Acontece muchas veces, viajando por Galicia, encontrarse
en medio del monte raso una aldea abandonada. Muchas casas se conservan
enteras, si bien les faltan las maderas de puertas y ventanas; otras han perdido
ya el tejado o muestran todavía al aire las vigas sin tejas; algunas se van
desmoronando poco a poco.
Las gentes han ido aprovechando primero las maderas,
después las tejas y, por último, las piedras. Y no se trata de construcciones
muy antiguas, sino a veces relativámente recientes.
Si preguntamos a los habitantes de los lugares vecinos
por qué aquella aldea se halla en tal estado, no es difícil que respondan que
fue abandonada a causa de una invasión de ratones que obligó a los vecinos a
mudarse a otro lugar.
Claro es que la invasión de ratones -que pudo, además,
ser originada por una plaga, fada o maldición- pudo también haber sido
evitada acudiendo a un cura que supiese y tuviera virtud para «desconjurarlos».
Así fue lo que sucedió con un párroco de la comarca de
Lalín. Los ratones se habían aposentado en un molino, se comían la harina, el
grano, los sacos, las maderas del piso, del aparato, y eran en número tan
incalculable que amenazaban dar con el edificio en tierra y hasta al vecino
lugar.
Acudieron al cura para que los expulsase con sus exorcismos.
El clérigo les preguntó:
-¿Y adónde los vamos a mandar?
Respondieron los vecinos:
-Al río
Dijo el sacerdote:
-No puede ser, porque hay que darles vida.
Quería decir que había que proporcionarles medios para
que se mantuviesen. Entonces los del pueblo indicaron:
-Que vayan para aquel monte.
Y señalaron uno próximo.
Entre el lugar y el monte estaba el río. El cura,
entonces, hizo cortar un ameneiro y tender el tronco sobre el río para
que sirviese de puente a los ratones. Se trataba de un tronco largo y muy
grueso.
Y en cuanto estuvo colocado, el sacerdote se encaminó
al, molino con el sacristán que llevaba la caldereta de agua bendita y el
hisopo, y abriendo el libro se puso a leer sus latines.
Los ratones comenzaron a salir del molino por millares
y se fueron lanzando hacia el improvisado puente para alcanzar la otra orilla,
unos tras otros, en tropel.
Y era tan ingente el número de roedores que el tronco
se doblaba hasta casi tocar el agua.
Pasados que fueron a la otra banda, comenzaron a roer
las uces y las carquejas, y no hubo una mata ni una raíz que no deshiciesen,
dejando todo el monte raso sin una hierba, sin una mota verde; y así quedó para
mucho tiempo.
Lo mismo hubiese sucedido con el lugar de no haberlos
expulsado a tiempo.
105 anonimo (galicia)
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