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martes, 27 de agosto de 2013

Los gatos

I

En tiempos del audaz e inteligente vizcaíno don Domingo Martínez de Irala, vivía en la Asunción una niña llamada Ana María, hija de español y de india guaraní. Su padre, don Felipe Herrera, había sido uno de los fundadores de Buenos Aires, soldado de la desgraciada expedición dirigida por don Pedro de Mendoza.
Tenía este don Felipe un hermano llamado don José, marino de alientos, que hizo los primeros viajes al estuario desde la Asunción, y también los que organizaron los conquistadores a España, en un bergántín muchas veces remendado con la madera fresca de los bosques argentinos, y cuidado a manera de un tesoro, ya que sólo él podía llevarlos y traerlos a través de los mares. Cuando ese barco volvía de sus expediciones, fuesen éstas en los ríos o entre cabos marítimos, todos los pobladores acudían alborozados a la playa a ver los pasajeros, conocer las noticias de los compañeros y de la amada tierra lejana.
El bravo capitán don José quería mucho a su sobrinita, que en la época de nuestra historia conta­ría unos doce años. Representaba la niña un tipo nuevo y gracioso: poseía el donaire y la gracia de las andaluzas, mezclado con cierta languidez soña­dora. Sus movimientos eran suaves; sus ojos grandes, oscuros y aterciopelados; su tez bronceada, sin ser tan oscura como la de los indios; su cabello negro, lacio y abundante; su voz era dulce y cantarina, muy agradable al oído. Don José solía pronosticar que su indiecilla, como la llamaba cariñosamente, llega­ría a ser la joven más hermosa del Paraguay, y siempre que volvía de sus viajes, le traía algún regalo: vestidos, alhajas, semillas de flores descono­cidas u otras cosas extrañas que pudieran agradarle.
Una vez, antes de emprender un viaje a España, la llamó a su lado.
-Ven aquí, indiecilla. Mañana me voy, ¿sabes?
-Que tengáis feliz viaje, señor -respondió Ana María con la humildad y el respeto de los niños de entonces en el trato con sus mayores. -Rogaré todos los días a Nuestra Señora de los Buenos Aires.
-Hazlo así, niña -repuso don José conmo­vido. 
-Y dime, ¿qué quieres que te traiga de España? Vamos, ¿no tienes ningún deseo? -conti­nuó al ver que ella no contestaba. 
-¿Una crucecita de oro? ¿Un collar de corales? ¿Un hermoso rosa­rio? ¿Qué quieres, chiquilla, entonces?
Ana María a todo movía la cabeza.
Su padre, que se hallaba presente sonreía.
-Me parece que quiere algo que no se anima a pedir. Vamos, chica, dilo para acabar.
Don José sentó a la niña en sus rodillas.
-¿Hay alguna cosa que deseas y no me lo dices? -preguntó.
Ana María hizo un signo afirmativo con la cabeza, llenas de rubor las mejillas y bajando los ojos.
-Entonces larga sin demora. Mientras no sea la luna, te lo prometo.
Ana María echó los brazos alrededor del cuello de su tío, y acercóle los labios al oído.
-Yo quisiera... quisiera uno de esos animales que llaman gatos -murmuró, avergonzada de pedir una, cosa tan insólita y que ella creía de enorme valor.
El tío echóse a reír alegremente.
-Pues, ¿qué pide? -preguntó don Felipe con curiosidad.
-¡Un gato! ¡Quiere un gato! -exclamó el marino riendo siempre, en lo cual le imitó su her­mano. 
-¡Pues está atinada, desde que no los hay en la Asunción ni en todas estas regiones, según creo!
-Ni uno solo, y ahora que reflexiono me parece extraño que a nadie se le haya ocurrido todavía traer alguno. La verdad es que hemos tenido poco tiempo para pensar en gatos. Y esta chica ¿de dónde habrá sacado la ocurrencia?
-Bien, pues, indiecilla, tú tendrás el primer gato que se haya visto en el Paraguay -dijo el marino abrazando a su sobrina. -Buscaré el más hermoso que exista en las Españas. Verás si lo cumplo.
Poco después don José se despidió para ir a bordo de su bergantín, que debía levar anclas antes del alba.

II

El marino cumplió su palabra. No sabemos si encontró precisamente el gato más hermoso que existiera en el reino de España; pero lo cierto es, que embarcó no uno, sino dos de esos lindos animalitos juguetones, que hacían las delicias de los niños de entonces como encantan a los de hoy. Era una pareja: el gato, completamente negro, y la gatita, blanca como la nieve. El bueno de don José se regocijaba de antemano al imaginar la sorpresa y, alegría de su indiecilla cuando viese "esos animales que llaman gatos", como decía ella.
Después de un viaje de muchos meses, realizado sin contratiempos, el bergantín entró de regreso en el Mar de Solís (estuario del Río de la Plata), y transcurrido un mes más, fondeó frente a la Asunción.
Don José tuvo el placer de saludar a su hermano, y de presentar el regalo a Ana María.
La pequeña quedó encantada. Al principio, es, cierto, podría haberse discutido acerca de quién tenía más miedo, si ella o los gatos; pero cuando éstos, tranquilizados por la voz familiar del marino, tomaron unos pedacitos de carne que la niña les ofrecía tímidamente, ambas partes cobraron valor y se hicieron amigos. El gozo de Ana María no tuvo límites entonces. Al cabo de algunas horas, su padre y su tío la hallaron sentada en el suelo, con un sedoso ovillo negro y otro blanco en sus faldas. Eran los dos gatos, ya completamente a sus anchas, que roncaban entrecerrando los ojos de placer, mientras Ana María les acariciaba la piel y les hacía suaves cosquillas en la cabeza. Toda la vecindad acudió a verlos, los europeos los contemplaron casi enternecidos. ¡Tanto tiempo hacía que no veían gatos! La figura familiar de los pequeños felinos que habían visto en España todos los días sin hacerles caso, les recordaba intensamente la patria querida. Los indios amigos también vinieron a mirar los animales que acababa de traer el barco de los cristia­nos, y hallaron que se parecían al yaguareté de las selvas. Los niños formaban rueda en torno de Ana María, la cual, muy ufana con sus tesoros, no quería que nadie los tocase, temerosa de que se asustaran.
La llegada de los primeros gatos fue así un aconte­cimiento en la Asunción.

III

Servía en casa de don Felipe un muchacho guaraní, que en el bautismo había trocado su nombre indio Abaporé por el de Juan. Fuerza es decir que ese cambio era, sobre poco más o menos, todo lo que había aprovechado en su conver­sión. No sucedía otra cosa con los demás: mudaban de nombre, adquirían algunas nociones vagas de religión, y siempre más miedo al infierno que amor a Dios.
Juan era querido en casa de don. Felipe; pero había sido castigado muchas veces por no compren­der la noción de la propiedad. Sobre todo, los objetos brillantes, aunque no tuviesen ningún valor, le atraían irresistiblemente.
El marino había obsequiado a su hermano con un hermoso cuchillo de monte, hoja muy fina y mango artísticamente labrado. En cuanto lo vio Juan, despertósele el deseo de poseerlo. Cuando le acome­tía este deseo, dicho sea en su honor, luchaba heroi­camente por vencerlo en obsequio al recuerdo de los zurriagazos recibidos en otras ocasiones; pero el séptimo mandamiento no entraba en su cabeza, y Juan acababa por ceder a la tentación.
Sabía muy bien que el objeto no le traería ningún provecho, que no lo podría usar ni vender sin traicionarse. Probablemente se lo descubrirían al día siguiente, y entonces no se salvaría de una buena docena de azotes, sin contar la penitencia que le impondría fray Manuel, el padre franciscano, cuando con él se confesara..Pero... ¡era tan hermoso el cuchillo! Solamente mirarlo y tocarlo, tenerlo en su poder durante unas cuantas horas, ya le parecía a Juan el colmo de la felicidad. Y en cuanto al pecado, con los azotes y la penitencia, quedaría purgado, puesto que para eso existían los castigos.

IV

Era cerca de media noche. No había luna ni estrellas; ni un rayó de luz se filtraba a través de las compactas nubes amontonadas en el cielo. La Asunción estaba sumida en tinieblas y silencio.
Ana María no había querido acostarse sin preparar antes la cama a sus queridos gatos, pues se imaginaba que pasarían la noche quietecitos y dormidos como ella; pero cuando todo quedó tranquilo, los animalitos se deslizaron fuera, primero uno y después el otro, a dar un paseo por los techos y quizá a ver si existían congéneres con quienes trabar relación.
Juan había tenido buen cuidado de no dormirse, y cuando el silencio fue tan profundo que ni aún su oído de hijo de los bosques percibía el menor, ruido, se escurrió fuera de la choza que compartía con otros indios, y atravesó sigilosamente el amplio patio circundado de árboles, en medio del cual se levantaba el edificio principal. Sabía dónde había guardado su amo el cuchillo. Las puertas estaban cerradas; pero Juan conocía una que tenía un desperfecto, la que le sería fácil abrir desde afuera. La buscó a tientas, y se disponía a entrar, cuando se detuvo sobresaltado.
Precisamente encima de su cabeza, resonó un grito extraño, seguido al punto de otros igualmente raros. Eran sonidos indescriptibles, ora largos, ora breves, como ahogados de pronto. Hubiérase jurado, a veces, oír el llanto de una criatura; otras, el viento soplando a través de un caño. Seguía después una especie de lamento, suave, melancólico y prolon­gado. Sobrevenía un momento de silencio, y después estallaba una escala fantástica y sorprendente de sonidos indefinibles: gruñidos, bufidos, chillidos alternados con notas profun-das y solemnes, que terminaban en un grito penetrante.
Horrorizado, miró hacia arriba para descubrir de dónde procedían esas voces jamás oídas. La oscu­ridad era espesa, y nada distinguió en torno de él; pero después de un momento alcanzó a ver cuatro puntos luminosos, como dos pares de ojos brillantes que le estuviesen mirando. Juan, que mezclaba en su mente las supersticiones indias con la idea de las furias infernales, aprendida de los españoles, no dudó que aquellas fuesen brujas cantando un himno al diablo o algún ensalmo maléfico. Uno de los pares de ojos de fuego le miraba fijamente desde el alero; parecía acercarse más y más, luego, súbitamente, cruzó el espacio, como dos luces que cayeran al suelo. Juan no esperó a ver más y echó a correr como si sintiese en sus espaldas las garras de las brujas.
Abrumado por la diabólica aparición, no pudo cerrar sus ojos aquella noche, y cuando la aurora con sus primeras luces afiligranó la oscura mancha de la selva, fue ante fray Manuel a deponer sus terrores. El anciano confesor, viejo soldado, pudo a duras penas conservar la seriedad de su alto minis­terio, y aunque él guardó religiosamente el secreto, éste se difundió luego por la pequeña colonia, como más tarde la raza de los dos hermosos gatos en las provincias argentinas.

(Comienzo de la colonización española en el Paraguay)

1.062.3 Elflein (Ada Maria)

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