I
Rodeada de montañas escarpadas y cubiertas de
vegetación, existe en el norte de la República una laguna casi circular, sin playa,
ensenada, ni desagüe visible, a la cual los habitantes de aquellos lugares
llaman "Laguna del oro".
En este paraje de belleza agreste y sombría, sólo
se oye el murmullo ensoñador de las ondas cuando lamen las rocas a pico, y el
suave susurro del viento en el follaje del bosque que corona las alturas.
Durante todo el día permanece la laguna sumida en
la penumbra. Atájanle la luz las montañas elevadas y los frondosos árboles que
se inclinan sobre el precipicio. Unicamente cuando el sol está en el ocaso, sus
rayos penetran a través, de una estrecha quebrada que se abre al Oeste;
entonces el agua brilla cual un escudo de fuego, y una luz anaranjada,
deslumbradora, llena el espacio circular de reflejos fantásticos. Esto dura
pocos minutos: el, sol se hunde, los rayos se deslizan a lo largo de las rocas,
doran las hojas finas de los helechos que brotan entre las grietas, y todo
vuelve a, quedar en la sombra.
Cuenta la leyenda, que en el fondo dp la laguna
yace desde ha muchos' siglos un tesoro inmenso, y que si alguien lograra
conocer la fórmula mágica y la pronunciara a orillas del agua en el momento
preciso de la iluminación, se haría dueño de fabulosas riquezas.
II
Habitaban aquellas regiones en los tiempos anteriores
a la conquista, numerosas tribus de indios, vasallos de los Incas, cuyo,
dominio se extendía por el Sur hasta Córdoba del Tucumán. En la casa del
"curaca", inmensa-mente rico, veíase por doquier objetos de oro y
plata, cerámica, pieles finas, trabajos maravillosos de plumas, tejidos de
colores brillantes y trama delicada. Consideraba como la más valiosa pieza de
sus tesoros, una urna de oro macizo, que el Inca Huiracocha regalara a uno de
sus ascendientes en señal dé gratitud por importantes servicios de su tribu.
Este legado de inestimable valor había pasado de generación en generación, y
la tradición atribuíale virtudes sobrenaturales. Mientras estuviera en poder
de los curacas, los indios vivirían tranquilos y felices; mas el día en que
cáyera en manos enemigas, perecería la dinastía, y conquistadores poderosos
reinarían soberanos en Tahuantisuya.
Todos los años en la gran fiesta del Sol, cuando
ricos y pobres se sentaban juntos fraternalmente, sin odios ni rencores, la
urna sagrada era, puesta en exhibición y custodiada por jóvenes guerreros que
se disputaban ese honor. Las tribus iban a visitarla en peregrinación, a
convencerse de que la sagrada propiedad nacional existía aún.
III
Todas las razas americanas tenían una tradición
común, y ella afirmaba que un día llegarían de tierras lejanas hombres de
lengua desconocida, piel clara y costumbres y creencias extrañas, para
conquistar las naciones indígenas. Para unos, un dios benéfico anunciaría de
ese modo su llegada; para otros, sería un espíritu maligno que traería consigo
la destrucción y la muerte. Los pueblos a orillas del mar esperaban a los
forasteros del otro lado del océano, de regiones ignotas; y de allende las
montañas, de los desiertos, o de más allá de las selvas vírgenes, las naciones
del interior. El fondo de la leyenda era siempre el mismo.
IV
Sin que lo sospecharan los quichuas, la antigua
leyenda estaba convirtiéndose en realidad.. Los misteriosos forasteros ya
pisaban audaces las costas del continente americano. Cruzaban las espesuras de
las selvas, desafiaban los obstáculos que les oponía la naturaleza salvaje,
vencían la tenacidad de los habitantes que luchaban por la libertad de su suelo
nativo, y penetraban en el corazón de las regiones desconocidas, en busca del
oro que suponían acumulado en inmensos tesoros.
Un día del año 1532, un chasqui trajo del Cuzco
la noticia de que llegaban del norte hombres de aspecto nunca visto.
En el pueblo se levantó un sordo rumor de inquietud;
sacrificáronse seres humanos al padre Sol para aplacar su ira y apartar la
desgracia que amenazaba a la "Nación de las Cuatro Partes del Mundo".
Después se supo que el Inca Atahualpa era prisionero
de los invasores. El país se estremeció, y los vasallos que ardían en deseos de
combatir por su soberano, preparáronse para guerrear.
V
Contrariamente a las costumbres de los nobles, el
curaca tenía una sola esposa, joven y bella, llamada Ima, a la cual quería con
ternura.
Cuando se recibieron del Cuzco las primeras
noticias acerca de los invasores, Ima tuvo sueños de mal agüero, y
presentimientos sombríos la atormentaron.
-Tú estás inquieta -le decía su marido; la mala
nueva te ha alarmado. Pero no desesperes. De todos lados llegan los guerreros;
pronto el Inca quedará libre y los invasores muertos o prisioneros.
-Yo he soñado que las hojas caían de los árboles
en todo su verdor -repuso Ima-, y esto significa desgracia.
-Los sueños a menudo engañan. No todos son
enviados por los dioses.
-Pero éste sí lo era -insistió Ima.
-Y ayer
-continuó- vi una bandada de pájaros que volaban hacia el norte. De pronto se
detuvieron, pareció que vacilaban y luego se desbandaron en todas direcciones.
El sacerdote me explicó que era la amenaza de una calamidad.
-También los sacerdotes suelen equivocarse -objetó
el curaca, para disimular su propia inquietud, pues él, como todos los indios,
creía firmemente en los sueños y los presagios.
Al partir con sus tropas, encomendó a la inteligente
y resuelta Ima, que velara por la urna sagrada. Le rogó, que antes de
abandonarla en manos de los enemigos -en el caso que éstos llegaran hasta allí-
la arrojará a una laguna sombría, oculta en medio de la sierra. Ella lo
prometió, y el curaca se puso en marcha.
VI
Transmitida, de posta en posta por los chasquis
veloces, llegó a la lejana tribu otra noticia; el Inca Atahualpa había
prometido al jefe de los invasores, en cambio de su libertad, una sala colmada
de oro, y dos salas más pequeñas llenas de plata. Los encargados de recoger
metales preciosos ya se habían desparramado por todo el imperio.
Nadie se opuso, nadie murmuró cuando vino la
orden de entregar los tesoros para rescatar al príncipe venerado, Hijo del
Sol. Caravanas interminables; cargadas de riquezas maravillosas cruzaron el
país en todos sentidos, atravesando montañas casi inaccesibles, bosques
enmarañados, desiertos inmensos, abismos sobre los cuales colgaban puentes de
fibras, ríos y torrentes que se, precipitaban entre peñascos y escollos.
Una de aquellas caravanas se detuvo en casa del
curaca, donde recibió numerosos objetos de oro y plata.
El encargado de la recolección notó que Ima apartaba
una urna de oro de gran valor.
-¿Por qué ápartas eso? -preguntóle.
-¿No lo sabes? -interrogó ella, sorprendida de
que pudiera haber alguien que no conociera la tradición. Luego le explicó el
motivo de la reserva.
Al guerrero pareció importarle poco. Tenía orden
de recoger todos los objetos de oro y plata, y no podía permitir que, fuese
apartado uno tan grande, sólo porque se relacionara con tradiciones locales.
-Eso no me atañe a mí -repuso.
-Dame la urna.
-No. Llévate todo lo demás, lo doy gustosa para
el rescate del Inca, nuestro señor. Unicamente ésta, he prometido no entregarla
jamás.
-En nombre, del Inca, te ordeno que me la
entregues.
-¡No te la daré!
El guerrero trató de arrebatársela. Los
servidores de la casa se interpusieron y se trabó una verdadera lucha a mano
armada. El ruido del combate atrajo gente que, enterada de la causa, tomó parte
en favor de Ima. Los hombres del norte fueron atacados, y pronto los gritos y
los golpes resonaron en la casa. En la confusión de la riña, Ima pudo escapar
con el tesoro, resuelta a cumplir su voto de arrojarlo al lago, antes de dejar
que cayera en manos de los forasteros que tenían cautivo al Inca.
VII
El jefe la había visto huir y la siguió. Ima le
llevaba mucha ventaja, y corría con velocidad increíble a través del valle.
Subió ágilmente una cuesta empinada, y su perseguidor varias veces estuvo a
punto de perderla de vista. Se internó por una quebrada estrecha que bajaba
hacia lo que aparentemente era un vallecito encerrado en el seno de la
montaña; mas luego se mostró a los ojos del jefe indio la superficie lisa y
opaca de un pequeño lago, tendido cual. una alfombra de raso verde obscuro
entre murallas de roca gris. Una semiclaridad fría llenaba aquel paraje, sobre
el cual se cernía el silencio absoluto.
Alcanzó allí a Ima, en el momento en que ésta
ponía el pie en la orilla y levantaba el brazo con la urna. Forcejearon breves
instantes, y la mujer del curaca, con un movimiento repentino logró arrojar con
fuerza la vasija de oro, que cruzó el espacio cual' estrella errante y hendió
el agua; pero aun no habían vuelto a caer las gotas que levantó al herir la
superficie del lago, cuando el guerrero, furioso al verse burlado, dio a Ima
un violento empellón:
-¡Vete con tu urna!
Las rocas circundantes devolvieron el eco de un
grito, y nuevamente se agitó el agua con rumor de voces bajas y excitadas. Se
formaron círculos que aumentaban gradualmente en diámetro y, por fin, todo el
hervor se calmó y el lago volvió a presentar su superficie inmaculada y tersa.
Apenas quedó en reposo el cristal de las aguas,
cuando un fenómeno inesperado llamó la atención del jefe.
El pozo profundo se iluminó de pronto. Una luz
color de oro llenó el ambiente y un brillo intenso, enceguecedor, reverbero en
el agua, encendiendo chispas en el cuarzo de las rocas.
El mágico espectáculo duró breves instantes.
El resplandor ígneo fue apagándose gradualmente;
el color de oro palideció; débiles rayos de luz vibraron aún, durante algunos
instantes, iluminaron las piedras y desaparecieron por fin, dejando en la
sombra el pequeño lago.
El guerrero contempló absorto este fenómeno
incomprensible para él. De pronto se le ocurrió que esa iluminación fantástica
irradiaba de la urna sagrada que la joven había arrojado al agua. Temió la ira
de los dioses y, sobrecogido, olvidando su altivez de guerrero, volvió la
espalda al lago misterioso y huyó a través de las rocas escarpadas.
(Los conquistadores en el Alto Perú)
1.062.3 Elflein (Ada Maria)
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