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martes, 4 de septiembre de 2012

El emperador y el bandido

Un día, Carlomagno estaba durmiendo en su pa­lacio, a orillas del Rin, no lejos de Francfort, y vio, en sueños, un ángel rodeado de una aureola.
El ángel se colocó delante del Emperador y le dijo:
-Levántate, gran Emperador; es necesario que salgas esta noche, sin nadie que te acompañe, para cometer un robo.
A Carlomagno, cuando despertó, le pareció muy extraño lo que había visto durante su descanso. Y pensando en ello, se durmió de nuevo. Otra vez vio al ángel, que delante de él le ordenaba:
-¡Levántate, oh Rey, y prepárate a cumplir lo que te he dicho antes! Es por tu bien y por la salvación del lmperio. Una potencia superior se sirve de mí para hacerte conocer su inmutable voluntad.
Carlomagno despertó y, pensativo ante la reite­rada aparición, decidió obedecer y salir de Palacio para cometer un robo.
En vano se esforzaba en descubrir el sentido de las palabras del ángel que mandaba a un empera­dor pío y honrado cometer una acción tan deshon­rosa. Pero como la aparición había hablado de manera tan categórica, decidió obedecer la orden re­cibida. Así que, poco después, cuando se hizo de noche, se vistió con ropas de viaje, fue a la cuadra y puso la silla a su corcel favorito y salió del cas­tillo.
Ninguno de los servidores ni escuderos, ni tam­poco los porteros, se dieron cuenta de su salida, pues estaban sumidos, de manera sobrenatural, en un pesado letargo.
El Emperador se dirigió a la selva vecina, e iba di­ciendo para sí: «Puesto que es la voluntad mani­fiesta del Señor que haga una cosa que me causa horror desde mi infancia, obedeceré, pero no sé cier­tamente cómo hacerla. El famoso ladrón Elbegasto, que he hecho perseguir hasta aquí sin tregua, me sería útil en este momento. Yo le recompensaría si me acompañase a cumplir esta empresa y si me ayu­dara en el momento fatal de cometer el robo».
Entonces, a la pálida luz de la luna, el Emperador vio venir a un caballero solitario. Éste parecía haber visto a Carlos, y avanzaba de manera que pronto iba a encontrarse con él cara a cara.
El caballero llevaba una armadura negra que lo cubría de la cabeza a los pies y montaba en un caba­llo negro también. Llegó cerca de Carlomagno y examinó con curiosa atención al Emperador, que, por su parte, hubiera querido saber quién era aquel que cabalgaba solo por la selva. El color negro del silencioso jinete no le parecía a Carlos de buen au­gurio; temía pensando que pudiera ser el mismo diablo que hubiera salido al camino para tenderle un lazo.
Por fin, el misterioso caballero habló, diciendo:
-¿Quién sois vos, que cubierto por vuestra blanca armadura vagáis en la noche por los senderos nunca hollados de la selva? ¿Sois quizás un servidor del Rey que busca la pista de Elbegasto, que vive en estos bosques? Si cabalgáis con ese objeto, volveos atrás, porque fracasaréis. Más rápido que el viento, más astuto que los consejeros de la corte imperial, ese hombre conoce los senderos de estos lugares sal­vajes mejor que el ciervo y que el zorro.
Carlos respondió:
-Mi camino no es el vuestro. Sólo el Emperador tiene derecho a pedirme cuenta de mis acciones. Y si mi contestación no es de vuestro agrado, estoy dis­puesto a sostenerla como conviene a un caballero.
Y diciendo esto, sacó la espada de su vaina y se preparó para el combate. En el mismo instante, el caballero negro hizo relucir en la oscuridad su lanza acerada y comenzó la lucha. El extranjero golpeó el casco del Emperador de manera tan violenta, que la punta de su lanza se rompió en pedazos y se encon­tró sin defensa. Carlomagno se hubiese avergon­zado de matar a su adversario desarmado, y le dijo:
-No quiero vuestra vida. Quedaréis libre si me decís quién sois y por qué motivo erráis por estos lugares.
-Yo soy Elbegasto -repuso el otro. Desde el día en que perdí mi fortuna y en el que Carlomagno me expulsó del país, me he procurado los medios de existencia por el robo y por el bandidaje. Hasta aquí, nadie me ha podido vencer; sólo vos lo habéis hecho. Y puesto que me habéis tratado con tanta ge­nerosidad y nobleza, decidme qué puedo hacer en vuestra ayuda, para testimoniaros mi reconocimiento.
El Emperador contestó:
-Si es cierto que sois el famoso bandido Elbe­gasto, a cuya cabeza ha puesto precio el Emperador, podéis testimoniar vuestro reconoci-miento ayudán­dome a cometer un robo. He emprendido esta ex­cursión nocturna para robar al Emperador. Vuestra ayuda puede serme útil para ese objeto. Venid, pues, conmigo, y realicemos el robo juntos.
El bandido exclamó:
-¡Alto! Jamás he robado ni la más mínima cosa al Rey. Si él me ha quitado mi fortuna y me ha des­terrado, lo ha hecho por instigación de malos conse­jeros y lejos de mí el pensamiento de querer causar el menor daño a mi señor. Yo robo solamente a aquellos que han hecho sus riquezas por medio de la rapiña, la codicia y el engaño. ¿Conocéis al conde Egerico de Egermonde? Vamos a su castillo; ha arruinado a muchos hombres honrados y no vacila­ría en privar al mismo Emperador de su honor y de su vida, si tuviera medios para ello.
Carlomagno se alegró interiormente al descubrir en Elbegasto tan profundos sentimientos de fideli­dad, y le dijo:
-Te acompañaré al palacio de Egerico.
Y juntos se dirigieron al castillo del Conde. En cuanto llegaron, Elbegasto descubrió el medio de entrar en el edificio, haciendo un agujero en el muro, y dijo a Carlos que le siguiera. Entraron en las habitaciones del Conde, pues Elbegasto sabía abrir las cerraduras sin hacer ruido. Pero el Conde, que tenía el sueño muy ligero, dijo a su esposa lo su­ficientemente alto para que lo oyeran Carlos y El­begasto?
-Quizá haya ladrones en el castillo. Voy a ver.
Se levantó, encendió una antorcha y recorrió los corredores y las habitaciones. Sin embargo, como Carlos y Elbegasto habían tenido tiempo de escon­derse debajo de la cama del Conde, donde éste no podía imaginarse que estuvieran, no fueron descu­biertos. Egerico apagó la antorcha y se volvió a meter en la cama. Y entonces dijo la Condesa a su esposo:
-¡Oh, esposo!, seguro que ningún ladrón ha en­trado en la casa. Pienso, por el contrario, que es algún problema lo que te impide reposar; tu espíritu está turbado por peligros imaginarios. Sin duda, algún secreto designio o proyecto es lo que te causa este desasosiego; confíame tu preocupación para que te pueda ayudar, si es posible, con mis con­sejos.
El Conde contestó:
-Ya que la ejecución de mis planes será mañana, no quiero mantenerlos más en el secreto. He hecho un pacto con doce caballeros para asesinar al Em­perador, ya que nos ha prohibido imponer a los via­jeros del camino real ciertos tributos. Nadie conoce nuestro propósito y te pido que guardes silencio, pues, si no es así, ni tu vida estaría segura.
El Emperador no perdió ni una sola palabra de este diálogo. Cuando el Conde y su esposa se volvie­ron a dormir, el Emperador y su acompañante, des­lizándose, salieron de su escondite, y, una vez fuera del castillo, se despidieron. Carlos regresó a su pa­lacio.
Al día siguiente, muy temprano, convocó a su Consejo y dijo:
-He soñado esta noche que el conde Egerico iba a venir al palacio con doce conjurados, con inten­ción de asesinarme. Su ira contra mí tiene por causa la prohibición que he dictado de no obligar a los viajeros del camino real a que paguen impuestos a estos caballeros que tienen alma de ladrones. Cui­dad, pues, de que haya suficiente número de solda­dos preparados para intervenir, si ello fuera nece­sario.
Hacia el mediodía, Egerico llegó con sus satélites. En el momento en que penetraron en la sala real fueron detenidos por los soldados y se les encontra­ron las armas ocultas entre sus vestiduras. Los con­jurados, sorprendidos y desconcertados, no pudieron negar sus siniestros propósitos. Después de un breve juicio, fueron entregados al verdugo.
Elbegasto fue llamado a Palacio por el Empera­dor, que le perdonó públicamente y le encomendó un cargo, con la promesa de que el bandido renun­ciase a sus actividades.

012. anonimo (alemania)

Los tres panecillos

Por una de las carreteras de Asturias caminaba un día un mendigo pidiendo limosna. Una mujer que se cruzó a su paso le socorrió amablemente en lo que le fue posible, y, deseosa de entablar conver­sación, le preguntó de dónde era. El mendigo repuso que de Riera, y que allí tenía una humilde casa, a la cual se dirigía y, en la que le esperaba su mujer. Al oír el nombre de aquel pueblo, la caritativa señora no pudo contener sus lágrimas, y le explicó que pre­cisamente en aquel lugar ella había perdido a sus tres hijas, que estaban sometidas a encantamiento en la cueva de las Dueñas.
Como Riera estaba muy apartado de aquellos lu­gares, y la buena mujer no tenía posibilidad de ir hasta allí, rogó al mendigo que le prestara un servi­cio; sacó del bolsillo tres bollos de tres picos y le ex­plicó que debía ir con ellos hasta la boca de la cueva de las Dueñas, al amanecer del día de San Juan, y decir allí ciertas palabras cabalísticas, teniendo buen cuidado de que a los bollos no les faltase ningún pico. Prometió el mendigo cumplir fielmente el en­cargo, y marchó hacia Riera, donde fue recibido por su mujer.
Con los tres bollos cuidadosamente reservados, esperó hasta el día de San Juan; pero en cierta oca­sión en que se hallaba fuera de casa, su mujer se sin­tió acometida por el hambre y, no pudiendo conte­nerse, quitó el pico a uno de los bollos. Cuando se enteró el marido de lo ocurrido, no pudo disimular su descontento y su preocupación; pero, no obs­tante, se decidió a probar suerte, y el día de San Juan, antes que amaneciera, se puso en camino hacia la cueva de las Dueñas, llevando sus tres bo­llos en la mano.
-Llegó a la boca de la cueva cuando los primeros rayos del sol empezaban a clarear el día, y entonces pronunció las palabras que le había indicado la mujer.
Al instante salió de la cueva una doncella bellí­sima de largos cabellos rubios. El mendigo le en­tregó el bollo; ella lo colocó en el suelo, y al instante el bollo se convirtió en un caballo. Luego, dirigién­dose al buen hombre, le dijo:
-La que viene detrás te pagará.
Volvió entonces él a repetir las palabras cabalísti­cas, y una doncella tan hermosa como la anterior salió de la cueva. Le entregó el bollo, como a la pri­mera, y ella lo puso en el suelo, convirtiéndose en otro espléndido caballo. Dirigiéndose entonces al mendigo, volvió a repetir:
-La que viene detrás te pagará.
Con el último bollo que le quedaba, si bien roto por uno de sus picos, volvió a formular la misma frase que hiciera surgir a las dos doncellas, y al ins­tante hizo su aparición otra, no inferior a las ante­riores en hermosura. Pero al coger el bollo, rompió a llorar desconsoladamente y dijo que con aquel pa­necillo incompleto sólo podría salir un caballo de tres patas, en el cual le sería imposible huir. No obs­tante, le entregó un cinturón, diciéndole que era el pago prometido por sus hermanas y que se lo rega­laban para su mujer. Acto seguido las tres doncellas, tristes y llorosas, regresaron a la cueva.
También se marchó cariacontecido el buen hom­bre, y pesaroso de no haber podido liberar a las des­graciadas jóvenes.
-Volvía de regreso por la carretera, cuando, sin­tiéndose fatigado, se detuvo a descansar debajo de un roble, dejando ceñido el cinturón que le acaba­ban de regalar las tres hermanas en el tronco del árbol. ¡Cuál no sería el asombro del mendigo cuan­do, al contacto del cinturón, el roble empezó a arder con una violencia desconocida! Comprendió enton­ces que aquel castigo había sido dedicado a su mu­jer, como venganza por haberse comido el pico de uno de los bollos, imposibilitando así la huida de las tres doncellas.
El buen hombre, satisfecho por haber podido li­brar de morir abrasada a su mujer, se encaminó hacia su casa.

003. anonimo (españa)

El alcalde ronquillo

Después de Villalar, los comuneros fueron perse­guidos sin tregua por los imperiales y acosados en sus refugios para ser entregados a la justicia. Entre los principales comuneros se encontraba el obispo de Zamora, don Antonio Acuña. Pero nadie estaba seguro de ello. Así que un alcalde llamado Ronqui­llo, deseoso de ganar las mercedes que supuso le daría el descubrimiento de uno de los principales caudillos de las Comunidades, tomó con gran inte­rés el comprobar la verdad de los rumores que co­rrían sobre el obispo de Zamora.
Hizo las averiguaciones oportunas y, cuando tuvo la seguridad de que el obispo era culpable, no quiso formar la causa y enviarla al juez, pues temía que interviniesen las autoridades eclesiásticas, librando al obispo, y perder con ello las recompensas que es­peraba tener. Un día, reunió a soldados y corchetes y fue a casa del obispo, simulando que iba a consul­tar ciertos negocios. Entró en casa de don Antonio y fue recibido por éste muy amablemente, pues no sospechaba las verdaderas intenciones de su visi­tante, a quien le ofreció asiento. Pero Ronquillo re­husó y, en pie y paseando, empezó a hablar de diversos asuntos. El obispo contestaba o comentaba con toda amabilidad. De pronto, Ronquillo se de­tuvo, y antes de que su acompañante pudiera defen­derse, le echó al cuello una soga que traía y llamó en su ayuda a los que le habían acompañado. Llegaron todos, y sujetando fuertemente al desdichado obispo, lo colgaron de una baranda de su casa, ante el terror de los que pasaban por la calle.
El crimen se comentó ampliamente en la ciudad. Pero como quiera que Ronquillo temiera nuevas averiguaciones, procuró que se echase tierra al asunto, y así la cosa no pasó de lo sucedido. Sin em­bargo, su conciencia no estaba tranquila, y su vida, desde aquel día, fue triste y amargada por numero­sas contrariedades. Hasta que enfermó y, al encon­trarse cerca de la muerte, pidió confesión. Se la dieron, y después recibió la santa comunión. Aun entonces no estaba tranquilo, y pidió que fueran cria­dos suyos a suplicar a Felipe II que viniera a visitar a un antiguo ministro de su padre que, en trance de muerte, le quería consultar sobre un gravísimo asunto. El príncipe accedió al deseo del moribundo. Éste le dijo que sentía remor-dimientos por la forma con que había quitado la vida al obispo de Zamora, excusándose con el deseo de servir a Su Majestad el César, y que suplicaba al Rey que tomase sobre su conciencia tal muerte y que lo disculpase a él, en trance de muerte, de cualquier culpa que pudiera re­caerle por aquello.
El Rey contestó que si había obrado llevado del sentimiento de justicia y con plena seguridad de que había castigado a un culpable, su conciencia podía estar tranquila, pues había cumplido como un fiel servidor de su padre; pero que si no había sido así, no tenía por qué cargar sobre la memoria del César la muerte del obispo, sino arrepentirse de ella como manda la Iglesia.
El enfermo quedó desconcertado con la contesta­ción del Rey. Y en medio de su confusión, no acertó a decidir lo que debiera hacer, y le vino la muerte sin que declarara ante el tribunal de la penitencia su culpa. Su muerte fue espantosa y causó horror a cuantos asistieron a su agonía.
Los funerales y entierro fueron suntuosos. Se en­terró al alcalde en un convento de franciscanos, en donde tenía ya dispuesto un lujoso sepulcro de már­moles ricamente labrados. Celebráronse las exe­quias, se depositó el catafalco en el monumento, se despidieron los asistentes, y la iglesia quedó sola.
El alcalde Ronquillo parecía tener el descanso ya. Pero cuando el día hubo pasado y llegó la noche, al caer las doce campanadas, unos golpes dados en la puerta principal del convento turbaron la tranquilidad de los buenos frailes. Levantóse el portero, ex­trañado de que alguien alborotase de esa manera, ya que para pedir los sacramentos había una porte­zuela abierta a otra calle. Así que, antes de abrir, miró por una ventanilla quiénes eran los que con tanta urgencia pedían que se les franquease la en­trada.
Vio a dos embozados, y al preguntar el fraile qué deseaban, contestaron:
-Abrid, Padre, que es cosa urgente.
El fraile dijo que le expusiesen sus deseos o nece­sidades, ya que era hora muy avanzada para dar en­trada a nadie en el convento.
Pero los desconocidos insistieron de nuevo, y el fraile fue a dar aviso al prior. Llegó éste a la puerta y preguntó, a su vez, qué desea-ban los desconocidos. Éstos, con voz profunda y extraña, terminaron por decir:
-Abrid, Padre, abrid, que venimos de parte de Dios a cumplir un mandato de su divina justicia.
El prior y los frailes que a su lado estaban sintie­ron gran temor de lo que decían aquellos hombres. Veían que un hecho sobrenatural se ofrecía a su vista y tuvieron miedo de que fuese por alguno de ellos. En esto, los desconocidos dieron nuevos gol­pes, tan fuertes, que parecía que iban a echar abajo las puertas, gritando al mismo tiempo:
-¡Abran, o abriremos nosotros!
El prior mandó que se revistiera un fraile y que vi­nieran los acólitos con la cruz, y una vez que llega­ron, la comunidad formó en filas al lado de la cruz, y abrieron.
Entraron los dos embozados, los cuales hicieron una reverencia ante la cruz, y dijeron al prior:
-Nada tema vuestra paternidad ni ninguno de los que aquí están. Vayamos a la iglesia, que en ella es donde tenemos que cumplir nuestra misión.
Los acompañaron hasta allí, y los desconocidos pidieron que se les mostrara el lugar en que estaba enterrado el alcalde Ronquillo. Se hizo así, y lle­gando al suntuoso monumento, dijeron a los frailes:
-Levanten la piedra de la sepultura.
Salieron dos frailes de las filas e intentaron levan­tar la losa; pero como era muy gruesa y pesaba mucho, no consiguieron ni moverla. Acudieron otros religiosos en ayuda de los primeros, pero tampoco pudieron mover la piedra. Al fin, los desconocidos se aproximaron, y sacando uno de ellos una varilla, tocó el sepulcro, y la loza se levantó sin esfuerzo alguno.
Vieron el cuerpo del alcalde, que estaba ya rene­grido y putrefacto, mientras que el rostro se mante­nía fresco y, rosado.
Los desconocidos dijeron al prior que mandase traer un cáliz, y así se hizo. Tomaron el cáliz los des­conocidos, y subiendo al sepulcro, cogieron la ca­beza del difunto alcalde y le hicieron echar la sa­grada forma, que no había pasado de su garganta. Al momento, el rostro quedó negro y con expresión de horror.
Los frailes quedaron espantados de lo sucedido y comprendieron que algún pecado había quedado sin confesar cuando el alcalde había recibido la comunión.
Los desconocidos dijeron:
-Eso que pensáis es cierto. Este hombre cometió un asesinato y no confesó su culpa. No merece ser salvado por el santo sacramento. Y en aquel mo­mento, cogiendo entre los dos el cuerpo del difunto, desaparecieron en medio de una humareda de olor de azufre que se elevó de la abierta tumba.
Cuando el apestante humo se desvaneció, nadie había en el templo sino los frailes...

003. anonimo (españa)

La pesca de vainamoinen

El mensaje había sido transmitido.
Lejos, muy lejos, se extendió la noticia de la muerte de la joven virgen; tan lejos, que llegó a los oídos del anciano y sabio Vainamoinen, quien, al enterarse de lo ocurrido, lloró sin consuelo y se puso a pasear por las orillas del mar. Poniendo su mirada en los cielos y elevando los brazos, clamó, en una gran voz, la ayuda de los espíritus, para que éstos le indi­casen dónde estaba su ser amado, al cual él nunca había podido alcanzar.
Ante la potente voz de Vainamoinen, los espíritus celestes le contestaron que la joven virgen había muerto en el mar, y le señala-ron el sitio exacto donde había desaparecido, y aun le comunicaron que no estaba muerta, sino que habitaba bajo la roca con las otras vírgenes del mar, ya que éstas la habían aceptado como una de ellas. Vainamoinen volvió a su casa. Por la mañana temprano repasó su lancha de pesca y sus aparejos y partió en dirección a la lejana roca, morada de las vírgenes del mar. Éstas, puestas sobre aviso por las deidades marinas, que no lo habían oído, se transformaron en peces y abandonaron temporalmente su residencia. Un día en que estaba pescando en las cercanías de la roca, notó que un pez había quedado enganchado en su anzuelo y sacó al aire un hermoso salmón. Lo echó dentro de la barca y se puso a examinarlo, ya que tenía características muy raras. Tan absorto estaba en su contemplación, que le dio tiempo al salmón para dar un formidable salto y desaparecer en las olas. Vainamoinen quedó asombrado de ver cómo un pez que llevaba tanto rato fuera de su elemento había podido realizar tal esfuerzo. Meditaba sobre ello, cuando, a poca distancia de la lancha, el mis­mo salmón que se había escapado sacó la cabeza del agua y se dirigió a Vainamoinen con estas pa­labras:
-¡Oh, anciano y sabio entre los sabios! Yo no nací para ser un salmón al cual se le pueda abrir el vientre con un cuchillo; no soy un pez corriente, al cual se le pueda cortar en tiras; ni tampoco nacía para servirte de almuerzo, ni como manjar del me­diodía ni de la noche.
Vainamoinen, mirándolo con aire perplejo, repuso:
-Entonces, ¿para qué viniste al mundo?
-Nací para ser una muñeca en tus brazos; por lo menos, eso querían mis padres, así como mi her­mano. Ya no me reconoces; pero yo soy la virgen Aino, la que debía cuidar los últimos días de tu exis­tencia, y prepararte el pan del mediodía, velar tu sueño, hacerte la cama, cuidar tu casa, ya que yo no era un salmón, sino una chiquilla, hermana del jo­ven Youkahainen, al cual tú perseguías sin des­canso. Ya ves, ioh, pobre viejo insensato!, que no te has podido quedar, a pesar de tu gran sabiduría, con la hija de Vellamo, la mejor hija de Ahto.
El anciano Vainamoinen contestó, con la cabeza agachada por la vergüenza:
-Querida hermana de Youkahainen: vuelve a este mundo de ingratos por segunda vez.
Pero ella, hundiéndose bajo las olas del océano, no volvió a reapa-recer jamás a los ojos humanos.
Angustiadó iba el sabio por las playas, cavilando cómo sería posible que le devolviesen a él, que todo lo sabía, la cosa que más amaba en el mundo, y, en esto, se acordó de su madre, que era la reina de los océanos; con triste acento se lamentaba pensando que la poderosa señora había muerto hacía ya lar­gos años, cuando salió de las aguas profundas y le habló de la manera siguiente:
-Tu madre no ha muerto, ni tan siquiera se ha dormido en el sueño de los justos; hela aquí que viene desde lo más hondo de los mares para indi­carte lo que tienes que hacer. Nunca debes permitir que tú, el sabio de todos los mundos, seas vencido por las inquietudes, ni tampoco debes entristecerte porque una cosa te salga mal. ¿Para qué te sirve la filosofía divina? Vete adonde moran las vírgenes de Pohja; allí encontrarás las doncellas más bellas de la Tierra, cinco veces más hermosas que la hija de Jauko, que, al fin y al cabo, son bastardos del pobre país de los lapones. Hijo mío, hijo el más querido entre todos, vete corriendo a Pohja, donde las muje­res tienen los ojos más bellos, los rasgos más hermo­sas y los pies más bien formados. Allí te encontrarás que las mujeres atraviesan los espacios por cientos de miles de leguas; lo mismo que tú dejas volar la fantasía por las vastas esferas etéreas, así ellas se trasladan de un lado a otro del hemisferio por su sola voluntad. Vete, hijo querido, no vaciles; por un momento, olvídate de las angustias pasadas y dedí­cate a encontrar una esposa que provenga de linaje celestial, que es el que te corresponde por tu alta al­curnia. Yo te prometo que en breve te olvidarás de aquella que tú juzgaste que debía ser tu esposa, a consecuencia de una apuesta estúpida, provocada por un joven de baja estofa como es el hermano de Aino. Los dioses siempre tienen que seguir su des­tino, y tú, en tus días, pasarás a pertenecer a esa es­fera; pero, antes, tienes que hacer grandes méritos. En este planeta nadie muere ni nadie nace; todos los que pertenecemos a este rango selecto provenimos del mundo, pero también es verdad que, aunque provengamos de esa tierra, tampoco venimos de una progenie normal, ya que nuestras madres permane­cieron vírgenes después de habernos traído a la luz. Ya sabes mi consejo; de manera que emprende el viaje y no me vuelvas a llamar, a menos que te en­cuentres en un apuro más grave que el de ahora, ya que éste es aciago desde el punto de vista humano, cosa que a mí no me incumbe.
Así le habló su madre, la Reina de los Océanos, a Vainamoinen, triplemente sabio después de la con­ferencia sostenida.

002. anonimo (finlandia)

El roble

El tiempo pasó y Vainamoinen, siempre sumido en contemplaciones, se hizo viejo. Por fin posó los pies sobre el suelo de la Tierra, la única que enton­ces existía, una isla surgida en el centro de las aguas. Al mirar su continente desierto, Vainamoinen pensó que había que adornar un poco esta tierra que él había creado y se puso a reflexionar sobre la ma­nera cómo había de esparcir las semillas para que fructificasen y se reprodujesen. Meditando sobre ello, empezó a sembrar la tierra, con la espalda en­corvada sembró todo el mundo conocido, hasta las zonas más rocosas.
Fue él quien plantó los pinos en las colinas; es­parció la niebla en los valles y sembró el jengibre cerca de las rocas, para que estuviese protegido. Las semillas fueron creciendo, y al poco tiempo los ár­boles extendían al cielo sus mil formas diferentes.
Vainamoinen, una vez que acabó su obra, se sen­tó para contem-plarla y ordenó a Sampsa que se cui­dase de la Tierra y a Pellerve que continuase la siembra por los campos del mundo.
Todo progresaba, a excepción del roble; éste no crecía, no tenía apenas tronco, las raíces no pren­dían en el terreno. Vainamoinen le abandonó a su suerte, aunque continuó su inspección. Tres días, con sus noches, esperó, y entonces volvió a ver el roble, el árbol divino; pero éste seguía igual que lo había dejado. De pronto, miró hacia el mar y vio que en la costa, en un verde prado, tres vírgenes ma­rinas estaban jugando y encendían un fuego con las hierbas que él había sembrado. Vainamoinen se acercó sin ser visto. Así, mirando y meditando, supo cómo había de salvar al árbol sin raíces, al roble. Se volvió raudo, temiendo llegar tarde, y con un fuego cien veces poderoso calcinó una parte del prado. Una vez consumida, recogió las cenizas, y con esa tierra cien veces fértil cubrió la semilla del roble tardío. Pasados unos momentos, de repente, surgió de la tierra un tallo verdoso que pugnaba por asir el Sol. A cada segundo, el roble se remontaba más hacia las nubes, hasta que sus fuertes ramas impedían el paso de la luz solar. Cambió el sem­blante la faz de Vainamoinen al ver lo que estaba ocurriendo. El resplandor del Sol ya no llegaba a la Tierra, ni tampoco los suaves rayos de la Luna; el poderoso roble lo había cubierto todo bajo sus in­mensas ramas.
«¡Quién -pensaba Vainamoinen- será capaz de talar este coloso que amenaza la existencia del mun­do! El hombre no puede vivir sin luz; el pájaro mo­rirá, el pez se volverá tenebroso, y a todo esto, no hay un hombre con suficiente vigor que rompa, corte o tale este roble.»
Entonces, viendo que el mundo era inepto para cuidar de sí mismo, habló de la siguiente manera:
-Luonnotar, divina madre: tú que me trajiste al mundo, envíame uno de tus héroes; tú, que tantos tienes, para abatir a este roble gigante; que derribe esta planta funesta que impide la llegada del Sol, que tapa el rielar de la Luna.
Un hombre salió del mar, un héroe pisó las on­das. En verdad que no era muy alto; más bien dimi­nuto. Largo como un dedo pulgar. Llevaba un casco de cobre; guantes del mismo material; fuerte cintu­rón de fino cuero le rodeaba el talle; colgada traía un hicha. El gnomo era como una pulga; el trin­chante como un uña.
El hacedor, al verlo, se expresó así:
-Este hombre, por su aspecto, tiene mirada y ges­tos de héroe; pero no es más grande que una pulga. ¿Qué rango tienes entre los hombres? ¿Qué haces entre ellos que estás pálido como un difunto?
Así hablo Vainamoinen. El minúsculo ser con­testó al creador del mundo:
-Soy un hombre como los demás; mas soy un héroe del mar y vengo para talar el árbol, ese roble rebelde que tapa la luz del Sol.
Vainamoinen le replicó:
-¿Tú crees, oh pequeño ser, que podrás cumplir tal misión?
Al decir esto, el maestro observó cómo el enano se iba transformando. Los pies bien es verdad que los tenía en la tierra; pero la cabeza daba ya en las nubes; larga y fuerte barba le cubría hasta las rodi­llas. El nuevo gigante cogió su hacha colosal, que afiló con ayuda de ocho piedras, para poder recorrer todo el filo. Se dirigió hacia el punto donde estaba el roble. Al primer paso, llegó a las arenas de la playa y las doró; al segundo, tocó la tierra y brotaron-las es­pigas de trigo; al tercero se plantó delante del roble gigante, enarboló el hacha, la hizo silbar en el aire, dio un golpe, dos, tres, y el monstruoso árbol cayó de sus alturas y yace ahora en la tierra, con su orgu­llo perdido para siempre. Cuentan que la copa cayó hasta el este; la mitad alta, hacia el occidente; las ramas, al mediodía, y que trozos de él se vieron al norte. Por fin, el Sol volvió a iluminar el mundo; la Luna, a alumbrar a los enamorados, y el arco iris pudo demostrar cuán bellos colores poseía.
Los ruiseñores fueron los primeros en cantar ala­banzas para festejar tan fausto suceso; los demás seres y aves siguieron a tono, llenando los aires de gracias por haber sido salvados de morir.
El anciano Vainamoinen, viendo que todo estaba otra vez en orden, se puso a pasear a orillas de su mar azul, tan querido. Sobre las arenas doradas en­contró seis semillas; con mucho tiento las recogió y las guardó en un cofrecito de oro incrustado de pie­dras preciosas.
Entonces, el Señor de señores se forjó un hacha de doble filo y taló todos los árboles frondosos; no dejó más que uno, para que los pájaros pudiesen des­cansar, para que las golondrinas pudiesen anidar tras sus largas peregrinaciones. El águila real, al ver tan soberbio ejemplar, se regocijó y se posó sobre una rama.
Vainamoinen sacó las seis semillas y, encorván­dose sobre la tierra, las sembró e imploró al dios su­premo Ukko, padre de todos los cielos, que prote­giese su nueva obra.
Pasó el tiempo, y Vainamoinen volvió para obser­var cómo iba su nueva creación, y vio que las seis se­millas habían germinado y que la floresta había crecido más bella que nunca, más frondosa.
El roble había vuelto a crecer, y así le nombró rey de los árboles, protector de la especie humana. El árbol se hizo milenario y cuentan que todavía exis­te, para proteger a los pájaros, para ocultar sus nidos y esparcir la sombra sobre el caminante que huye de los rayos abrasadores del Sol.

002. anonimo (finlandia)

El nacimiento de vainamoinen

He aquí cómo me lo contaron. Así lo oí yo.
Solas vinieron las noches y solos vinieron los días. Y tan solo como ellos apareció Vainamoinen. Nació de una madre divina, Issu, que a su vez proce­día de una virgen llamada Ilmatar. Issu vivió en el aire; durante largo tiempo permaneció en absoluta castidad, pues tuvo la suerte de habitar en los pla­nos celestes.
Llegó el día en que Issu comenzó a aburrirse de la vida que llevaba, siempre vagando sola por los espa­cios, y decidió trasladarse a otro mundo igual de puro, pero de distinto ambiente. Descendió al mar y se posó sobre las olas gigantes de los océanos. En esto, un golpe de aire que vino de Oriente azotó su cuerpo y se desencadenó una tormenta espantosa. A los pocos instantes, el mar se vio cubierto de es­puma y olas gigantescas se elevaban al cielo, como si con las cimas de las montañas de agua quisieran alcanzarlo. El viento mecía a la joven y una ola sir­vió para transportarla por los inmensos valles del océano. Dicen que fue el viento que penetró en su cuerpo y se convirtió en ser. Y así fue.
La virgen se vio obligada a recorrer los mares con su preciosa carga, sin un momento de reposo, ya que en aquellos tiempos la tierra firme no había sido creada aún y la diosa Issu no encontraba sitio don­de pisar.
¡Pobre Issu, qué triste destino, nadando hacia el oeste, después hacia el este; en su desesperación, hacia el norte, bien hacia el sur! Mas en ningún punto encontraba la tranquilidad. Y sin hallar un espacio de suelo sólido no podía el ser divino venir al mundo. El tiempo pasaba, y ella sufría lo indeci­ble. Issu lloraba, y en su deses-peración decía así:
-¡Qué desgraciada soy! ¡Pobre niño! ¡Cuál será mi destino! Por siempre seré mecida en las olas del océano, perdida en las inmensi-dades de los mares, envuelta en las ondas infinitas. Más me hubiese va­lido permanecer como una virgen etérea que estar haciendo de madre de las ondas marinas. Ahora, ¿cuál será la suerte que me toca? Tengo frío, mi casa es la inmensidad de las aguas...
La virgen se revolvía en su propia desesperación y clamaba ayuda al dios supremo en aquel trance, con estas palabras:
-¡Oh potentísimo Ukko, dios supremo! Tú, que sostienes el firmamento, ven en mi ayuda, te lo su­plico. Líbrame de estos dolores que me consumen. No corras, vuela a salvarme; de lo contrario, moriré.
Al esparcirse sobre las ondas del mar la petición de la virgen desolada, hubo un momento de calma; parecía que los elementos, perturbados por el ruego de la joven doncella, se detenían prestos para acudir en su socorro.
Un claro se vio en la tempestad que sacudía el mar y en las lejanías del horizonte apareció un pato. Revoloteaba con aire cansino, como si buscase un punto seguro donde hacer su nido, construir su casa; algún sitio para transformarse en madre de lo que representaba la continuidad de la especie. La virgen, mecida por los océanos, observaba el vuelo del pájaro y pensaba adónde iría a parar.
El pato, entonces, volando muy bajo, dijo:
-¿Pondré mi nido sobre el viento? ¿Lo haré sobre las olas? Ahí no; el agua arrastraría mi casa.
La diosa del mar, que todo lo ve, pensó: «De al­guna manera hay que ayudar a este pájaro infor­tunado».
Y sacando del agua una rodilla y parte de la es­palda, le ofreció un acomodo para que pudiese dete­nerse y construir su habitación. El pájaro de múlti­ples colores, volaba todavía pensando dónde po­sarse, cuando vio la rodilla de la diosa, entre las dos cimas de una ola y la tomó por la primera existencia de la Tierra; amainó la velocidad de su vuelo e incli­nando la cabeza primero de un lado y luego del otro, contemplaba el blanco promontorio que la di­vinidad le ofrecía. Habiéndolo examinado bien, descendió allí y diligentemente cons-truyó con briz­nas el primer nido. Ocho huevos depositó. Los siete primeros eran de oro y el último de hierro. Sin hacer distinción, los cubríó a todos con su cuerpo.
Era tal el calor que engendró, que al tercer día la madre de los océanos, la diosa suprema, sentía ar­der su piel. Temiendo quemarse, y notando que todas sus venas se ablandaban, se sumergió en las profundidades de las aguas. Entonces los huevos que el pato había puesto sobre su rodilla cayeron al mar. Al tocar la fría superficie, se rompieron en mil pedazos y se tranformaron en mil cosas útiles.
Cuentan que una mitad de la cáscara de un huevo formó la base de la Tierra y la otra mitad el firma­mento infinito que hoy contem-plamos. Las otras partes internas del huevo se transformaron como os diré: la yema pasó a ser el Sol que alumbra nuestro universo y la clara se convirtió en la Luna plateada que ilumina las noches de los enamorados.
Pero la virgen suprema nadaba sin tregua, me­ciéndose en la cuna grandiosa de los mares. Aconte­ció que en el noveno año y en la décima primavera sacó de las aguas su cabeza y acometió la más ardua creación del mundo. Donde posara su mano, allí se levantaban promontorios; donde hollaba su planta, la tierra formaba lagos, estanques, ríos, para la vida de los peces. Y así, con cada movimi-ento, fue crean­do cada partícula de la Tierra para solaz de sus futu­ros habitantes.
Luego dispuso los arrecifes, formó las costas, le­vantó las montañas, allanó los valles, extendió las planicies, modeló las mesetas; en fin, hizo el mundo.
A todo esto, Vainamoinen aún no había nacido; el juglar humano aún no existía. El futuro hombre de treinta años estuvo encerrado allí, y allí comenzó a vivir, a reflexionar en esa estrecha morada donde la Luna jamás riela su brillo y el Sol nunca lanza sus rayos. En sus soliloquios, decía:
-¡Oh, Luna, oh, Sol!, libradme de este encierro, acudid a guiarme fuera de esta mansión oscura, lejos de este claustro estrecho, llevadme a la Tierra, cual viajero extraviado, pues el hijo del hombre as­pira a conocer el día. Quiero ver la Luna en el cielo, sentir el fuego del Sol, dirigirme a la Osa Mayor y conocer todas las estrellas.
Mas la Luna no vino en su ayuda, el Sol no le alumbró y se aburría en su preexistencia ignota. Abrió las puertas de su cárcel con la articulación de su pie izquierdo. Con las manos tocó el suelo, y, hundiéndose en vertical caída entre las olas, perma­neció cinco, seis, siete, ocho años, a merced de las corrientes marinas.
Por fin tocó en una tierra sin nombre; tierra árida y seca. Haciendo esfuerzos indecibles, consiguió arrastrarse fuera del líquido elemento. Se sentó a contemplar la Luna, a calentarse en los auríferos rayos del Sol, a buscar la Osa Mayor y conocer las estrellas.
Así nació Vainamoinen; así apareció el juglar eterno, hijo de una madre divina, Issu, y nieto de la virgen Ilmatar.

002. anonimo (finlandia)

Aino muere

Aino, la joven hermana de Youkahainen, fue al bosque, en busca de cierta clase de madera con la cual construir arcos para su padre y su hermano; a su madre le traía las flores silvestres que crecían entre los robles de las selvas.
Ya lo había recogido todo, y alegre como un ruise­ñor se dirigía hacia el pueblo, cuando se encontró con Vainamoinen, que le dijo:
-Tú, ¡oh preciosísima virgen!, no estás destinada para otros; la naturaleza te ha hecho para mí sola­mente, y para nadie más. Ésa es la razón por la cual llevas piedras preciosas en los dedos, cruz de plata en el cuello y perlas en el cabello. También son para mí las trenzas que posees; son tan largas y tan her­mosas, que su brillo oscurece el sol.
La doncella le miró un instante con expresión de tristeza, y le contestó de la manera siguiente:
-No es para ti, ni para otros, por lo que llevo estos trajes de seda finísima, y tampoco estas pie­dras preciosas, como tú dices. El collar de perlas que llevo enredado en el cabello no se ha puesto ahí para solaz de ningún hombre. Prefiero los trajes sencillos; más me gustaría una corteza de pan duro en la cabaña más mísera de mi pueblo, con tal de estar acompañada por mi buen padre y mi madre.
Diciendo esto, se arrancó la cruz de plata, las pie­dras preciosas de los dedos, las perlas del cabello. La caída de esto hizo que con los últimos rayos del sol brillara como una cascada de oro. Todo se lo tiró a los pies del anciano sabio y, llorando amargamente, se dirigió hacia su pueblo.
Cuentan que su padre estaba sentado a la puerta de su casa, tallando una figura de madera, cuando vio llegar a su hija deshecha en lágrimas. Como es muy natural, le preguntó qué le acontecía. Aino le explicó las razones que tenía para llorar así:
-¡Oh, padre querido!, mire el motivo por el cual me abraso en lágrimas: la cruz de mi pecho se ha caído; lo mismo ha ocurrido con las perlas que lle­vaba en el cabello, y mi cinturón de cobre tallado. Ésa, ioh, padre!, es la razón de mis llantos amargos.
El padre trató de consolarla, no comprendiendo el doble sentido de las frases de su hija.
Siguió la moza caminando y se encontró con su hermano, que venía de la cantera. Le contó lo mis­mo y él también trató de consolarla. Pero fue en vano; tampoco comprendía lo que le ocurría; sus instintos no eran bastante finos para poder captar la oculta intención de la bella Aino, que lloraba su li­bertad perdida. Después de caminar un rato, se en­contró con su madre y le habló así:
-¡Ay, madre querida!, soy la doncella más des­graciada del mundo; yo te explicaré la razón de mis lágrimas, abrasadoras como el propio infierno. Al bosque fui a buscar la madera especial para hacer­les un arco a mi padre y a mi hermano; a ti te traía hermosas flores silvestres. Me dirigía ya hacia la casa, atravesaba los últimos linderos del bosque, cuando vi la figura de Vainamoinen, y él, en per­sona, me dirigió la palabra, diciéndome que estaba destinada sólo a él; que los anillos y perlas, así como todo lo que llevaba encima; le pertenecían. Enton­ces yo, comprendiendo el significado de sus pala­bras, me arranqué todo lo que llevaba encima y se lo arrojé a los pies, para que sirviese de alimento a la madre Tierra, y después le dije estas palabras: «No es para ti, ni para otros, la razón por la cual llevo el cabello sujeto con perlas, ni joyas de valor incalcu­lable en mis manos, ni trajes de las sedas más finas, ni una cruz de plata al cuello; prefiero renunciar a todo esto para poder vivir con mi padre y mi madre, comiendo sólo una corteza de pan, a la puerta de la cabaña más mísera».
La madre colmó de consejos a su hija y le dijo que, si su dolor se debia a haberse quedado sin alha­jas, que se dirigiese a Kuutar, a quien ella había de­jado encargado de la guarda de sus joyas, ya que no se las había vuelto a poner desde el día en que se había casado.
Le explicó a su hija cómo había llegado a tener unas joyas tan preciadas y que sería de su gusto que ahora Aino las llevase. Pero, a pesar de las cosas que la madre contaba a la preciosa Aino, ésta no hacía más que llorar. Por fin, dijo a su madre que la tristeza que ella tenía no se debía a la pérdida de sus joyas, sino al encogimiento del alma. No compren­día lo que le pasaba a su hija, y cuando la vio llorar un día; y dos, y hasta una semana entera, le volvió a preguntar qué le sucedía.
La hija, que ya no podía más con las preguntas de su familia, decidió explicar lo que la atormentaba, y habló de esta manera:
-Sí, yo soy la pobre virgen que llora. Escu­chadme, querida familia: mi dolor se debe a que vo­sotros me habéis dado en nupcias a un anciano, que, aunque sea el creador del mundo, como decís, y aunque él sea tres veces sabio y haya vencido a mi hermano en la absurda apuesta que celebró contra él, me parece injusto que éste, por salvar su vida, venda la mía. Soy yo la que habéis destinado a pro­teger durante el resto de mis días a un anciano tem­bloroso; a él, que le gusta vivir en los rincones más apartados. Mejor hubiese sido mandarme a las pro­fundidas del océano para vivir con los peces; mejor sería, digo, vivir bajo las olas, ser hermana de los peces, que servir de báculo a un anciano temblo­roso.
Dicho esto, se fue a la colina donde estaban es­condidas las alhajas de su madre; penetró en su in­terior, abrió el cofre más grande y encontró seis cinturones de oro, joyas esparcidas por el suelo den­tro de la habitación subterránea, los vestidos más preciosos que ojo humano haya podido admirar, lazos de seda para sujetar el cabello... Aino se puso todo lo que encontró; se sujetó los cinturones áureos en el talle, las sedas sobre el cabello y se calzó cha­pines centelleantes en sus diminutos pies. Habiéndose vestido como la reina de los cielos, se puso a recorrer los campos y a vagar por los bosques, atravesó los ríos, y, mientras caminaba, cantaba en alta voz.
La virgen Aino lloraba durante el día y se lamen­taba toda la noche. Una vez que estaba al lado del mar, vio cómo cuatro vírgenes se bañaban, y ella quiso ser la quinta. Aino dejó sus sortijas y sus co­llares de perlas sobre la fina arena, su traje sobre la gravilla, y avanzó hacia donde estaban las otras vír­genes, en un punto un poco distante de la costa, al lado de una gran roca, que se levantaba entre las olas.
Cuando hubo llegado, tomó asiento sobre la roca basculante; de repente, la piedra dio un vuelco y se perdió en el líquido elemento. Con la roca, desapa­reció la virgen más bella que ha existido. Así murió la que, por verse destinada a ser la esposa de un an­ciano, abandonó su hogar. Los pájaros que vieron cómo había desaparecido, se dedicaron a contárselo a las demás aves y éstas a los otros animales.
El oso fue el primero que se puso a cavilar en la manera de comunicárselo a los parientes de la fi­nada, y partió hacia el palacio de sus padres. Pero, antes de llegar, se encontró con un rebaño de vacas y, saltando sobre ellas, se puso a devorarlas, y ésta es la razón por la cual no fue el oso el que comunicó la triste nueva. Después probó el lobo, y el zorro; pero también fracasaron.
Los animales de la selva se reunieron, para ver quién era capaz de transmitir el mensaje, y eligieron a la liebre, por no ser animal carnívoro. Ésta, una vez comisionada, partió veloz como el viento y llegó al pueblo al atardecer. Delante del palacio del padre de la joven virgen estaban en corro las mujeres de la casa; ante ellas se paró la liebre. Todas se quedaron mirando y le preguntaron si quería que la matasen para servir de alimento a su señor; pero la liebre res­pondió que eso, para ella, sería un alto honor, pero que había llegado hasta allí como embajadora y lle­vaba un mensaje que les sería de gran interés. Las mujeres escucharon y se enteraron del triste fin de la virgen.
Cuando la madre oyó la infeliz nueva, se puso a llorar con fuerte congoja, y no había quien la pu­diese consolar. Lágrima tras lágrima, cayeron tantas de sus ojos, que se formaron tres ríos con las lágri­mas que la afligida madre vertió en memoria de su hija querida, desaparecida bajo las aguas del mar. En cada uno de estos ríos se formaron tres saltos de agua; en cada salto surgió una piedra coronada por una punta de oro, y en cada bola de oro se posó un cucú del mismo metal. El primero dijo «amor»; el segundo, «amante», y el tercero, «alegría». El pri­mero, que es el que había pronunciado la palabra «amor», cantó durante cuatro meses en honor de la pobre virgen, que había muerto sin conocerlo. El se­gundo, que había pronunciado la palabra «amante», cantó en honor de la virgen, que en su vida había te­nido un ser que la amase. Y el último, que había dicho «alegría», cantó durante tres meses, en honor de la madre desconsolada que había perdido a su hija querida por ofrecérsela a un anciano que la doncella no quería. Mientras cantaba el tercero, la madre dijo:
-Guardaos, desgraciadas madres, de escuchar a este cucú, ya que, una vez que se le escucha, el cora­zón palpita y las lágrimas acuden a los ojos. Tantas y tan espesas serán, que se asemejarán a un granero lleno. El cuerpo envejece de repente y el espíritu lan­guidece al oír el canto de este cucú.

002. anonimo (finlandia)