Hace muchos años, en un apacible
poblado de la selva ecuatorial, vivían dos honrados matrimonios. Sus cabezas de
familia eran, respectivamente, Bibás-Bidsop y Ngomdan. El hijo del primero,
Nkut, estaba locamente enamorado de Oteteñ, hija del segundo. Ambos temían que
sus padres, conocedores de su enamoramiento, lo dificultasen, pues aun eran
jovencitos. Por ello, tomaban todas las precauciones para no manifestar el
afecto que recíprocamente se tenían. A hurtadillas, y de vez en cuando, se
comunicaban por señas a través de un ventanuco frontero en la parte trasera de
sus contiguas viviendas.
Cierto día Nkut y Oteteñ acordaron
encontrarse a la orilla del río lento que discurría a cien metros del poblado.
En el lugar de la cita estaba la tumba del que fuera, durante muchos años,
encúcuma del poblado. Un corpulento «anvut-besek» protegía la sepultura con su
verde follaje y la preservaba de los rigores del sol con grata sombra.
Nkut, que concilió difícilmente el sueño
aquella noche, llegó con anticipa-ción al sitio del encuentro. Sentóse en el
borde del sepulcro, cuando, ¡horror!, una leona con la boca abierta y tinta en
sangre avanzaba hacia él. Echó a correr y, en la precipitada carrera, perdió el
pañuelo que habitualmente llevaba en torno al cuello.
La leona atrapó el pañuelo, lo
dividió en dos mitades, que abandonó luego, rojas de sangre. Ella misma,
calmada la sed en el río, se fue en busca de nuevas presas.
Cuando Nkut creyó que el peligro de
la leona había desaparecido, desanduvo el corrido camino, con las debidas
precauciones. Su corazón se acongojó duramente al ver junto al sepulcro el
jirón del pañuelo tinto en sangre. En el escenario de su enamorada mente, se le
representó viva la dolorosa tragedia de su amada Oteteñ, devorada por la cruel
leona. ¿Sería capaz de sobrevivir separado de su Oteteñ? El penetrante y
afilado cuchillo, que llevaba a la cintura, dio respuesta a esta angustiosa
pregunta y cortó el hilo primaveral de Nkut.
Habían transcurrido breves instantes,
cuando llegó Oteteñ, descui-dada y amorosa, para abrazarse con Nkut; pero, ¡oh
dolor! ¿qué ven sus ojos? ¿Quién puso término a la vida de su amor? ¿Podría
seguir viviendo sin él? Sin esperar respuesta, con crispada y convulsa mano,
envaina en su pecho el puñal caliente, que la mano de Nkut abandonó en tierra.
La roja sangre de los jóvenes
amantes fue absorbida, fecunda y caliente aún, por las raíces del
«anvut-besek», que amparaba la tuma del antiguo jefe. A partir de hoy, no sería
una tumba sola, serían dos -una con dos cadáveres- las cobijadas por el
«anvut-besek».
A diario pasaban las madres de los
infortunados jóvenes al lado de su sepulcro, al ir y regresar de sus fincas.
Nada extraordinario llamaba su atención, sino era la herida incurable que la
trágica muerte les había causado. Mas, cuando llegó la época en que los frutos
del «anvut-besek» están en sazón, quisieron comer de ellos; ¡cuál no fue el
asombro de las madres al partirlos! La pulpa estaba moteada como de gotas de
sangre: cosa no vista hasta esta cosecha. ¿Qué había pasado? Se corrió la voz,
y así lo conservó la tradición, de que la sangre de Nkut y Oteteñ, absorbida
por el «anvut-besek», es la que ha coloreado sus frutos por dentro.
A partir de este año, pesa la
prohibición sobre los habitantes del poblado de comer los frutos del «anvut-besek».
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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