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jueves, 23 de agosto de 2012

El nacimiento del japón

I. Takamagahara

Antiguamente no había nada en el universo excepto materia espe-sa y descuidada. Era dis­forme y sin hechura y se extendía hasta el infinito. Todo era caótico. El cielo y la tierra estaban mez­clados como la clara y la yema de un huevo que hubieran sido batidas a través de incontables si­glos. Un eón seguía a otro eón sin variabilidad. Pero de repente empezó a tener lugar un gran trastorno y el universo silencioso e ilimitado se llenó de extraños ruidos. De la masa caótica se destacaron la luz y la porción más pura, que em­pezaron a elevarse y extenderse suavemente mientras que los elementos más pesados y den­sos comenzaban a juntarse gradualmente y a caer, hasta que hubo una clara separación entre las dos partes.
La masa se movió decididamente hacia arriba. Se propagó y extendió hasta ponerse completamente encima de la sólida masa de abajo. Algunas partes de ella, como si dudaran y estuvieran inciertas en cuanto a lo que debían hacer, se juntaron para formar muchas nubes. Sobre ellas formaron un paraíso que fue llamado Takamaga-hara o llanura alta del cielo.
Entre tanto la masa más pesada estaba todavía hundiéndose y parecía tener grandes dificultades en adquirir forma. Pasó otro eón. Desde las altu­ras celestiales la masa parecía vasta y negra, y fue llamada tierra.
De esta manera llegaron a formarse el cielo de Takamagahara y la tierra, y con ellos la leyenda del nacimiento del Japón.

II. Izanagi e izanami

Con el paso del tiempo, en la llanura alta del cielo nacieron tres dioses: Ame-no-Minaka-nushi o dios del augusto centro del cielo; Taka-mi­musubi o alto y augusto dios del crecimiento; y Kami-mi-musubi o divino y augusto dios del cre­cimiento. Estos tres dioses miraron abajo, ala tierra, y vieron que no había orden en ella; todo estaba confuso y no había signo de progreso o vida en la masa inerte y ponderosa.
Los dioses miraron a la tierra y la contemplaron largamente, consultando entre ellos sobre lo que podían hacer para poner en ella orden y vida.
-Incluso si siguiéramos hablando hasta que nuestras fuerzas nos aban-donaran, seríamos impotentes para cambiar estas materias -dijeron deses-perados.
Casi en respuesta a sus ansiosos interrogantes, en la llanura alta del cielo surgió una nueva raza de dioses jóvenes y viriles. Estos eran enviados por el señor del cielo cuya divina presencia se dejaba sentir a través de Takamagahara y quién, según las crónicas, era el mismo creador de la propia Takamagahara. Los recientes dioses se incorpo-raron a las consultas con las tres deida­des más viejas y después de largas deliberacio­nes decidieron enviar a la tierra a dos de los más jóvenes y mejor formados, con el fin de que so­juzgaran el caos y crearan la belleza sobre su faz turbulenta.
El primer joven dios al que eligieron para esta gigantesca tarea se llamaba Izanagi, y era alto y fuerte como un renuevo de sauce. Su compañera se llamaba Izanami y era delicada en el habla y en los modales, y tan bella como el aire que llenaba la llanura alta del cielo.
Todos estuvieron de acuerdo en que no podían haber escogido mejor de lo que lo habían hecho. Izanagi e lzanami eran esforzados y guapos. Des­pués de hacer la elección, el señor del cielo llamó a los dos jóvenes dioses para decirles:
-Ya habéis visto el caos que reina allí abajo, en la tierra. Durante muchísimo tiempo ha estado en esa situación, sin columna vertebral e inerte, como si fuera una gigantesca medusa que hu­biera estado flotando en un océano de espacio. No hay vida, no hay crecimiento, no hay orden; sólo tinieblas y miseria. Por tanto, marchad hijos míos a cumplir vuestra gran labor. Las partes más ligeras, apretadlas; y las más pesadas, unidlas; disponedlas de tal modo que haya gusto en su contraste. Cread el orden donde no hay ninguno; y en vez de la anarquía disponed leyes de pro­greso y desarrollo. Sois vosotros, hijos míos, los que debéis hacer para mí un lugar digno y bello de la tierra.
Cuando el señor del cielo terminó de hablar, entregó a Izanagi un primoroso venablo tallado y adornado con una eminencia ornamen-tada y llena de piedras preciosas de insuperable magni­ficencia y exó-tica belleza. Se trataba nada menos que del legendario venablo Ama-nonuboko, uno de los mayores tesoros de la llanura alta del cielo.
-Este venablo es mi símbolo -dijo el señordel cielo-, y con él lo conseguirás todo.
Al inclinarse reverentemente ambos jóvenes dioses, el señor del cielo levantó la mano y al instante apareció un punto de luz en el maravi­lloso espacio que había sobre la llanura alta del cielo. Era un solitario y pequeño círculo de es­puma que bajaba impulsado y a lomos del mar del cielo. Al irse acercando, todos vieron que era una bola de nube blanca que iba rodeada por una escolta de nubecillas más pequeñas cuyos ribe­tes tenían unos colores tan intensos como los de la misma llanura alta del cielo. Al llegar la bola de nube blanca hasta el trono del señor del cielo, éste dijo a Izanagi e Izanami:
-Este es vuestro carruaje sobre el que podréis viajar a través del espacio a vuestra voluntad. Ahora es el momento de que os vayáis.
Izanagi y su bella compañera se montaron en el carruaje de nubes, y todos los dioses observaron atentamente cómo bajaba hacia la tierra llevando a sus celestes pasajeros.
Al irse alejando de la vista de los atentos dio­ses, apareció un arco iris luminoso que se cur­vaba desde el cielo a la tierra en bandas de mu­chos colores. Era el puente del cielo que bañó de resplandor a Izanagi e Izanami según iban éstos descendiendo. 

III. El puente del cielo

Izanagi e Izanami bajaron flotando hasta que alcanzaron el nivel del punto más alto del arco iris. Allí se detuvieron y, agarrados de la mano, se apearon de su nuboso carruaje para posarse so­bre el colorido puente. Se pararon para ver dónde estaban y encima tenían el azul claro de la bóveda celeste; pero abajo todo era oscuro y estaba in­móvil. Al irse alejando de ellos la curva del arco iris y desaparecer en una densa niebla, dejaron de ver la flotante masa de tierra.
Así estuvieron un rato, mirando por encima de ellos, hasta que Izanagi dijo a Izanami:
-Debemos descender hacia la niebla de abajo, porque allí está la tierra y nuestro trabajo.
Cogidos de la mano y llevando Izanagi el vena­blo Amanonuboko,, comenzaron a bajar por el puente del cielo. Pronto se vieron envu-eltos en una niebla tan espesa que todo a su alrededor era como la oscuridad de la noche. No obstante si­guieron andando hasta que llegaron al final del puente. Aquí se detuvieron. Los dos estaban en un grave aprieto, ya que ninguno podía ver o sentir nada sino sólo el contacto de la mano del otro.
-Entonces, ¿es ésta la tierra? -preguntó an­siosamente Izanami.
Izanagi no contestó. Se limitó a zambullir su venablo en los remolinos de la niebla. El venablo se hundió con tanta facilidad que Izanagi volvió a probar con él una vez más, esperando encontrar alguna base firme para asentar el pie. Pero no había nada. Lo volvió a sumergir otra vez y otra y otra, en todas las direcciones, pero la niebla no opuso resistencia en ninguna parte a su venablo.
-¡Ay! -dijo tristemente-. Como ha dicho nuestro señor del cielo, se parece a una medusa.
No había acabado de hablar cuando la niebla empezó a evapo-rarse lentamente y a fluir otra vez la luz a su alrededor. Una vibra-ción sacudió el venablo en su mano y vio que un grumo de barro adherido a la punta del venablo se soltaba de éste y caía. Después, milagrosamente, se formaron muchos más grumos de barro que siguieron al primero, y a medida que se desarrollaba y caía el barro, se iba amasando junto, al mismo tiempo que de la punta del venablo manaba también agua que empezó a rodear poco a poco la masa de barro.
Cuando se dispersaron los últimos rastros de la niebla, el cielo se mostró. brillantemente ilumi­nado. Los dos jóvenes dioses miraron hacia abajo desde el puente del cielo. Todo relucía con el azul que se reflejaba del cielo y en medio del vacío que había debajo surgió una isla rodeada de un mar azul en calma.
Cogidos fuertemente de la mano presenciaron este milagro divino. Sin hablar, Izanagi probó con el venablo en distintas partes de la isla.
-¡Izanami, es tierra firme! ¡Es firme! -gritó excitado mientras volvía la cabeza y mostraba a Izanami el venablo-. ¡Este venablo divino la ha producido!
Ambos volvieron a mirar otra vez a la isla que tenían debajo y se llenaron de alegría. De pronto Izanami gritó ansiosamente:
-¡Vamos a explorarla toda!
Antes de que Izanagi tuviera tiempo de con­testar, ella se había bajado del puente del cielo hasta la arena caliente y blanca de una de las playas. Izanagi la siguió; y ambos se llenaron de júbilo al sentir la tierra bajo sus pies y oír los latidos del mar entre las lenguas de las rocas que rodeaban la playa.
Recorrieron de lado a lado la isla. Todo lo que veían les regocijaba y ante la expansión del océano que circundaba su nueva tierra se queda­ron boquiabiertos.
-Nuestra isla es muy pequeña, pero es encan­tadora, ¿no es verdad? -dijo Izanami, pero Iza­nagi sólo contestó con una sonrisa de felicidad.
Llegaron a una pequeña planicie y al sentarse juntos a descansar, viendo sobre ellos el cielo, lzanami dijo de repente:
-Izanagi, somos los primeros dioses de la lla­nura alta del cielo que ponen sus pies sobre esta tierra. Esta va a ser nuestra casa para siempre. Edifiquemos un altar en esta planicie donde: po­damos servir a los grandes.dioses y vivir nuestras vidas en paz.
A Izanagi le gustó la idea, y añadió:
-¡Sí es verdad! Lo construiremos con nuestras propias manos y en el centro edificaremos una columna que llegará al cielo. Así nos sentiremos siempre cerca de nuestro primer hogar.
Ambos se arrodillaron y levantaron sus ojos a la llanura alta del cielo, rogando a!os dioses quee los bendijeran y los ayudaran en sus esfuerzos.
Trabajaron día tras día. Lentamente, el altar empezó a tomar cuerpo y la gran columna del centro comenzó a extenderse hacia el cielo. Cuando al fin terminaron su trabajo, Izanagi e Izanami hicieron las preparaciones formales para consagrarlo. Como ya habían esco-gido los nombres para la isla, el altary la columna, se arrodilla­ron para rezar vehementemente al augusto señor del cielo con el objeto de que les santificara el altar. A la isla la llamaron isla de Onokoro; al altar le pusieron el nombre de Yashirodono o Palacio de las Ocho Brazas; y a la columna Amanomiha­shira o Augusto Pilar del Cielo.
Después de poner los nombres cayó sobre ellos una grandísima paz; el aire se aquietó y la marea dejó de hacer ruido; la luz del atardecer abrazó la tierra y el mar. Izanagi e Izanami inclina­ron reverentemente sus cabezas porque sabían que sus rezos habían sido oídos.

IV. El nacimiento de las islas

El tiempo transcurría feliz sobre la hermosa isla. En todas las direcciones se extendía un vasto espacio de mar azul. Frecuentemente Izanagi su­bía al punto más alto de la isla porsi acaso bajaba algún visitante del cielo para honrarles con su presencia. Un día que estaba observando y refle­xionando, por todos los alrededores empe-zaron a levantarse unas nubes de niebla y vapor, las aguas empe-zaron a agitarse y a bullir y las olas a arrojarse contra las costas de la isla. Pero según siguió mirando, el vapor empezó a aclararse para dar paso a un brillante techo, o así lo parecía, que emergía por encima de él. Era el firmamento que se separaba al fin de los océanos y que ahora llenaba con su luz la bóveda celeste. Izanagi se regocijó con esta visión y llamó a voz en grito a lzanami:
-¡Ven en seguida, ven en seguida! ¡Está na­ciendo un nuevo mundo!
Izanami, al oír sus gritos, echó a correr hacia él. Juntos, la joven pareja veía maravillada cómo los encantos de la isla se les revelaban nuevos. Luego Izanagi habló:
-Cuando fuimos enviados desde Takamaga­hara a este mundo más bajo, el señor del cielo convirtió aquella masa esponjosa en esta tierra firme y amable. Y lo hizo así para que nosotros viviéramos aquí y pudiéramos crear la bondad y la belleza donde había imperado el caos. Esta isla, a la que hemos llamado Onokoro, es bella y en­cantadora, pero muy pequeña. Debemos pedir la ayuda del cielo para construir otras islas más grandes con el fin de que el mundo pueda crecer y aumentar.
Izanagi había hablado con una voz plena de emoción, porque ya estaba lleno de la visión de una nueva creación. Cogió de la mano a Izanami y la condujo al altar en donde rezaron ferviente­mente para que fueran bendecidos en sus tareas. Al final se alzaron e Izanagi, volviéndose hacia lzanami, dijo de pronto:
-Izanami, para crear estas otras islas debemos convertirnos en hombre y mujer. Vamos a rodear la columna terrena, tú por la derecha y yo por la izquierda, y cuando nos encontremos nos cono­ceremos verdaderamente el uno al otro.
Los dos pues fueron a rodear la columna, Iza­nami por la derecha e Izanagi por la izquierda. Al encontrarse en la otra parte de la columna, Iza­nami habló primero y dijo:
-¡Qué agradable es encontrarse con un joven tan apuesto!
Y aunque Izanagi replicó:
-¡No puedo expresar el placer que siento al ver a una doncella tan guapa como tú!
Había disgusto en su voz. No obstante se abra­zaron y se convir-tieron en hombre y mujer, pero ya no hubo alegría entre ellos.
A su debido tiempo lzanami dio a luz un hijo, pero para su espan-to, era débil y pulposo como una sanguijuela.
-Seguramente éste es el resultado del dis­gusto que tiene conmigo el señor del cielo -dijo Izanagi-. No debemos quedarnos con este niño. Todo él es un mal presagio.
Y lo colocó en una barca de cañas y lo echó al océano.
Durante muchos días permanecieron los dos deprimidos e infeli-ces. Hasta que una mañana, después de consultar a los dioses de la llanura alta del cielo, el joven marido dijo a su esposa:
-Los dioses están descontentos porque tú ha­blaste antes que yo cuando nos encontramos después de rodear la columna celestial. «El hom­bre tiene precedencia sobre la mujer», me han dicho, y por lo tanto debemos rodearla otra vez.
Los dos se dirigieron a la columna y después de haberla rodeado como la vez anterior, Izanagi habló primero diciendo:
-¡Qué buenos son los dioses que han puesto en mi camino tan maravillosa doncella!
E Izanami replicó:
-¡Los dioses me quieren de verdad por cuan­to me han permitido conocer a un joven tan di­vino!
Ambos se miraron fijamente durante mucho tiempo; estaban poseídos de una extraña admi­ración y se estaba operando en ellos un profundo cambio. Empezaron a sentir una sensación de unidad con la tierra que les rodeaba, al tiempo que en cada uno de ellos nacía un nuevo amor por el otro.
Aquella tarde los dos jóvenes semidioses, por­que ahora eran parte de la tierra que les circun­daba, hablaron vehementemente de las nuevas islas que esperaban crear. Después rezaron an­siosos en demanda de ayuda. Al arrodillarse ante la brillante columna Amano-mihashira, el firma­mento empezó a inflarse con un resplandor tibio y dorado. Lentamente, el majestuoso sol descen­dió sobre el arco del cielo; cada vez más roja, la luz cayó sobre el mar y las olas devolvían reflejos purpúreos, rosas y azules. Las sombras se pro­longaron y oscurecieron y al caer el sol se encen­dió de un carmesí más acentua-do. La isla eltaba radiante de calor y la columna Amanomihashira brillaba con una luz extraterrena según se aden­traba en el firma-mento. A medida que las profun­didades del vasto océano se tragaban callada­mente al sol, éste tocaba momentáneamente a las olas con sus últimos rayos y sus crestas se elevaban y caían en cascadas de estrellas al com­pás de su flujo y reflujo. Todo se oscureció y un negro de ébano cayó sobre el mar hasta que envolvió a la isla en sus pliegues. No había nin­gún ruido y sobre todo imperaba el silencio. En el altar Izanagi e Izanami seguían arrodillados, ab­sortos y consagra-dos.
Pero la calma era la precursora de una tor­menta que se acercaba. Pronto el océano empezó a moverse y a levantarse y, gradualmente, las olas comenzaron a ser más y más montañosas; el aire producía el ruido de la ondulada marea y el viento batía el agua con airados remolinos. Durante toda la noche las aguas rugieron y trona­ron; pero hacia el amanecer todo volvió a aquie­tarse y a quedar en silencio.
Cuando Izanagi y su esposa salieron del altar, quedaron boqui-abiertos. Ante ellos se extendía la larga y curvada costa de una vasta isla, y en el horizonte lejano se divisaban las formas de otras. Llenos de alegría fueron a visitar sus nuevos do­minios, yendo de isla en isla, maravillándose con cada nueva tierra; al terminar de visitarlas todas, se dieron cuenta que eran ocho y por el orden en que habían nacido les pusieron los nombres: pri­mero la isla de Awaji; luego Honshu; después la isla de Shikoku, seguida de Kyushu; Oki y Sado que eran gemelas; Tsushima; y finalmente Iki. Juntas fueron llamadas el País de las Ocho Gran­des Islas, y a medida que fue pasando el tiempo se las conoció con el nombre de Japón.
Surgieron más y más islas, y todos los días Izanagi viajaba por tierra y por mar para verlas bien. A veces Izanami iba con él, pero el servicio en el altar le exigía mucho de su tiempo y los largos viajes le parecían exhaustivos. Un día Iza­nagi le dijo:
-Izanami, esposa querida, ahora que tenemos todas estas islas para nosotros nuestro trabajo aumenta cada día. Veo que a veces estás muy cansada y eso me preocupa. ¿Qué es lo que te gustaría hacer para recrearte? Te ruego que no trabajes tanto.
Izanami bajó la cabeza y escuchó sumisamente mientras hablaba su marido. Luego contestó en tonos suaves:
-Querido esposo, no hay nada que yo desee más que vivir aquí contigo en paz y contenta­miento. Pero ahora que han nacido tantas islas rezo para que también nosotros tengamos hijos que nos ayuden y sean nuestro deleite.
Sus rezos fueron escuchados y en los años siguientes les nacieron muchos hijos. El primero fue el espíritu del mar, el segundo el espí-ritu de la montaña, y luego sucesivamente los espíritus del campo, de los árboles, de los ríos y de todas las cosas naturales. Con sus cuidados y su dirección las islas crecieron más y más verdes y hermosas. En seguida nacieron las estaciones y el aliento de los vientos y de las lluvias trajeron sus ciclos variables a las montañas y los campos. Por todas partes crecían bosques corpulentos y densos, y en sus ramas se reunían grandes bandadas de pájaros para cantar. Las mieses y las cosechas se multiplicaban, y las flores y el follaje explotaban profusamente.
lzanagi y su esposa vivían en una extremada felicidad con su familia, y cuando les nació una hija que era la diosa del sol, su gozo se desbordó. La joven era un ser maravillosamente bello y ra­diante, y todo su cuerpo centelleaba y brillaba con un lustre tan espléndido que portodas partes donde iba llenaba el oscuro aire con luz y resplan­dor. La llamaron Amaterasu. Poco después les na­ció el dios de la luna y éste también brillaba res­plandeciente junto al sol. Su resplandor era suave y pálido y andaba entre las sombras oscu­ras del atardecer dispersándolas con sus apaci­bles rayos. A éste le llamaron Tsukiyomi. Por eso, cuando les nació el dios el mar, su plateado cuerpo verdoso reflejaba en variados matices la luz esplendorosa que salía de sus brillantes her­mano y hermana.
Un día que estaban conversando Izanagi e lza­nami por la mente del primero pasó un repentino pensamiento, y dijo a su esposa sonri-endo:
-Izanami, de todos nuestros maravillosos hi­jos ninguno repre-senta verdaderamente al fuego. Es cierto que nuestra hija Amaterasu es la diosa del sol, pero necesitamos que el dios del fuego viva con nosotros. Vamos a rezar para que nazca.
Llegó el momento en que sus rezos fueron oídos y les nació un hijo ardiente y poderoso al que pusieron de nombre Kagutsuchi, el dios del fuego. Pero su nacimiento fue demasiado trágico para su madre, pues el cuerpo de ésta quedó parcialmente consumido en las llamas de su hijo, el dios del fuego. Alarmado por este desastre imprevisto Izanagi fue corriendo hacia ella para confortarla y aten-derla. Le preparó comidas y medicinas especiales pero, en su agonía y dolen­cia, todo lo que intentaba tragar lo rechazaba inmediata-mente. ¡Y lo que son las cosas! Precisa­mente de estos vómitos nacieron los dioses y las diosas de los metales, mientras que por otras partes de su cuerpo surgieron el dios y la diosa de la tierra. Sin embargo con esto pereció su vigor, e Izanami murió. Por primera vez la muerte había entrado en el mundo y con ella su compañera terrena, la pena. 

V. El descenso de Izanagi al Hades [1]

Izanagi quedó apenadísimo y solitario. A través de incontables años él y su divina esposa y her­mana habían sometido el caos y el desorden de la tierra; juntos habían creado las islas del Japón y habían llevado a éstas la belleza y el orden de la naturaleza; habían creado dioses y diosas que reinaban sobre el mar, los vientos, las montañas, el sol y la luna, el fuego y la tierra. Pero ahora ella se había ido y él estaba solo.
Durante muchos días y noches estuvo llorando y tan grande era su dolor que ni sus muchos, hijos pudieron lograr que se consolase. Izanagi lla­maba a Izanami por su nombre, pero no había respuesta a sus solitarios lamentos. Incapaz de aguantar por más tiempo su soledad, se decidió a bajar al mundo de las tinieblas, de donde se deri­vaba la fuerza ardiente del hijo que había causado la muerte de Izanami, con el fin de buscarla y devolverla al mundo de la luz.
Una vez que hubo tomado tal determinación, su espíritu se calmó; pero no así su pena y las lágrimas siguieron llenando sus ojos por su amada esposa. Al empezar el viaje era sabedor de los terrores que le esperaban. Sabía que el ca­mino estaba plagado de peligros por todas partes y que los enemigos se hallaban al acecho de los extranjeros que se aventuraban en sus tierras. Pero su espíritu era indomable y después de un largo trayecto llegó sin incidente o calamidad a la prohibida y tenebrosa región del bajo mundo.
Durante días y noches anduvo vagando entre las violentas sombras de aquel helado lugar bus­cando a su esposa; pero ella no aparecía por ninguna parte. Al fin, desanimado y exhausto, estaba a punto de echarse a descansar cuando delante de él vio la grácil figura de su mujer, a la que llamó lleno de alegría. Ella se volvió con un grito de asombro y corriendo hacia él le abrazó con lágrimas de bienvenida. Izanagi fa asió cari­ñosamente y le dijo:
-¡Ven! No sigamos aquí más tiempo. He ve­nido para llevarte conmigo a nuestro amable país, porque sin ti ya no hay alegría en nuestro hogar. Todavía quedan trabajos de creación divina que completar, porqué así lo han ordenado nuestros dioses celestiales. Y ¿cómo voy a hacer esos trabajos sin ti? Te necesito, como esposa y como ayudante.
Pero Izanami movió la cabeza y su rostro se nubló al decir:
-Deseo vehementemente volver contigo, es­poso amado, pero ¡ay!, es demasiado tarde. Ya no es posible.
-¿Por qué? ¿Por qué? -preguntó Izanagi, ator­mentado por las palabras de Izanami.
-Porque he comido el alimento y he bebido el vino de este lugar de maldad, augusto esposo mío, y ahora jamás podré retornar a la tierra.
lzanagi quedó frío y desesperado, pero con­testó intrépidamente:
-He hecho este horrible viaje para encontrarte. Nada me hará volver sin ti. ¡Nada! Haré todo lo que sea posible para que regreses conmigo a nuestra isla.
Izanami bajó la cabeza y estuvo pensando du­rante un buen rato. Al fin dijo:
-Perdóname si parezco tan falta de valor. Sé los peligros que has corrido por amor a mí. ¿Qué no haría yo, pues, por amor a ti? Voy a ir al señor de este país para rogarle que nos permita regre­sar juntos. Es probable que todavía vaya bien todo. Lo único que te pido es que primero me hagas una solemne promesa.
-La haré de todo corazón. Dime lo que es -gritó Izanagi.
-Sólo esto. Voy a tardar algún tiempo y es posible que tú te impa-cientes. Pero te lo suplico, querido esposo, bajo ningún pretexto debes en­trar en mi habitación. Espera aquí confiado, sin importar la tentación que puedas tener en cuanto a buscarme o a descansar en mi casa esperando mi retorno. Por favor, júrame que me vas a obedecer.
-Te doy mi palabra dé honor, querida esposa, y te juro por nuestro amor que esperaré aquí y que no trataré de encontrarte.
Izanami le dejó satisfecha. Su marido se quedó con la firme resolución de esperar su vuelta y de observar su sagrada promesa. Sin embargo, las horas empezaron a hacérsele larguísimas y todo a su alrededor parecía cada vez más oscuro y triste; y ella no venía. Izanagi se sentía más an­sioso por momentos; empezó a notar aprensio­nes y a temer que alguna cosa horrible le hubiera ocurrido a su esposa. Luego comenzó a notar un olor cada vez más nausea-bundo. Poseído de una extraña sensación de terror, y olvidando el jura­mento que había hecho a su esposa y diosa, rom­pió uno de los dientes de un peine que llevaba en el pelo, lo encendió como si fuera una antorcha y lo llevó delante de él buscando el origen del olor que ahora se había hecho insoportable. El rastro le condujo hasta una pequeña puerta, se cubrió la cara con el pañuelo y entró. Levantó la antorcha y vio que se hallaba en una pequeña cámara. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz vacilante y a las sombras, se quedó de piedra ante la visión que tenía ante él. Tendida en un paño mortuorio estaba la figura durmiente de Izanami; y a pesar de la suave respiración que mostraba que estaba viva, su cuerpo era el de una persona hacía mucho tiempo muerta. De ella par­tía el nause-abundo hedor que le había inquietado tanto, y se quedó mirando con horror a la putre­facta carne que sólo un momento antes había sido tan hermosa. Agachados alrededor de ella estaban los ocho sucios demonios del trueno que miraron al aterrorizado Izanagi con ojos malévolos al mismo tiempo que de sus bocas salían llamas. Lleno de un repentino pánico, Izanagi se volvió y huyó, dejando caer la antor-cha en su precipitación, al salir de la terrible habitación.
El, ruido despertó a Izanami quien, compren­diendo lo que había pasado, se llenó de ira. Echó a correr por la puerta y llamó furiosamente al fugitivo Izanagi:
-¿Es así cómo guardas tu promesa? ¿No te había prohibido yo que entraras en mi habita­ción? ¡Has visto mi repugnante forma y te has destruido a ti y me has destruido a mí! ¡Me has puesto en vergüenza y no tengo otra alternativa sino perseguirte hasta que te destruya!
Izanami reunió a una multitud de demonios hembras y las envió en persecución de Izanagi. Ellas estaban dotadas de ligeros pies por lo que, aunque él corría como el viento, pronto le alcan­zaron. Izanagi se sacó el peine de la parte iz­quierda de su pelo y lo arrojó al suelo. De él surgieron unas vides que estrecharon a las de­monias en un fuerte abrazo. Luego brotaron mu­chos racimos de uvas y las demonias cayeron sobre ellos. Durante bastante tiempo estuvieron comiéndolos vorazmente hasta que no quedó ninguna uva; sólo entonces recordaron a su presa que ahora estaba muy lejos. Corriendo a una velocidad de vértigo, las demonias comenza­ron a alcanzarle otra vez por lo que él, sintiendo que le pisaban los talones, arrojó el peine del lado derecho de su pelo del que salió una cosecha de retoños de bambú. Sus perseguidoras se detu­vieron y vorazmente empezaron a comérselos. Izanagi, apretó a correr más para salvar su vida, pero las demonias, una vez hubieron acabado con los retoños de bambú, pronto le dieron al­cance. Entonces Izanagi fabricó agua y originó un gran río que fluía entre él y las demonias, y éstas quedaron tan confundidas que volvieron a toda prisa al Hades. Izanami se enco-lerizó cuando supo que Izanagi se les había escapado. Llamó a los ocho dioses del trueno que habían estado anteriormente a su alrededor y les urgió para que fueran tras Izanagi y lo trajeran al Hades.
Junto con mil quinientos demonios auxiliares, los ocho dioses del trueno echaron a correr a la máxima velocidad hasta que muy pronto, a lo lejos, divisaron la figura de Izanagi. Al fin llegaron a su altura y lo rodearon. Izanagi sacó su espada y empezó a dar mandobles a diestro y siniestro. Los demonios eran tan malignos que no podía matarlos; sin embargo sí que logró golpearlos con tanta des-treza que les hizo retirarse.
Fatigado y exhausto Izanagi consiguió llegar al fin a una montaña llamada Yomi-no-horakaza, en la provincia de Izumo, donde encontró un melo­cotonero. Sabiendo que los demonios aborrecían los meloco-tones, cogió frutos para arrojárselos. Cuando volvieron los demonios lanzó los melo­cotones entre ellos y éstos echaron a correr con­fun-didos.
Los demonios volvieron de nuevo al Hades e informaron a Izanami de su fracaso. Su cólera y rabia se desataron, arrojó contra ellos amenazas y castigos, y determinó ir por sí misma en busca de Izanagi con el fin de traerle dominado.
Mientras tanto Izanagi había encontrado una peña de inmenso tamaño. Se hubiera precisado la fuerza de mil hombres para levan-tarla, pero Izanagi estaba dotado de tales cualidades. nobles de mente y cuerpo que fue capaz de alzarla solo y deponerla ante la entrada del mundo subterrá­neo. Se sentó muy cansado pero sereno e imper­turbable a esperar lo que iba a pasar. No había transcurrido mucho tiempo cuando de repente oyó la chillona voz de Izanami y vio su figura que se acercaba a lo lejos. Se puso de pie asombrado. Estaba preparado para todo menos para vervenir hacia él a Izanami como un amargo enemigo. Recordó sus días de alegría juntos, su dulzura y fidelidad, y ahora estaba lleno de angustia por el cambio que se había operado en ella. Pero nada detenía su aproximación, nada excepto la enor­me piedra que le cerraba el paso.
-¿Qué es esto? -gritó furiosa. ¿Por qué has puesto aquí esta piedra? ¡Quítala en seguida!
Izanagi contestó pacíficamente que la dejaría donde estaba. Entonces la colérica Izanami em­pezó a golpear la roca con las manos y a patear tan violentamente la tierra que sus cuatro esqui­nas se menearon y los mares hicieron olas altísi­mas; pero la roca siguió firme en su sitio. Des­pués Izanami apeló a su marido diciendo:
-¿Por qué no guardaste la promesa de no en­trar en mi habitación? Me has humillado y has traído gran vergüenza sobre mí. ¿Por qué lo hi­ciste? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? y el tono histérico de su voz fue aumentando de volumen.
Izanagi volvió a contestar pacíficamente:
-Aquí y ahora rompo nuestros lazos matrimo­niales. Quiero que entiendas que ya no somos marido y esposa. He vuelto al mundo de la luz y te ruego que, sin decir una palabra más, tú tam­bién regreses a tu tierra de la muerte y la oscu­ridad.
En estos términos Izanagi impuso la fórmula del divorcio para todas las futuras generaciones.
Pero Izanami movió la cabeza y gritó airada:
-Si haces eso, amado esposo y hermano, me vengaré con todo mi poder y todos los días des­truiré a mil personas de tu pueblo.
Con la misma pacífica voz de antes, Izanagi contestó:
-Amada esposa y hermana, si tú haces lo que dices, haré que todos los días mil quinientas mu­jeres den a luz un hijo cada una y vivirán mil quinientas personas fuertes.
Izanagi hizo una pausa, y luego añadió:
-Puesto que se han roto los lazos que nos ataban, desde ahora en adelante nuestros países estarán separados. Vuelve con la debida sumi­sión a tu tierra de la muerte, y deja que yo cumpla en paz con mi tarea de crear el mundo vivo.
A Izanami no le quedaba ya nada por decir. Agachó la cabeza, aceptó su destino y retornó sumisa al Hades. Desde aquel momento y para siempre, todos los lazos que había entre ellos y sus mundos quedaron rotos.

Traducción: Angel García Fluixá

040. anonimo (japon)



[1] Voz tomada del griego que significa el estado y la morada de los muertos; al igual que los infiernos, el Hades está ubi­cado «abajo».

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