de la montaña.
Llegaron al bosque. El
verde de los añosos chañares, de las talas espinosas, de los yuchanes de amplia
copa, de los viejos algarrobos, se intensificaba al ser alcanzado por los rayos
de la luna que, al filtrarse por entre el follaje, dibujaban en la tierra
caprichosas figuras de plata.
Entraron al bosque los
guerreros de Pusquillo. Marcharon por estrechos senderos acompañados por el
misterioso rumor de la selva, por el suave rozar de las alimañas que la
pueblan, por el vuelo de algún pájaro cuyo sueño interrumpió el paso de los
intrusos...
Un deseo los animaba:
llegar cuanto antes a su pueblecito del valle de donde salieran hacía ya cuatro
lunas.
Marchaban callados. Sólo
se oían sus voces cuando alguno de ellos, advertido de algún peligro, daba el
alerta a los demás.
Al frente iba Ancali, el
hijo mayor de Pusquillo, valiente como él y como él querido y respetado por su
pueblo.
Llegaron a un claro del
bosque. Ancali se detuvo de improviso, indicando a los demás, con un gesto, que
suspendieran la marcha. Su
mirada sorprendida estaba fija en una figura extraña que su sagacidad había
descubierto.
Se acercó a ella con toda
precaución temiendo que se des-vaneciera, y pudo comprobar que era real. Una
hermosa joven, recostada contra un corpulento pacará, dormía plácidamente. Un
rayo de luna iluminaba su rostro pálido, y arrancaba destellos de plata de la
túnica con que cubría su esbelto cuerpo. En su regazo descansaba un manojo de
rosadas flores de samohú cuyo perfume tenue percibieron los recién llegados.
Rumores de admiración de sus
compañeros escuchó Ancali. Se acercó sigiloso para no despertar a la niña y,
cuando se hallaba cerca, no pudo reprimir su entusiasmo:
-¡Acchachay! -exclamó muy
bajo.
Como al conjuro de una
orden misteriosa, despertó la joven y al verse rodeada por desconocidos, los
miró azorada. Se levantó con presteza y su mirada sorprendida se fijó en
Ancali, alto, fornido, de rostro recio y expresión cordial que en ese momento
con voz afable le preguntaba:
-¿Quién eres y qué haces
en los dominios de Pusquillo?
-Soy Vilca, hija de Chasca
y de Mama Quilla. Mi madre me envía a la tierra para que siembre bondad entre
los hombres -respondió la niña con dulce voz y expresión humilde.
Era tanta su belleza,
tanta sumisión había en el tono y tanta ternura en las palabras, que Ancali se
sintió atraído por la
desconocida. Siguiendo un impulso generoso le ofreció:
-Ven a la tribu de mi
padre donde serás bien recibida. Ven con nosotros...
Un rayo de luna dio de
lleno en el rostro de Vilca. Ella, entonces, creyendo ver en el hecho una
demostración de la conformidad de Mama Quilla, su madre, aceptó agradecida.
Se unió a los guerreros y
al frente del grupo, al lado de Ancali, marchó por el sendero del bosque entre
lianas y plantas trepadoras que caían desde las ramas de los árboles semejando
cascadas de verdura.
La calma era total. De
improviso, un lamento extraño, doloroso, surgido del interior del bosque cruzó
el aire sobrecogiendo de espanto, con el maléfico augurio de su grito, al grupo
que marchaba desprevenido.
-¡El alilicucu! ¡El alilicucu!
-dijeron en voz baja los guerreros de Pusquillo, capaces de las proezas más
inverosímiles, pero que temían como si fueran niños los misterios que
consideraban sobrenaturales.
Un nuevo lamento agudo y
desesperado hendió el aire y otra vez se oyó como un murmullo, el temor pintado
en cada sílaba:
-¡El alilicucu! ¡El
alilicucu!
Al mismo tiempo, un solo
pensamiento dominó a todos: "¿Qué desgracia presagian los gritos de esa
ave nocturna que nadie ha podido ver, pero que a todos causa terror?"
"¿Qué nos irá a suceder?
Atemorizados, como bajo el peso de un vaticinio funesto, cruzaron el
bosque.
Llegaron a los toldos cuando el lucero del alba brillaba con luz intensa
en el firmamento. El sol asomó por oriente y las nubes se tiñeron de lila y de
oro. Del bosque, convertido por influjo de la aurora en sonora caja musical,
llegaban el trino alegre de los pájaros y el arrullo tierno de las palomas que
despertaban con la naturaleza.
Ninguno de los dos suponía que en ese momento alguien, oculto muy cerca,
observaba la escena con fastidio.
De allí volvía cuando lo alcanzó un muchacho que lo llamaba pues su
padre deseaba verlo. Al pasar junto a Vilca, le dijo:
-¡Eso no puede ser, padre! Te habrás descuidado. ¿Tomas los remedios que
te indicó Suri?
-No será tan pronto, padre. Antes quiero ir al Nevado de Pisca Cruz en
busca de la raspadura de piedra de la cumbre, del lugar donde caen los rayos,
que curará tus males. Vilca te cuidará durante mi ausencia y a mi vuelta,
cuando te halles completamente restablecido, me uniré a ella para siempre mama
Quilla nos protegerá desde el cielo. Voy en busca de mi novia, padre.
Vilca, por su parte, pensaba desesperada en Ancali, cuyo viaje al Nevado
Pisca Cruz resultaba inútil.
-Ya sabré impedir que tus planes prosperen -dijo con sorna el machi, y
agregó: Yo indicaré quién ha de suceder al viejo curaca, y no será por cierto
Ancali como tú mal supones -terminó el malvado hechicero con una mueca desdeñosa.
Cuando por fin salieron de
él, el valle dormido les devolvió la tranquilidad perdida. La luna bañó con su
luz de plata el sendero que debían recorrer...
Hicieron el camino bajo un
cielo sembrado de estrellas.
La brisa traía de la
sierra esencias de tomillo y de azahar.
La vida recomenzaba. En la
toldería fácil era comprobarlo. Todos estaban en movimiento. Madrugadores por
naturaleza, los primeros rayos del sol marcaban el comienzo de la actividad
diaria y desde ese instante cada uno cumplía con la tarea que tenía señalada.
Ancali y sus compañeros
fueron recibidos con alborozo.
Los cazadores se
despojaron de armas y flechas entregando a sus familiares el producto de tantos
días dedicados a la caza: venados, guanacos, suris, plumas vistosas de raro
colorido, pieles de jaguar...
Vilca, mientras tanto,
permanecía ignorada. Nadie había reparado en ella. Junto a un arrayán florecido
era muda espectadora de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
De improviso oyó, a su
lado, una voz que le preguntaba:
-¿Quién es la imilla que
con asombro asiste a la llegada de nuestros cazadores?
Dióse vuelta la niña
y vio, junto a ella, a un hombre de cierta edad, de tez cobriza, cabello
lacio y mirada penetrante. Llevaba en su cabeza una toca redonda que caía hacia
la espalda en un pliegue de forma triangular. Era la tanga usada por los hechiceros.
Segura, por este hecho, de
que se hallaba ante uno de ellos, iba a responderle, cuando oyó al desconocido
que, al tiempo que clavaba su vista penetrante en ella, sonriendo volvía a
preguntarle:
-¿Quién eres, extranjera?
¿De dónde vienes?
-Soy Vilca -respondió
medrosa-. Soy la hija de Quilla y de su reinado vengo.
-¿Cómo llegaste hasta los
dominios del gran cacique Pusquillo? -inquirió curioso el hombre.
-Los cazadores me
encontraron en el bosque y con ellos he venido...
En ese instante, del grupo
de cazadores se separó uno de ellos. Era Ancali, que con un precioso manojo de
plumas de ave del paraíso se dirigía hacia donde se hallaba la extranjera.
Asombrados miraron todos
al hijo del cacique, y su sorpresa fue mayor cuando distinguieron a la
desconocida que conversaba con Suri, el hechicero.
Llegó Ancali hasta ella y
ofreciendo a Vilca las hermosas plumas, la invitó:
-Toma, Vilca... Adorna tus
cabellos y acompáñame. Mi padre, el cacique Pusquillo, quiere verte. Ven.
Obedeció la niña y pocos
momentos después se hallaba ante el cacique quien, ganado por su simpatía y por
su hermosura, la recibió afable y cariñoso considerando de buen augurio que
Quilla, la reina de la noche, se hubiera dignado enviarles una hija suya.
Mientras tanto Suri, el
hechicero, despechado por lo que él consideró un desprecio, al no ser llamado
para la presentación de la extranjera al curaca de la tribu, sintió por ella,
que absorbía la atención de todos, una envidia sin límites. Sus sentimientos
mez-quinos lo incitaron a cometer una injusticia, sintiendo desde entonces una
marcada aversión por la
dulce Vilca , ajena por completo a tal sentimiento. La odió y
se prometió hacerle imposible la vida en la tribu hasta conseguir que la
abandonara.
Ignorando tan bajos
propósitos y sintiéndose, en cambio, querida por todos, Vilca era feliz, muy
feliz en los dominios de Pusquillo.
Suave y delicada por
naturaleza, se granjeó de inmediato la simpatía y el cariño de la tribu. Participó
de las tareas de las mujeres y se adiestró en el tejido del algodón que
cosechaban en las extensas plantaciones de la región, constituyendo una de sus
principales riquezas. Aprendió a hilar la lana y a tejerla.
Esa mañana, muy temprano,
Vilca, instalada frente a su telar, tejía una tela destinada a hacer una túnica
por encargo del curaca, cuando llegó Ancali.
-Buen día, Vilca. ¿Qué
tejes tan temprano? -la saludó.
-Buen día Ancali. ¡Qué
pronto has vuelto! Tu padre me ha encargado que teja una túnica de cumbi para
enviar a su Señor.
-Hermoso está quedando tu
trabajo, Vilca. Su brillo y su finura harán que mi padre se sienta orgulloso de
presentarla al Inca.
-Es un placer trabajar con
lana de vicuña. La prefiero a la de guanaco que debo emplear para tejer
nuestros vestidos de abasca, tan burdos y gruesos. Y tú ¿qué traes en tu llama
cargada? ¿De dónde vienes?
-Acabo de llegar de
Andalgalá, donde he ido en busca de anta.
-¿Lo conseguiste?
-¡Ya lo creo! Es metal que
abunda en esa región, de modo que he traído en gran cantidad. Mira la carga de
mi llama y dime si no tengo razón. Voy a descargarla, que el viaje ha sido
largo y el animalito merece descansar; pero antes quiero darte esto que he
traído para ti... -terminó diciendo, al tiempo que le entregaba un objeto de
plata que Vilca tomó con cuidado.
-¡Oh, Ancali! ¡Qué topo
precioso! Es de plata y de cobre -agregó colocándolo sobre su pecho como
deseosa de ver el efecto que causaba.
Era un disco de metal del
que se desprendía un alfiler.
-¿Te agrada mi regalo?
-¡Tanto...! que espero
ansiosa que llegue la primera fiesta para lucirlo y con él prender mi manta.
Eres muy bueno, Ancali. Muchas gracias
Era Suri, el hechicero,
que, despechado y con odio, murmuró para sí.
"No te ha de durar
mucho esta felicidad, Vilca, ambiciosa. ¿Crees que llegarás a ser la esposa del
hijo del cacique? Ya verás que no podrás lograrlo.
Yo lo impediré,
intrusa..."
Ancali, mientras tanto,
había ido a descargar su llama.
-Mi padre me llama. En
cuanto pueda, volveré. Tengo deseos de conversar contigo. Hasta luego.
-Hasta luego, Ancali. Aquí
estaré esperándote.
No creyó encontrar así a
su padre. Estaba muy débil y su aspecto, su palidez y su falta de energía,
decían bien a las claras que estaba enfermo. Ancali, sorprendido y ansioso, le
preguntó:
-¿Qué te sucede, padre?
¿No te encuentras bien?
-Así es, hijo mío. Las
fuerzas me faltan... ¡Me siento tan débil!
-Pero ¿qué ha sucedido
durante mi ausencia? No estabas enfermo cuando me fui...
-No... Tienes razón. De
pronto me he sentido débil... Las piernas no me sostienen y creo que cada día
que pasa estoy peor. Temo que nuestros antepasados me llamen a su lado al País
de las Almas...
-Sí... hijo... sí
-balbuceó el viejo curaca.
-No serán suficientes. Si
es necesario llamaremos a otro machi...
-No... No habrá necesidad.
Suri me cuida con esmero. Todos los días a la caída de la tarde y mirando los
últimos rayos esconderse detrás del horizonte, tomo en presencia del hechicero
la poción de hierbas que él prepara para mí... Pero ya lo ves, nuestros dioses
quieren llevarme de la tierra y yo siento que voy a morir...
-¡No será, padre! ¡Te
curarás!
-Se cumplirá la voluntad
de nuestros genios tutelares; pero es necesario estar preparado. Por eso te he
llamado, Ancali. Tú has de sucederme en el poder y no quiero morir sin que
hayas elegido a la compañera de tu vida. Elige entre nuestras doncellas... Que
sea buena y justa como tu madre lo fue... Sólo así te hará feliz y hará la
felicidad de tu pueblo. Y yo moriré tranquilo...
-Padre, mi elección está
hecha y sólo aspiro a tu aprobación -respondió Ancali-. Quiero a Vilca, padre,
y si no me he animado antes a confesártelo, es que, por tratarse de una
extranjera, temí tu desaprobación. Pero ahora sé que la quieres y que aprecias
sus condiciones. ¿Conscientes, padre, en que ella y no otra sea mi compañera?
Es buena, justa y humilde. Es la única capaz de hacerme feliz. ¿Lo consientes
padre?
-No sólo lo consiento,
sino que lo apruebo, hijo mío. Vilca es buena y afable y es hija de Quilla.
Debemos sentirnos orgullosos de que nos haya entregado a su hija. Los dioses
han querido favore-cernos. Estoy muy contento con tu elección, hijo... Ve a
buscar a Vilca... Quiero que conozca mi aprobación... Será necesario que la
ceremonia se lleve a cabo cuanto antes... -terminó el curaca, desfallecido.
Al salir de la casa,
Ancali se cruzó con Suri que llegaba, como todas las tardes, con la poción
destinada a su padre.
En el horizonte, encendido
en fulgores de incendio, el sol escondía sus últimos rayos.
Corrió Ancali en busca de
su prometida. Cuando volvió con ella, feliz al poder realizar su mayor deseo,
la presentó a su padre.
El anciano se hallaba
tendido en el lecho, con los ojos cerrados, respirando con dificultad.
Desde un rincón en
sombras, observaba Suri. Ancali tuvo un sobresalto. Su padre estaba peor que
cuando él lo dejara hacía unos instantes. Vilca frotó la frente del anciano con
hierbas aromáticas y el viejo cacique abrió los ojos. Después, con dificultad,
levantó una mano y con voz desfallecida balbuceó:
-Que seáis felices, hijos
míos. Que nuestros dioses os protejan...
Cerró los ojos nuevamente
y recostó pesadamente la cabeza.
Vilca y Ancali se miraron
consternados.
El hijo tomó una
resolución:
-Quédate con él, Vilca. No
te separes de su lado. Yo corro al Nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra que
cura...
Al oír estas palabras
salió el machi de la sombra y encarándose con los jóvenes, profetizó:
-Los dioses no están
contentos, por eso quieren la muerte del curaca. Hay en la tribu alguien que
provoca la ira de nuestros antepasados. Alguien a quien debe haber enviado
Zupay... ¡Ten cuidado, Ancali!
Con paso mesurado y una
significativa mirada cargada de odio dirigida a Vilca, salió el hechicero.
-¿Qué ha querido decir el
machi, Ancali? ¿Por qué me miró con encono? ¿Por qué sospecha que soy enviada
de Zupay?
-Nada puedo explicarme
-repuso consternado el joven. Pero en cambio desconfío... Desconfío de Suri.
Sus pócimas empeoran a mi padre. Creo que en lugar de buscar la salvación de su
vida, trata de darle muerte. Y mi padre, en cambio, ¡confía en él! ¡Con qué fe
sigue sus consejos y toma los brebajes preparados por él! Yo, por mi parte, he
creído comprender que Suri nos odia... Pero, ¿por qué? -terminó ansioso.
-Ancali... escucha...
Nunca quise hablarte de esto porque no hallé razón para hacerlo. Pero ahora es
necesario que sepas... A quien odia el machi es a mí... Me lo dijo hace
tiempo... para convencerme de que abandonara la tribu... Y me amenazó
con males irreparables... de los que habría de sentirme culpable... No lo creí.
Sin duda ha llevado la venganza contra tu padre por haberme admitido en sus
dominios...
-¡Cómo es posible! -le
interrumpió Ancali indignado. ¿Qué razón puede tener?
-Supone que yo, hija de
Quilla, poseo facultades superiores a las suyas y desea arrojarme de aquí. El
no ve con buenos ojos nuestro matrimonio. Cree que es la oportunidad que busco
para ejercer luego mis poderes contra él y quiere vengarse en ti para que me
arrojes de tu lado. ¡No permitas que continúe atendiendo al cacique!
-Tú confirmas mis
sospechas... No abandones a mi padre mientras dure mi ausencia. Correré tan
rápido como el venado y dentro de dos días, cuando Inti envíe sus rayos más
cálidos a la tierra, estaré de vuelta con la piedra milagrosa que salvará a mi
padre...
Se despidió Ancali y desde
ese momento Vilca no se separó del anciano curaca. Este, agobiado por la fiebre
yacía inconsciente, mientras de sus labios brotaban palabras entrecortadas
pronunciadas en el delirio.
La noche fue terrible.
Entre estertores y gemidos pasó el enfermo sus horas.
Vilca, con el cariño y la
suavidad que le eran propios, cubría la frente ardorosa con hierbas aromáticas.
Un rayo de luna penetraba
por la abertura de la entrada.
A la madrugada creyeron
que el enfermo reaccionaba. Su lucidez era completa y aunque se expresaba con
dificultad, sus ideas eran claras. Llamó a la futura esposa de su hijo para
decirle:
-Vilca, hija... ya puedo
llamarte así porque te considero hija mía... Voy a morir... Lo presiento...
Nuestros antepasados me llaman a su lado y mi hora llega. Haz feliz a Ancali y
dile, cuando llegue, que espero que su gobierno sea justo... que no descanse
hasta lograr la mayor felicidad y el completo bienestar de su pueblo... Ahora,
hija mía, llama a Llamta. Es el más adicto de mis guerreros. Quiero morir
mirando el cielo... Quiero que me lleven bajo los árboles...
Los deseos de Pusquillo se
cumplieron. Entre varios fornidos guerreros lo transportaron fuera, colocándolo
bajo la sombra de un añoso y corpulento chañar cuyas flores amarillas caían
como lluvia de oro sobre el cuerpo del cacique.
Rodearon el lecho del
enfermo con flechas clavadas en el suelo para evitar que la muerte pasara.
Luego, el machi,
presidiendo las ceremonias para rogar por la salud del curaca, invocó a Yastay,
diciendo con voz monótona y dolorida:
Yastago, abuelo viejo,
perdone si le han hecho
mal
¡padrecito viejo,
kusiya!
De inmediato, con tutusca
y maíz bien yuto, amasaron una figura de guanaco, lo bañaron en chicha y lo
cubrieron con hojas de coca.
Una vez así preparado,
pasaron el pequeño guanaco por el cuerpo del enfermo haciéndolo con especial
cuidado sobre la
cabeza. Limpiaron con cunti la grasitud dejada sobre la piel
del curaca por la figura del animalito, y una vez cumplido este rito,
enterraron al pequeño guanaco en un lugar cercano a donde se hallaba el cacique
moribundo, y lo rociaron con abundante chicha. Mientras tanto, grandes orgías
acompañadas por cantos y súplicas se realizaban en las proximidades de este
sitio, ofrecidas a los dioses para que tomaran a su cargo la salvación del
enfermo.
Al lado de éste se
encontraba Vilca, que, como lo prometiera, no abandonó un instante al padre de
su novio.
En el cielo temblaban las
estrellas...
La respiración del viejo
curaca era penosa y entrecortada. De vez en cuando un rictus de dolor se
dibujaba en su rostro. Sus manos se crispaban sobre la manta que lo cubría, y
sus labios resecos balbuceaban apenas:
-Agua...
Vilca, entonces, con suma
dificultad lo incorporaba y valiéndose de un puco le daba de beber.
Así pasó la noche.
Al amanecer, cuando el
cielo comenzaba a trocar los oscuros tintes por los celestes grisáceos de la
aurora; cuando la vida volvía a renacer, el alma del anciano cacique voló a la
región de lo desconocido. Al aparecer los primeros rayos del sol, abriéndose
camino en las tinieblas, Pusquillo murió.
Al mismo tiempo se oyeron
estridentes gritos, alaridos podría decirse. Eran los súbditos del anciano
curaca que así exteriorizaban su dolor.
Los plañideros contratados
para el caso no tardaron en hacerse presentes, y a poco de llegar dieron
comienzo a su obligación consistente en llantos ruidosos y tristes cantos, en
los que se hacía referencia a las hazañas cumplidas en vida por el difunto, y
se ensalzaba su obra, sus condiciones y sus bondades.
Cerca del cadáver, en una
fogata encendida al efecto, quemaron hojas que despedían espesas columnas de
humo.
Mientras tanto, hombres y
mujeres, uniéndose al duelo, saltaban y danzaban a su alrededor.
Suri, con expresión
maliciosa, observaba desde lejos, com-probando satisfecho el logro de sus
deseos. Una parte de su venganza se había cumplido: el veneno, suministrado
diariamente al cacique en pequeñas dosis, había surtido el efecto esperado.
El sol, mientras tanto,
enviaba los rayos que hacen madurar la mies y germinar la semilla. Y como
siempre, junto a la muerte, vibraba la vida en un canto de fe y esperanza
infinitas...
Dos días después regresó
Ancali. Llegaba triunfante, después de haber arrancado a la cumbre mágica de la
montaña el remedio maravilloso capaz de devolver a su padre la salud perdida.
Poco duró la expresión
alegre de su rostro. Al acercarse a los alrededores de su pueblo, fácil le fue
adivinar la tragedia ocurrida durante su ausencia y convencerse de la inmensa
desgracia que lo había alcanzado. Su padre había muerto. No tenía necesidad de
preguntarlo. Lo leía en los rostros amigos que lo miraban con compasión, en las
bocas cerradas de la tribu que no se animaban a darle la fatal noticia.
Arrojó Ancali la chuspa
que contenía las raspaduras de la piedra milagrosa y corrió al lugar donde
yacía su padre muerto. Ya no le quedó ninguna duda.
El plañidero coro de las
endecheras, con sus cuerpos envueltos en mantas de colores, continuaba
relatando con cantos y sollozos las hazañas y glorias del difunto, mientras el
resto de los presentes, incansables, seguía acompañando la ceremonia con
danzas, saltos y alaridos de dolor. De vez en cuando, sobresaliendo del coro,
se oía algún grito estridente destinado a conjurar a Zupay o a Chiqui, que sin
duda rondaban por allí.
Frente al sepulcro
preparado, colocadas en palos, estaban las ovejas asadas de las que se valía el
machi para conocer el destino del difunto en el "país de los
muertos".
Encontró a Vilca, tal como
se lo prometiera, junto al curaca muerto.
Al llegar Ancali, cedió al
hijo el puesto que le correspondía dirigiéndose ella a la orilla del arroyo
que, con sus aguas, fertilizaba el valle. Se sentó en una piedra y quedó
pensativa.
De su abstracción la sacó
una voz conocida y repulsiva que le decía:
-¿Has venido a gozar de tu
obra? ¿Tienes ya proyectos para el futuro?
Era Suri, que con todo
cinismo acusaba a la
inocente Vilca de la muerte de Pusquillo.
-¿Mi obra, has dicho?
-preguntó a su vez, iracunda, la doncella.
-Tu obra, ¡sí! En una
oportunidad te dije que si no abandonabas la tribu, la desgracia caería sobre
los que te quisieran, y he cumplido. Hoy vuelvo a decirte: Si no abandonas
estos lugares, te juro que te arrepentirás y cuando lo hagas, ¡será tarde!
-Nada podrás en contra de
mí... Muy pronto seré la esposa de Ancali y él, como jefe, sabrá dar cuenta de
tu osadía -respondió Vilca indignada.
Suri era muy respetado en la tribu. Los poderes
sobrenaturales que se le reconocían hacían considerarlo un ser superior enviado
por los dioses tutelares. Su palabra se oía con interés y sus consejos eran
seguidos sin discusión.
Valido de estas prerrogativas,
el terrible hechicero, siguiendo un plan trazado de antemano, dejó a Vilca para
dirigirse a la casa de Anca, el más anciano y más respetado de los que formaban
el Consejo de Ancianos, que era el que debía designar al nuevo jefe de la
tribu.
Con palabra persuasiva y
acento terminante, como si se tratara de la más cierta de las revelaciones, le
dijo:
-A tu gran sabiduría e
inigualada experiencia, quiero librar el secreto que me han revelado los
astros. Una gran desgracia se cierne sobre nuestra tribu... Horas amargas
tendremos que pasar, pues estamos a merced de una impostora que miente,
diciéndose hija de Quilla para ser admitida con confianza entre nosotros. Pero
mi poder ha descubierto su superchería y yo puedo decirte, ¡oh gran Anca!, que
la extranjera miente. ¡Es una enviada de Zupay llegada para labrar nuestra
desgracia! Por lo tanto, debe ser condenada a morir. ¡Si así no lo hiciéramos,
los mayores malos acabarán con nosotros como lo ha hecho con nuestro gran
cacique!
Impresionado por tales
palabras, apresuróse Anca a convocar al Consejo de Ancianos que de inmediato
resolvió condenar a muerte a la infortunada Vilca.
Nada se le participó a
Ancali, temerosos de que se opusiera al designio de los astros por salvar a su
prometida, y esa noche, cuando todo era quietud y paz en la tribu, los que
debían hacer cumplir la pena, amparados por la oscuridad de la noche sacaron a
Vilca de la casa donde estaba descansando y la llevaron a la montaña en la cual
le darían muerte, luego de cumplir ritos establecidos.
Una vez allí, buscaron una
piedra alta y angosta a la cual la ataron.
De inmediato, a cierta
distancia esparcieron hierbas olorosas y, mientras Suri hacía conjuros para
alejar a Zupay, uno de los ancianos encendió las hierbas que desprendieron un humo
denso de olor acre.
La luna, desde el cielo,
era mudo testigo de esta escena des-garradora.
Suri, por el contrario, se
sentía muy feliz. Todo sucedía de acuerdo a sus más íntimos deseos y a sus bien
trazados planes. ¡Por fin iba a lograr la desaparición de la intrusa!
Sin embargo, no contaba el
malvado hechicero con el cariño y el respeto que sentían por Ancali sus
subordinados.
Uno de ellos, joven audaz
y valiente era Guasca. Volvía de acompañar hasta el límite de los dominios de
Pusquillo al cacique de una tribu vecina venido para asistir a las ceremonias
fúnebres del difunto curaca.
Al pasar cerca del lugar
señalado para el sacrificio de Vilca, Guasca, favorecido por la luna que
continuaba iluminando la escena, notó que algo insólito sucedía. Los
angustiosos gritos de la doncella atrajeron su atención.
Se acercó cauteloso
tratando de no ser visto y observó. Reconoció a Vilca, y al oír que se repetían
sus desesperados llamados a Ancali abandonó el lugar, corriendo a avisar a su
jefe.
Pronto estuvo ante él
poniéndolo al tanto de lo que ocurría.
De inmediato partió Ancali
al frente de varios guerreros que no lo abandonaban nunca.
Cuando llegó al lugar del
sacrificio, los conjuros y las ceremonias continua-ban. Vilca, desfalleciente,
la cabeza caída sobre el pecho, lloraba su infortu-nio.
Corrió Ancali a librarla
de las ligaduras y cuando ya la creyó salvada, una lluvia de flechas partió del
grupo de verdugos de la hermosa y dulce Vilca.
Decididos, respondieron al
ataque los jóvenes guerreros de Ancali y cuando descontaban la victoria, un
grito angustioso de éste les indicó que su jefe había sido alcanzado por alguna
flecha enemiga.
Así era en efecto. De la
cabeza del intrépido muchacho manaba abundante sangre que Vilca trataba de
restañar con sus manos cariñosas.
La vida huía por la herida
abierta y Ancali comenzó a desfallecer.
Angustiada, un gemido
brotó de la garganta de la infortunada doncella que se abrazó a su prometido
como queriendo infundirle la energía que le faltaba.
Ese fue el momento que
quiso aprovechar Suri para apoderarse de los jóvenes; pero cuando ya creyó
tenerlos a su alcance, debió sufrir la más cruel de las derrotas.
Los cuerpos de Vilca y de
Ancali se achicaron y perdieron su forma humana tomando, en cambio, las de dos
hermosos pajaritos grises, cuyas cabecitas blancas estaban adornadas con un
llamativo penacho rojo, tan rojo como la sangre que manaba de la herida que la
flecha traicionera causó a Ancali.
Aun así, Suri quiso
tomarlos, pero las dos avecillas, abriendo las alas echaron a volar hasta
posarse, muy juntas, en la rama de un tarco para entonar desde allí una melodía
muy dulce, conjunción de amor y libertad que pobló los aires con armonías de
cristal.
No desesperó el malvado
Suri, y tomando el arco y las flechas arrojó una a las avecillas. Mas, ¡oh
justicia de los dioses buenos!, la flecha mal arrojada se volvió contra el
hechicero, incrustándose en su corazón y terminando con un ser tan perverso que
sólo causó males entre los que le rodearon.
Mientras, desde la rama
del tarco en flor, llegaba el canto alegre de las nuevas avecillas...
La luna continuaba
enviando a la tierra sus rayos de plata.
En esta forma, dicen los
calchaquíes, nacieron los cardenales, que así acrecentaron el número de las
aves que regalan nuestra vista y deleitan nuestros oídos con las más exquisitas
melodías.
Referencias
El cardenal es un pájaro
de tamaño mediano y de agradable aspecto que nidifica en los montes.
De plumaje compacto, tiene
el lomo de color gris acero; el pecho y el abdomen, blanco ceniciento; la
garganta y la cabeza, rojo vivo, lo mismo que el penacho de suaves plumitas en
que ésta termina. Una línea blanca separa el rojo de la cabeza del gris del
lomo.
El pico es casi recto,
fuerte, con la particularidad de tener el maxilar superior que sobresale del
inferior.
Las alas son estrechas y
puntiagudas y la cola, larga y cuadrada.
Movedizo, ágil y vivaz, es
muy cantor. Su canto, en forma de gorjeos o silbidos, es fuerte y muy
agradable, y se asemeja a los sonidos que brotan de una flauta.
El nido, de paja, plumas y
cerda, muy liviano, lo construye en los árboles y arbustos.
Los huevos son pardo
verdosos con pequeñas manchas blancas.
Habita lugares donde
existen plantaciones de árboles y arbustos.
Se alimenta especialmente
de granos; pero come frutas, hortalizas, insectos y hasta carne.
Los guaraníes lo llaman
acá pitá (cabeza roja).
Estas leyendas fueron
adaptadas de la Biblioteca
"Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda
Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952 y de "Antología Folklórica
Argentina", del Consejo Nacional de Educación, Kraft, 1940.
Vocabulario
Pusquillo: Cardón
Ancali: Hombre valiente
¡Acchachay!: ¡Qué hermosa!
Vilca: Ídolo
Chasca: Lucero
Mama Quilla: La luna
Imilla: Doncella
Tanga: Toca usada por los hechiceros
Tanga: Toca usada por los hechiceros
Suri: Avestruz
Inca:
Emperador
Anta:
Cobre
Machi: Curandero, hechicero
Zúpay: El demonio
Kusiya: Ayúdame
Llamta: Leña
Cunti: Lana de alpaca
Tutusca: Grasa de pecho de llama
Yuto:
Molido
Puco:
Escudilla
Chuspa: Bolsa o talega
Endecheras: Plañideras
Chiqui: Divinidad de la fortuna adversa. La Fatalidad
Guasca: Soga.
Anca:
Águila
Tala, Mistol, Jarilla, Algarrobo, Guayacán, Chañar, Pacará, Yuchán,
Samohú, Tarco:
Nombres de árboles a excepción de la jarilla que es un arbusto
Alilicucu: Ave nocturna cuyo grito como un lamento causa un temor supersticioso
Cumbi: Tela muy fina, generalmente de vicuña, usada para confeccionar la
ropa del Inca y de los nobles
Abasca: Tela burda usada en los vestidos de la gente del pueblo
Topo: Alfiler largo de plata terminado en uno de sus extremos con un disco
trabajado en el mismo metal o cobre
Nevado de Pisca Cruz: Cerro que se halla al norte de Argentina, cerca de la
frontera con Bolivia.
022. anonimo (calchaqui),
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