Por los contornos del poblado de
Akonibe Obuc, distrito de Nsor, un «Ze Mintzón» sembraba el pánico en los
rebaños de ovejas y de cabras y traía a maltraer a todos los habitantes de la
región: constituía un riesgo aventuarse a salir solo, según a que horas del día
y, sobre todo, de noche.
Ante situación tan alarmante, el
valeroso Odjáa Sima dijo a sus hermanos:
-Para poner remedio a la
desaparición de nuestras cabras y ovejas y al posible daño de las personas, a
partir de hoy, siempre que salgáis de vuestras casas, salid en grupos de tres o
de cuatro. Que los niños no salgan del poblado, sin que una o varias personas
mayores los acompañen.
La prudente recomendación de Odjáa
Sima fue acatada con prontitud y puntualidad por todos los vecinos del poblado;
pero, con todo, cabras, ovejas y otros animales domésticos seguían siendo
víctimas del terrible y misterioso «Ze Mintzón». Las numerosas trampas que le
prepararon no consiguieron atraparlo. Odjáa Sima intentó montar la vigilancia,
pero nadie le prestaba concurso.
Cierto día, Mba Ondó, sobrino de
Odjáa Sima, que sólo contaba catorce años, salió a las cercanías del poblado,
en busca de unas cañas de azúcar, en la finca paterna. El adolescente desobedeciendo
el cauto consejo de su tío, salió solo.
Ya Mba Ondó estaba a punto de echar
el haz de cañas al hombro, cuando se abalanzó sobre él el terrible «Ze
Mintzón». Un grito de horror llegó a los oídos de los que estaban en el Abá
(casa de la palabra). Inmediatamente, adivinaron el causante del grito.
Con la rapidez e impetuosidad de un
violento tornado, salieron todos del Abá; se armaron con lo primero que
hallaron a mano, y volaron en dirección al despavorido lamento. Mas, ¡oh
dolor!, llegaron tarde.
En un charco de sangre, -horror
daba verlo, yacía, palpitante aún, el cuerpo de Mba Ondó, pero sin corazón,
pues el cruel «Ze Mintzón» se lo había arrancado. Lloros, vituperios,
maldiciones de hombres y mujeres contra la temible fiera... pero todo inútil.
La trágica muerte del sobrino
sorprendió a Odjáa Sima en el cafetal que tenía a kilómetro y medio del
poblado, donde estaba limpiando los cafetos de chupones. Dejó el trabajo, y
corrió al lado de los restos del sobrino.
En dolido silencio con gesto
tranquilo y decidido comenzó a afilar con la lima el cortante machete. Entró en
casa. Cogió dos frutos de Ndón. Masticó, sin pestañear, sus semillas. Tomó del
fuego un rojo tizón y se lo tragó incandescente. Finalmente, se colgó al cuello
su «abuboyan» (amuleto). Llamó a sus hermanos de tribu y les habló en estos
términos:
-Hermanos, hasta el presente, hemos
intentado defendernos de la terrible fiera, pero no lo hemos conseguido.
Empuñad, pues, vuestras armas, para liquidarla de una vez.
Nadie, de los allí reunidos, se
atrevió a secundar los propósitos de Odjáa, quien, en vistas del fracaso, salió
solo al encuentro de la temible fiera. No tardó mucho en encontrarse frente a
frente del depredador de vidas.
La lucha era inevitable; las
fuerzas, desiguales, por lo que Odjáa recurrió a la astucia: cogió el machete
con la izquierda, simulando que era zurdo. «Ze Mintzón» le dio una dentellada
en dicho brazo, obligándole a soltar el machete. Con rapidez felina, Odjáa
clavó sus afilados dientes en la garganta de la fiera. Mantuvieron una dura e
incierta lucha, cuerpo a cuerpo, hasta que Odjáa recuperó su machete con la
mano derecha. Entonces, logró enfundarlo reiteradas veces en el disforme cuerpo
del terrible animal, que tuvo que abandonar la pelea y darse a la fuga.
Odjáa fue siguiendo el rastro de
sangre que dejaba el enemigo. Llevaba cuatro kilómetros de fatigosa
persecución, cuando, detrás del «Akun» (basurero) de un primo suyo, vio yacente
al que fuera el azote de los contornos. Sin pérdida de tiempo, le cortó la
cola, las orejas y los bigotes: constituían los trofeos del vencedor.
Odjáa, como si tuviera alas en los
pies, llegó presuroso al poblado, donde encontró a los suyos con los cantos
rituales por la defunción de Mba Ondó. Les mostró los trofeos arrancados a la
fiera. La espectación, primero, y el entusiasmo, después, fueron creciendo, a
medida que Odjáa contaba su feliz aventura con la fiera temible. Los vivas de
los hombres y los gritos de alegría de las mujeres resonaban la silenciosa
selva; pero dominando el entusiasmo humano, las tristes notas del Nkú
anunciaban el fallecimiento del sobrino de Odjáa, dueño de la terrible fiera
que exhaló el último aliento en las inmediaciones de su casa.
El valiente Odjáa, puesto en pie,
pidió silencio y dijo a sus hermanos:
-Tenéis a la vista un ejemplo de lo
que debéis hacer cuando algo os molesta: no tenéis que cejar hasta aniquilarlo,
como yo mismo he hecho: a partir de hoy, todos podéis vivir en paz. Disponed la
sepultura para Mba Ondó; cantad y bailad, pues ya no existe el peligro.
A partir de esta hazaña, el poblado
de Akonibe ha sido siempre uno de los más valerosos y decididos.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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