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miércoles, 29 de agosto de 2012

El secreto de los sarracenos

Todo el mundo cree que Galicia está habitada por los gallegos. Y hasta cierto punto así es, siempre que no se figure que son los gallegos solos los que allí habitaban. Los gallegos saben, muy bien que además de ellos habi­tan en su tierra los sarracenos. En realidad en Galicia hay dos poblaciones superpuestas; una a flor de tierra, que son los gallegos, y otra en el subsuelo, que son los infie­les. Éstos no viven en realidad como nosotros, sino que están encantados: es decir, en un estado especial, cuya noción hemos perdido los hombres modernos, pero que existe.
Merced al encantamiento, los moros son normalmente invisibles; pero son muchas personas conocidas los que los han visto y tratado.
Los edificios antiguos, especialmente los monumentos que los sabios llaman prehistóricos, son obra de los moros, los cuales siguen viviendo en ellos. Así sucede, por ejem­plo, en los Castros de Trelle.
Desde cualquier altura de los alrededores de Orense a que uno suba, divisará los Castros de Trelle, que son dos alturas gemelas levantadas a cierta distancia hacia el sur­oeste de la ciudad.
Los antiguos habitantes de aquellos castros fueron los sarracenos, los cuales vivían bajo tierra y tenían todo minado con numerosas galerías y dos puertas, una que daba hacia el este y otra al oeste.
Un arriero de Sobrado del Obispo les carreteaba el vino todos los días ellos se lo pagaban con unos pequeños tro­zos de pizarra que sacaban de la tierra y que el arriero, al llegar a su casa, encontraba transformados en monedas de oro.
Con esto, el hombre se iba haciendo rico. Mas su mujer, asom-brada de que trajera tanto dinero todos los días, le preguntó dónde lo ganaba. Los moros le habían sacado el juramento de nunca jamás revelar a nadie el secreto, pues en el punto de que lo descubriese sería despojado de aque­llas riquezas y quedaría en la indigencia. Por lo tanto se negaba una y otra vez a decirle nada a su mujer. Pero como las hembras son tan amigas de saber lo que no les importa, la esposa del arriero insistía siempre sobre aquello un día sí y otro también, y tanto hizo y tantas vueltas dio, que por fin el marido le contó todo lo que pasaba, encargándole con toda suerte de ruegos y amenazas que no lo descubrie­se, pues si no, los sarracenos le castigarían.
Pero, ¡ca! A la mujer no le cupo el pan en el cuerpo y, en secreto, fue junto a una comadre y le dijo:
-Comadre, ¿sabe una cosa?
-¿Qué cosa?
-Que mi marido les carreta el vino a los sarracenos que están en el castro y le dan muchas monedas de oro; pero no se lo diga a nadie...
La comadre, envidiando aquella fortuna, se lo dijo a su marido; éste se lo repitió a los amigos, y así fue corriendo el cuento hasta que todo el mundo lo supo.
Al día siguiente fue el arriero a llevar el vino al castro; pero no le abrieron las puertas. Volvió a casa y atizó a su mujer una tremenda paliza; pero la fortuna se le perdió para siempre.

105 anonimo (galicia)

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