El padre había hecho una gran fortuna y sus dos
hijos disfrutaban de buena vida. Era un buen trabajador en el campo y además
tuvo suerte con algunos de los negocios que había emprendido. El hombre, que
era bastante mayor, un día enfermó gravemente y poco tiempo después murió. Así
fue que dejó para sus hijos esa inmensa fortuna.
Cuando el tiempo de luto se cumplió, los muchachos
se hicieron cargo de sus riquezas y se dispusieron a disfrutarlas a lo grande. Comenzaron
a aparecer amigos de todos lados, los gastos aumentaban más y más.
Desgraciadamente, para sostener el modo de vida que
eligieron, necesita-ron comenzar a vender parte de los bienes heredados. De a
uno fueron despojándose de los buenos enseres del hogar, hasta que ya nada
quedó y tuvieron que vender la propiedad paterna en toda su extensión.
De la riqueza y de la vida fácil pasaron
abruptamente a conocer la cara más cruda de la pobreza. No tenían ni
casa ni abrigo. Los que se decían amigos, raudamente habían desaparecido. En
esa situación se encontraban cuando, al no hallar remedio a la miseria que los
perseguía, los ganó la
desesperación. Se fueron al campo, se ocultaron de sus
vecinos y se pusieron a llorar desconsoladamente, hasta quedarse dormidos.
Cuando despertaron, descubrieron su pequeñez y su
nuevo aspecto: quisieron hablarse y no pudieron, solo un extraño sonido surgió
de sus antiguas bocas. Se habían convertido en aves, eran teros. Sin embargo,
algo conservaban de su pasado esplendor: la corbata y la pechera de la camisa. Y parte de su
soberbia quedó plasmada en un copete.
Así castigó Dios la imprudencia de estos jóvenes.
Pero aún hoy puede observarse, como prueba de su arrepentimiento, un círculo
rojo alrededor de sus ojos, huella visible de su angustioso llanto producido
por tan mal comportamiento.
050. anonimo (quechua)
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