Es muy peligroso tomarse en broma las leyendas que
testimonian sobre los seres que existen en la espesura del monte. Quienes han
vivido mucho tiempo saben que no creer tiene sus consecuencias, por eso nunca
callan sus experiencias, aunque no les crean.
El alma‑mula es una mujer que vive en pecado, que
tiene por amante a su padre, hijo o hermano, que se ha rebelado contra la ley
de Dios sin importarle las consecuencias. Su alma está ya perdida, entonces a
ella nada le importa, atraviesa las noches convertida en un inmenso perro negro
de ojos rojos como brasas, así recorre los caminos arrastrando una cadena.
Cuando se la escucha gritar de un modo espantoso, nadie se atreve a acercarse
siquiera a la ventana. Si quedó alguna duda de que estuvo allí, a la mañana
siguiente esta incertidumbre desaparece porque quien madrugue encontrará
cadáveres de animales sin corazón.
Hay quienes dicen que el alma‑mula todavía guarda
alguna esperanza, por eso vaga buscando un alma caritativa, alguien que la
redima de su pecado mortal. Lo que necesita es un espíritu valiente que se
anime a ayudarla, porque se sostiene que quien quede frente a ella y no le
tema, logrará que baje sumisamente su cabeza y ofrezca sus orejas; al cortarlas
con un cuchillo la salvará del castigo divino, a través de la sangre, y
provocará su determinación de no reincidir más en el pecado.
Al alma‑mula que realmente hay que temer es a la que
nadie ha herido y salvado, porque si pasa mucho tiempo, lamentablemente se
pierde para siempre y pasa a ser llamada "la condenada". Entonces se
hace mala y goza haciendo daño. En cambio, si alguien la hiere ‑aunque sea
levemente‑ la mujer enferma y muere.
Hay muchas historias contadas por los que la vieron,
pero el consejo que dan los desafortunados es el de proteger los oídos, sobre
todo cuando llegan los vientos del sur arrastrando su desgarrador grito, mezcla
de dolor y desesperación, porque queda resonando por meses en el cerebro.
050. anonimo (quechua)
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