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martes, 27 de agosto de 2013

El cisne mensajero

En el reino de los nisadas, el rey dejó dos hijos al morir: Nala, hermoso y valiente, y Puskara, débil y envidioso. En el país vecino  reinaba Bhima, cuya hija, Damayanti, poseía tal belleza que en todas partes era conocida.
La princesa había oído siempre que Nala era el más apuesto de los reyes y a su vez, él también conocía las virtudes de Damayanti, así que empezó a soñar con ella. Cierto día Nala atrapó un cisne mágico de alas doradas al que encargó ir al país de la princesa a decirle cuánto la amaba, con el fin de que le aceptase.
El cisne voló al país de la princesa como había prometido.
Damayanti se bañaba en un estanque y allí aterrizó el ave, que habló así a la princesa:
-Bella Damayanti, el gran Nala de los nisadas es un hombre sin igual y tan hermoso como los dioses. Nala te ama y, si lo aceptas, se unirá a ti.
Tras escuchar al cisne, la princesa le rogó:
-Vuela al país de los nisadas y dile a Nala que venga a casa de mi padre. Esta humilde princesa se honrará con la visita del más apuesto y valiente de los reyes y, si ocurre como deseo, seremos el uno para el otro.
Entretanto, el padre de Damayanti había hecho llamar a todos los príncipes cercanos para que su hija escogiese marido. Así, todos los pretendientes se pusieron en camino y, entre ellos, estaba el carro dorado de Nala. Pero el pregón llegó también a oídos de los dioses e Indra, vanidoso, alentó a sus compañeros a que disputaran a los príncipes el amor de la más bella princesa. El mismo, junto con Agni y Kali, viajó al país de los virdabas.
Todos los pretendientes se fueron reuniendo en un gran salón y, al entrar Nala, se oyó un clamor unánime de admiración, pues ya era conocido por todos.
Nala tomó asiento entre los dioses.
En medio de un gran silencio, apareció Damayanti, más hermosa que nunca. En las manos llevaba una guirnalda de lotos que ofrecería al elegido de su corazón.
Al ver a Nala, sintió por él un gran amor pero al ir hacia él a colocarle la guirnalda, los dioses que le rodeaban adoptaron mágica-mente el aspecto de su elegido: ¡de pronto había cuatro Nalas frente a ella!
Comprendiendo Damayanti que aquello era una treta de los dioses, supo que sólo podía suplicarles, enternecida:
-¡Oh, dioses! Bien sabéis que no puedo querer más que a Nala. El cisne me trajo sus palabras de amor y sólo a él quiero entregarme. Vuestra gloria es tan grande que no puede caber en el amor de una débil mujer: os ruego, por tanto, que hagáis posible que yo sepa distinguir al verdadero Nala.
Ante esta súplica, los dioses se conmovieron y recuperaron su aspecto para que la joven ofreciera su guirnalda a Nala.
Sólo un dios quiso vengarse: era Kali, el dios de la riqueza y la miseria.
Nala y Damayanti regresaron al país de los nisadas y su reinado comenzó con felicidad.
Pronto tuvieron dos hijos, pero para vengarse, el dios Kali se alió con el hermano de Nala, el envidioso Puskara, que había perma-necido en segundo plano en la corte de su hermano y esperaba también la oportunidad de vengarse, si era necesario a costa del bienestar de su pueblo, tal era su envidia y su egoísmo.
Así, cierto día, siguiendo el plan de Kali, Puskara desafió a su hermano Nala a jugar a los dados.
Nala aceptó jugar por complacerle sin sospechar que se trataba de una trampa. Detrás de él, invisible, estaba Kali, que dominaba la buena y la mala suerte. Nala empezó perdiendo su anillo de oro pero parecía haber perdido la cordura y, en lugar de retirarse, decidió poner en juego todas sus riquezas.
Damayanti, viendo lo que ocurría, envió a sus hijos a la corte de su padre, el rey Bhima, para que no corriesen peligro y estuviesen a salvo en el país de su abuelo. Entretanto Nala llegó a apostarse su trono.
También lo perdió y Puskara, riendo, dijo:
-Sólo te queda jugarte a tu mujer. ¿Te arriesgarías con ella también?
Al oír estas palabras, Nala recobró el buen juicio y fue en busca de su esposa, que le recibió con amor y le perdonó.
-Tan querido eres para mí en la miseria como en la grandeza. Nada nos queda, pero nunca te abandonaré.
Así, juntos, salieron del palacio, cruzaron la ciudad y se internaron en la selva sin saber cuál sería su futuro.
Damayanti dormía envuelta en su manto y Nala, pensando que ella sería desgraciada a su lado, decidió abandonarla para que regresara con su padre, así que aprovechó su sueño para alejarse. Damayanti, al despertar, se encontró sola.
Vagó por la región esperando encontrar a su esposo y se internó en lo más profundo del bosque, pero en ningún sitio dio con él. Incluso a las fieras preguntaba por Nala y ni siquiera ellas acertaban a darle noticias.
Cuando preguntó a un asceta de la montaña, éste le contestó que siguiera su camino y esperase a que un día volviera a ver a Nala en toda su gloria. Por fin, unos mercaderes, compadecidos de su belleza castigada por la intemperie, la recogieron en su caravana.
Pero la mala suerte parecía perseguir a Damayanti: un día, los elefantes de los mercaderes se amotinaron y los aplastaron. La joven se vio de nuevo desamparada.
La peregrinación de Nala no fue menos dura. Cierto día, al llegar a un bosque, vio un gran incendio del que salía una voz suplicante.
Quien pedía auxilio era un naga, un duende travieso, que llamó a Nala por su nombre.
Éste se introdujo entre las llamas y lo salvó de una muerte segura. A cambio, el duende le desveló que sufriría durante algún tiempo, pero le aseguró que volvería a ver a Damayanti y a sus hijos, y que su trono le sería devuelto. También le explicó el naga que debía caminar veinte pasos hacia el río y cavar allí un hoyo. Obedeció Nala y en ese lugar encontró un manto rojo con el que, según el duende, debía cubrirse.
-Así cubierto irás por el mundo sin que nadie te reconozca -le advirtió el naga-.
Serás un hombre feo y desempeñarás oficios humildes y duros. Debes llegar al palacio del rey Riturpana y trabajar para él en los establos sin decir quién eres.
Cuando encuentres a Damayanti concluirá tu maleficio, podrás tirar el manto rojo y volverás a ser el de siempre.
Tu esposa te reconocerá.
Dicho esto, el naga desapareció. Entretanto, el rey Bhima, padre de Damayanti, que quería encontrar a su yerno y a su hija, solicitó la ayuda de un sabio brahmán.
Este dio con el paradero de la princesa, que volvió sana y salva al hogar de su padre, junto a sus hijos. Luego el brahmán se fue de peregrinaje para encontrar a Nala. En todas partes preguntó por el hombre más bello del mundo, pero nadie le había visto.
Por entonces, Nala ya trabajaba en las caballerizas del rey Ritur-pana, y sus ojos lloraban día y noche recordando a su esposa.
Cierto día, el brahmán llegó al palacio de Riturpana, donde tam-poco sabían de Nala...
Pero el brahmán podía ver lo que se ocultaba a los ojos de los otros hombres y, una noche que oyó llorar al mozo de cuadra, se fijó en la tristeza y delicadeza del joven así como en su porte. Sin importarle su aspecto externo, al brahmán le pareció que ya había encontrado a Nala. Pero el mozo, cumpliendo la palabra dada al duende del bosque, se negó a decir quién era en realidad.
Entonces el brahmán decidió ponerle a prueba.
Si aquel hombre era Nala, lo demostraría conduciendo un carro con total destreza.
Le dijo al rey Riturpana que la princesa Damayanti había decidido reunir pretendientes para elegir nuevo esposo, creyéndose viuda. Le invitó a ir al país de los virdabas y le sugirió que guiase su carro el mozo más hábil que tuviese. Así fue como Nala se ofreció de inmediato a conducir el carro, y el rey, acompañado del brahmán y su cortejo, se puso en camino al reino de Damayanti.
Ese mismo día los caballos se lanzaron al galope y no tardaron en llegar a su destino.
Damayanti, que vio llegar el carro, se detuvo a observar quién venía. Vio cómo de él se apeaba un mozo con una capa roja que corría a su encuentro gritando su nombre... y lo reconoció: ¡era su amado Nala! Le quitó la capa y, desde entonces, fueron felices.

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