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martes, 27 de agosto de 2013

El soldado licenciado

Un soldado, tras haber cumplido su misión durante 25 años, se licenció y se fue a correr mundo. Cierto día se encontró a un pobre que pedía limosna y el soldado, que no tenía más que tres galletas, le dio una. Al poco se encontró a un segundo mendigo y le dio la segunda galleta. Había caminado otro trecho cuando dio con un tercer mendigo. El soldado no pudo resistirse a darle la última de sus galletas.
¿Y tú, no deseas nada? Deja que te compense...
El soldado, sorprendido, contestó que no creía que él pudiera darle nada, ya que era muy pobre.
-No prestes atención a mi miseria -replicó el anciano y dime lo que deseas.
El soldado, no queriendo poner al viejo en un apuro, contestó que si tuviera una baraja de cartas, la guardaría como recuerdo suyo.
-Tómala -dijo el mendigo ofreciéndole una. Con ella ganarás siempre que juegues. Y llévate también esta alforja: en ella se meterá lo que tú quieras simplemente con que lo desees.
El soldado, confundido pero agradecido, tomó los presentes del mendigo y siguió su camino. Por fin llegó a orillas de un riachuelo donde halló tres gansos.
Quiso hacer una prueba y deseó que los gansos entraran en su alforja.
Al momento, los animales se metieron de cabeza en el saco. El soldado cerró alforja y con ella llegó a una ciudad. Entró en una tasca y pidió al tabernero que cocinase para él uno de los gansos.
Le dijo también que podría quedarse con otro a cambio de pan y una copa de vino, y le dió el tercero para recompensar su trabajo. El tabernero aceptó encantado el encargo. Mientras cenaba, el soldado vio por la ventana un magnífico palacio con todos los cristales rotos. Preguntó al tabernero la razón de aquel destrozo y éste le explicó que aquel lugar pertenecía al zar, pero que unos diablos lo habían destrozado cuando se hicieron dueños del lugar sin permiso.
El soldado se fue a ver al zar y le rogó que le dejara entrar en el palacio encantado.
-¡Estás loco! -replicó el gran soberano.
Pero allá tú. Si entras, que sepas que es muy probable que no salgas más.
A pesar de la advertencia, el soldado fue al palacio y tomó asiento junto a una mesa. A las doce de la noche aparecieron los demonios traviesos.
¡Hola, valiente soldado! ¡Vena jugar con nosotros! –le propusie-ron.
-A eso he venido -repuso el soldado-.
Pero tendrá que ser con mi baraja: ¡no me fío de vosotros!
Jugaron una partida tras otra y fue ganando el soldado.
Los diablos perdieron todos los tesoros que tenían allí acumulados y, aunque fueron a por más a sus lugares secretos, también se los ganó el soldado.
Entonces, furiosos, le amenazaron:
-Tendremos que despedazarte. No vas a irte de aquí con todas nuestras riquezas.
El soldado, sin perder la calma, tomó su alforja y les preguntó si sabían lo que era.
¡Pues naturalmente! -contestaron. No es más que una simple y pobre alforja.
-¡Pues entrad en ella! -ordenó el soldado.
Y dicho y hecho, todos los diablos obedecieron.
El soldado ató su alforja, la colgó del techo y se tumbó a des-cansar sobre los sacos llenos de dinero y tesoros ganados.
Por la mañana, el zar, preocupado por la suerte del soldado, ordenó a unos criados que fueran al palacio para ver si tenían la buena fortuna de encontrar aún sano y salvo al soldado y ayudarle a escapar de allí.
Grande fue su asombro cuando, entrando con prudencia en el palacio y procurando no hacer ruido, encontraron durmiendo y rodeado de sacos de riquezas al buen soldado.
En cuanto le despertaron para que les explicase cómo se había librado de los diablos, el soldado les habló así:
-Antes que nada traed a dos herreros y que traigan con ellos un yunque y dos martillos.
Sin esperar más, los criados del zar salieron y regresaron acom-pañados de los herreros.
Entonces el soldado les pidió que descolgasen la alforja que él había colgado del techo, en la que estaban los diablos, y que la golpeasen. No dijo qué contenía, pero por casualidad un herrero comentó:
-¡Vaya! ¡Pesa más que mil demonios!
Y el soldado, entre risas, contestó:
-¡Es que eso es precisamente lo que contiene!
Entonces los herreros se liaron a martillazos con la alforja.
Los demonios gritaban pidiendo piedad y, por fin, el soldado les dejó salir a condición de que se alejaran para siempre de allí. Pero decidió que se quedaría con uno como rehén para que cumplieran el pacto.
Así fue como, después de todo, el zar le regaló al soldado aquel palacio y éste vivió vigilando siempre una alforja que contenía el seguro de su tranquilidad y la de los suyos.
Poco después el soldado se casó y al año tuvieron un hijo, pero siendo un bebé, enfermó y ningún médico conseguía curarle. Entonces al soldado se le ocurrió recurrir al diablillo encerrado:
-Nadie sabe curar a mi hijo. ¿Podrías ayudarme? Si lo haces, te dejaré en libertad. Aceptó el demonio y al salir de la alforja sacó un vaso de su bolsillo, lo llenó de agua y lo puso a la cabecera de la cama del niño. Después se quedó mirándolo fijamente.
-¿Qué ves? -preguntó el soldado.
-Veo la muerte a los pies de la cama. Eso quiere decir que el niño sanará.
Luego el diablillo encargó al soldado que rociase a su hijo con el agua y así lo curó. El soldado dejó en libertad al diablo, pero se quedó con el vaso milagroso.
A partir de ese día, se hizo también curandero y, mirando el vaso, se dedicó a predecir si los enfermos vivirían o no, fijándose en si la figura de la muerte estaba a los pies o a la cabecera de la cama. Pero un día cayó enfermo el zar.
Tuvo el soldado la mala fortuna de ver a la muerte en la cabecera de su cama y hubo de decirle al zar que su mal no tenía cura. El  zar, reprochando al soldado que curase a otros y no a él, le amenazó con que si no le sanaba, haría que lo ejecutasen. El soldado, asustado, le rogó a la muerte que no rondase más al zar y le ofreció su propia vida a cambio. Tanto insistió que ésta aceptó y el zar se curó.
Sabiendo que le quedaba poco tiempo, el soldado fue a su casa, tomó la alforja y se puso a esperar a la muerte.
Cuando ésta llegó, él le pidió que entrara en la alforja y ella lo hizo. El soldado llevó la alforja a un bosque y a partir de entonces la gente dejó de morirse.
Había pasado muchísimo tiempo cuando el soldado se encontró con una anciana que le acusó de que su vida y su sufrimiento se estuvieran prolongando tanto. En ese momento comprendió: fue al bosque, recuperó la alforja y liberó a la muerte, arriesgándose a que se lo llevase. Pero ésta le explicó que vendría a por él cuando lo considerase oportuno y le dejó vivir.

0.999.3 anonimo leyendas,

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