Los vecinos de la sierra cuentan, desde Cupo a
Socaire, desde las cumbres hasta el llano, que en un comienzo en el mundo todo
era sólo noche, todo era sólo penumbras, como cuando la neblina invade la quebrada. Nada
iluminaba la existencia de los hombres, quienes deambulaban por los cerros, las
quebradas y las vegas en busca de esquivos alimentos. Dicen que la falta de
calor y de luz impedía la germinación de las semillas, el crecimiento de las
plantas; sólo existía lo que ya estaba allí.
La tierra comenzaba recién a adquirir su forma
actual, aparecían los paisajes de volcanes y planicies, con su amplia gama de
colores. El agua caía copiosamente; llovía y llovía. Ríos caudalosos descendían
desde lo alto, gastando los cerros, arrastrando grandes rocas con las cuales
desgarraban el llano, abriendo profundas grietas.
"Saire", que significa agua de lluvia,
frío, hambre y soledad eran los compañeros de algunos "antiguos", los
cuales difícilmente lograban sobrevivir. Se ocultaban en cuevas existentes en
lugares tan separados como en Socaire, camino a las lagunas, y en la quebrada
del Encanto, cerquita de Toconce, donde suelen verse sus sombras en las noches
sin luna, pero es necesario ir sin compañía hasta dichos lugares para poder
apreciarlo.
De estos hombres se dice que los de la cuenca del
río Salado murieron por no resistir la presencia del sol; y los del sector
socaireño, debido a la intensidad de las lluvias, acompañadas con sus truenos y
relámpagos.
De ellos sólo perduran sus pueblos destruidos y sus
tumbas saqueadas. También, a medio camino entre Toconce y Linzor, sus grandes
pies quedaron marcados sobre las blandas rocas de aquella época. Hoy es posible
ver esos rastros allí donde quedaron definitivamente grabados por ejemplo en
Patillón.
En Socaire, cuentan algunos vecinos, cuando
"los abuelos" habían hecho los terrenos y las eras, llovió durante
cuarenta días y cuarenta noches, y el agua corrió y corrió, después, quizás
cuántos años, demoró en terminarse el agua.
La gente en ese entonces era muy tímida, vivían en
los graneros. No tenían casas, tampoco tenían nombres porque no eran
cristianos. Aunque no eran gente educada eran personas muy buenas que vivían
inocentemente. Trabajaban la tierra, sin herramientas porque no conocían la
picota, ni la pala ni el chuzo; sólo usaban una rama de árbol y la pura mano.
Sin embargo, ¡fue tanto terreno el que trabajaron!...
Ellos le cantaban al agua y el agua les ayudaba en
sus trabajos, corriendo de piedra en piedra para hacer los muros de esos largos
canales que aún se ven. Sin embargo, después de la larga lluvia lo perdieron
todo: los terrenos, los sembrados, la vida. Por eso ahora, nadie sabe cantarle al agua
para que vuelva a brotar como antes, para que haya tantos sembríos como antes,
para que la gente sea buena e inocente, como antes.
Fuente:
Del libro "Monitores Culturas Originarias". Área Culturas
Originarias. División de Cultura. Mineduc.
016. anonimo (aymara-bolivia)
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