Ucumar era solo un cuerpo inanimado, horrible y sin
rastro de alma alguna, para el idioma quechua. Se trataba de una mujer cubierta
de una oscura y larga cabellera, empastada debido a tanta suciedad acumulada.
Sus dos ojos pequeños representaban en lo más bajo de los sentimientos,
intensos y oscuros. Bufidos y manotazos sacudían los pelos que desde la frente
cubrían su nariz y su boca: un enorme orificio cargado de saliva escupiendo
dientes en todas direcciones. Los paisanos siempre se debatieron entre la
presencia o ausencia de mamas en ese engendro incompatible con la femineidad.
No se le veían órganos genitales, pero como sus piernas se manchaban de rojo
cada luna, fue bautizada popularmente con el nombre de Ucumara.
Su historia comenzó con una paternal crueldad que la
marcó de por vida. Solo su propia madre le brindó protección hasta sus últimos
días, actitud que le valió la soledad y el rechazo de sus otros cinco hermosos
hijos. Enferma, compartió su agonía con Ucumara, abrazó y miró a ese cuerpo
extraño que ella había parido. Finalmente, arrancaron de su abrazo rígido al
engendro que bramaba y aullaba, y lo arrojaron a un rincón de la enorme choza.
Una vez cumplidos los ritos funerarios con la madre, los hermanos y el padre
regresaron y la encontraron acurrucada y lanzado sonidos extraños. Muchos
entendieron que las lágrimas ahogaban su pecho. Pero no fue un sentimiento de
piedad lo que salvó su vida, sino el frío tenebroso que inundaba de miedo la
choza.
Creció y se transformó en una enorme gruñona, aunque
temerosa. Se vinculó con uno de los hombres de la aldea que no le temía ni
sentía rechazo por su aspecto y sus gruñidos. Diariamente, al crepúsculo se
acercaba a la choza de la Ucumara y le arrojaba frutas. Un día le ofreció un
pedazo de carne humana, trofeo de guerra con que la tribu realizaba grandes
banquetes. La Ucumara no dejó restos, agradeció el obsequio y aminoró la rudeza
de sus gruñidos. La relación entre ellos se fortalecía con cada encuentro auspiciado
por la entrega de los restos de banquetes.
Un día, después de la ceremonia anual que practicaba
la comunidad para venerar la creciente que generaba el deshielo de las cumbres
montañosas, el hombre se apartó del grupo y se dirigió sigilosamente hacia la
morada de la Ucumara.
Luego de una feroz lucha, la violó.
Eternamente odió a los hombres y a todo lo que ellos
generaban. Su furia acabó con las piedras que rodeaban su choza. Como si no
bastara para alejarse del mundo, huyó. Tiempo después, volvió deseosa de
venganza y nadie la detuvo cuando raptó a su violador: lo llevó arrastrando de
una pierna por peñascos hasta su lugar, donde, vencida su resistencia a los
golpes, eligió el casamiento a la muerte segura. Convivieron en amor
complaciente por un tiempo, hasta que el avanzado embarazo de Ucumara la
absorbió por completo. Su prisionero escogió el inicio del parto para huir y se
alejó tan rápido de la morada como sus piernas se lo permitieron. Confiado,
continuó un largo trecho hasta que los rugidos de dolor de la Ucumara lo
alcanzaron: le arrancó la cabeza y volvió a arrastrar el cuerpo de su amor
hasta su hogar donde, entre llantos y convulsiones, se lo devoró.
Parió una hija cubierta de pelos, negros y duros de
la cabeza hasta los pies. La amamantó y después le inculcó el placer de comer
carne roja. Antes de morir se aseguró que pudiese valerse por sí misma para
proveerse su subsistencia. Se fue con el último rugido de vida hacia la paz de
la montaña: el cielo de los monstruos.
El origen de la inmortalidad de la pequeña Ucumara
tenía dos antiguas explicaciones. La primera sostenía que los desgarradores
alaridos del monstruo por la muerte de su madre llegaron hasta la morada
cuzqueña de Viracocha: dios blanco de largas barbas rubias que gobernaba en esas
latitudes. Cuando sintió pena por su dolor, le prometió la inmortalidad para
calmar sus lágrimas.
Una segunda versión entendía que la vida eterna
brindada por Viracocha era el castigo impuesto por sus crímenes y lujurias: la
condena de vagar eternamente por los cerros y la selva como una devoradora de
violadores.
La leyenda, originaria de Perú, fue muy popular en
los territorios de Salta y Jujuy, donde se vinculaba al monstruo con los
ingenios azucareros. Devoradora de hombres, prisionera en los galpones o simple
accionista de la corporación.
032. anonimo (diaguita)
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