Pescadores y campesinos habitaban
aquellas tierras que hoy cubre el igarapé [1]
de Tarumá. Cerca de allí, despacioso y ancho, corría el río y en él el pueblo
pescaba.
Sin embargo, llegó un tiempo en que
los hombres que navegaban en el río casi nunca regresaban. A veces, sus canoas
abandonadas flotaban e iban a varar en el llano; en otras ocasiones no se
encontraban más que sus restos; pero en la mayoría de los casos ni siquiera
eso: fueron muchos los hombres que salieron a pescar de quienes jamás se volvió
a tener noticias. Y los pescadores que sobrevivían, regresaban con la red y el
samburá [2]
vacíos.
Era la Madre del Agua que así lo
quería.
Decían que ella con su maravillosa
voz atraía las canoas más y más adentro del río. Contaban que esas
embarcaciones, arrastradas sin control, allí volcaban o se hundían.
Nadie quiso pescar más en esas
horrorosas aguas. Pero así la gente se dormía hambrienta, pues el maíz que
cosechaban no alcanzaba para todos. Frutas, cuando las había, tampoco
bastaban... Niños enfermos, mujeres viudas y delgadas, ancianos debilitados...
Un joven pescador se sintió tan
atormentado al ver que su gente decaía de miedo y de hambre, que, sin decir
nada a nadie, subió a una canoa y se internó en el río. Allí, muy adentro,
lanzó la red. En su cintura, un cuchillo nuevo centelleaba en un duro duelo con
la luz del sol. El joven se había hecho un desafío: no volvería a la aldea
mientras el saburá no estuviera lleno de peces.
Tiró la red y la sacó más tarde
absolutamente vacía. La volvió a lanzar, aunque ya caía la noche.
A la mañana siguiente, nada nuevo
sucedió. Sólo unos peces menudos, unas pocas piabas [3]
que él mismo debería comer a la hora de almuerzo si quería seguir pescando.
Nuevamente tiró la red al río.
Así transcurrieron tres días.
Aquella noche, una luna llena apareció en el cielo. El joven volvió a tirar la
red y se durmió. Sólo le quedaba esperar hasta el otro día.
En la madrugada, una voz de mujer
que cantaba bajito interrumpió su sueño. A lo lejos silbaba en su oído y, unida
al ritmo del río, iba y venía. Era un sonido sereno, que a veces casi
desaparecía; de pronto resurgía manso, luego aumentaba y, poco a poco, fue
sonando más cerca.
El muchacho se asustó y con un
sobresalto tomó el cuchillo.
-¿Quién está ahí?
Su grito vibró sin respuesta en la
oscuridad. Y entonces se dio cuenta: sobre una gran piedra, una joven morena,
cuya larga cabellera caía suelta por la espalda, cantaba. Era muy hermosa. Su
cuerpo parecía como iluminado y desentonaba en medio de la penumbra.
La luna temblaba en el río
tranquilo. La joven sonrió y se lanzó al agua. Después de unos segundos volvió
a lo alto de la roca. Desde su embarca-ción, el muchacho seguía cada uno de sus
gestos. Primero ella había nadado deslizándose dulcemente entre las aguas...
Ahora, sobre la piedra, sus pasos eran delicados.
Ella rompió el silencio:
-No voy a hacerte nada, puedes
guardar el cuchillo.
El pescador obedeció y guardó el
arma en la funda. Entonces la muchacha saltó al agua, nadó hasta alcanzar la
barca y se sentó en la proa.
Era la Madre del Agua. Raras veces
salía de las grutas del fondo del río, en donde vivía por años y años. Había
visto la insistencia del pescador para salvar a su gente y por eso había venido
a contarle ciertas historias.
Las aguas del universo entero,
océanos, ríos y mares, se movían bajo su poder. Maremotos, inundaciones,
mareas..., todo se sometía a su voluntad. Sin embargo, mucho antes de ser mujer
había tenido la forma de serpiente surucurana [4].
Y aunque controlaba las aguas, nada podía hacer contra su propia hambre de
serpiente.
-Por eso, cuando estoy hambrienta,
me robo a los pescadores de esta región -dijo. Se calló un momento y fijó su
mirada en los ojos deslumbrados del joven-. Pero tu tenacidad me ha hecho
pensar en dejarlos en paz.
-¡Después de haber sacrificado a
tantas personas!... ¿Cómo puedo creerlo?
-Escúchame, en nombre de la luna
que rige mi vida. Te digo que he venido hasta aquí para traer la tranquilidad.
Quiero que cada madrugada de luna llena tú me regales toda la harina de maíz
que tu aldea pueda preparar. Si como esa harina, te prometo dormir hasta la
otra luna llena. En cambio todos podrán pescar y tendrán comida en abundancia.
Era muy tarde y ambos se durmieron.
Cuando el joven despertó, ella se había marchado y el sol se mostraba en medio
del cielo azul turquesa.
Todo salió como se había acordado.
Ocho veces, siempre en la madrugada de cada luna llena, el joven llevó la
harina de maíz hasta el río. Mientras tanto, varas, piraíbas, pirapucás y
pirarucús repletaban las redes. La abundancia imperaba y las fiestas se
prolongaban por varios días con sus bailes y sus cantos.
Era la novena luna cuando el joven
volvió a escuchar aquel canto. La voz venía del fondo del río, lejana al
principio, pero luego más intensa. Él se acercó al agua hasta que su rostro se
reflejó en ella. Entonces apareció la joven y se sentó en la roca.
-No vengo a pedir más alimento. Me
siento sola. Lo que quiero es que tú vengas a vivir conmigo bajo las aguas.
El joven permaneció en silencio.
-Vuelve a tu pueblo y di a tu gente
que cuando salga otra vez la luna, deberá estar tejida una gran sábana blanca,
la más grande que se haya visto en estos parajes. Diles también que todos
rompan y entierren sus armas en una de las orillas del río. Por la madrugada,
tú deberás cubrir esa orilla con la sábana. Entonces apareceré yo, y tú
entrarás al río conmigo. Tu pueblo vivirá tranquilo hasta el fin de los
tiempos, pues tendrá siempre mi protección.
-¡Pero yo no quiero abandonar mi aldea!
-contestó el joven.
-Eres tú quien deberá elegir -dijo la Madre del Agua. Y saltando
en seguida de la piedra, desapareció.
Sólo al amanecer el pescador
decidió volver a casa. Contó entonces a todo el pueblo la nueva proposición, y
sin tardanza la gente comenzó a trabajar para cumplir lo pedido.
Hilo tras hilo, día tras día, las
mujeres tejieron una manta blanquísima e inmensa. Estirada cubriría el borde
del río con su lino. En ese tiempo, algunos hombres recogían, de casa en casa,
cuchillos, puñales, navajas, tijeras, arpones. Otros, al borde del río, cavaban
una fosa ancha, para sepultar para siempre todas las armas.
Pero el joven pescador no se
conformaba con la idea de dejar su aldea y vivir, en adelante, en las grutas
del fondo del río. Decidió, por lo tanto, no cumplir el pacto con la Madre del Agua. Guardó
consigo, escondido, su cuchillo. En la madrugada de la cita lo llevaría en la
cintura: saber usarlo sería su protección.
Al llegar la luna llena rompieron
todas las armas y las enterraron en la arena, que la sábana extendida escondió
a su vez. El joven esperó. La
Madre del Agua venía: su canto se escuchó muy lejano al
principio y, poco a poco, más alto. Luego ella apareció entre las breves olas
del río y nadó hasta la orilla.
A la luz de la luna, la joven se
acercó al muchacho. Este fue también hacia ella caminando sobre el largo tejido
blanco. Cuando la Madre
del Agua puso los pies en la manta blanca, la lámina plateada del cuchillo
escondido en la cintura del pescador centelleó. Una chispa relumbrante chocó
contra los ojos de la mujer.
La joven palideció. Las aguas
crecieron y una ola gigantesca y embravecida cayó sobre el lugar. La inundación
destruyó totalmente aquel paraje: árboles, montes, animales, casas y
personas..., todo desapareció.
Ahora el igarapé de Tarumá está
siempre silencioso. Pero quienes visitan el lugar en las madrugadas de luna
llena pueden ver que allí, donde las armas están sepultadas, la Madre del Agua se baña y
canta. A su lado, un hombre joven gime y solloza.
020. anonimo (brasil)
[1] Igarapé: Canal muy estrecho entre dos islas, o entre una isla y la
tierra firme.
[2] Samburá: Cesto hecho de bejuco o de bambú, panzudo y con boca
estrecha; lo usan los pescadores para guardar los peces que han pescado.
[3] Piaba: Nombre que se da a diversas especies de peces fluviales muy
pequeños.
Piraíba: Pez fluvial, común en
Amazonia, que tiene la cabeza y la boca muy grandes. Es el pez de cuero más
grande de Brasil, llega a medir tres metros y a pesar más de 150 kilos.
Pirapucá: Pez fluvial; también se le
conoce como pez perro, porque tiene dientes largos, puntiagudos y fuertes, y es
carnívoro.
Pirarucu: También fluvial, es el
mayor pez de escamas de Brasil. Alcanza los dos metros y medio de largo y
ochenta kilos. Lleva este nombre porque tiene manchas rojas en el cuerpo.
[4] Surucurana: También se llama culebra lisa o culebra del agua. Es
muy común en Brasil, y vive siempre dentro del agua; de ahí su nombre. Tiene el
cuerpo brillante, llega a tener un metro de largo, y se alimenta de peces
pequeños, renacuajos, etc.
exelente
ResponderEliminarpor favor pueden decirme las preguntas
ResponderEliminarpene
Eliminareste texto es leyenda o mito?
ResponderEliminarsus
ResponderEliminarBuen texto
ResponderEliminar