En el reino de los nisadas, el rey dejó dos hijos al
morir: Nala, hermoso y valiente, y Puskara, débil y envidioso. En el país
vecino reinaba Bhima, cuya hija,
Damayanti, poseía tal belleza que en todas partes era conocida.
La princesa había oído siempre que Nala era el más
apuesto de los reyes y a su vez, él también conocía las virtudes de Damayanti,
así que empezó a soñar con ella. Cierto día Nala atrapó un cisne mágico de alas
doradas al que encargó ir al país de la princesa a decirle cuánto la amaba, con
el fin de que le aceptase.
El cisne voló al país de la princesa como había
prometido.
Damayanti se bañaba en un estanque y allí aterrizó el
ave, que habló así a la princesa:
-Bella Damayanti, el gran Nala de los nisadas es un
hombre sin igual y tan hermoso como los dioses. Nala te ama y, si lo aceptas,
se unirá a ti.
Tras escuchar al cisne, la princesa le rogó:
-Vuela al país de los nisadas y dile a Nala que venga
a casa de mi padre. Esta humilde princesa se honrará con la visita del más apuesto
y valiente de los reyes y, si ocurre como deseo, seremos el uno para el otro.
Entretanto, el padre de Damayanti había hecho llamar a
todos los príncipes cercanos para que su hija escogiese marido. Así, todos los pretendientes
se pusieron en camino y, entre ellos, estaba el carro dorado de Nala. Pero el pregón
llegó también a oídos de los dioses e Indra, vanidoso, alentó a sus compañeros
a que disputaran a los príncipes el amor de la más bella princesa. El mismo,
junto con Agni y Kali, viajó al país de los virdabas.
Todos los pretendientes se fueron reuniendo en un gran
salón y, al entrar Nala, se oyó un clamor unánime de admiración, pues ya era conocido
por todos.
Nala tomó asiento entre los dioses.
En medio de un gran silencio, apareció Damayanti, más
hermosa que nunca. En las manos llevaba una guirnalda de lotos que ofrecería al
elegido de su corazón.
Al ver a Nala, sintió por él un gran amor pero al ir
hacia él a colocarle la guirnalda, los dioses que le rodeaban adoptaron mágica-mente
el aspecto de su elegido: ¡de pronto había cuatro Nalas frente a ella!
Comprendiendo Damayanti que aquello era una treta de
los dioses, supo que sólo podía suplicarles, enternecida:
-¡Oh, dioses! Bien sabéis que no puedo querer más que
a Nala. El cisne me trajo sus palabras de amor y sólo a él quiero entregarme.
Vuestra gloria es tan grande que no puede caber en el amor de una débil mujer:
os ruego, por tanto, que hagáis posible que yo sepa distinguir al verdadero
Nala.
Ante esta súplica, los dioses se conmovieron y
recuperaron su aspecto para que la joven ofreciera su guirnalda a Nala.
Sólo un dios quiso vengarse: era Kali, el dios de la
riqueza y la miseria.
Nala y Damayanti regresaron al país de los nisadas y
su reinado comenzó con felicidad.
Pronto tuvieron dos hijos, pero para vengarse, el dios
Kali se alió con el hermano de Nala, el envidioso Puskara, que había perma-necido
en segundo plano en la corte de su hermano y esperaba también la oportunidad de
vengarse, si era necesario a costa del bienestar de su pueblo, tal era su
envidia y su egoísmo.
Así, cierto día, siguiendo el plan de Kali, Puskara
desafió a su hermano Nala a jugar a los dados.
Nala aceptó jugar por complacerle sin sospechar que se
trataba de una trampa. Detrás de él, invisible, estaba Kali, que dominaba la buena
y la mala suerte. Nala empezó perdiendo su anillo de oro pero parecía haber perdido
la cordura y, en lugar de retirarse, decidió poner en juego todas sus riquezas.
Damayanti, viendo lo que ocurría, envió a sus hijos a
la corte de su padre, el rey Bhima, para que no corriesen peligro y estuviesen
a salvo en el país de su abuelo. Entretanto Nala llegó a apostarse su trono.
También lo perdió y Puskara, riendo, dijo:
-Sólo te queda jugarte a tu mujer. ¿Te arriesgarías
con ella también?
Al oír estas palabras, Nala recobró el buen juicio y
fue en busca de su esposa, que le recibió con amor y le perdonó.
-Tan querido eres para mí en la miseria como en la
grandeza. Nada nos queda, pero nunca te abandonaré.
Así, juntos, salieron del palacio, cruzaron la ciudad
y se internaron en la selva sin saber cuál sería su futuro.
Damayanti dormía envuelta en su manto y Nala, pensando
que ella sería desgraciada a su lado, decidió abandonarla para que regresara
con su padre, así que aprovechó su sueño para alejarse. Damayanti, al despertar,
se encontró sola.
Vagó por la región esperando encontrar a su esposo y
se internó en lo más profundo del bosque, pero en ningún sitio dio con él.
Incluso a las fieras preguntaba por Nala y ni siquiera ellas acertaban a darle
noticias.
Cuando preguntó a un asceta de la montaña, éste le
contestó que siguiera su camino y esperase a que un día volviera a ver a Nala en
toda su gloria. Por fin, unos mercaderes, compadecidos de su belleza castigada
por la intemperie, la recogieron en su caravana.
Pero la mala suerte parecía perseguir a Damayanti: un
día, los elefantes de los mercaderes se amotinaron y los aplastaron. La joven
se vio de nuevo desamparada.
La peregrinación de Nala no fue menos dura. Cierto
día, al llegar a un bosque, vio un gran incendio del que salía una voz
suplicante.
Quien pedía auxilio era un naga, un duende travieso,
que llamó a Nala por su nombre.
Éste se introdujo entre las llamas y lo salvó de una
muerte segura. A cambio, el duende le desveló que sufriría durante algún
tiempo, pero le aseguró que volvería a ver a Damayanti y a sus hijos, y que su
trono le sería devuelto. También le explicó el naga que debía caminar veinte pasos
hacia el río y cavar allí un hoyo. Obedeció Nala y en ese lugar encontró un
manto rojo con el que, según el duende, debía cubrirse.
-Así cubierto irás por el mundo sin que nadie te
reconozca -le advirtió el naga-.
Serás un hombre feo y desempeñarás oficios humildes y
duros. Debes llegar al palacio del rey Riturpana y trabajar para él en los
establos sin decir quién eres.
Cuando encuentres a Damayanti concluirá tu maleficio,
podrás tirar el manto rojo y volverás a ser el de siempre.
Tu esposa te reconocerá.
Dicho esto, el naga desapareció. Entretanto, el rey
Bhima, padre de Damayanti, que quería encontrar a su yerno y a su hija, solicitó
la ayuda de un sabio brahmán.
Este dio con el paradero de la princesa, que volvió
sana y salva al hogar de su padre, junto a sus hijos. Luego el brahmán se fue
de peregrinaje para encontrar a Nala. En todas partes preguntó por el hombre
más bello del mundo, pero nadie le había visto.
Por entonces, Nala ya trabajaba en las caballerizas
del rey Ritur-pana, y sus ojos lloraban día y noche recordando a su esposa.
Cierto día, el brahmán llegó al palacio de Riturpana,
donde tam-poco sabían de Nala...
Pero el brahmán podía ver lo que se ocultaba a los
ojos de los otros hombres y, una noche que oyó llorar al mozo de cuadra, se
fijó en la tristeza y delicadeza del joven así como en su porte. Sin importarle
su aspecto externo, al brahmán le pareció que ya había encontrado a Nala. Pero
el mozo, cumpliendo la palabra dada al duende del bosque, se negó a decir quién
era en realidad.
Entonces el brahmán decidió ponerle a prueba.
Si aquel hombre era Nala, lo demostraría conduciendo un
carro con total destreza.
Le dijo al rey Riturpana que la princesa Damayanti
había decidido reunir pretendientes para elegir nuevo esposo, creyéndose viuda.
Le invitó a ir al país de los virdabas y le sugirió que guiase su carro el mozo
más hábil que tuviese. Así fue como Nala se ofreció de inmediato a conducir el
carro, y el rey, acompañado del brahmán y su cortejo, se puso en camino al
reino de Damayanti.
Ese mismo día los caballos se lanzaron al galope y no
tardaron en llegar a su destino.
Damayanti, que vio llegar el carro, se detuvo a
observar quién venía. Vio cómo de él se apeaba un mozo con una capa roja que corría
a su encuentro gritando su nombre... y lo reconoció: ¡era su amado Nala! Le
quitó la capa y, desde entonces, fueron felices.
0.999.3 anonimo leyendas -
No hay comentarios:
Publicar un comentario