El castillo de Puentedeume había quedado vinculado a la casa de Andrade desde los tiempos
de Enrique de Trastornara; quiso este rey recompensar con él a la familia por
un valioso servicio que ésta le había prestado.
El tercero de los señores de Puentedeume fue don Nuño
Freire, recordado como un fiero hidalgo, de carácter irascible, agresivo y
violento, que ocultaba, bajo la aspereza dé sus maneras, caballerescos
sentimientos.
Tenía don Nuño varios hijos varones, pero una sola
hembra llamada Teresa, cuyo recuerdo se equipara al de un bellísimo ángel de
dulce sonrisa y rostro impregnado de melancolía. Todos cuantos tuvieron el
extraordinario placer de conocerla no pudieron por menos que amarla por su
bondad sin límites y admirarla por su belleza sin par.
Don Nuño tenía un dOncel a quien apreciaba mucho per su constatado valor y evidente
coraje: era el popular y gallardo Rojín Rojal. Conservaba, junto a los rasgos
de su tierra a la que amaba por encima de todas las cosas, algunas huellas de
sus ascendientes normandos. Hacía algún tiempo que su carácter alegre y franco
había sufrido una transformación, una extraña e inexplicable metamorfosis. Ya
no alternaba con sus compañeros en las diversiones y gustaba a menudo de la
soledad. Le placía especialmente retirarse al torreón del sur en los ratos que
tenía libres. Desde allí podía contemplar la parte más bella de la ría de Arosa,
donde años transcurriera su infancia.
Un día fue sorprendidó en su soledad por la hija del
señor, la cual, al oírle cantar con voz melodiosa una triste y melancólica
canción, no pudo por menos que detenerse. Observando su pesadumbre, le preguntó
si tenía amoríos en la la de Arosa.
-Creo que mucho más cerca de mí está lo que verdaderamente
adoro -repuso el joven.
-¿Tal vez en Puentedeume? -preguntó de nuevo Teresa
con interés creciente.
-Aún mucho más cerca, señora.
Teresa comprendió al punto quién era la causa de la
melancolía del joven doncel y bajó, turbada, la vista.
Ella también le amaba.
Desde aquel mismo día Teresa y Rojín Rojal se vieron
con reite-rada frecuencia en el torreón del sur. Sabían que sus sentimientos
tenían que permanecer secretos y ocultaron cuidadosamente la dicha de su amor.
Pero no faltó quien hiciera llegar rumores al oído del castellano. Don Nuño
apreciaba a su doncel, pero consideraba una osadía imperdonable que hubiese
tenido el insultante atrevimiento de poner sus ojos en Teresa. Deseoso de
averiguar por sí mismo la verdad, sometió a los dos amantes, por separado, a un
interroga-torio. Por más que ambos se esforzaron en disimular y en atribuir sus
encuentros a la simple casualidad, don Nuño comprendió que se amaban
decidiendo poner fin a un idilio que juzgaba totalmente desigual.
Hizo elegir a su hija entre casarse con su
pretendiente don Enrique Osorio, perteneciente a una de las más ilustres
familias de Galicia, y la muerte de Rojín Rojal. Ante tan despiadada y cruel
alter-nativa, Teresa claudicó, y poco tiempo, después se convertía en la esposa
de don Enrique Osorio.
El mismo día en que se celebraban los esponsales, don
Nuño hizo que su doncel acudiese a su presencia y, dándole una bolsa de oro,
le ordenó que desapareciera del castillo para no regresar jamás. Rojín rechazó
tristemente el dinero diciendo que no quería abandonar el sitio donde había
vivido tantos años. Conmovido don Nuño, que lo estimaba mucho, accedió a que se
quédase y obtuvo de él, a cambio, la firme promesa de que haría un esfuerzo
para dominar su pasión y de que encerraría su cariño por Teresa en lo más
profundo de su corazón.
Rojín Rojal cumplió su palabra.
Pareció recobrar su antiguo buen humor viéndosele de
nuevo alternar con sus compañeros. Pero nadie podía sospechar lo ficticio de
aquella animación, ni intuir los desvelos y torturas que pasaba por las
noches. Durante horas y horas permanecía asomado a la ventana contemplando la
de la cámara nupcial siempre cerrada. Y una noche en que ésta se encontraba
abierta, don Nuño le sorprendió en su centinela.
Desde entonces Rojín renunció a tan pobre consuelo,
temiendo que se le cerrasen para siempre las puertas del castillo, y no volvió
a abrir su ventana.
Teresa, por su parte, aunque rehuía su encuentro y evitaba
su mirada, no le había olvidado. Su marido, que sólo sentía pasión por la caza,
no le mostraba el afecto que ella merecía. La recién casada se encontraba más
sola que nunca, y a menudo se retiraba al torreón del sur donde, con los más
vivos recuerdos de su verdadero amor, encontraba el consuelo del dulce panorama
que ofrece la ría de Arosa.
Una tarde, al ponerse el sol, cuando Rojín Rojal regre
saba de su servicio al frente de un pelotón de hombres, divisó en el torreón
del sur la figura de Teresa completamente sola. Rojín despidió a sus hombres y
se acercó cautelosamente. No quería intentar otra cosa que contemplar a su
amada desde la oscuridad. Don Nuño, al ver que los hombres llegaban sin su
jefe, se encaminó impacientemente en su busca y lo encontró con los ojos fijos
en el torreón. El joven se encontraba tan absorto, tan abstraído en la
contemplación de la bella, que no se dio cuenta de la llegada de su señor.
Montó éste en cólera y cuando el doncel volvió el rostro, le dio un terrible
bofetón. Aquello era una infamia que ningún caballero debía de sufrir, soportar
ni tolerar, y Rojín Rojal sacando su daga se abalanzó contra don Nuño.
Pero el recuerdo de Teresa le contuvo y envainó el
arma de nuevo.
Aquel incidente hacía imposible su permanencia en el
castillo; montó en su caballo y partió, sin que don Nuño, que en el fondo era
un caballero, hiciera nada por prenderle; solamente le recomendó, airadamente,
que no intentase volver por allí.
Nadie supo la causa de la ausencia, mejor
desaparición, de Rojín Rojal:
Algún tiempo después apareció en el país un jabalí monstruoso
que dejó para siempre memoria de sus estragos. Se organizaron cacerías y
celadas que de nada sirvieron. La persecución de la fiera costaba todos los
días la vida de algún hombre. El terror que se extendió por la comarca hizo que
el castellano de Puentedeume se propusiera terminar con tan terrible animal.
Organizó una gran cacería en la que tomarían parte los mejores y más expertos
caza-dores de toda Galicia y encomendó la dirección de la misma a su yerno.
Teresa, contra lo que era costumbre, fue, invitada por
su marido para presenciar tan grande acontecimiento. Ningún sitio le pareció a
éste más seguro para un espectador que el puente que cruza el Lambre, poco
antes de desembocar en la ría de Ares. Frente a él se extendían, como un
anfiteatro, las laderas en las que se iba a desa-rrollar el espectáculo.
Teresa descabalgó en el puente, y don Enrique, muy a
pesar suyo por tener que convertirse en un mero espectador, se quedó acompa-ñándola
como correspondía.
Comenzó la batida: las trompas de caza se oyeron cada
vez más cerca. Ante la emoción de la cacería desapareció la habitual tristeza
del rostro de Teresa.
Don Enrique no creía que la fiera pudiese salir del
cerco con que se le había rodeado. Pero no cayó en la cuenta de que, en caso
de que burlara a sus perseguidores, la única salida que había quedado por
tomar, en aquel laberinto era precisamente el puente donde se encontraban él y
su esposa.
En efecto, de pronto, el gigantesco jabalí, hostigado
y furioso, apareció ante los ojos a la entrada del puente. Don Enrique le lanzó
un venablo que se clavó en el costado de la fiera y que no hizo otra cosa que
enfurecerla todavía más. Entonces, en vez de defender a su compañera como era
su deber de noble, de hombre, y por encima de todo de esposo, se puso a salvo
tirándose al río. El jabalí se lanzó sobre la indefensa Teresa, despedazándola,
mientras que el marido que su padre le había impuesto alcanzaba la orilla del
Lambre.
La trágica muerte de Teresa fue un golpe tremendamente
duro que abatió de una vez por todas y para siempre la jactancia de don Nuño.
Inconsolable, se encerró en su castillo, mientras don Enrique, avergonzado por
su cobardía y víctima del desprecio general, se retiró a su señorío.
Cuenta la tradición que a los pocos días de tan
trágico suceso la gigantesca fiera apareció tendida en el puente, que desde
entonces se llama el Porco, en el mismo sitio en que, habia despedazado a
Teresa. En su corazón tenía clavado el cuchillo de Rojín Rojal.
Don Nuño, arrepentido de no haber dado a su hija tan
gran y valiente caballero, mandó buscarle deseoso de reconciliarse con él.
Pero fueron inútiles los intentos: Rojín Rojal había desaparecido.
Nadie supo jamás nada de él.
105 anonimo (galicia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario