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jueves, 23 de agosto de 2012

La batalla de Ichi-no-Tani

(cronica de Heme)
De un poema épico japonés del siglo doce

Algún tiempo después de que Munemori hu­biera sucedido a su padre como líder del Heike, los ejércitos dei Genji le declararon la guerra por el norte y el este. Las provincias iban alzándose, una por una.y uniéndose tras los líderes del Genji llamados Yoshitsune y su primo Yoshinaka, por lo que Munemori comprendió que cualquier in­tento de defender la capital sólo conducKía a la derrota y a la matan-za inútil. Después de consul­tar con sus capitanes, decidió retirarse al palacio de Fukuwara, cerca del valle de Ichi-no-Tani. Po­cos días más tarde la huida era completa y no mucho después los ejércitos de Yoshinaka ocu­paban la capital.
Deliberadamente, Munemori había elegido el viejo palacio de su padre para que el Heike pu­diera recuperar su fuerza y su espíritu. El palacio se hallaba situado en una región amiga del clan y era un auténtico baluarte. Edificado sobre un bajo saliente de la cima de una montaña cuya base caía perpendicular a una estrecha llanura que se inclinaba sobre el mar, estaba protegido por de­trás por la ferocidad del terreno montañoso y por arriba por la dificultad del descenso. Por la parte de delante disponía de una visión continua de toda la estrecha llanura hasta el mar, y cualquier atacante que viniera por este lado sería divisado inmediatamente desde las torres de vigilan-cia. Por ambos laterales, a cierta distancia, surgían pequeños montí-culos que proporcionaban al­guna protección contra el ataque de la caballería. Munemori, pues, creyó que allí estarían seguros y si el enemigo daba la batalla, ésta no sería de ningún modo en tchi-no-Tani.
Aprovechándose de una sangrienta disensión que se produjo en las filas dei Genji yque terminó con e! aplastamiento de la facción de Yoshinaka por Yoshitsune, Munemori convirtió el palacio en una plaza fortificada. Grandes contingentes de guerreros procedentes del sur reforzaron a los que ya había en Fukuwara, y un nuevo espíritu de lucha surgió entre los hombres. Munemori llamó a sus capitanes y les dijo:
-¡Hombres del Heike! Ha llegado el momento de la acción. Nuestro ejército es ahora fuerte y está lleno del deseo de la victoria. Nuestros gue­rreros están inflamados con el espíritu de la lucha y determinados a restaurar el glorioso nombre del Heike al lugar que le pertenece en la capital. El enemigo se ha debilitado con disensiones inter­nas y nuestra fortaleza es inexpugnable. No espe­raremos a que nos ataque el Genji; nosotros em­pezaremos la ofensiva. Por tanto, os ordeno pre­parar la marcha sobre la capital. Id en seguida y dispone-dlo todo. Luego volved aquí y ultimare­mos los detalles.
Pero el Genji tenía en Yoshitsune un dirigente incansable. Después de triturar a su primo Yoshi­naka en el río Uji, había urgido a sus hombres para que destrozaran el ejército de su enemigo. Aprove-chando la noche, y quemando casas y granjas para iluminar el camino de sus guerreros, Yoshitsune y su gran ejército se presen-taron de pronto ante la fortaleza del Heike. Cogido por sorpresa, Munemori llamó urgentemente a sus capitanes y les dijo:
-Tenemos el enemigo a las puertas. Pero ne­cesitarán descansar antes del ataque y cada mi­nuto de esta tregua debe usarse para desplegar a nuestros soldados en formación de combate. Es­tamos seguros de que no nos pueden atacar por detrás. Por tanto, podemos concentrar las tropas dentro del fuerte contra un ataque frontal y exten­der el flanco de la izquierda hasta llegar a las orillas del río y el de la derecha hasta el valle de Ichi-no-Tani. Anclaremos nuestros barcos en la bahía y desde ellos nuestros arqueros podrán barrer al enemigo que ataque por la llanura y ponernos a cubierto cuando nos toque atacar a nosotros. ¡Soldados del Heike, debemos luchar con valor para aniquilar al enemigo y entronizar de nuevo en la capital el glorioso nombre del Heike!
Los capitanes salieron y aquella noche desplegaron los ejércitos del Heike en formación de combate de acuerdo con el plan de Mune-mori. Y ya era tiempo, porque al día siguienteYoshitsune lanzó su primer ataque concentrando sus fuerzas sobre el fuerte y estableciéndose en el valle de Ichi-no-Tani. Durante todo el día estuvieron ata­cando, pero sus soldados se vieron forzados a retroceder varias veces con grandes bajas y mu­chos de sus mejores capitanes queda-ron muer­tos en el campo de batalla. Por la noche el ataque empezó a amainar y los ejércitos del Genji reci­bieron la orden de retirarse. Yoshitsune mandó llamar en seguida a Benkei, su mejor amigo y recién nombrado capitán. Después de realizar las ceremonias de salutación, y cuando se hubieron ido los criados, Benkei aceptó agradecido la pipa y el tabaco que le ofrecía su señor.
-Amigo mío -comenzó diciendo Yoshitsune, nuestro plan ha fracasado. Nuestras bajas han sido numerosísimas y no hemos debilitado por ninguna parte las posiciones del enemigo. Sus fortificaciones son demasiado fuertes para to­marlas mediante el ataque frontal y si seguimos con esta táctica acabarán con nosotros. Sin em­bargo, si pudiéramos atacar por detrás los coge­ríamos completamente por sorpresa y la victoria sería nuestra.
Benkei sacó la pipa de su boca y miró con es­pantada incredulidad a Yoshitsune.
-¿Qué estáis diciendo, señor? ¿Atacar por de­trás? -clamó. Pero eso es imposible. Los decli­ves de las montañas son tan perpendiculares como los biombos de oro de vuestra señoría. Ningún hombre ni tampoco bestia puede esperar jamás poner allí el pie. Moriríamos todos antes de que pudiéramos llegar a los soldados del Heike.
La cara de Yoshitsune adquirió una familiar expresión obstinada.
-Conozco muy bien las dificultades -repli­có, pero nada es impo-sible y nada es inexpug­nable. No importa lo formidable que parezca, no importa lo fuerte que sea, nosotros lo que tene­mos que hacer es buscarles el puntó débil. He­mos atacado desde el mar y hemos fracasado. Hemos atacado por los flancos y hemos fraca­sado. Por tanto sólo nos queda una posibilidad: la aproximación por las montañas y el ataque por detrás. Nuestra primera consideración, pues, es encon-trar a alguien que conozca bien las mon­tañas y que sea capaz de aconsejarnos en los pasos a seguir. ¿Podemos encontrar a esa per­sona?
-Eso, señor, no ofrece grandes dificultades -replicó Benkei. En estos parajes hay muchos cazadores y si existe algún camino por el que nuestros soldados puedan escalar las montañas seguro que ellos lo saben. Con vuestro permiso, señor, saldré en seguida a buscar a uno de ellos.
Toda aquella noche Benkei se la pasó ras­treando aquella zona en busca de alguien que les guiase. Al fin encontró a un mozo, hijo de un viejo cazador que había pasado toda su vida entre las montañas. El muchacho conocía las montañas tan bien como su padre, y cuando se le explicó lo que se requería de él, estuvo de acuerdo en acom-pañar a Benkei.
Benkei lo condujo ante el señor Yoshitsune. El mozo, intimidado por estar en presencia de per­sona tan distinguida, fijó sus atemorizados ojos en el suelo y tuvo que pasar un buen rato antes de que pudiese articular palabra.
-¿Puede bajar un hombre los declives que hay detrás de Ichi-no-Tani? -preguntó Yoshitsune.
-Es demasiado difícil, señor -tartamudeó el muchacho.
-¿Puede bajarlos un caballo? -preguntó Benkei.
-Nunca he visto hacerlo a ninguno -replicó el mozo, pero sí he visto bajarlos a un ciervo.
-¿Has dicho que un ciervo puede bajarlos? -gritó Yoshitsune. Pues si puede bajarlos un ciervo también puede hacerlo un caballo.
Después de despedir al muchacho, Yoshitsune y Benkei siguieron haciendo planes hasta elabo­rar un plan de ataque que parecía viable. La mitad del ejército tenía que atacar por cada lado del palacio con el fin de crear una táctica de diver­sión. La otra mitad, guiada por el mozo, tenía que seguir a Yoshitsune.
Cada soldado debería conducir a su caballo tan silenciosamente como fuera posible a través de las montañas hasta llegar al extremo en donde caían los declives hasta el valle por detrás de la fortaleza. La primera mitad que hemos mencio­nado, tenía que atacar por tres frentes: a través de los flancos rocosos de los laterales, y a través de la llanura desde el mar pasando por las fortifi­caciones que se extendían desde el valle a la fortaleza. Todo este ataque debería ir acompa­ñado de gritos de guerra de cada hombre con el fin de crear un tumulto que penetrara todos los rincones de la fortaleza. Una vez empezado el combate el plan de Yoshitsune consistía en des­cender con sus hombres y caballos por los decli­ves y atacar al enemigo por detrás.
-¡Requerirá el máximo de cada hombre y de cada caballo! -gritó Yoshitsune con voz inflexi­ble al día siguiente, cuando explicó a sus guerre­ros el plan de ataque. Pero allá donde pueda descender un ciervo, también lo podrán hacer los hombres y los soldados del Genji.
Los hombres recibieron la orden de descansar lo que pudieran hasta que llegara la hora de po­nerse bajo el mando de sus respec-tivos capitanes para empezar la ofensiva, y que hicieran el ca­mino en silencio y bajo el cubierto de la oscu­ridad.
Al caer la noche, Yoshitsune y sus hombres montaron en sus caballos y siguieron al mucha­cho hasta el pie de las montañas. Allí desmonta­ron y cada hombre vendó con sacos los cascos de sus caballos y quitaron cualquier cosa que pu­diera ocasionar algún ruido. Furtivamente, y sin decir una palabra, comenzaron el difícil ascenso. Poco después de media noche llegaron a la cima de la montaña sin haber sufrido ninguna desven­tura y en seguida lo dispusieron todo para des­cansar junto a los caballos. Los soldados recibie­ron la orden de no hablar o silbar con el fin de que ni la más mínima brisa pudiera transportar su sonido a los centinelas de abajo.
Yoshitsune se situó al borde de la cortina de declive y con sólo el sonido de la respiración de los caballos en sus oídos, observó el fuerte, abajo, a lo lejos, y las defensas que se extendían varios kilómetros a cada lado. Hasta allá arriba le llegaban los ruidos ocasionales de cantos y mú­sica a través del aire de la noche, lo que hacía evidente que los pensamientos de sus enemigos estaban muy lejos de suponer un ataque de la naturaleza del que se les avecinaba. Al oír un ligero chasquido, se volvió y vio junto a él una figura oscura. Era Benkei. Ambos se pusieron a pensar en silencio y de vez en cuando alargaban sus cabezas para mirar abajo. Sus pensamientos se hallaban perdidos en la peligrosa tarea que tenían ante ellos y ante sus soldados, y Yoshit­sune murmuró una oración con el fin de que su voluntad y su corazón no flaquearan en el mo­mento decisivo. Gradualmente empezó a ilumi­narse el cielo y un ligero destello sobre el hori­zonte anunció el primer rayo del amanecer. Rápi­damente Benkei se movió entre los hombres y en pocos instantes todos estaban sentados en sus sillas y dispuestos para el ataque. A medida que avanzaban los minutos, los unos se miraban a los otros y aquí y allá los guerreros acariciaban los cuellos de sus inquietos caballos.
Al frente de sus hombres Yoshitsune obser­vaba rígida y ansiosa-mente lo que pasaba abajo. En el horizonte las nubes estaban teñi-das de rojo y el alba arrojaba su plata sobre la superficie del mar. Detrás de Yoshitsune un caballo pateó el suelo y rompió el silencio con un agudo relincho. De repente Yoshitsune se tensó al divisar abajo una oscura sombra que se alargaba y se dirigía desde los flancos y el mar hasta las fortificacio­nes. El canto de las gaviotas y los gritos y el clamor de la batalla desgarraron el aire de la mañana y el eco resonó aquí y allá contra los declives de la montaña y a través del valle. Las luces iluminaron el fuerte y los atentos hombres que estaban arriba pudieron escuchar el clamor y los gritos de los soldados del Heike que ya se aprestaban a repeler el ataque frontal. Ni un mo­vimiento se apreciaba detrás; ni tampoco que­daba un centinela para anunciar la amenaza que se cernía sobre ellos. Todo sucedía como Yoshit­sune había calculado: la parte de atrás quedaba desguarnecida.
Con una voz que superaba claramente al cla­mor que venía de abajo, Yoshitsune gritó:
-¡Ha llegado el momento! Seguidme e imitad la forma en que actúo. Asíos a vuestras sillas y sujetad bien las riendas. No perdáis la cabeza ni un segundo o estaréis sentenciados. Alzad vues­tras espadas al cielo y poned vuestra confianza en la divina voluntad.
Tiró de la brida a su caballo y lo contuvo hasta que el cuello del animal estuvo casi arqueado. como un arco. El caballo pateó el suelo con sus cascos delanteros al sentir la fuerza que le obli­gaba a ir hacia la orilla del declive. Yoshitsune se echó para atrás en la silla, casi tocando el lomo de su caballo, y lanzó furiosamente a éste hacia ade­lante. El aterrorizado animal dio un bufido y se lanzó por la cuesta desprendiendo a su paso tie­rra y rocas. Con un chillido salvaje Benkei y los soldados le siguieron. Los alocados relinchos de los caballos y el ruido de los cascos sobre el suelo quedaban absorbidos en las nubes de polvo que se formaban alrededor de los hombres y los ani­males que descendían como locos. Muchos de ellos cayeron y fueron pateados en su caída, pero el ataque continuó adelante y el hombre y la bes­tia se magullaban y sangraban en su desenfre­nado asalto hacia el fuerte.
Molidos y magullados llegaron al fin a suelo plano. Gritos de desesperación y aviso brotaron en el fuerte al notar el Heike que estaban rodea­dos de un ejército que parecía haber llovido del cielo. Los soldados del Heike que estaban en la parte delantera tuvieron que enfrentarse al nuevo peligro que les venía por detrás y bajo un torbe­llino de flechas las tropas del Genji arrasaron las empalizadas de madera con sus antorchas hasta que todo el palacio y fuerte quedó convertido en una hoguera. Los guerreros del Heike luchaban denodadamente para contener el alud de hom­bres, espadas y saetas. Pero ya era demasiado tarde. Las defensas exteriores estaban fuera de combate y la lucha se desarrollaba ya dentro de los patios del palacio. Con sus líneas rotas, el Heike empezó a huir en una desbandada salvaje, dirigiéndose hacia los barcos anclados en la bahía. Sin ninguna discreción los soldados del Heike sucumbieron al pánico ciego y aquellos que pudieron alcanzar y montar en las barcas, en su desesperación golpeaban con sus espadas las manos de los que se habían cogido a los bordes. Miles de ellos se ahogaron; el mar se tiñó de rojo con la sangre de, los muertos. Y los estandartes rojos del Heike cayeron al agua como las hojas marchitas de los árboles.
Entre los pocos que habían logrado escapar a la carnicería se encontraba Munemori. Tenía bajo su custodia a Antoku Tenno, hijo del emperador, y estimando que tenía el sagrado deber de salvar por encima de todo al niño, escapó con él y los miembros de su familia en cuanto empezó la de­rrota. La noticia de su huida se extendió a la velo­cidad del rayo entre los soldados del Heike, y la moral de éstos se desintegró por completo. Aque­llos que no habían podido escapar se rindieron y los pocos bloques de resistencia que aún queda­ban en los flancos pronto se paralizaron. Los sol­dados victoriosos del Genji persiguieron por todas partes a los del Heike que habían escapado por tierra, y sólo los gritos de dolor de los heridos y de los que agoni-zaban rompían el silencio del cam­po de batalla.
Fue precisamente en este momento de repen­tina quietud cuando un caballo negro salió galo­pando del castillo en llamas llevando en su grupa a un joven guerrero del Heike. Era Atsumori, el sobrino de dieciséis años de Kiyomori que se dirigía hacia la playa. Cuando se hubieron roto las líneas del Heike, Atsumori se había entretenido en recoger algunos de sus pequeños efectos per­sonales. Al volver a salir se encontró frente a tres soldados enemigos y, aunque después de una denodada lucha salió vencedor, el retraso había sido fatal. Cuando llegó a la playa todas las bar­cas se habían ido y estaban ya a bastante distan­cia de él.
Atsumori veía desesperado alejarse a las bar­cas. Y como sabía que los demás caminos posi­bles de huida estaban ya bloqueados, urgió a su caballo hacia el agua con la esperanza de alcanzar a nado la barca más cercana.
Sólo había penetrado unos metros cuando un grito le hizo volverse en la silla para ver venir hacia él a un guerrero del Genji que montaba un corcel blanco y llevaba levantado en su mano derecha el abanico de guerra negro con el círculo rojo brillante en su centro.
-¡Eh! ¿Estoy viendo la espalda de uno que por el estilo de su armadura y maneras es un noble del Heike? -aulló el guerrero. ¿No te da ver­güenza? ¿No es la obligación del soldado el dar sólo la cara al enemigo? ¡Vuélvete y enfréntate conmigo, que tenemos varias cosas que de­cirnos!
El insulto de cobarde encolerizó de tal modo al joven Atsumori, que tiró enérgicamente de las riendas a su caballo y se dio la vuelta para enfren­tarse a su oponente. Resuelto y airado Atsumori arrojó su arco y desenvainó la espada para ir violentamente contra su ene-migo. El guerrero sacó también su espada y se dirigió hacia el mu­chacho. Atsumori atacó una y otra vez, pero sus dieciséis años no podían competir con el fuerte y veterano soldado quien, de un rápido mandoble, arrojó al suelo a Atsumori. El estricto código de la clase bélica exigía que el guerrero vencedor de­bía degollar a su prisionero, por lo que envai­nando su espada, el de Genji sacó el puñal. Al quitar el casco al muchacho con el fin de cortarle la cabeza con más facilidad, quedó al descubierto el agraciado rostro del joven. Al levantar el puñal su brazo cayó impotente.
-¡Ay! -pensó. ¡Tan joven y tan valiente! Su juventud y apostura me recuerdan a mi hijo, y pienso en lo que sufriría mi corazón si él fuera capturado y amenazado con el degüello como lo está este joven ahora.
Se inclinó sobre una rodilla, puso suavemente su mano sobre el hombro de Atsumori, y dijo:
-Joven señor. Tú eres un noble del Heike. ¿No querrías honrarme diciéndome tu nombre? Yo soy el general Kumagai.
Atsumori miró el rostro de aquel ilustre sol­dado. Ya eran legen-darios por todo el país los relatos sobre sus valientes hazañas en las bata­llas y su benevolencia de corazón en la paz. Era el orgullo del clan Genji y entre el Heike se le consi­deraba con el mayor de los respetos.
-Soy Atsumori, de la casa de Taira y sobrino del general Kiyomori. No temo a la muerte. Cum­ple con tu obligación y degüéllame.
Desprendiéndose de la armadura, Atsumori desnudó su cuello y lo ofreció al soldado para que le matase. Sin embargo Kumagai se puso de pie y empezó a pensar apenado. Este joven era de la noble familia de Taira y sus padres, aunque aris­tócratas y enemigos suyos, eran tan humanos como los demás hombres y mujeres. Imaginó la deses-peración que caería sobre ellos cuando oyeran el relato de la humillante muerte de su joven hijo. Volvió a mirar a Atsumori, y tocado en el corazón por su inocencia y juventud, decidió perdonarle la vida y hacer todo cuanto pudiese para ayudarle a escapar.
En aquel momento oyó el ruido de cascos de caballos; se volvió y vio a alguna distancia que se aproximaba una compañía de soldados del Genji. Desesperado y con los ojos llenos de lágrimas Kumagai se volvió a su joven cautivo para de­cirle:
-Honorable Atsumori, eres el vástago de una vieja familia. Por respeto a tus padres y por la vida que tienes por delante me hubiese gustado sal­varte. Pero ya no podemos elegir. Mis guerreros se están aproximando; si no te mato yo te mata­rán ellos; y si yo no cumplo con mi deber también seré destruido y el nombre de Kumagai se pro­nunciaría siempre, a partir de ahora, con el des­precio de la cobardía. Por tanto, prepárate joven señor del Heike. Es mejor que tu muerte sea a manos de uno de tu propio rangoque a manos de un soldado raso. Me duele en el corazón que hayamos llegado a esta absurda carnicería entre nuestros dos clanes. ¡Perdóname lo que voy a hacer! Se me parte el corazón, de verdad. Sólo puedo decirte, noble Atsumori, que a partir de hoy envainaré mi espada y gastaré el resto de mis días en oración como sacrificio por tu muerte y por el descanso de tu espíritu.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas al mo­ver al muchacho para que se preparara. Resuelta­mente levantó la espada con ambas manos y con un agudo tajo segó la cabeza del cuerpo de Atsu­mori. Después envolvió tiernamente la cabeza en un trozo de tela y la colocó delante de él en la silla. Montó en su caballo, no hizo caso a las preguntas de sus soldados, y se marchó.
Kumagai se apartó de todos los placeres terre­nales, y después de un período de meditación, se sometió al rapado de su cabeza y se hizo sacer­dote. Vivió la vida de un ermitaño, en la pobreza y humildad más extremada, y gastó el resto de sus días rezando por el alma del joven Atsumori.

Traducción: Angel García Fluixá

040. anonimo (japon)

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