I. Takamagahara
Antiguamente no había nada en el universo
excepto materia espe-sa y descuidada. Era disforme y sin hechura y se extendía
hasta el infinito. Todo era caótico. El cielo y la tierra estaban mezclados
como la clara y la yema de un huevo que hubieran sido batidas a través de
incontables siglos. Un eón seguía a otro eón sin variabilidad. Pero de repente
empezó a tener lugar un gran trastorno y el universo silencioso e ilimitado se
llenó de extraños ruidos. De la masa caótica se destacaron la luz y la porción
más pura, que empezaron a elevarse y extenderse suavemente mientras que los
elementos más pesados y densos comenzaban a juntarse gradualmente y a caer,
hasta que hubo una clara separación entre las dos partes.
La masa se movió decididamente hacia arriba.
Se propagó y extendió hasta ponerse completamente encima de la sólida masa de
abajo. Algunas partes de ella, como si dudaran y estuvieran inciertas en cuanto
a lo que debían hacer, se juntaron para formar muchas nubes. Sobre ellas
formaron un paraíso que fue llamado Takamaga-hara o llanura alta del cielo.
Entre tanto la masa más pesada estaba todavía
hundiéndose y parecía tener grandes dificultades en adquirir forma. Pasó otro
eón. Desde las alturas celestiales la masa parecía vasta y negra, y fue
llamada tierra.
De esta manera llegaron a formarse el cielo de
Takamagahara y la tierra, y con ellos la leyenda del nacimiento del Japón.
II. Izanagi e
izanami
Con el paso del tiempo, en la llanura alta del
cielo nacieron tres dioses: Ame-no-Minaka-nushi o dios del augusto centro del
cielo; Taka-mimusubi o alto y augusto dios del crecimiento; y Kami-mi-musubi o
divino y augusto dios del crecimiento. Estos tres dioses miraron abajo, ala
tierra, y vieron que no había orden en ella; todo estaba confuso y no había
signo de progreso o vida en la masa inerte y ponderosa.
Los dioses miraron a la tierra y la
contemplaron largamente, consultando entre ellos sobre lo que podían hacer para
poner en ella orden y vida.
-Incluso si siguiéramos hablando hasta que
nuestras fuerzas nos aban-donaran, seríamos impotentes para cambiar estas
materias -dijeron deses-perados.
Casi en respuesta a sus ansiosos
interrogantes, en la llanura alta del cielo surgió una nueva raza de dioses
jóvenes y viriles. Estos eran enviados por el señor del cielo cuya divina
presencia se dejaba sentir a través de Takamagahara y quién, según las
crónicas, era el mismo creador de la propia Takamagahara. Los recientes dioses
se incorpo-raron a las consultas con las tres deidades más viejas y después de
largas deliberaciones decidieron enviar a la tierra a dos de los más jóvenes y
mejor formados, con el fin de que sojuzgaran el caos y crearan la belleza
sobre su faz turbulenta.
El primer joven dios al que eligieron para
esta gigantesca tarea se llamaba Izanagi, y era alto y fuerte como un renuevo
de sauce. Su compañera se llamaba Izanami y era delicada en el habla y en los
modales, y tan bella como el aire que llenaba la llanura alta del cielo.
Todos estuvieron de acuerdo en que no podían
haber escogido mejor de lo que lo habían hecho. Izanagi e lzanami eran
esforzados y guapos. Después de hacer la elección, el señor del cielo llamó a
los dos jóvenes dioses para decirles:
-Ya habéis visto el caos que reina allí abajo,
en la tierra. Durante muchísimo tiempo ha estado en esa situación, sin columna
vertebral e inerte, como si fuera una gigantesca medusa que hubiera estado
flotando en un océano de espacio. No hay vida, no hay crecimiento, no hay orden;
sólo tinieblas y miseria. Por tanto, marchad hijos míos a cumplir vuestra gran
labor. Las partes más ligeras, apretadlas; y las más pesadas, unidlas;
disponedlas de tal modo que haya gusto en su contraste. Cread el orden donde no
hay ninguno; y en vez de la anarquía disponed leyes de progreso y desarrollo.
Sois vosotros, hijos míos, los que debéis hacer para mí un lugar digno y bello
de la tierra.
Cuando el señor del cielo terminó de hablar,
entregó a Izanagi un primoroso venablo tallado y adornado con una eminencia
ornamen-tada y llena de piedras preciosas de insuperable magnificencia y
exó-tica belleza. Se trataba nada menos que del legendario venablo
Ama-nonuboko, uno de los mayores tesoros de la llanura alta del cielo.
-Este venablo es mi símbolo -dijo el señordel
cielo-, y con él lo conseguirás todo.
Al inclinarse reverentemente ambos jóvenes
dioses, el señor del cielo levantó la mano y al instante apareció un punto de
luz en el maravilloso espacio que había sobre la llanura alta del cielo. Era un
solitario y pequeño círculo de espuma que bajaba impulsado y a lomos del mar
del cielo. Al irse acercando, todos vieron que era una bola de nube blanca que
iba rodeada por una escolta de nubecillas más pequeñas cuyos ribetes tenían
unos colores tan intensos como los de la misma llanura alta del cielo. Al
llegar la bola de nube blanca hasta el trono del señor del cielo, éste dijo a
Izanagi e Izanami:
-Este es vuestro carruaje sobre el que podréis
viajar a través del espacio a vuestra voluntad. Ahora es el momento de que os
vayáis.
Izanagi y su bella compañera se montaron en el
carruaje de nubes, y todos los dioses observaron atentamente cómo bajaba hacia
la tierra llevando a sus celestes pasajeros.
Al irse alejando de la vista de los atentos
dioses, apareció un arco iris luminoso que se curvaba desde el cielo a la
tierra en bandas de muchos colores. Era el puente del cielo que bañó de
resplandor a Izanagi e Izanami según iban éstos descendiendo.
III. El puente del cielo
Izanagi e Izanami bajaron flotando hasta que
alcanzaron el nivel del punto más alto del arco iris. Allí se detuvieron y,
agarrados de la mano, se apearon de su nuboso carruaje para posarse sobre el
colorido puente. Se pararon para ver dónde estaban y encima tenían el azul
claro de la bóveda celeste; pero abajo todo era oscuro y estaba inmóvil. Al
irse alejando de ellos la curva del arco iris y desaparecer en una densa
niebla, dejaron de ver la flotante masa de tierra.
Así estuvieron un rato, mirando por encima de
ellos, hasta que Izanagi dijo a Izanami:
-Debemos descender hacia la niebla de abajo,
porque allí está la tierra y nuestro trabajo.
Cogidos de la mano y llevando Izanagi el venablo
Amanonuboko,, comenzaron a bajar por el puente del cielo. Pronto se vieron
envu-eltos en una niebla tan espesa que todo a su alrededor era como la
oscuridad de la noche. No obstante siguieron andando hasta que llegaron al
final del puente. Aquí se detuvieron. Los dos estaban en un grave aprieto, ya
que ninguno podía ver o sentir nada sino sólo el contacto de la mano del otro.
-Entonces, ¿es ésta la tierra? -preguntó ansiosamente
Izanami.
Izanagi no contestó. Se limitó a zambullir su
venablo en los remolinos de la niebla. El venablo se hundió con tanta facilidad
que Izanagi volvió a probar con él una vez más, esperando encontrar alguna base
firme para asentar el pie. Pero no había nada. Lo volvió a sumergir otra vez y
otra y otra, en todas las direcciones, pero la niebla no opuso resistencia en
ninguna parte a su venablo.
-¡Ay! -dijo tristemente-. Como ha dicho
nuestro señor del cielo, se parece a una medusa.
No había acabado de hablar cuando la niebla
empezó a evapo-rarse lentamente y a fluir otra vez la luz a su alrededor. Una
vibra-ción sacudió el venablo en su mano y vio que un grumo de barro adherido a
la punta del venablo se soltaba de éste y caía. Después, milagrosamente, se
formaron muchos más grumos de barro que siguieron al primero, y a medida que se
desarrollaba y caía el barro, se iba amasando junto, al mismo tiempo que de la
punta del venablo manaba también agua que empezó a rodear poco a poco la masa
de barro.
Cuando se dispersaron los últimos rastros de
la niebla, el cielo se mostró. brillantemente iluminado. Los dos jóvenes
dioses miraron hacia abajo desde el puente del cielo. Todo relucía con el azul
que se reflejaba del cielo y en medio del vacío que había debajo surgió una
isla rodeada de un mar azul en calma.
Cogidos fuertemente de la mano presenciaron
este milagro divino. Sin hablar, Izanagi probó con el venablo en distintas
partes de la isla.
-¡Izanami, es tierra firme! ¡Es firme! -gritó
excitado mientras volvía la cabeza y mostraba a Izanami el venablo-. ¡Este
venablo divino la ha producido!
Ambos volvieron a mirar otra vez a la isla que
tenían debajo y se llenaron de alegría. De pronto Izanami gritó ansiosamente:
-¡Vamos a explorarla toda!
Antes de que Izanagi tuviera tiempo de contestar,
ella se había bajado del puente del cielo hasta la arena caliente y blanca de
una de las playas. Izanagi la siguió; y ambos se llenaron de júbilo al sentir
la tierra bajo sus pies y oír los latidos del mar entre las lenguas de las
rocas que rodeaban la playa.
Recorrieron de lado a lado la isla. Todo lo
que veían les regocijaba y ante la expansión del océano que circundaba su nueva
tierra se quedaron boquiabiertos.
-Nuestra isla es muy pequeña, pero es encantadora,
¿no es verdad? -dijo Izanami, pero Izanagi sólo contestó con una sonrisa de
felicidad.
Llegaron a una pequeña planicie y al sentarse
juntos a descansar, viendo sobre ellos el cielo, lzanami dijo de repente:
-Izanagi, somos los primeros dioses de la llanura
alta del cielo que ponen sus pies sobre esta tierra. Esta va a ser nuestra casa
para siempre. Edifiquemos un altar en esta planicie donde: podamos servir a
los grandes.dioses y vivir nuestras vidas en paz.
A Izanagi le gustó la idea, y añadió:
-¡Sí es verdad! Lo construiremos con nuestras
propias manos y en el centro edificaremos una columna que llegará al cielo. Así
nos sentiremos siempre cerca de nuestro primer hogar.
Ambos se arrodillaron y levantaron sus ojos a
la llanura alta del cielo, rogando a!os dioses quee los bendijeran y los
ayudaran en sus esfuerzos.
Trabajaron día tras día. Lentamente, el altar
empezó a tomar cuerpo y la gran columna del centro comenzó a extenderse hacia el
cielo. Cuando al fin terminaron su trabajo, Izanagi e Izanami hicieron las
preparaciones formales para consagrarlo. Como ya habían esco-gido los nombres
para la isla, el altary la columna, se arrodillaron para rezar vehementemente
al augusto señor del cielo con el objeto de que les santificara el altar. A la
isla la llamaron isla de Onokoro; al altar le pusieron el nombre de Yashirodono
o Palacio de las Ocho Brazas; y a la columna Amanomihashira o Augusto Pilar
del Cielo.
Después de poner los nombres cayó sobre ellos
una grandísima paz; el aire se aquietó y la marea dejó de hacer ruido; la luz
del atardecer abrazó la tierra y el mar. Izanagi e Izanami inclinaron
reverentemente sus cabezas porque sabían que sus rezos habían sido oídos.
IV. El nacimiento de las islas
El tiempo transcurría feliz sobre la hermosa
isla. En todas las direcciones se extendía un vasto espacio de mar azul.
Frecuentemente Izanagi subía al punto más alto de la isla porsi acaso bajaba
algún visitante del cielo para honrarles con su presencia. Un día que estaba
observando y reflexionando, por todos los alrededores empe-zaron a levantarse
unas nubes de niebla y vapor, las aguas empe-zaron a agitarse y a bullir y las
olas a arrojarse contra las costas de la isla. Pero según siguió mirando, el
vapor empezó a aclararse para dar paso a un brillante techo, o así lo parecía,
que emergía por encima de él. Era el firmamento que se separaba al fin de los
océanos y que ahora llenaba con su luz la bóveda celeste. Izanagi se regocijó
con esta visión y llamó a voz en grito a lzanami:
-¡Ven en seguida, ven en seguida! ¡Está naciendo
un nuevo mundo!
Izanami, al oír sus gritos, echó a correr
hacia él. Juntos, la joven pareja veía maravillada cómo los encantos de la isla
se les revelaban nuevos. Luego Izanagi habló:
-Cuando fuimos enviados desde Takamagahara a
este mundo más bajo, el señor del cielo convirtió aquella masa esponjosa en
esta tierra firme y amable. Y lo hizo así para que nosotros viviéramos aquí y
pudiéramos crear la bondad y la belleza donde había imperado el caos. Esta
isla, a la que hemos llamado Onokoro, es bella y encantadora, pero muy
pequeña. Debemos pedir la ayuda del cielo para construir otras islas más
grandes con el fin de que el mundo pueda crecer y aumentar.
Izanagi había hablado con una voz plena de
emoción, porque ya estaba lleno de la visión de una nueva creación. Cogió de la
mano a Izanami y la condujo al altar en donde rezaron fervientemente para que
fueran bendecidos en sus tareas. Al final se alzaron e Izanagi, volviéndose
hacia lzanami, dijo de pronto:
-Izanami, para crear estas otras islas debemos
convertirnos en hombre y mujer. Vamos a rodear la columna terrena, tú por la
derecha y yo por la izquierda, y cuando nos encontremos nos conoceremos
verdaderamente el uno al otro.
Los dos pues fueron a rodear la columna, Izanami
por la derecha e Izanagi por la izquierda. Al encontrarse en la otra parte de
la columna, Izanami habló primero y dijo:
-¡Qué agradable es encontrarse con un joven
tan apuesto!
Y aunque Izanagi replicó:
-¡No puedo expresar el placer que siento al
ver a una doncella tan guapa como tú!
Había disgusto en su voz. No obstante se abrazaron
y se convir-tieron en hombre y mujer, pero ya no hubo alegría entre ellos.
A su debido tiempo lzanami dio a luz un hijo,
pero para su espan-to, era débil y pulposo como una sanguijuela.
-Seguramente éste es el resultado del disgusto
que tiene conmigo el señor del cielo -dijo Izanagi-. No debemos quedarnos con
este niño. Todo él es un mal presagio.
Y lo colocó en una barca de cañas y lo echó al
océano.
Durante muchos días permanecieron los dos
deprimidos e infeli-ces. Hasta que una mañana, después de consultar a los
dioses de la llanura alta del cielo, el joven marido dijo a su esposa:
-Los dioses están descontentos porque tú hablaste
antes que yo cuando nos encontramos después de rodear la columna celestial. «El
hombre tiene precedencia sobre la mujer», me han dicho, y por lo tanto debemos
rodearla otra vez.
Los dos se dirigieron a la columna y después
de haberla rodeado como la vez anterior, Izanagi habló primero diciendo:
-¡Qué buenos son los dioses que han puesto en
mi camino tan maravillosa doncella!
E Izanami replicó:
-¡Los dioses me quieren de verdad por cuanto
me han permitido conocer a un joven tan divino!
Ambos se miraron fijamente durante mucho
tiempo; estaban poseídos de una extraña admiración y se estaba operando en
ellos un profundo cambio. Empezaron a sentir una sensación de unidad con la
tierra que les rodeaba, al tiempo que en cada uno de ellos nacía un nuevo amor
por el otro.
Aquella tarde los dos jóvenes semidioses, porque
ahora eran parte de la tierra que les circundaba, hablaron vehementemente de
las nuevas islas que esperaban crear. Después rezaron ansiosos en demanda de
ayuda. Al arrodillarse ante la brillante columna Amano-mihashira, el firmamento
empezó a inflarse con un resplandor tibio y dorado. Lentamente, el majestuoso
sol descendió sobre el arco del cielo; cada vez más roja, la luz cayó sobre el
mar y las olas devolvían reflejos purpúreos, rosas y azules. Las sombras se prolongaron
y oscurecieron y al caer el sol se encendió de un carmesí más acentua-do. La
isla eltaba radiante de calor y la columna Amanomihashira brillaba con una luz
extraterrena según se adentraba en el firma-mento. A medida que las profundidades
del vasto océano se tragaban calladamente al sol, éste tocaba momentáneamente
a las olas con sus últimos rayos y sus crestas se elevaban y caían en cascadas
de estrellas al compás de su flujo y reflujo. Todo se oscureció y un negro de
ébano cayó sobre el mar hasta que envolvió a la isla en sus pliegues. No había
ningún ruido y sobre todo imperaba el silencio. En el altar Izanagi e Izanami
seguían arrodillados, absortos y consagra-dos.
Pero la calma era la precursora de una tormenta
que se acercaba. Pronto el océano empezó a moverse y a levantarse y,
gradualmente, las olas comenzaron a ser más y más montañosas; el aire producía
el ruido de la ondulada marea y el viento batía el agua con airados remolinos.
Durante toda la noche las aguas rugieron y tronaron; pero hacia el amanecer
todo volvió a aquietarse y a quedar en silencio.
Cuando Izanagi y su esposa salieron del altar,
quedaron boqui-abiertos. Ante ellos se extendía la larga y curvada costa de una
vasta isla, y en el horizonte lejano se divisaban las formas de otras. Llenos
de alegría fueron a visitar sus nuevos dominios, yendo de isla en isla,
maravillándose con cada nueva tierra; al terminar de visitarlas todas, se
dieron cuenta que eran ocho y por el orden en que habían nacido les pusieron
los nombres: primero la isla de Awaji; luego Honshu; después la isla de
Shikoku, seguida de Kyushu; Oki y Sado que eran gemelas; Tsushima; y finalmente
Iki. Juntas fueron llamadas el País de las Ocho Grandes Islas, y a medida que
fue pasando el tiempo se las conoció con el nombre de Japón.
Surgieron más y más islas, y todos los días
Izanagi viajaba por tierra y por mar para verlas bien. A veces Izanami iba con
él, pero el servicio en el altar le exigía mucho de su tiempo y los largos
viajes le parecían exhaustivos. Un día Izanagi le dijo:
-Izanami, esposa querida, ahora que tenemos
todas estas islas para nosotros nuestro trabajo aumenta cada día. Veo que a
veces estás muy cansada y eso me preocupa. ¿Qué es lo que te gustaría hacer
para recrearte? Te ruego que no trabajes tanto.
Izanami bajó la cabeza y escuchó sumisamente
mientras hablaba su marido. Luego contestó en tonos suaves:
-Querido esposo, no hay nada que yo desee más
que vivir aquí contigo en paz y contentamiento. Pero ahora que han nacido
tantas islas rezo para que también nosotros tengamos hijos que nos ayuden y
sean nuestro deleite.
Sus rezos fueron escuchados y en los años
siguientes les nacieron muchos hijos. El primero fue el espíritu del mar, el
segundo el espí-ritu de la montaña, y luego sucesivamente los espíritus del
campo, de los árboles, de los ríos y de todas las cosas naturales. Con sus
cuidados y su dirección las islas crecieron más y más verdes y hermosas. En
seguida nacieron las estaciones y el aliento de los vientos y de las lluvias
trajeron sus ciclos variables a las montañas y los campos. Por todas partes
crecían bosques corpulentos y densos, y en sus ramas se reunían grandes
bandadas de pájaros para cantar. Las mieses y las cosechas se multiplicaban, y
las flores y el follaje explotaban profusamente.
lzanagi y su esposa vivían en una extremada
felicidad con su familia, y cuando les nació una hija que era la diosa del sol,
su gozo se desbordó. La joven era un ser maravillosamente bello y radiante, y
todo su cuerpo centelleaba y brillaba con un lustre tan espléndido que portodas
partes donde iba llenaba el oscuro aire con luz y resplandor. La llamaron
Amaterasu. Poco después les nació el dios de la luna y éste también brillaba
resplandeciente junto al sol. Su resplandor era suave y pálido y andaba entre
las sombras oscuras del atardecer dispersándolas con sus apacibles rayos. A
éste le llamaron Tsukiyomi. Por eso, cuando les nació el dios el mar, su
plateado cuerpo verdoso reflejaba en variados matices la luz esplendorosa que
salía de sus brillantes hermano y hermana.
Un día que estaban conversando Izanagi e lzanami
por la mente del primero pasó un repentino pensamiento, y dijo a su esposa
sonri-endo:
-Izanami, de todos nuestros maravillosos hijos
ninguno repre-senta verdaderamente al fuego. Es cierto que nuestra hija
Amaterasu es la diosa del sol, pero necesitamos que el dios del fuego viva con
nosotros. Vamos a rezar para que nazca.
Llegó el momento en que sus rezos fueron oídos
y les nació un hijo ardiente y poderoso al que pusieron de nombre Kagutsuchi,
el dios del fuego. Pero su nacimiento fue demasiado trágico para su madre, pues
el cuerpo de ésta quedó parcialmente consumido en las llamas de su hijo, el
dios del fuego. Alarmado por este desastre imprevisto Izanagi fue corriendo
hacia ella para confortarla y aten-derla. Le preparó comidas y medicinas
especiales pero, en su agonía y dolencia, todo lo que intentaba tragar lo
rechazaba inmediata-mente. ¡Y lo que son las cosas! Precisamente de estos
vómitos nacieron los dioses y las diosas de los metales, mientras que por
otras partes de su cuerpo surgieron el dios y la diosa de la tierra. Sin
embargo con esto pereció su vigor, e Izanami murió. Por primera vez la muerte
había entrado en el mundo y con ella su compañera terrena, la pena.
V. El descenso de
Izanagi al Hades [1]
Izanagi quedó apenadísimo y solitario. A
través de incontables años él y su divina esposa y hermana habían sometido el
caos y el desorden de la tierra; juntos habían creado las islas del Japón y
habían llevado a éstas la belleza y el orden de la naturaleza; habían creado
dioses y diosas que reinaban sobre el mar, los vientos, las montañas, el sol y
la luna, el fuego y la tierra. Pero ahora ella se había ido y él estaba solo.
Durante muchos días y noches estuvo llorando y
tan grande era su dolor que ni sus muchos, hijos pudieron lograr que se
consolase. Izanagi llamaba a Izanami por su nombre, pero no había respuesta a
sus solitarios lamentos. Incapaz de aguantar por más tiempo su soledad, se
decidió a bajar al mundo de las tinieblas, de donde se derivaba la fuerza
ardiente del hijo que había causado la muerte de Izanami, con el fin de
buscarla y devolverla al mundo de la luz.
Una vez que hubo tomado tal determinación, su espíritu
se calmó; pero no así su pena y las lágrimas siguieron llenando sus ojos por su
amada esposa. Al empezar el viaje era sabedor de los terrores que le esperaban.
Sabía que el camino estaba plagado de peligros por todas partes y que los
enemigos se hallaban al acecho de los extranjeros que se aventuraban en sus
tierras. Pero su espíritu era indomable y después de un largo trayecto llegó
sin incidente o calamidad a la prohibida y tenebrosa región del bajo mundo.
Durante días y noches anduvo vagando entre las
violentas sombras de aquel helado lugar buscando a su esposa; pero ella no
aparecía por ninguna parte. Al fin, desanimado y exhausto, estaba a punto de
echarse a descansar cuando delante de él vio la grácil figura de su mujer, a la
que llamó lleno de alegría. Ella se volvió con un grito de asombro y corriendo
hacia él le abrazó con lágrimas de bienvenida. Izanagi fa asió cariñosamente y
le dijo:
-¡Ven! No sigamos aquí más tiempo. He venido
para llevarte conmigo a nuestro amable país, porque sin ti ya no hay alegría
en nuestro hogar. Todavía quedan trabajos de creación divina que completar,
porqué así lo han ordenado nuestros dioses celestiales. Y ¿cómo voy a hacer
esos trabajos sin ti? Te necesito, como esposa y como ayudante.
Pero Izanami movió la cabeza y su rostro se
nubló al decir:
-Deseo vehementemente volver contigo, esposo
amado, pero ¡ay!, es demasiado tarde. Ya no es posible.
-¿Por qué? ¿Por qué? -preguntó Izanagi, atormentado
por las palabras de Izanami.
-Porque he comido el alimento y he bebido el
vino de este lugar de maldad, augusto esposo mío, y ahora jamás podré retornar
a la tierra.
lzanagi quedó frío y desesperado, pero contestó
intrépidamente:
-He hecho este horrible viaje para
encontrarte. Nada me hará volver sin ti. ¡Nada! Haré todo lo que sea posible
para que regreses conmigo a nuestra isla.
Izanami bajó la cabeza y estuvo pensando durante
un buen rato. Al fin dijo:
-Perdóname si parezco tan falta de valor. Sé
los peligros que has corrido por amor a mí. ¿Qué no haría yo, pues, por amor a
ti? Voy a ir al señor de este país para rogarle que nos permita regresar
juntos. Es probable que todavía vaya bien todo. Lo único que te pido es que
primero me hagas una solemne promesa.
-La haré de todo corazón. Dime lo que es
-gritó Izanagi.
-Sólo esto. Voy a tardar algún tiempo y es
posible que tú te impa-cientes. Pero te lo suplico, querido esposo, bajo ningún
pretexto debes entrar en mi habitación. Espera aquí confiado, sin importar la
tentación que puedas tener en cuanto a buscarme o a descansar en mi casa
esperando mi retorno. Por favor, júrame que me vas a obedecer.
-Te doy mi palabra dé honor, querida esposa, y
te juro por nuestro amor que esperaré aquí y que no trataré de encontrarte.
Izanami le dejó satisfecha. Su marido se quedó
con la firme resolución de esperar su vuelta y de observar su sagrada promesa.
Sin embargo, las horas empezaron a hacérsele larguísimas y todo a su alrededor
parecía cada vez más oscuro y triste; y ella no venía. Izanagi se sentía más ansioso
por momentos; empezó a notar aprensiones y a temer que alguna cosa horrible le
hubiera ocurrido a su esposa. Luego comenzó a notar un olor cada vez más
nausea-bundo. Poseído de una extraña sensación de terror, y olvidando el juramento
que había hecho a su esposa y diosa, rompió uno de los dientes de un peine que
llevaba en el pelo, lo encendió como si fuera una antorcha y lo llevó delante
de él buscando el origen del olor que ahora se había hecho insoportable. El
rastro le condujo hasta una pequeña puerta, se cubrió la cara con el pañuelo y
entró. Levantó la antorcha y vio que se hallaba en una pequeña cámara. Cuando
sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz vacilante y a las sombras, se quedó
de piedra ante la visión que tenía ante él. Tendida en un paño mortuorio estaba
la figura durmiente de Izanami; y a pesar de la suave respiración que mostraba
que estaba viva, su cuerpo era el de una persona hacía mucho tiempo muerta. De
ella partía el nause-abundo hedor que le había inquietado tanto, y se quedó
mirando con horror a la putrefacta carne que sólo un momento antes había sido
tan hermosa. Agachados alrededor de ella estaban los ocho sucios demonios del
trueno que miraron al aterrorizado Izanagi con ojos malévolos al mismo tiempo
que de sus bocas salían llamas. Lleno de un repentino pánico, Izanagi se volvió
y huyó, dejando caer la antor-cha en su precipitación, al salir de la terrible
habitación.
El, ruido despertó a Izanami quien, comprendiendo
lo que había pasado, se llenó de ira. Echó a correr por la puerta y llamó
furiosamente al fugitivo Izanagi:
-¿Es así cómo guardas tu promesa? ¿No te había
prohibido yo que entraras en mi habitación? ¡Has visto mi repugnante forma y
te has destruido a ti y me has destruido a mí! ¡Me has puesto en vergüenza y no
tengo otra alternativa sino perseguirte hasta que te destruya!
Izanami reunió a una multitud de demonios
hembras y las envió en persecución de Izanagi. Ellas estaban dotadas de ligeros
pies por lo que, aunque él corría como el viento, pronto le alcanzaron. Izanagi
se sacó el peine de la parte izquierda de su pelo y lo arrojó al suelo. De él
surgieron unas vides que estrecharon a las demonias en un fuerte abrazo. Luego
brotaron muchos racimos de uvas y las demonias cayeron sobre ellos. Durante
bastante tiempo estuvieron comiéndolos vorazmente hasta que no quedó ninguna
uva; sólo entonces recordaron a su presa que ahora estaba muy lejos. Corriendo
a una velocidad de vértigo, las demonias comenzaron a alcanzarle otra vez por
lo que él, sintiendo que le pisaban los talones, arrojó el peine del lado
derecho de su pelo del que salió una cosecha de retoños de bambú. Sus
perseguidoras se detuvieron y vorazmente empezaron a comérselos. Izanagi,
apretó a correr más para salvar su vida, pero las demonias, una vez hubieron
acabado con los retoños de bambú, pronto le dieron alcance. Entonces Izanagi
fabricó agua y originó un gran río que fluía entre él y las demonias, y éstas
quedaron tan confundidas que volvieron a toda prisa al Hades. Izanami se
enco-lerizó cuando supo que Izanagi se les había escapado. Llamó a los ocho
dioses del trueno que habían estado anteriormente a su alrededor y les urgió
para que fueran tras Izanagi y lo trajeran al Hades.
Junto con mil quinientos demonios auxiliares,
los ocho dioses del trueno echaron a correr a la máxima velocidad hasta que muy
pronto, a lo lejos, divisaron la figura de Izanagi. Al fin llegaron a su altura
y lo rodearon. Izanagi sacó su espada y empezó a dar mandobles a diestro y
siniestro. Los demonios eran tan malignos que no podía matarlos; sin embargo sí
que logró golpearlos con tanta des-treza que les hizo retirarse.
Fatigado y exhausto Izanagi consiguió llegar
al fin a una montaña llamada Yomi-no-horakaza, en la provincia de Izumo, donde
encontró un melocotonero. Sabiendo que los demonios aborrecían los
meloco-tones, cogió frutos para arrojárselos. Cuando volvieron los demonios
lanzó los melocotones entre ellos y éstos echaron a correr confun-didos.
Los demonios volvieron de nuevo al Hades e
informaron a Izanami de su fracaso. Su cólera y rabia se desataron, arrojó
contra ellos amenazas y castigos, y determinó ir por sí misma en busca de
Izanagi con el fin de traerle dominado.
Mientras tanto Izanagi había encontrado una
peña de inmenso tamaño. Se hubiera precisado la fuerza de mil hombres para
levan-tarla, pero Izanagi estaba dotado de tales cualidades. nobles de mente y
cuerpo que fue capaz de alzarla solo y deponerla ante la entrada del mundo
subterráneo. Se sentó muy cansado pero sereno e imperturbable a esperar lo que
iba a pasar. No había transcurrido mucho tiempo cuando de repente oyó la
chillona voz de Izanami y vio su figura que se acercaba a lo lejos. Se puso de
pie asombrado. Estaba preparado para todo menos para vervenir hacia él a
Izanami como un amargo enemigo. Recordó sus días de alegría juntos, su dulzura
y fidelidad, y ahora estaba lleno de angustia por el cambio que se había
operado en ella. Pero nada detenía su aproximación, nada excepto la enorme
piedra que le cerraba el paso.
-¿Qué es esto? -gritó furiosa. ¿Por qué has
puesto aquí esta piedra? ¡Quítala en seguida!
Izanagi contestó pacíficamente que la dejaría
donde estaba. Entonces la colérica Izanami empezó a golpear la roca con las
manos y a patear tan violentamente la tierra que sus cuatro esquinas se
menearon y los mares hicieron olas altísimas; pero la roca siguió firme en su
sitio. Después Izanami apeló a su marido diciendo:
-¿Por qué no guardaste la promesa de no entrar
en mi habitación? Me has humillado y has traído gran vergüenza sobre mí. ¿Por
qué lo hiciste? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? y el tono histérico de su voz
fue aumentando de volumen.
Izanagi volvió a contestar pacíficamente:
-Aquí y ahora rompo nuestros lazos matrimoniales.
Quiero que entiendas que ya no somos marido y esposa. He vuelto al mundo de la
luz y te ruego que, sin decir una palabra más, tú también regreses a tu tierra
de la muerte y la oscuridad.
En estos términos Izanagi impuso la fórmula
del divorcio para todas las futuras generaciones.
Pero Izanami movió la cabeza y gritó airada:
-Si haces eso, amado esposo y hermano, me
vengaré con todo mi poder y todos los días destruiré a mil personas de tu
pueblo.
Con la misma pacífica voz de antes, Izanagi
contestó:
-Amada esposa y hermana, si tú haces lo que
dices, haré que todos los días mil quinientas mujeres den a luz un hijo cada
una y vivirán mil quinientas personas fuertes.
Izanagi hizo una pausa, y luego añadió:
-Puesto que se han roto los lazos que nos
ataban, desde ahora en adelante nuestros países estarán separados. Vuelve con
la debida sumisión a tu tierra de la muerte, y deja que yo cumpla en paz con
mi tarea de crear el mundo vivo.
A Izanami no le quedaba ya nada por decir.
Agachó la cabeza, aceptó su destino y retornó sumisa al Hades. Desde aquel
momento y para siempre, todos los lazos que había entre ellos y sus mundos
quedaron rotos.
Traducción:
Angel García Fluixá
040. anonimo (japon)
[1] Voz tomada del griego que significa el estado y la morada de los
muertos; al igual que los infiernos, el Hades está ubicado «abajo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario