(cronica de Heme)
De un poema
épico japonés del siglo doce
Kiyomori se había retirado del servicio activo
y estaba viviendo en reclusión como un monje. Había sido el dirigente del clan
Heike y había tenido una alta posición en la corte. Dividido entre las obligaciones
que estos cargos conllevaban y su deseo vehemente de escapar de todos los
placeres terrenales y de aprovechar el resto de sus días en el rezo y la
contemplación, se decidió finalmente durante un período de paz que hubo entre
las facciones bélicas de los clanes. Envainó la espada, se rapó la cabeza y
cambió la atmósfera de las intrigas de la corte y el tumulto de los campos de
batalla por la paz del templo. Sin embargo todo el mundo sabía, y nadie mejor
que el enclaustrado emperador Goshirakawa, que incluso retirado, Kiyomori era
una autoridad en cualquier cuestión relacionada con el Estado o con el ejército.
Goshirakawa tenía muchos favoritos en la
corte, por ejemplo Narichika, un pariente lejano de Kiyomori aunque de otro
clan, quien anhelaba tener un cargo en el ejército. Aprovechando el retiro de
Kiyomori, Narichika preparó inmediatamente todas las cosas para que le
nombrasen general. Sus sutiles intrigas pronto tuvieron fruto. Consiguió una
audiencia con el emperador y le expuso sus méritos con fuerza y elocuencia.
Goshirakawa no estaba desfavorablemente dispuesto a esta idea pero, temiendo
el enojo del poderoso Heike, pensó que no sería sabio precipitarse demasiado
en la promoción de Narichika.
El cargo que pretendía Narichika era de suprema
importancia y desde hacía tiempo Kiyomori tenía decidido que ese cargo lo
ejerciera a toda costa uno de sus hijos. Por eso, al oír hablar de las intrigas
de Narichika y de su audiencia con el emperador se llenó de ira. El
nombramiento de Narichika representaría un grave peligro para el Heike y
Kiyomori actuó inmediatamente. Decidió abandonar su retiro de la montaña y
dirigirse al enclaustrado emperador para oponerse vigorosamente a cualquier
sugerencia en el sentido de que Narichika ocupase el cargo de general. en el
ejército y para exigir abiertamente que este grado se lo concediese a su hijo
Munemori sobre la base de que el país se sumergería otra vez en la guerra civil
si Narichika ocupaba un cargo tan importante y estratégico como aquél. Pero Goshirakawa,
que favorecía en secreto a Narichika, se negó a admitir la grave advertencia
que le hacía Kiyomori, quien tuvo que marcharse colérico y amargado, sin haber
conseguido lo que se proponía.
Las noticias de la visita de Kiyomori al
palacio llegaron hasta Narichika. Al comprender éste que la negativa a dar el
nombramiento al hijo de Kiyomori demostraba la preferencia del emperador,
Nari-chika decidió presionar para que, sin dilación, le diesen a él la
responsabilidad. Y con esa, idea pidió una audiencia al emperador.
-Kiyomori es cruel, arrogante y egoísta -argumentó
Narichika al emperador-. No le interesa la paz ni el bienestar del país sino
sólo conservar el poder sobre el ejército dentro de su propia familia, y para
ello está dispuesto a entregárselo a su estúpido, obstinado y débil hijo. Por
esta causa le odian las facciones de sus propios solda-dos, quienes aguardan la
primera oportunidad que se les presente para rebelarse contra él. Vuestra divina
majestad siempre ha dese-ado ver humillado al Heike. Ahora tiene la ocasión. Le
aseguro a vuestra augusta majestad que puedo ganarme a la facción insatisfecha
del ejército del Heike y destruir para siempre a Kiyomori y a sus seguidores.
Goshirakawa quedó grandemente impresionado
ante este argumento, y como estaba deseando secretamente ver la derrocación y
humillación de Kiyomori, aprobó la petición de Narichika y le nombró general.
Sin perder tiempo Narichika se puso a buscar diversos
aliados de los más afines, como por ejemplo Shunkan, un viejo sacerdote;
Yasuyori, oficial del gobierno; y su hijo Naritsune, queya se había distinguido
como guerrero en una serie de batallas. Con éstos tres y un buen número de
otros disidentes que odiaban al Heike y que por tanto estaban dispuestos, a
apoyar a Narichika, éste convocó un cónclave secreto. El sacerdote Shunkan,
quien tenía una amplia reputación por su sabiduría e instrucción, cualidades
que ocultaban una naturaleza astuta y prudente, poseía una pequeña casa en la
región de Shishi ga Tani, y todos estuvieron de acuerdo en reunirse allí en
medio del más alto secreto.
En la noche de la reunión, cada uno de los
grupos viajó por separado hasta Shishi ga Tani y de aquí a la cabaña de Shunkan.
A una señal prevista de antemano cayó una cortina y las figuras de los
conspiradores desaparecieron en el oscuro interior de la casa. Una vez dentro,
Shunkan les condujo a una habitación más interior sin ventanas, donde sus
oscuras ropas exteriores y sus susurrantes voces desaparecieron inmediatamente.
Shunkan había preparado una pródiga cena, y después de que el vino hubo fluido
libremente, la animosidad contra Kiyomori y el Heike fue expresada por
completo, y todos ellos juraron entregar sus vidas si era necesario para derrocarlos.
Según avanzaba la noche, los espíritus se soliviantaban.
Las copas de vino eran intercambiadas y por turno todos hicieron su brindis.
Narichika pasó su copa a Shunkan. Este estaba a punto de llenarla del jarro de
porcelana cuando le crujió el cuello de repente y la cabeza le cayó suavemente
a un lado. Durante un momento imperó el silencio. Después Shunkan gritó:
-¡Un agüero, un agüero! ¡Que caigan así las
cabezas de los del Heike!
Con esto siguieron intercambiando más copas, y
ya intoxicados por el alcohol sintieron que la victoria estaba ásegurada.
Continuaron bebiendo durante toda la noche y la mañana les sorprendió dormidos
a todos; los cuerpos tendidos adonde habían caído con el sopor de la borrachera.
Pero había uno que estaba despierto, un amigo
de Shunkan que detestaba a Narichika y que en realidad era seguidor de
Kiyomori. Había llevado mucho cuidado en el control de sus bebidas con el fin
de no perder el juicio, y viendo a los demás borrachos y dormidos, decidió que
era mejor marcharse. Silenciosa pero rápidamente salió de la cabaña y fue
derecho a Kiyomori a quien le contó todo con detalle.
Kiyomori actuó veloz y decididamente. Envió
correos a todos los cuarteles dando instrucciones urgentes a cada capitán para
que armara a todos sus hombres y encarcelaran a todos cuantos simpatizasen con
Narichika. Cuando éste y sus conjurados regresaron ,a la ciudad, la
encontraron en estado de sitio y en rebeldía. Narichika, que ya había
sospechado de la desaparición del amigo de Shunkan, comprendió en seguida que
había sido traicionado, y decidió que su única esperanza era refugiarse en uno
de los escondrijos de la ciudad.
Mientras tanto Kiyomori, furioso y colérico
por la traición de que había sido objeto, se dirigió en seguida a Goshirakawa y
le pidió que le dispensara de sus votos de monje. Estaba decidido a tomar las
armas de nuevo y a guiar a sus hombres hasta que la oposición hubiera sido
arrasada. El emperador consintió de mala gana, pero como se negó a escuchar el
informe sobre las actividades de Narichika, Kiyomori cayó de pronto en la
cuenta de que el emperador pudiera estar simpatizando realmente con los
traidores. Al aumentar sus sospechas, estuvo más decidido que nunca a aniquilar
a Nari-chika y a sus simpatizantes. Dando un rodeo por la costa desembarcó a
sus soldados en la ciudad y les mandó que buscaran casa por casa. Narichika, su
hijo, Shunkan y Yasuyori fueron pronto cogidos por sorpresa escondidos en un
templo de los suburbios. Fueron obligados a rendirse y llevados ante Kiyomori.
En un sitio de honor, junto al emperador, estaba
sentado Kiyo-mori, vestido con toda su armadura y con el noble casco de
general. Al entrar los prisioneros, su rostro se cubrió de un rojo encendido
mientras que sus ojos casi se cerraban de odio. Como el emperador estaba poco
dispuesto a condenar a su favorito Narichika, escuchó con simpatía las súplicas
de perdón de los prisioneros. Kiyomori, sentado en silencio, al ver que el
emperador estaba dispuesto a aligerar cuanto fuera posible la sentencia, e
incluso a absolverlos, pensó que cualquier cosa que él dijera en esta
coyuntura sería una pérdida de palabras. Pero su rostro desdeñoso y airado no
presagiaba nada bueno para los prisioneros.
Cuando éstos fueron devueltos a sus celdas
mientras se investigaba más ampliamente el caso, y el emperador hubo salido,
Kiyomori llamó en seguida a sus capitanes para decirles:
-Siempre he condescendido con nuestro augusto
emperador y por honrarle y respetarle nunca he cedido ante nada. Pero tengo la
obligación de informaros que está en contra nuestra. Ha tenido el oído
dispuesto a las intrigas de Narichika; le ha hecho general del ejército; e
incluso ahora, cuando la deslealtad de Narichika casi ha sumergido de nuevo a
nuestro país en la guerra civil, el emperador está haciendo sus manejos para
que los traidores sean absueltos. Después de considerar cuidadosamente sus
últimas accíones relacio-nadas con Narichika, me inclino a pensar que nuestro
augusto señor es parte del complot iniciado para derrocar al Heike, y que no
debemos consentir. El remedio que impongo es drástico e inapelable; si tenemos
que salvarnos y prevenir la hemorragia de sangre en nuestro país, debemos
dirigirnos en seguida a palacio y hacer prisionero al emperador.
Después de estas palabras, el silencio se
adueñó de la sala. Todos los presentes conocían al dedillo la gravedad de la
situación y que se necesitaba la acción inmediata para controlarla. Pero forzar
la entrada en palacio y arrestar al emperador era harina de otro costal. ¿Cómo
iba a reaccionar el pueblo si se enteraba -y desde luego se iba a enterar
pronto- de que el palacio del hijo del cielo había sido violado y que el emperador
había sido hecho prisionero? ¿No se levantaría el pueblo contra el Heike? De
cualquier modo la alternativa era cruenta, con el posible derrocamiento del
Heike y la muerte de sus componentes. Sin embargo sus mentes no tardaron en
decidirse: seguirían a Kiyomori adonde fuera en su audaz plan de custodiar la
sagrada persona del emperador.
Después de ganar la aprobación de sus capitanes,
Kiyomori ordenó a Munemori que reuniera a mil soldados escogidos y que avanzara
en seguida hacia el palacio del emperador.
-Tratad al emperador con la máxima cortesía
-ordenó Kiyomori. Bajo ningún pretexto violéis su persona. Explicadle la
razón y la necesidad de nuestra acción y decidle que no debe temer por su vida
o sus propiedades. En cuanto a los otros... ¡acabad con ellos! ¡Degolladlos a
todos instantáneamente! Sobre todo procurad que Narichika y su engendro
Naritsune no escapen a vuestras justicieras espadas.
Mientras Kiyomori hablaba, su hijo mayor Shigemori,
vestido con un kimono ordinario, entró en la sala y con el ceño fruncido
escuchó lo que estaba diciendo su padre. Cuando éste hubo terminado de hablar,
Shigemori, incapaz de contenerse, gritó:
-¡Padre, te ruego que aguardes un momento! He
oído tus órdenes a Munemori y te imploro que lo pienses nuevamente antes de
llevar a cabo esta acción tan temeraria y mal concebida.
Munemori se interpuso entre su padre y su
hermano, miró con desdén a éste y gritó:
-¡Vaya un soldado! ¿Y te atreves a discutir la
palabra de tu general? ¿Dónde está tu armadura? ¿Has adquirido de pronto el
corazón de una mujer?
Pero Shigemori observó con calma a su padre y
éste, que amaba y confiaba en su hijo mayor y había tenido frecuentes razones
para agradecerle su sabiduría y adecuado consejo, se quedó silencioso ante la
resuelta fijeza de su hijo.
-Munemori, estás hablando sólo por la ira y no
sopesas las razones de tus actos -dijo Shigemori volviéndose a su hermano
menor. Sin embargo te entiendo porque siempre has sido impetuoso y no has
pensado nada tus resoluciones.
Luego se dirigió solícita y profundamente a su
padre y a la compañía reunida.
-Y en cuanto a ti, padre, ¿dónde está tu paciencia
y sabiduría? ¿Has reflexionado sobre las consecuencias de esa temeraria acción?
Sabes a qué han conducido en el pasado acciones de este tipo. Sus memorias
están demasiado recientes para que las hayas olvidado tan pronto. Ellas son las
que han producido las sangrías, traído la violencia y devastado el país. Hoy
tenemos la paz, la primera que gozamos en muchos años. Todas las censuras y
odios están siendo lenta-mente borrados de las mentes de los hombres. ¿Por qué
quieres revivirlos otra vez y provocar un estado de guerra aún peor que antes?
Te prevengo que si llevas a cabo esta violenta acción, el nombre del Heike
sufrirá una mancha que los siglos de sangre y lágrimas derramadas no podrán
limpiar. ¿Vas a creer, padre mío, que te has dedicado a una vida santa, que
porque te quites tus ropas sacerdotales puedes eliminar tus votos? ¿No te
quitaste la espada y te afeitaste la cabeza porque ya estabas harto de
sangrías? ¿Por qué entonces la tomas otra vez y arrebatas la paz que tú y todos
nosotros hemos deseado durante tanto tiempo?
Al oír estas palabras de su hermano, Munemori
bajó la cabeza y lleno de vergüenza se apartó a un rincón. Kiyomori cogió el
manto sacerdotal y salió de la casa debido a la lucha que se desarrollaba en
su interior por la emoción que amenazaba con abrumarle. En su corazón estaba
el convencimiento de que Shigemori llevaba razón, pero su cólera contra el
emperador y contra los traidores era tal que no podía apaciguarse fácilmente.
Se puso las ropas sacerdotales sobre su armadura, volvió a la sala y se sentó,
pero permaneció en silencio. Ahora se asemejaba al sacerdote que había sido,
pero en cuanto el manto se subía un poco, surgía la armadura que había debajo.
Viendo este contraste, Shigemori se dirigió nuevamente a él:
-Mi
querido y honrado padre, perdona la violencia de mis pala-bras. Ahora te hablo
como soldado y sacerdote que eres. Perdona a Narichika y a su hijo porque han
actuado únicamente de acuerdo con lo que creían era su obligación.
Pero el rostro de Kiyomori se puso rígido otra
vez y replicó:
-Hijo mío, lo que yo hago, lo hago por el
honor del Heike y por el bien tuyo y el de tu hermano. Este Narichika es un
traidor y Nari-tsune seguirá en todo a su padre. Si se les deja vivir no nos
crearán más que problemas a todos, a nosotros y a nuestra familia.
-Padre, aunque sean traidores también están
conectados con nosotros por lazos familiares. No podemos echar sobre nosotros
su sangre. Y recuerda que Narichika es uno de los favoritos predilectos del
emperador. Mándalos al destierro pero respeta sus vidas.
-Shigemori, conozco muy bien la nobleza de
espíritu que te incita a decirme todo eso. Pero el emperador ha mostrado que
apoya a esos traidores y jamás podremos sentirnos a salvo si están libres para
conspirar contra nosotros. Es mucho mejor exterminar a Narichika y a sus
seguidores y mantener guardado a Goshirakawa donde no pueda dañarte ni a ti ni
al Heike.
Kíyomori había hablado suavemente. Se notaba
que cada palabra había sido serenamente considerada y era evidente que estaba
emocionado. Sus capitanes estaban sentados en silencio; sus cabe-zas seguían
bajas y ninguno se movía. Entonces habló Shigemori:
-En este mundo tenemos que consagrarnos a
cuatro lealtades: la primera es Dios, la segunda la patria, la tercera la
familia, y la cuarta el hombre. Aquellos que no cumplen sus obligaciones con
estas cuatro no son dignos de vivir entre nosotros. El emperador es hijo de la
divina diosa del sol. Para nosotros, él es como Dios sobre la tierra y nos
gobierna a nosotros y a nuestro país. Al jurar lealtad a Dios estamos jurando
también nuestra lealtad al emperador, y al dársela al emperador se la estamos
dando a Dios. Dios, el divino emperador y nuestra sagrada patria son una y la
misma lealtad. Nuestra obliga-ción con ellos es la primera y la más sagrada que
tenemos. Lo que se hace contra el emperador se hace contra Dios y!a patria. La
violación de este sagrado deber de lealtad traerá vergüenza y oprobio al Heike.
Yo, por ser soldado, debo proteger a mi emperador. Y si tú persistes en tu
proyecto, deberé luchar contra ti.
-¿Contra mí? ¿Contra tu padre? ¿Lucharías tú
contra mí?
Shigemori se arrodilló ante su padre y le dijo
angustiado:
-Padre, ¿es que no lo comprendes? Como soldado
debo luchar por mi emperador. Pero como hijo tuyo no puedo volverme contra ti.
¿Qué puedo hacer? Si, nada de lo que te diga puede disuadirte y estás
determinado a atacar el palacio, entonces, antes de que envíes allí a tus
soldados te ruego que me garantices esta última petición: ¡degüéllame con tu
espada!
Al terminar de hablar, Shigemori lloró amargamente,
y sin sentir ninguna vergüenza por ello, las lágrimas empezaron a caer de los
ojos de Munemori y de los soldados congregados que lloraban, por simpatía.
Kiyomori puso suavemente su mano sobre el hombro de su hijo y con voz triste y
resignada, dijo:
-Shigemori, me has derrotado. No puedo más. He
querido prote-gerte a ti y a nuestra familia. Pero llevas razón. No te aflijas
más. Narichika y su hijo serán perdonados y al emperador no se le. Moles-tará.
Haz con los prisioneros lo que desees.
Sin mirar a la compañía congregada, Kiyomori
se arrebujó más firmemente las ropas de sacerdote y salió de la habitación.
Entretanto, Munemori y los capitanes se reunieron
alrededor de Shigemori. Pero éste no les disculpó. A todos les amonestó, pero
en particular a Munemori por no haber disuadido antes a Kiyomori de realizar
tales acciones perversas. Les recordó que Kiyomori se estaba haciendo viejo y
que necesitaba la guía y el consejo de aquellos que le iban a suceder. Si el
poder del Heike pendía de un hilo, también pasaba lo mismo con la paz del país.
Pero las dos cosas podrían preservarse si prevalecía la sabiduría y el buen
consejo.
Sin decir nada más Shigemori abandonó la habitación
y se dirigió adonde estaba Kiyomori. Con el permiso de éste marchó a ver al
emperador para pedirle el urgente exilio de los traidores. Goshirakawa,
después de oír el razonamiento de Shigemori, fue lo bastante sabio para ver que
a pesar de su deseo de proteger a Narichika era necesario ese castigo para
aplacar a Kiyomori y al Heike. Por eso consintió en mandar al destierro a
Narichika, concretamente a Bizen, una parte solitaria del continente. Para
Narichika ésta era una sentencia dolorosa pero algo la mitigaba el hecho de que
aún era una parte del continente, y si las cosas cambiaban, él estaría
relativamente cerca. Pero para su hijo Naritsune fue muchísimo más penoso;
porque Naritsune, el oficial Yasuyori y el sacerdote Shunkan fueron condenados
al exilio a una lejana y desagradable isla de Kyushu hasta que la muerte los
liberara del castigo.
Traducción:
Angel García Fluixá
040. anonimo (japon)
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