(cronica de Heme)
De un poema
épico japonés del siglo doce
Algún tiempo después de que Munemori hubiera
sucedido a su padre como líder del Heike, los ejércitos dei Genji le declararon
la guerra por el norte y el este. Las provincias iban alzándose, una por una.y
uniéndose tras los líderes del Genji llamados Yoshitsune y su primo Yoshinaka,
por lo que Munemori comprendió que cualquier intento de defender la capital
sólo conducKía a la derrota y a la matan-za inútil. Después de consultar con
sus capitanes, decidió retirarse al palacio de Fukuwara, cerca del valle de
Ichi-no-Tani. Pocos días más tarde la huida era completa y no mucho después
los ejércitos de Yoshinaka ocupaban la capital.
Deliberadamente, Munemori había elegido el
viejo palacio de su padre para que el Heike pudiera recuperar su fuerza y su
espíritu. El palacio se hallaba situado en una región amiga del clan y era un
auténtico baluarte. Edificado sobre un bajo saliente de la cima de una montaña
cuya base caía perpendicular a una estrecha llanura que se inclinaba sobre el
mar, estaba protegido por detrás por la ferocidad del terreno montañoso y por
arriba por la dificultad del descenso. Por la parte de delante disponía de una
visión continua de toda la estrecha llanura hasta el mar, y cualquier atacante
que viniera por este lado sería divisado inmediatamente desde las torres de
vigilan-cia. Por ambos laterales, a cierta distancia, surgían pequeños
montí-culos que proporcionaban alguna protección contra el ataque de la
caballería. Munemori, pues, creyó que allí estarían seguros y si el enemigo
daba la batalla, ésta no sería de ningún modo en tchi-no-Tani.
Aprovechándose de una sangrienta disensión que
se produjo en las filas dei Genji yque terminó con e! aplastamiento de la
facción de Yoshinaka por Yoshitsune, Munemori convirtió el palacio en una plaza
fortificada. Grandes contingentes de guerreros procedentes del sur reforzaron a
los que ya había en Fukuwara, y un nuevo espíritu de lucha surgió entre los
hombres. Munemori llamó a sus capitanes y les dijo:
-¡Hombres del Heike! Ha llegado el momento de
la acción. Nuestro ejército es ahora fuerte y está lleno del deseo de la
victoria. Nuestros guerreros están inflamados con el espíritu de la lucha y
determinados a restaurar el glorioso nombre del Heike al lugar que le pertenece
en la capital. El enemigo se ha debilitado con disensiones internas y nuestra
fortaleza es inexpugnable. No esperaremos a que nos ataque el Genji; nosotros
empezaremos la ofensiva. Por tanto, os ordeno preparar la marcha sobre la
capital. Id en seguida y dispone-dlo todo. Luego volved aquí y ultimaremos los
detalles.
Pero el Genji tenía en Yoshitsune un dirigente
incansable. Después de triturar a su primo Yoshinaka en el río Uji, había
urgido a sus hombres para que destrozaran el ejército de su enemigo.
Aprove-chando la noche, y quemando casas y granjas para iluminar el camino de
sus guerreros, Yoshitsune y su gran ejército se presen-taron de pronto ante la
fortaleza del Heike. Cogido por sorpresa, Munemori llamó urgentemente a sus
capitanes y les dijo:
-Tenemos el enemigo a las puertas. Pero necesitarán
descansar antes del ataque y cada minuto de esta tregua debe usarse para
desplegar a nuestros soldados en formación de combate. Estamos seguros de que
no nos pueden atacar por detrás. Por tanto, podemos concentrar las tropas
dentro del fuerte contra un ataque frontal y extender el flanco de la
izquierda hasta llegar a las orillas del río y el de la derecha hasta el valle
de Ichi-no-Tani. Anclaremos nuestros barcos en la bahía y desde ellos nuestros
arqueros podrán barrer al enemigo que ataque por la llanura y ponernos a
cubierto cuando nos toque atacar a nosotros. ¡Soldados del Heike, debemos
luchar con valor para aniquilar al enemigo y entronizar de nuevo en la capital
el glorioso nombre del Heike!
Los capitanes salieron y aquella noche
desplegaron los ejércitos del Heike en formación de combate de acuerdo con el
plan de Mune-mori. Y ya era tiempo, porque al día siguienteYoshitsune lanzó su
primer ataque concentrando sus fuerzas sobre el fuerte y estableciéndose en el
valle de Ichi-no-Tani. Durante todo el día estuvieron atacando, pero sus
soldados se vieron forzados a retroceder varias veces con grandes bajas y muchos
de sus mejores capitanes queda-ron muertos en el campo de batalla. Por la
noche el ataque empezó a amainar y los ejércitos del Genji recibieron la orden
de retirarse. Yoshitsune mandó llamar en seguida a Benkei, su mejor amigo y
recién nombrado capitán. Después de realizar las ceremonias de salutación, y
cuando se hubieron ido los criados, Benkei aceptó agradecido la pipa y el
tabaco que le ofrecía su señor.
-Amigo mío -comenzó diciendo Yoshitsune,
nuestro plan ha fracasado. Nuestras bajas han sido numerosísimas y no hemos
debilitado por ninguna parte las posiciones del enemigo. Sus fortificaciones
son demasiado fuertes para tomarlas mediante el ataque frontal y si seguimos
con esta táctica acabarán con nosotros. Sin embargo, si pudiéramos atacar por
detrás los cogeríamos completamente por sorpresa y la victoria sería nuestra.
Benkei sacó la pipa de su boca y miró con espantada
incredulidad a Yoshitsune.
-¿Qué estáis diciendo, señor? ¿Atacar por detrás?
-clamó. Pero eso es imposible. Los declives de las montañas son tan
perpendiculares como los biombos de oro de vuestra señoría. Ningún hombre ni
tampoco bestia puede esperar jamás poner allí el pie. Moriríamos todos antes de
que pudiéramos llegar a los soldados del Heike.
La cara de Yoshitsune adquirió una familiar
expresión obstinada.
-Conozco muy bien las dificultades -replicó,
pero nada es impo-sible y nada es inexpugnable. No importa lo formidable que
parezca, no importa lo fuerte que sea, nosotros lo que tenemos que hacer es
buscarles el puntó débil. Hemos atacado desde el mar y hemos fracasado. Hemos
atacado por los flancos y hemos fracasado. Por tanto sólo nos queda una
posibilidad: la aproximación por las montañas y el ataque por detrás. Nuestra
primera consideración, pues, es encon-trar a alguien que conozca bien las montañas
y que sea capaz de aconsejarnos en los pasos a seguir. ¿Podemos encontrar a esa
persona?
-Eso, señor, no ofrece grandes dificultades
-replicó Benkei. En estos parajes hay muchos cazadores y si existe algún
camino por el que nuestros soldados puedan escalar las montañas seguro que
ellos lo saben. Con vuestro permiso, señor, saldré en seguida a buscar a uno de
ellos.
Toda aquella noche Benkei se la pasó rastreando
aquella zona en busca de alguien que les guiase. Al fin encontró a un mozo,
hijo de un viejo cazador que había pasado toda su vida entre las montañas. El
muchacho conocía las montañas tan bien como su padre, y cuando se le explicó lo
que se requería de él, estuvo de acuerdo en acom-pañar a Benkei.
Benkei lo condujo ante el señor Yoshitsune. El
mozo, intimidado por estar en presencia de persona tan distinguida, fijó sus
atemorizados ojos en el suelo y tuvo que pasar un buen rato antes de que
pudiese articular palabra.
-¿Puede bajar un hombre los declives que hay
detrás de Ichi-no-Tani? -preguntó Yoshitsune.
-Es demasiado difícil, señor -tartamudeó el
muchacho.
-¿Puede bajarlos un caballo? -preguntó Benkei.
-Nunca he visto hacerlo a ninguno -replicó el
mozo, pero sí he visto bajarlos a un ciervo.
-¿Has dicho que un ciervo puede bajarlos?
-gritó Yoshitsune. Pues si puede bajarlos un ciervo también puede hacerlo un
caballo.
Después de despedir al muchacho, Yoshitsune y
Benkei siguieron haciendo planes hasta elaborar un plan de ataque que parecía
viable. La mitad del ejército tenía que atacar por cada lado del palacio con el
fin de crear una táctica de diversión. La otra mitad, guiada por el mozo,
tenía que seguir a Yoshitsune.
Cada soldado debería conducir a su caballo tan
silenciosamente como fuera posible a través de las montañas hasta llegar al
extremo en donde caían los declives hasta el valle por detrás de la fortaleza.
La primera mitad que hemos mencionado, tenía que atacar por tres frentes: a
través de los flancos rocosos de los laterales, y a través de la llanura desde
el mar pasando por las fortificaciones que se extendían desde el valle a la
fortaleza. Todo este ataque debería ir acompañado de gritos de guerra de cada
hombre con el fin de crear un tumulto que penetrara todos los rincones de la
fortaleza. Una vez empezado el combate el plan de Yoshitsune consistía en descender
con sus hombres y caballos por los declives y atacar al enemigo por detrás.
-¡Requerirá el máximo de cada hombre y de cada
caballo! -gritó Yoshitsune con voz inflexible al día siguiente, cuando explicó
a sus guerreros el plan de ataque. Pero allá donde pueda descender un ciervo,
también lo podrán hacer los hombres y los soldados del Genji.
Los hombres recibieron la orden de descansar
lo que pudieran hasta que llegara la hora de ponerse bajo el mando de sus
respec-tivos capitanes para empezar la ofensiva, y que hicieran el camino en
silencio y bajo el cubierto de la oscuridad.
Al caer la noche, Yoshitsune y sus hombres
montaron en sus caballos y siguieron al muchacho hasta el pie de las montañas.
Allí desmontaron y cada hombre vendó con sacos los cascos de sus caballos y
quitaron cualquier cosa que pudiera ocasionar algún ruido. Furtivamente, y sin
decir una palabra, comenzaron el difícil ascenso. Poco después de media noche
llegaron a la cima de la montaña sin haber sufrido ninguna desventura y en
seguida lo dispusieron todo para descansar junto a los caballos. Los soldados
recibieron la orden de no hablar o silbar con el fin de que ni la más mínima
brisa pudiera transportar su sonido a los centinelas de abajo.
Yoshitsune se situó al borde de la cortina de
declive y con sólo el sonido de la respiración de los caballos en sus oídos,
observó el fuerte, abajo, a lo lejos, y las defensas que se extendían varios
kilómetros a cada lado. Hasta allá arriba le llegaban los ruidos ocasionales
de cantos y música a través del aire de la noche, lo que hacía evidente que
los pensamientos de sus enemigos estaban muy lejos de suponer un ataque de la
naturaleza del que se les avecinaba. Al oír un ligero chasquido, se volvió y
vio junto a él una figura oscura. Era Benkei. Ambos se pusieron a pensar en
silencio y de vez en cuando alargaban sus cabezas para mirar abajo. Sus
pensamientos se hallaban perdidos en la peligrosa tarea que tenían ante ellos y
ante sus soldados, y Yoshitsune murmuró una oración con el fin de que su
voluntad y su corazón no flaquearan en el momento decisivo. Gradualmente
empezó a iluminarse el cielo y un ligero destello sobre el horizonte anunció
el primer rayo del amanecer. Rápidamente Benkei se movió entre los hombres y
en pocos instantes todos estaban sentados en sus sillas y dispuestos para el
ataque. A medida que avanzaban los minutos, los unos se miraban a los otros y
aquí y allá los guerreros acariciaban los cuellos de sus inquietos caballos.
Al frente de sus hombres Yoshitsune observaba
rígida y ansiosa-mente lo que pasaba abajo. En el horizonte las nubes estaban
teñi-das de rojo y el alba arrojaba su plata sobre la superficie del mar.
Detrás de Yoshitsune un caballo pateó el suelo y rompió el silencio con un
agudo relincho. De repente Yoshitsune se tensó al divisar abajo una oscura
sombra que se alargaba y se dirigía desde los flancos y el mar hasta las
fortificaciones. El canto de las gaviotas y los gritos y el clamor de la
batalla desgarraron el aire de la mañana y el eco resonó aquí y allá contra los
declives de la montaña y a través del valle. Las luces iluminaron el fuerte y
los atentos hombres que estaban arriba pudieron escuchar el clamor y los gritos
de los soldados del Heike que ya se aprestaban a repeler el ataque frontal. Ni
un movimiento se apreciaba detrás; ni tampoco quedaba un centinela para
anunciar la amenaza que se cernía sobre ellos. Todo sucedía como Yoshitsune
había calculado: la parte de atrás quedaba desguarnecida.
Con una voz que superaba claramente al clamor
que venía de abajo, Yoshitsune gritó:
-¡Ha llegado el momento! Seguidme e imitad la
forma en que actúo. Asíos a vuestras sillas y sujetad bien las riendas. No perdáis
la cabeza ni un segundo o estaréis sentenciados. Alzad vuestras espadas al
cielo y poned vuestra confianza en la divina voluntad.
Tiró de la brida a su caballo y lo contuvo
hasta que el cuello del animal estuvo casi arqueado. como un arco. El caballo
pateó el suelo con sus cascos delanteros al sentir la fuerza que le obligaba a
ir hacia la orilla del declive. Yoshitsune se echó para atrás en la silla, casi
tocando el lomo de su caballo, y lanzó furiosamente a éste hacia adelante. El
aterrorizado animal dio un bufido y se lanzó por la cuesta desprendiendo a su
paso tierra y rocas. Con un chillido salvaje Benkei y los soldados le
siguieron. Los alocados relinchos de los caballos y el ruido de los cascos
sobre el suelo quedaban absorbidos en las nubes de polvo que se formaban
alrededor de los hombres y los animales que descendían como locos. Muchos de
ellos cayeron y fueron pateados en su caída, pero el ataque continuó adelante y
el hombre y la bestia se magullaban y sangraban en su desenfrenado asalto
hacia el fuerte.
Molidos y magullados llegaron al fin a suelo
plano. Gritos de desesperación y aviso brotaron en el fuerte al notar el Heike
que estaban rodeados de un ejército que parecía haber llovido del cielo. Los
soldados del Heike que estaban en la parte delantera tuvieron que enfrentarse
al nuevo peligro que les venía por detrás y bajo un torbellino de flechas las
tropas del Genji arrasaron las empalizadas de madera con sus antorchas hasta
que todo el palacio y fuerte quedó convertido en una hoguera. Los guerreros del
Heike luchaban denodadamente para contener el alud de hombres, espadas y
saetas. Pero ya era demasiado tarde. Las defensas exteriores estaban fuera de
combate y la lucha se desarrollaba ya dentro de los patios del palacio. Con sus
líneas rotas, el Heike empezó a huir en una desbandada salvaje, dirigiéndose
hacia los barcos anclados en la bahía. Sin ninguna discreción los soldados del
Heike sucumbieron al pánico ciego y aquellos que pudieron alcanzar y montar en
las barcas, en su desesperación golpeaban con sus espadas las manos de los que
se habían cogido a los bordes. Miles de ellos se ahogaron; el mar se tiñó de
rojo con la sangre de, los muertos. Y los estandartes rojos del Heike cayeron
al agua como las hojas marchitas de los árboles.
Entre los pocos que habían logrado escapar a
la carnicería se encontraba Munemori. Tenía bajo su custodia a Antoku Tenno,
hijo del emperador, y estimando que tenía el sagrado deber de salvar por encima
de todo al niño, escapó con él y los miembros de su familia en cuanto empezó la
derrota. La noticia de su huida se extendió a la velocidad del rayo entre los
soldados del Heike, y la moral de éstos se desintegró por completo. Aquellos
que no habían podido escapar se rindieron y los pocos bloques de resistencia
que aún quedaban en los flancos pronto se paralizaron. Los soldados
victoriosos del Genji persiguieron por todas partes a los del Heike que habían
escapado por tierra, y sólo los gritos de dolor de los heridos y de los que
agoni-zaban rompían el silencio del campo de batalla.
Fue precisamente en este momento de repentina
quietud cuando un caballo negro salió galopando del castillo en llamas
llevando en su grupa a un joven guerrero del Heike. Era Atsumori, el sobrino de
dieciséis años de Kiyomori que se dirigía hacia la playa. Cuando se hubieron
roto las líneas del Heike, Atsumori se había entretenido en recoger algunos de
sus pequeños efectos personales. Al volver a salir se encontró frente a tres
soldados enemigos y, aunque después de una denodada lucha salió vencedor, el
retraso había sido fatal. Cuando llegó a la playa todas las barcas se habían
ido y estaban ya a bastante distancia de él.
Atsumori veía desesperado alejarse a las barcas.
Y como sabía que los demás caminos posibles de huida estaban ya bloqueados,
urgió a su caballo hacia el agua con la esperanza de alcanzar a nado la barca
más cercana.
Sólo había penetrado unos metros cuando un
grito le hizo volverse en la silla para ver venir hacia él a un guerrero del
Genji que montaba un corcel blanco y llevaba levantado en su mano derecha el
abanico de guerra negro con el círculo rojo brillante en su centro.
-¡Eh! ¿Estoy viendo la espalda de uno que por
el estilo de su armadura y maneras es un noble del Heike? -aulló el guerrero. ¿No
te da vergüenza? ¿No es la obligación del soldado el dar sólo la cara al
enemigo? ¡Vuélvete y enfréntate conmigo, que tenemos varias cosas que decirnos!
El insulto de cobarde encolerizó de tal modo
al joven Atsumori, que tiró enérgicamente de las riendas a su caballo y se dio
la vuelta para enfrentarse a su oponente. Resuelto y airado Atsumori arrojó su
arco y desenvainó la espada para ir violentamente contra su ene-migo. El
guerrero sacó también su espada y se dirigió hacia el muchacho. Atsumori atacó
una y otra vez, pero sus dieciséis años no podían competir con el fuerte y
veterano soldado quien, de un rápido mandoble, arrojó al suelo a Atsumori. El
estricto código de la clase bélica exigía que el guerrero vencedor debía
degollar a su prisionero, por lo que envainando su espada, el de Genji sacó el
puñal. Al quitar el casco al muchacho con el fin de cortarle la cabeza con más
facilidad, quedó al descubierto el agraciado rostro del joven. Al levantar el
puñal su brazo cayó impotente.
-¡Ay! -pensó. ¡Tan joven y tan valiente! Su
juventud y apostura me recuerdan a mi hijo, y pienso en lo que sufriría mi
corazón si él fuera capturado y amenazado con el degüello como lo está este
joven ahora.
Se inclinó sobre una rodilla, puso suavemente
su mano sobre el hombro de Atsumori, y dijo:
-Joven señor. Tú eres un noble del Heike. ¿No
querrías honrarme diciéndome tu nombre? Yo soy el general Kumagai.
Atsumori miró el rostro de aquel ilustre soldado.
Ya eran legen-darios por todo el país los relatos sobre sus valientes hazañas
en las batallas y su benevolencia de corazón en la paz. Era el orgullo del
clan Genji y entre el Heike se le consideraba con el mayor de los respetos.
-Soy Atsumori, de la casa de Taira y sobrino
del general Kiyomori. No temo a la muerte. Cumple con tu obligación y
degüéllame.
Desprendiéndose de la armadura, Atsumori
desnudó su cuello y lo ofreció al soldado para que le matase. Sin embargo
Kumagai se puso de pie y empezó a pensar apenado. Este joven era de la noble
familia de Taira y sus padres, aunque aristócratas y enemigos suyos, eran tan
humanos como los demás hombres y mujeres. Imaginó la deses-peración que caería
sobre ellos cuando oyeran el relato de la humillante muerte de su joven hijo.
Volvió a mirar a Atsumori, y tocado en el corazón por su inocencia y juventud,
decidió perdonarle la vida y hacer todo cuanto pudiese para ayudarle a escapar.
En aquel momento oyó el ruido de cascos de
caballos; se volvió y vio a alguna distancia que se aproximaba una compañía de
soldados del Genji. Desesperado y con los ojos llenos de lágrimas Kumagai se
volvió a su joven cautivo para decirle:
-Honorable Atsumori, eres el vástago de una
vieja familia. Por respeto a tus padres y por la vida que tienes por delante me
hubiese gustado salvarte. Pero ya no podemos elegir. Mis guerreros se están
aproximando; si no te mato yo te matarán ellos; y si yo no cumplo con mi deber
también seré destruido y el nombre de Kumagai se pronunciaría siempre, a
partir de ahora, con el desprecio de la cobardía. Por tanto, prepárate joven
señor del Heike. Es mejor que tu muerte sea a manos de uno de tu propio
rangoque a manos de un soldado raso. Me duele en el corazón que hayamos llegado
a esta absurda carnicería entre nuestros dos clanes. ¡Perdóname lo que voy a
hacer! Se me parte el corazón, de verdad. Sólo puedo decirte, noble Atsumori,
que a partir de hoy envainaré mi espada y gastaré el resto de mis días en
oración como sacrificio por tu muerte y por el descanso de tu espíritu.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas al mover
al muchacho para que se preparara. Resueltamente levantó la espada con ambas
manos y con un agudo tajo segó la cabeza del cuerpo de Atsumori. Después
envolvió tiernamente la cabeza en un trozo de tela y la colocó delante de él en
la silla. Montó en su caballo, no hizo caso a las preguntas de sus soldados, y
se marchó.
Kumagai se apartó de todos los placeres terrenales,
y después de un período de meditación, se sometió al rapado de su cabeza y se
hizo sacerdote. Vivió la vida de un ermitaño, en la pobreza y humildad más
extremada, y gastó el resto de sus días rezando por el alma del joven Atsumori.
Traducción:
Angel García Fluixá
040. anonimo (japon)
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