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jueves, 16 de agosto de 2012

La condena de ucurnar

Ucumar era solo un cuerpo inanimado, horrible y sin rastro de alma alguna, para el idioma quechua. Se trataba de una mujer cubierta de una oscura y larga cabellera, empastada debido a tanta suciedad acumulada. Sus dos ojos pequeños representaban en lo más bajo de los sentimientos, intensos y oscuros. Bufidos y manotazos sacudían los pelos que desde la frente cubrían su nariz y su boca: un enorme orificio cargado de saliva escupiendo dientes en todas direcciones. Los paisanos siempre se debatieron entre la presencia o ausencia de mamas en ese engendro incompatible con la femineidad. No se le veían órganos genitales, pero como sus piernas se manchaban de rojo cada luna, fue bautizada popularmente con el nombre de Ucumara.
Su historia comenzó con una paternal crueldad que la marcó de por vida. Solo su propia madre le brindó protección hasta sus últimos días, actitud que le valió la soledad y el rechazo de sus otros cinco hermosos hijos. Enferma, compartió su agonía con Ucumara, abrazó y miró a ese cuerpo extraño que ella había parido. Finalmente, arrancaron de su abrazo rígido al engendro que bramaba y aullaba, y lo arrojaron a un rincón de la enorme choza. Una vez cumplidos los ritos funerarios con la madre, los hermanos y el padre regresaron y la encontraron acurrucada y lanzado sonidos extraños. Muchos entendieron que las lágrimas ahogaban su pecho. Pero no fue un sentimiento de piedad lo que salvó su vida, sino el frío tenebroso que inundaba de miedo la choza.
Creció y se transformó en una enorme gruñona, aunque temerosa. Se vinculó con uno de los hombres de la aldea que no le temía ni sentía rechazo por su aspecto y sus gruñidos. Diariamente, al crepúsculo se acercaba a la choza de la Ucumara y le arrojaba frutas. Un día le ofreció un pedazo de carne humana, trofeo de guerra con que la tribu realizaba grandes banquetes. La Ucumara no dejó restos, agradeció el obsequio y aminoró la rudeza de sus gruñidos. La relación entre ellos se fortalecía con cada encuentro auspiciado por la entrega de los restos de banquetes.
Un día, después de la ceremonia anual que practicaba la comunidad para venerar la creciente que generaba el deshielo de las cumbres montañosas, el hombre se apartó del grupo y se dirigió sigilosamente hacia la morada de la Ucumara.
Luego de una feroz lucha, la violó.
Eternamente odió a los hombres y a todo lo que ellos generaban. Su furia acabó con las piedras que rodeaban su choza. Como si no bastara para alejarse del mundo, huyó. Tiempo después, volvió deseosa de venganza y nadie la detuvo cuando raptó a su violador: lo llevó arrastrando de una pierna por peñascos hasta su lugar, donde, vencida su resistencia a los golpes, eligió el casamiento a la muerte segura. Convivieron en amor complaciente por un tiempo, hasta que el avanzado embarazo de Ucumara la absorbió por completo. Su prisionero escogió el inicio del parto para huir y se alejó tan rápido de la morada como sus piernas se lo permitieron. Confiado, continuó un largo trecho hasta que los rugidos de dolor de la Ucumara lo alcanzaron: le arrancó la cabeza y volvió a arrastrar el cuerpo de su amor hasta su hogar donde, entre llantos y convulsiones, se lo devoró.
Parió una hija cubierta de pelos, negros y duros de la cabeza hasta los pies. La amamantó y después le inculcó el placer de comer carne roja. Antes de morir se aseguró que pudiese valerse por sí misma para proveerse su subsistencia. Se fue con el último rugido de vida hacia la paz de la montaña: el cielo de los monstruos.
El origen de la inmortalidad de la pequeña Ucumara tenía dos antiguas explicaciones. La primera sostenía que los desgarradores alaridos del monstruo por la muerte de su madre llegaron hasta la morada cuzqueña de Viracocha: dios blanco de largas barbas rubias que gobernaba en esas latitudes. Cuando sintió pena por su dolor, le prometió la inmortalidad para calmar sus lágrimas.
Una segunda versión entendía que la vida eterna brindada por Viracocha era el castigo impuesto por sus crímenes y lujurias: la condena de vagar eternamente por los cerros y la selva como una devoradora de violadores.
La leyenda, originaria de Perú, fue muy popular en los territorios de Salta y Jujuy, donde se vinculaba al monstruo con los ingenios azucareros. Devoradora de hombres, prisionera en los galpones o simple accionista de la corporación.

032. anonimo (diaguita)

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