Hace mucho tiempo el hielo y la nieve cubrían la Patagonia : entonces el
cisne atravesó esa inmensa extensión blanca por vez primera. Pero, ¿quién era
ese cisne? Se trataba del mensajero de la isla divina, el elegido por todos los
animales, quienes convocados por Terr‑Werr, la tuco‑tuco, decidieron enseguida
salvar al pequeño Elal. El ave venía volando desde la isla del gran Kóoch,
creador de la vida. Allí fue donde nació el pequeño Elal, hijo de Teo, la nube
cautiva, y el terrible gigante Nóshtex. Y la misión del cisne no era otra que
la de transportarlo en su lomo y dejarlo, sano y salvo, en la cumbre del
Chaltén; que aún hoy es posible vislumbrar por su majestuosidad entre los demás
cerros de la cordillera.
Se dice que el cisne no voló solo sino que lo
acompañaron todos los pájaros. Y que los peces deseosos de vida y de aventura
surcaron las aguas para ir tras él. Los demás animales no querían quedarse
solos en la isla y pidieron ayuda a los peces y a los pájaros para lograr
atravesar el océano. Narran, también, que los animales que no sabían volar ni
nadar, entretenían a los compañeros que los transportaban con hermosas
historias. Y fue así, gracias a la ayuda mutua de todos las especies, que la
tierra, nuestra tierra, conoció a los guanacos, a las liebres y a los zorros.
Las congeladas lagunas derritieron su hielo para recibir en sus aguas a patos y
flamencos y el cielo se pobló de nubes blancas y espumosas, para invitar a los
pequeños chingolos y a los chorlos y a los majestuosos cóndores.
Pero: ¿y Elal?, ¿cómo podría vivir un pequeñito niño
solo en la cumbre de un cerro? Nunca estuvo aislado porque el cisne instruyó a
los pájaros para que lo cuidaran, le dieran calor con sus plumas y lo
alimentaran con frutos de tierras más cálidos. Esto duró tres días y tres
noches; como Elal era un héroe, sólo ese tiempo necesitó para ser lo
suficientemente grande y fuerte para comenzar con su obra a favor del nuevo
mundo.
Sin embargo, no le fue todo fácil: al cuarto día,
cuando Elal se sintió en condiciones de bajar del Chaltén, aparecieron frente a
él dos terribles hermanos: Kókeske y Shíe, el frío y la nieve. Siempre juntos,
acordaban en todo, amaban su tierra desierta y constantemente la recorrían
asegurándose de que las cosas estuvieran en orden. Shíe hacía olas con su largo
y hermoso ropaje blanco, y la aspereza de las rocas se tornaba en mullido
colchón. De puro aburrido nomás, tiraba copos al mar, que quedaban esparcidos como tachuelas de un blanco
brillante. Tras él, Kókeske, con su halo de frío, congelaba la nieve
transformándola en una capa brillante y patinosa. Cuando invitaban a Máip, el
viento helado, este se divertía soplando la nieve congelada hasta lograr formas
diversas con gran filo, que tanto Shíe como Kókeske debían esquivar en su juego
preferido: las vertiginusas carreras por el hielo. En fin, los amos de la
Patagonia se pusieron furiosos cuando descubrieron a Elal, que bajaba del cerro
Chaltén donde lo había dejado el cisne, con intenciones de vivir en ese lugar y
cambiarlo todo. Ellos, solo ellos eran los dueños de las tierras blancas del
sur: ¿quién era ese Elal que osaba inmiscuirse en su reinado?
Desbordantes de furia y odio, llamaron a Máip, el
potente viento que de juguetón devino en asesino. Llegó acompañado de su amigo
hielo para enfrentar al aún tierno Elal. Entonces algo increíble sucedió: el
joven Elal frotó entre sí dos piedras, ofrecidas por la montaña, y consiguió un
penetrante calor rojo: el fuego. Con este, su primer invento, venció a los
poderosos hermanos y a sus amigos.
Cuentan que cuando Elal se encontró solo, sin el
cuidado de los pajaros, usó la sabiduría que recibiera como obsequio de
despedida del gran Kóoch e inventó el arco y la flecha para aprender a cazar y
no morir de hambre. Con su apetito saciado miró a su alrededor y observó que la
tierra era demasiado angosta, entonces, con bravura y con la ayuda de sus
poderosas flechas obligó al mar a correrse y así la tierra se agrandó. Luego de
hacerse un buen espacio para vivir pensó que sería aburrido y peligroso estar
siempre con frío. Sin dudarlo, decidió que además del invierno, existieran el
otoño, el verano y la espléndida primavera. Las fieras que allí habitaban,
felices por este regalo, se amansaron y fue como Elal dispuso todo para una
buena vida. Pero todavía se hallaba solo: no tenía con quién compartir tantas
bondades. Entonces, se sentó muy tranquilo en un hermoso lugar, a orillas de un
gran lago azul y cristalino; eligió con sumo cuidado el barro más suave, lo
amasó, le dio forma y así creó a los hombres y a las mujeres: los tehuelches.
Pero claro, los nuevos hombres o chóneks ‑así se llaman en la lengua
tehuelche- eran como niños, había que enseñarles todo. Elal los obsequió con
sus mejores secretos: el arte de la caza, la magia del fuego, la preparación de
los cueros para construir toldos, el modo de coser quillangos para no pasar
nunca frío y otros muchos más. Los tehuelches, tan contentos de habitar esta
tierra, fueron excelentes aprendices.
La señora Luna y el señor Sol tenían una hija de la
que Elal se enamoró perdidamente pero, como padres, resultaron ser muy
posesivos y la escondieron para evitar el matrimonio. Elal, furioso, los
expulsó de la tierra para siempre y ahora viven condenados a estar, no solo
separados de su hija sino lejos el uno del otro. Y la joven, que quedó
abandonada en el mar, se esforzó por acercarse a su madre en el cielo,
provocando con cada luna nueva una crecida.
La muerte también llegó convocada por Elal, fue un
día en que una pareja de lobos marinos lo desobedeció y como el héroe no podía
descansar hasta lograr que todo estuviera bien ordenado, tuvo que castigarlos
de modo definitivo. Y la muerte se quedó nomás como parte de la vida de los
tehuelches también, pero no permaneció sola, el deseo se acercó a hacerle
compañía.
Así, cuando Elal miró su obra, se sintió satisfecho
y pensó, por primera vez, en descansar. Hizo una gran reunión de despedida y
les pidió con mucha seriedad que mantuvieran la memoria viva a través de sus hijos
y de sus nietos, y sus bisnietos... Les ordenó que compartieran los secretos
para que la sabiduría de los tehuelches los acompañara siempre, protegiéndolos
como él lo había hecho hasta ese momento.
El sol tímido se abría paso en el horizonte y las blancas
plumas del cisne ‑aquel que había traído a Elal y que ahora era convocado
nuevamente por el héroe‑ comenzaron a hacer suaves cosquillas a los hombres,
mujeres y niños que despedían a su creador. Poco a poco, las lágrimas de
tristeza se convirtieron en risas contagiosas, nadie podía aguantarlas. En
medio de tanto bullicio, Elal se montó sobre su fiel amigo señalándole el
camino a seguir. El cisne estaba feliz, hacía mucho tiempo que no veía a su
niñito y, encontrarlo tan hombre y tan amado por todos, lo llenaba de placer.
Levantaron vuelo y una llovizna dorada y luminosa los cubrió a todos como una
bendición.
Porque el cisne ya era viejo, Elal debía cuidarlo
mucho: le acariciaba el cuello y le susurraba al oído todas las aventuras
vividas desde que él lo depositara en el Chaltén. Habían recorrido un tramo
bastante extenso cuando el héroe percibió el cansancio del ave y sin dudarlo
disparó una flecha hacia el mar y allí mismo apareció una isla con mullida
vegetación para que descansara. Y así lo volvió a hacer durante todo el viaje
cada vez que su amigo necesitaba reposo.
Esas islas todavía se dejan ver desde la costa
patagónica y en la más lejana, en una que nadie llega a ver, vive Elal. Pero ya
nunca más está solo porque allí, las almas de los tehuelches muertos, cobran
una nueva vida y le cuentan las más lindas historias mientras se calientan
entre los fueguitos que nunca se acaban. Así ahuyentan el frío que se les coló
en el viaje tan largo hasta la isla invisible.
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