Los pájaros fueron los que con su dedicación y
cuidado hicieron posible la vida de los tehuelches. ¿Cómo? Cuando obedecieron
al gran cisne, pusieron en práctica todo su amor para cobijar entre sus plumas
al pequeño Elal, futuro hacedor de los
chóneks, hombres de la Patagonia. ¿Qué le hubiera pasado en el
inmenso Chaltén sin el abrigo y el alimento que cada día ellos se turnaban para
darle? ¿Y no fueron acaso las aves las que ayudaron a la tuco‑tuco a esconder
al niño de las crueles manos del gigante que estaba casi pisándole los talones
para comérselo? Luego de los tres días y las tres noches que el héroe necesitó
para ser fuerte y bajar por la ladera del Chaltén, los pájaros de puro contento
nomás, se instalaron para siempre en las grutas y acantilados poblando de
colores y trinos las tierras australes.
Fue Terr‑Werr, la tuco‑tuco, la que acomodó a Elal
en su cueva junto a sus hijitos para salvarlo de su padre furioso que lo
buscaba desespera-damente para deshacerse de él. Esto sucedía en la isla de
Kóoch cuando Elal fue arrancado del vientre de su madre, la nube Teo. Terr‑Werr,
lo escondió pero no estaba tranquila porque su cueva se hallaba a un solo paso
de la caverna del cruel Nóshtex y en cualquier momento el gigante encontraría
al niñito y se lo comería. Entonces, desesperada, pidió ayuda a Kiken, el
chingolo.
Ahí nomás, a orillas de la laguna, Terr‑Werr se topó
con Kiken, que buscaba muy tranquilo su alimento removiendo con su pequeño pico
el espeso barro de la costa. Cuando vio a la tuco-tuco se puso más que
contento, le gustaban mucho los chismes y Terr‑Werr siempre tenía los más
nuevos. A los saltitos avanzó a su encuentro, pero muy otra era la causa de su
visita: necesitaba de sus servicios, le pidió que, por favor, volara hasta el
medio de laguna porque para una tuco‑tuco era imposible llegar allí con la
rapidez que se precisaba y que le contara al gran cisne sobre el peligro que
corría Elal. Con poco de chisme pero con mucho de emoción, el chingolo voló lo
más rápido que pudo para cumplir el encargo. Parece que por eso, por haber tenido el honor de ser el
primer mensajero en favor de Elal, todavía hoy Kiken es tan amigable con los
hombres y los animales, como agradecimiento a la confianza que depositaron en
él: todos los cielos son su cielo, todas las tierras su tierra, y basta que el
amanecer comience pintando de
suaves colores el horizonte para que con gusto ofrezca su canto matinal.
Pero volvamos al destino de nuestro héroe: no fueron
solo el chingolo, el cisne y la tuco‑tuco los que se movilizaron para salvarlo,
sino que todos los animales se convocaron con la idea de reunirse en asamblea y resolver
juntos el mejor lugar para Elal. Cuando estuvieron
dispuestos ‑en realidad todavía no sabían muy bien para qué‑ Terr‑Werr les habló del pequeño, de la furia y crueldad de
Nóshtex, su padre, y del terrible peligro que corría si daba por fin con él.
Justo en ese momento se escucharon los gruñidos del gigante y el rodar de las
rocas que lentamente, al caer, irían descubriendo el escondite del bebé.
El primero en hablar fue Kíus, el chorlo:
‑Muy lejos de aquí, hacia el Oeste, del otro lado
del mar, hay un lugar que solo yo he visitado. Propongo que allí se lleve al
niño;
Nóshtex es un gigante muy fuerte y poderoso, sin embargo, nunca podrá alcanzar a
nado esa tierra. En realidad, nunca llegará a saber que existe.
Y así fue,
el resto de la reunión se destinó a ultimar detalles. A los animales les resultaba natural escucharse y respetaban a todos sus
compañeros, por eso no les costó nada darse cuenta de la sensatez de la
propuesta de Kíus.
Después Kókeske y Shíe, el frío y la nieve, supieron
que la idea de que Elal los importunara con su visita había sido de Kíus, por
eso quisieron vengarse de él:
el chorlo solo vive en la Patagonia
cuando hace calor y se va hacia el Norte, cuando el frío se acerca para no
encontrarse jamás con los rencorosos hermanos.
¿Cómo se concretó la idea de Kíus?
Debido a que los animales son muy organizados,
distribuyeron las tareas y le tocó a Kápenk‑Och, un pajarito negruzco, entretener al malvado padre, el
temible Nóshtex, a fin de darle tiempo a Terr‑Werr
a preparar al niñito para la travesía. A Kápenk‑Och no le costó
demasiado esta tarea. De por sí era muy inquieto, disfrutaba la búsqueda de
comida diaria porque lo estimulaba a caminar por aquí y por allá, cosa que
hacía muy rapidito. También le gustaba descansar con su compañera bajo los
arbustos, silbando y cantando a los cuatro vientos. Y eso fue lo que hizo:
mientras Nóshtex con sus grandes pies aplastaba todas las plantas y matas que
encontraba en su camino rastreando a Elal por todos los rincones de la isla,
Kápenk-Och, revoloteaba muy cerca
de él y lo ensordecía con sus estridentes silbidos. En un momento Nóshtex se
acercó con peligro a donde organizaban la partida y entonces, molesto, le gritó
al pajarito:
‑¡Silencio!
Por supuesto, Kápenk‑Och continuó con sus silbidos
cada vez más agudos; el gigante gritó aún más fuerte:
‑¡Que te calles, he dicho! ‑mientras, levantó una
rama de entre los matorrales y se la tiró al pájaro con tanta puntería, que una
filosa astilla se le incrustó en la pechera gris.
Nóshtex, indolente y furioso, decidió volver a su
cueva. Kápenk-Och gritó y huyó sangrando. Cuando Elal lo vio llegar lastimado,
sus pequeños ojos dejaron escapar una lágrima y con sus manos regordetas de
bebé curó con delicadeza el pecho del ave. Pero como el rojo sangre le pareció
un color hermoso decidió que quedara para siempre esa marca en su cuerpo a modo
de distintivo por su valor y entereza. Desde ese entonces, se lo conoce como
"pecho‑colorado".
Otros hicieron lo que pudieron para ayudar a Elal,
aunque no todos lograron ser partícipes de la peligrosa empresa. Cuentan que
primero Terr‑Werr, la tuco‑tuco, pensó en el flamenco para transportarlo a la
Patagonia, puesto que es una de las aves más grandes. Llamó al pinche y le
pidió que fuera en su búsqueda.
Muy obediente, el pinche salió para cumplir el
pedido pero se cruzó en su camino a un gigante que, muy intrigado, comenzó a mirarlo.
Como sabía que su misión era secreta, se demoró haciendo que buscaba comida
como para no llamar la atención, y buscando y buscando logró ocultarse en los
matorrales hasta que el gigante siguió su camino. Cuando el peligro
desapareció, salió bien rapidito y corrió al otro lado de la laguna. Allí
descubrió al flamenco, que estaba muy concentrado, mirando los círculos que
provocaba al caminar en redondo por la orilla del laguna.
El animal, emocionado por la solicitud, con
velocidad atravesó la masa de agua para encontrarse con Elal, pero, a causa de
la demora del pinche, el niño ya subía sobre la espalda del cisne.
Dicen testigos que la tristeza del flamenco fue tan
grande, que callado y quieto levantó una pata y escondió su cabeza en un ala y
lloró. Al verlo así, Elal quiso alegrarlo con un obsequio. El amanecer pintaba
de rosa el cielo y envuelto en esa hermosa visión, el niño le coloreó las
plumas con ese tono tan bello: desde ese día los flamencos son rosados.
Parece que la pena quiso quedarse en el corazón del
demorado. Primero intentó acompañar a Elal volando tras el cisne, luego se
ocultó en las lagunas escondidas de la Patagonia y allí anda todavía, solito
con el cuello encorvado y la cabeza gacha como para disimular su tristeza.
Hubo otro animalito con un problema parecido:
Mexeush, el choique, al que hoy conocemos como ñandú. Resulta que
Patenk, el zorro, le avisó que Elal lo aguardaba al borde de la laguna.
Entonces Mexeush se preparó para ir al encuentro, pero se le apareció uno de
los gigantes que habitaban la isla y se asustó tanto que cambió de rumbo y ni
siquiera se animó a volar. Elal, cansado de esperarlo, decidió castigarlo y le
sacó para siempre la posibilidad de remontarse. Entonces, el choique, pese a
tener alas fuertes y grandes, no es capaz de levantar más que un palmo del piso
impulsado por sus patas y mira desde abajo el maravilloso e imponente vuelo del
cóndor, el estridente aleteo de los cormoranes y el simpático revolotear de los
pequeños chingolos. Lo que sí puede hacer es correr muy veloz por la planicie,
moviendo de puro deseo sus incapaces alas.
Fue por el fracaso del choique y del flamenco que
finalmente Kóokne, el cisne, fue el responsable de llevar al niño. Cuentan los
tehuelches que Elal aún no tenía nombre sino que fue elegido por el ave, que en
el transcurso del viaje construyó una amistad tan sólida con el muchacho que
duró para siempre. Y que cuando el héroe estuvo lo suficientemente fuerte como
para quedarse solo y comenzar su obra en la Patagonia el cisne se fue a vivir a
las lagunas. Pero como lo extrañaba, todos los días lo llamaba con un grito.
Hay quienes dicen que todavía hoy se lo escucha al
amanecer.
Como el cisne fue tan buena compañía para Elal y
quien les dio la oportunidad de existir a los tehuelches al traerlo a la
Patagonia, para ellos, los cisnes son sagrados. Si un tehuelche llegara a cazar
un cisne, la desgracia caería sobre él y su familia. Tampoco los domestican
porque merecen la más absoluta libertad. Y cuando la muerte quiere llevarse un
cisne ni los cóndores ni otras aves carroñeras se acercan a su cuerpo inerte.
Los tehuelches lo saben, eso dispuso Elal.
En el comienzo de su historia, los tehuelches
prevenían a sus niños sobre los peligros de la cercanía de un cóndor, porque
cada tanto, cuando algún chico andaba extraviado por el cerro, la gigantesca
ave lo atrapaba con su pico curvo y se lo llevaba a su nido. El pequeño Elal,
con solo cuatro años fue quien le enseñó modales: una tarde estaba descansando
sobre las rocas y miraba complacido las extrañas figuras que formaban las nubes
en su incansable danzar en el cielo. Entonces, un puntito negro que crecía y
crecía, llamó su atención. No tardó mucho en darse cuenta de que se trataba de
un cóndor y, como sabía el temor que provocaba a los niños tehuelches, decidió
acercarlo para tener una conversación. Tomó el arco que había fabricado con sus
propias manos, acomodó en él una pequeña flecha y así, tendido como se
encontraba, disparó hacia el ave que planeaba cada vez más cerca y terminó de
descender con un ruido de alas que casi lo deja sordo. Protegiendo sus oídos,
le dijo:
‑Sólo necesito que me entregues una de tus plumas,
Pero el cóndor, que ya no aleteaba, comenzó a gritar
que ni loco se la daría.
Y así fue como el ave enojó al niño, tanto que con
un solo movimiento de su manito le sacó todas las blancas plumas de la cabeza y
quedó pelado como hoy lo conocemos.
055. anonimo (tehuelche)
No hay comentarios:
Publicar un comentario