Todos los años en la primavera, las jóvenes mujeres
onas se juntaban en una choza especial, para la importante fiesta llamada
“yincihaua”. Acudían desnudas, con el cuerpo pintado y en sus rostros máscaras
multicolores. Tenían gran imaginación para hacerse hermosos dibujos
geométricos, que representaban los distintos espíritus que viven en la
naturaleza. Ellos les daban los poderes que ejercían sobre los hombres.
Ese día una de las niñas tomó con mucho cuidado un
poco de tierra blanca y empezó lentamente a trazar las cinco líneas que pensaba
pintar desde su nariz hasta las orejas. Las otras jóvenes trataron de imitarla,
ya que las figuras en el rostro eran muy importantes.
La fantasía de cada una se echó a volar y se pintaron
de arriba abajo con armoniosas figuras. Unas a otras se ayudaban, pero para no
ser reconocidas, se pusieron en sus rostros unas máscaras talladas. Blanco,
negro y rojo eran los colores preferidos. En un momento dado, cuando ya estaban
todas preparadas, salieron de la choza con grandes chillidos y mucho alboroto
para asustar a los hombres que las esperaban afuera.
La bulliciosa ceremonia se encontraba en su apogeo y
todos daban gritos, cuando sobre el tremendo ruido reinante se escuchó una
fuerte discusión entre el hombre-sol y su hermana, la mujer-luna.
-Yo no te necesito- insistía con altivez la luna.
-Sin mí, no puedes vivir- le contestó sarcástico el
sol.
-Perdería mi brillo quizás, pero seguiría viviendo.
-Sin el brillo que yo te doy no vales nada.
-No seas tan presumido, hermano sol.
-Tú deberías ser más humilde, hermana luna.
Y así siguieron la disputa como dos niños chicos.
Todos los hombres se pusieron de parte del sol y las mujeres apoyaron a la
luna. La discusión fue creciendo, creciendo y ni siquiera el marido de la mujer
luna, que era el arcoiris o “akaynic”, pudo lograr que la armonía volviera a
reinar entre la gente de la tribu.
De pronto, un gran fuego estalló en la choza del
“yincihaua”, donde las mujeres habían ido a buscar refugio cuando la pelea se
hizo más fuerte. Allí estaban encerradas cuando las alcanzaron las llamas.
Aunque el griterío fue inmenso, ninguna logro
salvarse. Todas murieron en el incendio. Pero se transformaron en animales de
hermosa apariencia, según había sido su maquillaje. Hasta hoy mantienen esas
características y las podemos ver, por ejemplo, en el cisne de cuello negro, en
el cóndor o en el ñandú.
Afortunadamente ellas nunca supieron lo que había
sucedido. Les habría dado mucha pena, porque fueron los propios hombres los que
prendieron el fuego. Es que tenían envidia del poder que en el comienzo de los
tiempos ostentaban las mujeres, y querían quitárselo.
Después de este penoso episodio la mujer-luna se fue
con su esposo “akaynic” hasta el firmamento. Detrás de ellos, queriendo
alcanzarlos, se fue corriendo el hombre-hermano-sol, pero no pudo lograrlo.
Todos se quedaron, sin embargo, en la bóveda
celestial y no volvieron a bajar a las fiestas de los hombres.
Fuente:
Del Libro “El Mundo de Amado”. Leyendas de Tierra del Fuego. Lucía Gevert.
052. anonimo (selk'ham)
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