El cardenal es un pájaro que construye su nido en el
monte. Posee un aspecto llamativo: lomo gris, pecho y abdomen blancos, y su
cabeza coronada por un penacho que se luce por su llamativo color rojo. Tiene
alas estrechas que terminadas en punta y su cola es larga y rectangular.
Canta por medio de fuertes y placenteros gorjeos y
silbidos, similares al sonido de la flauta. Es muy vivaz y se caracteriza por
su agilidad. En los árboles y arbustos construye su morada liviana empleando
plumas, paja y cerdas.
Mucho tiempo atrás, el cielo y el cerro se tiñeron
de añil, rojo, amarillo y naranja: los colores del crepúsculo. Las tonalidades
alcanzaron a las talas [1],
los mistoles [2],
las jarillas [3],
los algarrobos y los guayacanes [4],
en el momento en que los guerreros del bravo cacique Pusquillo bajaban por los
caminos de la precipitada montaña. Avanzaban incentivados, muy cerca de su
pueblo, valle que habían dejado hacía muchos días. Andaban en silencio, salvo
cuando el alerta irrumpia para advertir el peligro a los demás.
A la vanguardia iba Ancali, el valiente hijo mayor
del cacique, querido y respetado por su pueblo. Cuando llegaron a un claro del
bosque se detuvo, y con un gesto ordenó suspender la marcha. Descubrió una extraña
figura y lentamente se acercó. Allí comprobó que no era una imagen
proporcionada por su cansancio, sino que realmente se trataba de una hermosa
muchacha. Ella permanecía recostada contra un enorme pacay [5]
durmiendo plácida-mente, con su claro rostro iluminado por un suave ravo de
luna, que se reproducía en destellos sobre la túnica adornada con pequeñas
lascas de plata.
Ancali se aproximó, no pudo contener su entusiasmo y
despertó a la muchacha. Ella se incorporó y fijó sus ojos en aquel alto y corpulento
joven, que cordialmente le preguntó:
‑¿Quién eres? ¿Qué haces en el territorio de
Pusquillo?
‑Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla, me
enviaron para difundir la bondad entre los hombres.
Tanta belleza, ternura y atracción descubrió Ancali
en ella que, sin dudar, la invitó a la comunidad de su padre, donde -aseguró-
sería muy bien recibida. Un nuevo rayo de luna que alcanzó su rostro confirmó
su deseada partida. Al frente del grupo avanzaron entre lianas y plantas
aferradas a las ramas de los árboles.
A la mañana siguiente los cazadores fueron recibidos
con amabilidad por sus familiares, a quienes les entregaron piezas de caza
tales como venados y guanacos, y coloridas plumas y pieles de jaguar.
Vilca observaba en silencio la alborotada recepción,
cuando un hombre mayor la sorprendió:
‑¿Quién eres?
Le contestó mientras observaba su piel cobriza y sus
largos cabellos blancos. Ella reconoció que la toca redonda que cubría la
espalda con un pliegue triangular era propia de los hechiceros.
‑¿Y cómo has llegado hasta aquí?
Antes de responder, descubrió a Ancali que se
desprendía de la multitud con un manojo de plumas de ave del paraíso. Enseguida
llegó a su lado ofreciéndole adornar su cabellera e invitándola a presentarse
ante el cacique Pusquillo, su padre.
Tanto placer sintió el cacique al compartir con la
joven su simpatía y hermosura, que agradeció a la reina de la noche, Quilla, el
haber enviado tan buen augurio. El hechicero Suri, resentido por el desprecio
de no ser invitado a compartir la reunión con el cacique, explotó de envidia.
Odió a Vilca con fervor y se comprometió a hacer lo impensable para lograr que
abandone la comunidad.
Sin embargo, ella fue bien recibida en cada morada
de Pusquillo y compartió las tareas de las mujeres, confeccionando tejidos de
algodón y aprendiendo hilar y tejer la lana.
Una mañana, el jefe de la tribu mandó a llamar a su
hijo. Le pidió que eligiera entre sus doncellas, a la compañera que lo apoyaría
en su rol de sucesor, ya que su salud se estaba deteriorando rápidamente.
Emocionado, Ancali le manifestó el gran amor que sentía por Vilca, su bondad y
la importancia de su ascendencia. Pusquillo apoyó su decisión, entendió el
orgullo que representaba que su nuera fuera hija de Quilla, sin importarle su
condición de extranjera.
Antes de la celebración del matrimonio, Ancali iría
al nevado de Pisca Cruz procurando obtener la raspadura de piedra de la cumbre
donde caían los rayos que curarían los males del padre. Previamente manifestó a
Vilca su deseo de que cuidase de él durante su ausencia y le prometió que a su
regreso, y después de la cura, se casaría con ella. Sabía que contaba con la
protección desde el cielo de Mama Quilla. Cuando salió de la morada del padre,
se cruzó con el hechicero que llegaba con el remedio diario.
Atardecía. En un incendio, el sol escondía sus
últimos rayos.
Cuando los amantes estuvieron de regreso encontraron
al anciano recostado con los ojos cerrados, respirando con mucha dificultad.
Ancali supo que su padre había empeorado durante su breve ausencia; Suri
permanecía atento en la oscuridad del recinto; Vilca frotó un puñado de hierbas
en la frente del viejo cacique, que lentamente fue abriendo sus ojos.
Levantando su mano con dificultad, el anciano susurró su deseo de bienestar y
felicidad para la pareja, y se recostó.
Ancali resolvió correr hacia el nevado de Pisca Cruz
a buscar la piedra de la curación, después de asegurarse de que Vilca lo
cuidaría y jamás lo abandonaría. El hechicero surgió de la sombra y
dirigiéndose a los jóvenes les auguró la muerte del cacique en represalia por
el descontento de los dioses, debido a que una presencia que estaba provocando
la ira de los antepasados. Dicho esto, clavó su mirada en la joven y se alejó.
Vilca, conmocionada, trataba de conservar la calma.
Sin embargo Ancali analizó lo sucedido y desconfió del hechicero y sus
preparados. Su padre, inocentemente, se había puesto en manos de quien poco a
poco lo enfermaba. Vilca le explicó que el odio era hacia ella, que el
hechicero se lo había dicho hace tiempo, amenazándola con la desgracia si no
abandonaba la comunidad. Suri suponía que la hija de Quilla lo superaría en
facultades y esa idea lo había cegado. Ella nunca le creyó, pero en ese momento
supo que la venganza estaba cayendo sobre el padre de su amado.
Ancali no dudó en emprender su viaje en busca de la
piedra milagrosa, mientras Vilca permanecía al lado de su padre. Fue una noche
muy dificil para el anciano, pero ella lo acompañó y alivianó su fiebre con
hierbas aromáticas.
La luna se abrió camino a través de un rayo por la
entrada de la casa y el enfermo reaccionó. Su lucidez era sorprendente y aunque
se expresaba con dificultad, sus ideas se aclaraban. Se despidió de Vilca y la
consideró su hija, porque presentía que iba a morir: sus antepasados lo estaban
llamando. Le pidió que hiciera feliz a Ancali y que lo acompañara en promover
un justo gobierno para lograr la mayor felicidad y el bienestar de su pueblo.
Solicitó la presencia de su más fiel guerrero,
Llamta, para que organizara su traslado hacia el bosque. Entre varios lo
transportaron fuera, colocándolo bajo la sombra nocturna de un añoso y
corpulento chañar cuyas flores amarillas caían como lluvia de oro sobre el
cuerpo del cacique. Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en el
suelo para detener el avance de la muerte.
El hechicero, que presidía las ceremonias para rogar
por la salud del cacique, invocó a llastay. Elaboraron una figura de guanaco
con tutusca y maíz, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de coca.
Cuidadosa-mente pasaron el pequeño animal sobre la cabeza del enfermo y
prosiguie-ron con el resto del cuerpo. Limpiaron la piel del cacique y
enterraron al guanaco en un sitio cercano y rociaron la tierra con abundante
chicha. Entre-tanto, se realizaban cantos y súplicas para pedir a los dioses
que salvaran al enfermo.
El viejo cacique se debatía entre inaudibles gemidos
de dolor, respiración entrecortada y temblores que agitaban su débil cuerpo.
Entre balbuceos pedía agua a quien nunca dejó de asistirlo: la bella Vilca.
Al amanecer, el espíritu del anciano inició su viaje
sin retorno hacia lo desconocido y con los primeros rayos de sol, murió. Suri
se regocijaba pensando en su efectiva diaria dosis ponzoñosa.
Ancali arribó al poblado dos lunas después, ansioso
por suministrar el remedio mágico de la montaña a su querido padre. Los
primeros pasos en el caserío le comunicaron el frío de la tragedia.
Al llegar junto a su padre fallecido, se detuvo ante
la ceremonia: un coro de mujeres relataba con cantos y llantos las odiseas y
victorias del muerto; el resto de los presentes acompañaba con danzas, brincos
y gemidos de dolor. Su prometida cedió su lugar a Ancali y abandonó por primera
vez al padre. Se dirigió hacia el arroyo donde, apesadumbrada, se sentó a
pensar; pero una voz conocida interrumpió su abstracción. Suri cínicamente la
acusaba de la muerte de Pusquillo, recordándole la advertencia que él mismo le
había realizado tiempo atrás: la desgracia iba a destrozar la vida de sus seres
queridos, si no abandonaba el poblado. Ella se defendió asegurándole que sus
malignos actos habrían de cesar próximamente, cuando Ancali se constituyera
como jefe. El hechicero rió y se
comprometió a utilizar toda su influencia ‑que no era poca‑ y poderes
sobrenaturales ‑que lo caracterizaban como ser superior enviado por los dioses‑
para evitar el ascenso al poder del legítimo heredero. Sin otras palabras,
abandonó a Vilca y se dirigió al hogar de Anca, el más anciano y respetado de
los integrantes del consejo, responsable de designar al sucesor de Pusquillo.
Valiéndose de su más persuasivo discurso, el
hechicero le confesó haber recibido un mensaje de los astros, quienes veían en
Vilca a una vil mentirosa enviada por el diablo para expandir la desgracia en
la comunidad. Por estas razones, aseguró, debía ser condenada a morir para
evitar otra muerte.
Impresionado por sus singulares palabras, Anca
convocó al consejo de ancianos que, consternado, compartió la visión de Suri.
Esa noche, a escondidas de Ancali y bajo el amparo
de la oscuridad, robaron a Vilca y la condujeron hasta la montaña donde le
matarían tras completar los ritos pertinentes. Eligieron una piedra alta y
angosta y aferraron su cuerpo. Desparramaron hierbas aromáticas y las
encendieron durante los conjuros de Suri, para que la densa humareda mantuviera
lejos al mismo diablo. La muchacha aullaba su inocencia y pedía socorro a su
amado. Un joven audaz y valiente guerrero, fiel a Ancali ‑que regresaba de
acompañar a un vecino cacique asistente al funeral de Pusquillo‑ sintió el
deber de averiguar el origen de esos alaridos. La sorpresa al reconocer a la
joven presa de tal injusticia lo condujo con urgencia ante su joven jefe.
Ancali organizó un grupo de guerreros y arribó al
lugar del sacrificio, donde continuaban los conjuros y las ceremonias. Apenas
se acercó a su amada para liberarla, los bandos entraron en batalla. La lluvia
de flechas pronto alcanzó a Ancali, de su cabeza comenzó a fluir abundante
sangre y se desvaneció. Vilca intentó en vano detener con sus manos la
incesante excreción abrazándolo, mientras gemía. Suri aprovechó el instante de
desconcierto para atraparlos. Al ser tocados por el hechicero, los cuerpos de
Vilca y Ancali se encogieron y perdieron, al mismo tiempo, su forma humana. Se
convirtieron en dos pequeñas aves grises coronadas por una llamativa cabeza
con penacho rojo, que el Suri fracasó en apresar. Volaron juntas hasta la rama
de un tarco donde se posaron y endulzaron el aire con una bella melodía.
La flecha que el hechicero dirigió hacia una de las
aves, volteó y se incrustó en su corazón.
Nunca más volvió a respirar.
El canto de estos pájaros prosiguió mientras la luna
iluminaba al tarco en flor.
Los diaguitas sostenían que de esta manera habían
surgido los cardenales en la tierra, para aumentar el placer de oír el canto y
apreciar la belleza de las aves.
032. anonimo (diaguita)
[2] Se trata
de un árbol americano de fruto comestible y madera dura, cuya corteza se emplea
como jabón.
[3] Árbol
terebintáceo muy resinoso, originario de América. También llamado palo santo,
su madera se emplea en ebanistería y contiene una resina usada como sudorífico.
[4] El
guayacán es un árbol centroamericano de tronco ramoso, flores de color blanco
azulado y fruto capsular.
No hay comentarios:
Publicar un comentario