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jueves, 23 de agosto de 2012

La maravillosa e increible historia de elal

Hace mucho tiempo el hielo y la nieve cubrían la Patagonia: entonces el cisne atravesó esa inmensa extensión blanca por vez primera. Pero, ¿quién era ese cisne? Se trataba del mensajero de la isla divina, el elegido por todos los animales, quienes convocados por Terr‑Werr, la tuco‑tuco, decidieron enseguida salvar al pequeño Elal. El ave venía volando desde la isla del gran Kóoch, creador de la vida. Allí fue donde nació el pequeño Elal, hijo de Teo, la nube cautiva, y el terrible gigante Nóshtex. Y la misión del cisne no era otra que la de transportarlo en su lomo y dejarlo, sano y salvo, en la cumbre del Chaltén; que aún hoy es posible vislumbrar por su majestuosidad entre los demás cerros de la cordillera.
Se dice que el cisne no voló solo sino que lo acompañaron todos los pájaros. Y que los peces deseosos de vida y de aventura surcaron las aguas para ir tras él. Los demás animales no querían quedarse solos en la isla y pidieron ayuda a los peces y a los pájaros para lograr atravesar el océano. Narran, también, que los animales que no sabían volar ni nadar, entretenían a los compañeros que los transportaban con hermosas historias. Y fue así, gracias a la ayuda mutua de todos las especies, que la tierra, nuestra tierra, conoció a los guanacos, a las liebres y a los zorros. Las congeladas lagunas derritieron su hielo para recibir en sus aguas a patos y flamencos y el cielo se pobló de nubes blancas y espumosas, para invitar a los pequeños chingolos y a los chorlos y a los majestuosos cóndores.
Pero: ¿y Elal?, ¿cómo podría vivir un pequeñito niño solo en la cumbre de un cerro? Nunca estuvo aislado porque el cisne instruyó a los pájaros para que lo cuidaran, le dieran calor con sus plumas y lo alimentaran con frutos de tierras más cálidos. Esto duró tres días y tres noches; como Elal era un héroe, sólo ese tiempo necesitó para ser lo suficientemente grande y fuerte para comenzar con su obra a favor del nuevo mundo.
Sin embargo, no le fue todo fácil: al cuarto día, cuando Elal se sintió en condiciones de bajar del Chaltén, aparecieron frente a él dos terribles hermanos: Kókeske y Shíe, el frío y la nieve. Siempre juntos, acordaban en todo, amaban su tierra desierta y constantemente la recorrían asegurándose de que las cosas estuvieran en orden. Shíe hacía olas con su largo y hermoso ropaje blanco, y la aspereza de las rocas se tornaba en mullido colchón. De puro aburrido nomás, tiraba copos al mar, que quedaban esparcidos como tachuelas de un blanco brillante. Tras él, Kókeske, con su halo de frío, congelaba la nieve transformándola en una capa brillante y patinosa. Cuando invitaban a Máip, el viento helado, este se divertía soplando la nieve congelada hasta lograr formas diversas con gran filo, que tanto Shíe como Kókeske debían esquivar en su juego preferido: las vertiginusas carreras por el hielo. En fin, los amos de la Patagonia se pusieron furiosos cuando descubrieron a Elal, que bajaba del cerro Chaltén donde lo había dejado el cisne, con intenciones de vivir en ese lugar y cambiarlo todo. Ellos, solo ellos eran los dueños de las tierras blancas del sur: ¿quién era ese Elal que osaba inmiscuirse en su reinado?
Desbordantes de furia y odio, llamaron a Máip, el potente viento que de juguetón devino en asesino. Llegó acompañado de su amigo hielo para enfrentar al aún tierno Elal. Entonces algo increíble sucedió: el joven Elal frotó entre sí dos piedras, ofrecidas por la montaña, y consiguió un penetrante calor rojo: el fuego. Con este, su primer invento, venció a los poderosos hermanos y a sus amigos.
Cuentan que cuando Elal se encontró solo, sin el cuidado de los pajaros, usó la sabiduría que recibiera como obsequio de despedida del gran Kóoch e inventó el arco y la flecha para aprender a cazar y no morir de hambre. Con su apetito saciado miró a su alrededor y observó que la tierra era demasiado angosta, entonces, con bravura y con la ayuda de sus poderosas flechas obligó al mar a correrse y así la tierra se agrandó. Luego de hacerse un buen espacio para vivir pensó que sería aburrido y peligroso estar siempre con frío. Sin dudarlo, decidió que además del invierno, existieran el otoño, el verano y la espléndida primavera. Las fieras que allí habitaban, felices por este regalo, se amansaron y fue como Elal dispuso todo para una buena vida. Pero todavía se hallaba solo: no tenía con quién compartir tantas bondades. Entonces, se sentó muy tranquilo en un hermoso lugar, a orillas de un gran lago azul y cristalino; eligió con sumo cuidado el barro más suave, lo amasó, le dio forma y así creó a los hombres y a las mujeres: los tehuelches. Pero claro, los nuevos hombres o chóneks ‑así se llaman en la lengua tehuelche- ­eran como niños, había que enseñarles todo. Elal los obsequió con sus mejores secretos: el arte de la caza, la magia del fuego, la preparación de los cueros para construir toldos, el modo de coser quillangos para no pasar nunca frío y otros muchos más. Los tehuelches, tan contentos de habitar esta tierra, fueron excelentes aprendices.
La señora Luna y el señor Sol tenían una hija de la que Elal se enamoró perdidamente pero, como padres, resultaron ser muy posesivos y la escondieron para evitar el matrimonio. Elal, furioso, los expulsó de la tierra para siempre y ahora viven condenados a estar, no solo separados de su hija sino lejos el uno del otro. Y la joven, que quedó abandonada en el mar, se esforzó por acercarse a su madre en el cielo, provocando con cada luna nueva una crecida.
La muerte también llegó convocada por Elal, fue un día en que una pareja de lobos marinos lo desobedeció y como el héroe no podía descansar hasta lograr que todo estuviera bien ordenado, tuvo que castigarlos de modo definitivo. Y la muerte se quedó nomás como parte de la vida de los tehuelches también, pero no permaneció sola, el deseo se acercó a hacerle compañía.
Así, cuando Elal miró su obra, se sintió satisfecho y pensó, por primera vez, en descansar. Hizo una gran reunión de despedida y les pidió con mucha seriedad que mantuvieran la memoria viva a través de sus hijos y de sus nietos, y sus bisnietos... Les ordenó que compartieran los secretos para que la sabiduría de los tehuelches los acompañara siempre, protegiéndolos como él lo había hecho hasta ese momento.
El sol tímido se abría paso en el horizonte y las blancas plumas del cisne ‑aquel que había traído a Elal y que ahora era convocado nuevamente por el héroe‑ comenzaron a hacer suaves cosquillas a los hombres, mujeres y niños que despedían a su creador. Poco a poco, las lágrimas de tristeza se convirtieron en risas contagiosas, nadie podía aguantarlas. En medio de tanto bullicio, Elal se montó sobre su fiel amigo señalándole el camino a seguir. El cisne estaba feliz, hacía mucho tiempo que no veía a su niñito y, encontrarlo tan hombre y tan amado por todos, lo llenaba de placer. Levantaron vuelo y una llovizna dorada y luminosa los cubrió a todos como una bendición.
Porque el cisne ya era viejo, Elal debía cuidarlo mucho: le acariciaba el cuello y le susurraba al oído todas las aventuras vividas desde que él lo depositara en el Chaltén. Habían recorrido un tramo bastante extenso cuando el héroe percibió el cansancio del ave y sin dudarlo disparó una flecha hacia el mar y allí mismo apareció una isla con mullida vegetación para que descansara. Y así lo volvió a hacer durante todo el viaje cada vez que su amigo necesitaba reposo.
Esas islas todavía se dejan ver desde la costa patagónica y en la más lejana, en una que nadie llega a ver, vive Elal. Pero ya nunca más está solo porque allí, las almas de los tehuelches muertos, cobran una nueva vida y le cuentan las más lindas historias mientras se calientan entre los fueguitos que nunca se acaban. Así ahuyentan el frío que se les coló en el viaje tan largo hasta la isla invisible.

055. anonimo (tehuelche)

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