Todo el mundo cree que Galicia está habitada por los
gallegos. Y hasta cierto punto así es, siempre que no se figure que son los
gallegos solos los que allí habitaban. Los gallegos saben, muy bien que además
de ellos habitan en su tierra los sarracenos. En realidad en Galicia hay dos
poblaciones superpuestas; una a flor de tierra, que son los gallegos, y otra en
el subsuelo, que son los infieles. Éstos no viven en realidad como nosotros,
sino que están encantados: es decir, en un estado especial, cuya noción hemos
perdido los hombres modernos, pero que existe.
Merced al encantamiento, los moros son normalmente
invisibles; pero son muchas personas conocidas los que los han visto y tratado.
Los edificios antiguos, especialmente los monumentos
que los sabios llaman prehistóricos, son obra de los moros, los cuales siguen
viviendo en ellos. Así sucede, por ejemplo, en los Castros de Trelle.
Desde cualquier altura de los alrededores de Orense a
que uno suba, divisará los Castros de Trelle, que son dos alturas gemelas
levantadas a cierta distancia hacia el suroeste de la ciudad.
Los antiguos habitantes de aquellos castros fueron los
sarracenos, los cuales vivían bajo tierra y tenían todo minado con numerosas
galerías y dos puertas, una que daba hacia el este y otra al oeste.
Un arriero de Sobrado del Obispo les carreteaba el
vino todos los días ellos se lo pagaban con unos pequeños trozos de pizarra
que sacaban de la tierra y que el arriero, al llegar a su casa, encontraba
transformados en monedas de oro.
Con esto, el hombre se iba haciendo rico. Mas su
mujer, asom-brada de que trajera tanto dinero todos los días, le preguntó dónde
lo ganaba. Los moros le habían sacado el juramento de nunca jamás revelar a nadie
el secreto, pues en el punto de que lo descubriese sería despojado de aquellas
riquezas y quedaría en la indigencia. Por lo tanto se negaba una y otra vez a
decirle nada a su mujer. Pero como las hembras son tan amigas de saber lo que
no les importa, la esposa del arriero insistía siempre sobre aquello un día sí
y otro también, y tanto hizo y tantas vueltas dio, que por fin el marido le
contó todo lo que pasaba, encargándole con toda suerte de ruegos y amenazas que
no lo descubriese, pues si no, los sarracenos le castigarían.
Pero, ¡ca! A la mujer no le cupo el pan en el cuerpo
y, en secreto, fue junto a una comadre y le dijo:
-Comadre, ¿sabe una cosa?
-¿Qué cosa?
-Que mi marido les carreta el vino a los sarracenos
que están en el castro y le dan muchas monedas de oro; pero no se lo diga a
nadie...
La comadre, envidiando aquella fortuna, se lo dijo a
su marido; éste se lo repitió a los amigos, y así fue corriendo el cuento hasta
que todo el mundo lo supo.
Al día siguiente fue el arriero a llevar el vino al
castro; pero no le abrieron las puertas. Volvió a casa y atizó a su mujer una
tremenda paliza; pero la fortuna se le perdió para siempre.
105 anonimo (galicia)
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