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jueves, 23 de agosto de 2012

La caída del heike

(cronica de Heme)
De un poema épico japonés del siglo doce

Después de la desatrosa derrota sufrida en la batalla de Ichi-no-Tani, el Heike se llenó de deses­peración. Millares de soldados de su ejército ha­bían caído muertos y en el caos que siguió, los hombres que tuvieron la suficiente fortuna de escapar a la matanza quedaron diseminados por todo el país, muchos de ellos vagando sin orden ni disciplina. Munemori había logrado escapar junto al hijo del empe-rador Antoku y las insignias sagradas, así como con algunos miles de segui­dores. Acosado durante casi un año por los ejérci­tos del Genji, se estableció finalmente en una región amiga del país.
Sin embargo, él sabía muy bien que el respiro iba a ser corto, porque el Genji estaba reuniendo sus fuerzas otra vez con el fin de lanzar contra él un nuevo ataque por tierra y mar y así añadir al reciente éxito la decisiva y final victoria. No había tiempo que perder para reconstruir su destro­zado ejército. Se enviaron correos para recorrer las montañas y las llanuras con el fin de notificara los restos de las fuerzas del Heike que se dirigie­ran inmediatamente al cuartel general de Mune­mori, donde descansarían, se reorganizarían y serían incendiados con un nuevo espíritu com­bativo. De su anterior escua-dra de más de dos mil barcos sólo quedaban escasamente unos quinientos, los cuales se reunieron en la costa oriental.
Cuando consiguió juntar, a los hombres y los barcos, Munemori hizo el recuento. Rápidamente revistó sus filas y su tristeza se convirtió en deses­peración al comprobar la poquedad de sus fuer­zas. Pero la esperanza renació al saber que mu­chas unidades de la armada habían sido vistas en Kyushu y que una fuerza de unos cien barcos bajo el mando de uno de los aliados del Heike, el sumo sacerdote del templo Kumano, había sido vista en la región sur del mar de Inland, a bastante distancia de Kyushu.
Kyushu estaba bastante lejos, hacia el suroeste de su cuartel general. Si actuaba rápidamente y dirigía sus barcos y hombres hacia aquella región Con el fin de juntar allí sus fuerzas, dispondría del tiempo precioso que necesitaba para establecer una fortaleza y desplegar sus guerreros a lo largo de la costa antes de que el Genji empezara su ofensiva. Estaba lleno de presentimientos. En la próxima batalla se iba a dilucidar la superviven­cia de su gran clan. El Genji intentaría aniquilar­los. Todo lo que él pedía era que si el Heike no podía inclinar la balanza a su favor, luchara hasta que el último soldado hubiera perdido la vida con el fin de que la gloria y la magnificencia de su final fuera narrada y cantada por los poetas venideros.
Antes de dar la orden para llevar a cabo su proyecto, Munemori dirigió sus pensamientos hacia el hijo del emperador. El niño nece-sitaba de alguien que cuidara de su sagrada persona y re­cordó a la anterior esposa de su padre, la señora Nii. Cuando Kiyomori decidió retirarse a su seria vida de monje, ella también, como era costum-bre, había renunciado a todos los lazos terre­nales y se había retirado a vivir recluida como una monja. Kiyomori estaba ahora muerto y ya casi nada del mundo exterior perturbaba la paz que ella disfrutaba. Al recibir el mensaje de Mune­mori y saber el enorme peligro que pendía sobre el Heike y sobre la persona del joven emperador, Nii no pensó sino en abandonar el templo ytomar sobre sí la alta responsabilidad que se le pedía.
En la mañana del levantamiento del campa­mento todo se hallaba en la confusión de los preparativos y por todas partes los rostros tensos de los soldados mostraban el momento decisivo en que se encontraban. Sólo el niño Antoku es­taba ajeno a lo que se avecinaba. Para él y para la señora Nü se había dispuesto ya un barco y desde -allí observaba complacido los movimientos de los oficiales y soldados. Cuando todo estuvo dis­puesto, los guerreros se alinearon en las cubier­tas para recibir las órdenes y exhortaciones fina­les de Munemori. Los mensajeros de éste subie­ron a cada barco, desenrollaron el mensaje y le­yeron en alta y enfervorizada voz:
-¡Soldados del Heike! Hoy ponemos proa al oeste. Nuestro obje-tivo es establecer contacto con nuestras fuerzas de Kyushu y cons-truir un fuerte en una de las partes protegidas y conve­nientes de la costa. Sabemos que las fuerzas del Genji se están moviendo ya para ocupar los pun­tos estratégicos a lo largo de las costas del mar de Inland. Para eludir la batalla antes de llegar a, nuestro destino, nece-sitamos disponer de toda nuestra fuerza y de todos nuestros recursos de marineros. Una vez nos hayamos unido a nues­tras fuerzas de Kyushu, aguardaremos al ene­migo con calma y determinación. Será una bata­lla a vida o muerte. De ella dependerá nuestra supervivencia o nuestra aniquilación. ¡Soldados, os pido que limpiéis el gran nom-bre del Heike del oprobio de la derrota! Si es la voluntad del cielo, venceremos... si no, ¡no habrá rendición! Cada hombre debe entregar alegremente su alma para unirla al honor de sus nobles antepasados yna­die debe soportar la ignominia de las cadenas del Genji.
Las palabras penetraron en las fibras más hon­das de la fidelidad de los hombres al clan, y de sus gargantas brotó un grito de adhe-sión. El general Munemori nunca había recibido antes tan calu­roso apoyo de sus soldados, porque su reputa­ción había sido frecuentemente manchada con los rumores sobre su terquedad, sus decisiones mal concebidas y una naturaleza groserá y estú­pida. Pero ahora, en estos momentos de peligro, sus palabras incendiaban sus corazones y jura­ron aniquilar al Genji.
En la embarcación del joven emperador, la monja guardiana y sus damas de honor escucha­ron el mensaje y los gritos de réplica de los solda­dos. Cada una de ellas era consciente, al igual que los soldados; del combate que se avecinaba. Las damas de honor lloraban. El niño se dirigió hacia la señora Nii. Sus miradas se encontraron y en la vista serena pero interrogadora del muchacho, Nii observó que él, a su manera, también era consciente del momento crítico en que se halla­ban: El niño no habló, pero siguió mirando fija­mente a la mujer con sus ojos brillantes y nobles hasta que ella no pudo resistirlo más. Volvién­dose rápidamente, desapareció en una habita­ción interior donde cayó de rodillas para rezar apasionadamente a Buda que pre-servara la pura y joven vida que se le había confiado.
Afuera resonó una señal. Los gallardetes y ban­deras fueron iza-dos; y con toda la brillante pano­plia bélica los barcos se hicieron a la mar. Con el rumbo puesto hacia Kyushu, navegaron durante muchas semanas. El mar estaba en calma y el viento les era favorable, por lo que hicieron un viaje rápido y sin ninguna oposición del enemigo. En una brillante mañana de primavera llegaron ante los estrechos de Shimonoseki, lugar que Munemori había elegido para desembarcar y eri­gir una fortaleza que se convirtiera en el punto de reunión de sus fuerzas en Kyushu.
Día tras día viraron y navegaron tratando de encontrar un lugar para desembarcar. Para termi­nar de completar su desesperación, comprobó que las fuerzas del Genji se habían extendido ya a lo largo de toda la costa. Allá donde se dirigiera: el norte, el sur, el este o el oeste, allá estaba esperando el enemigo, implacable y en orden de batalla. El Heike pues había estado navegando hacia una trampa. Estaban interceptados y cogi­dos en las afiladas garras del Genji. En un intento final por establecer contacto y reunirse con sus fuerzas de tierra firme, Munemori envió avanza­dillas bajo el disimulo de las tinieblas, pero las nuevas que éstas trajeron eran desastrosas. Los hombres que él esperaba que se le unieran, de­sorganizados y faltos de líderes capaces, estaban aburridos y descorazonados por las cons-tantes derrotas. En consecuencia, uno tras otro habían desertado de sus destacamentos y se habían unido al Genji. El general Yoshitsune no había perdido el tiempo tampoco y en seguida los había orga-nizado en sus divisiones, que junto a las tro­pas de que ya disponía, formaban una impenetra­ble barrera para el avance del ahora dismi-nuido ejército del Heike.
Munemori ordenó a la escuadra que echase el ancla en un punto en el que podía observar a los barcos del Genji y apreciar sus movi-mientos. Durante todo aquel día y la noche siguiente la escua­dra del Genji, ahora muchísimo más poderosa, y la del Heike, estuvieron holgazaneando sobre las aguas del flujo de la marea. Al amanecer, guiados por un estandarte en el que iba inscrito el nombre del dios del templo, los barcos del sumo sacer­dote del templo de Kumano se dirigieron a los estrechos. Para desesperación de Munemori y de los soldados del Heike que lo presenciaban, la escuadra sobrepasó a sus anteriores aliados y se unió a las fuerzas del Genji. El desaliento cundía ahora en cada guerrero del Heike. Con sus fuerzas mermadas, sólo les esperaba la muerte y la de­rrota. Unicamente un milagro podría darles la victoria.
Al sentir la desesperación que se iba apode­rando de toda la flota, Tomomori, el hermano menor de Munemori, montó en una pequeña barca y se dirigió a los barcos. En tonos elevados que llegaban hasta las cubiertas, gritó:
-¡Soldados del Heike! Ha llegado el momento supremo. Todos vosotros sabéis la gravedad de nuestra situación. No hay retirada. El enemigo nos rodea por todas partes. Pero, ¿vamos a espe­rar ociosos a que nuestros odiados adversarios nos aniquilen? ¿Vamos a consentir que todo él Genji se ría de nosotros? Sólo tenemos un ca­mino posible. Debemos tomar la iniciativa. Tene­mos que atacar, y atacar con toda nuestra fuerza y voluntad de ganar. Nuestro principal objetivo debe ser la captura de Yoshitsune. Natural-mente, con Yoshitsune muerto o prisionero, no lo tene.­mos todo; pero habremos restado muchísima moral a nuestros enemigos y ésa es la mitad del camino para la victoria. Esforcémonos pues hasta el máximo y tratemos de ganar la batalla. Si sólo logramos esto, el encuentro con nuestros antecesores será inmaculadamente glorioso.
Las palabras de Tomomori despejaron la at­mósfera de tristeza que invadía los barcos del Heike. Los guerreros respondieron a ellas con protestas de intensa fidelidad. El gran espíritu de lucha del Heike fluía por los ojos de cada hombre. No importa lo que ocurriese en la batalla veni­dera, estos soldados estarían cubiertos de gloria. En medio de una declaración ferviente de devo­ción el joven Noritsune, de la familia Taira, se asomó a la borda del combés de su barco y res­pondió fieramente:
-Yoshitsune es famoso especialmente por sus proezas en saltos; por eso se le denomina muy bien con el nombre de «el pájaro». Pero aquí estoy yo, dispuesto a saltar a la eternidad para la honra del Heike. Para eso primero debo capturar al «pájaro»; luego, cuando yo lo lleve bajo el brazo y salte con él a las olas, veremos si puede volar.
Una serie de risotadas saludaron las palabras de Noritsune y el ánimo de los soldados estuvo de nuevo en alza, dispuestos a afrontar su des­tino.
La marea estaba subiendo rápidamente. La se­ñal para que todos estuviesen dispuestos pasó de un navío a otro. La intención de Munemori era levar anclas cuando empezase a bajar la marea, dirigirse hacia la entrada de Dan no Ura, donde se estrechan más las aguas, y allí disponer sus bar­cos en apretada formación de combate. Con esta estrategia esperaba reducir el área de acción de las naves del Genji.
Mientras tanto, Yoshitsune no estaba ocioso ni tampoco descono-cía el gran peligro que suponía el espíritu ferviente e indomable de los guerreros del Heike. No había tiempo que perder, por eso decidió rápidamente su plan de campaña. En cuanto la marea empezó a bajar, envió una flota de sus pequeños barcos para que se dirigieran a los estrechos donde las aguas eran más profun­das. Ayudados por el rápido reflujo de la marea, la flotilla estaba entre los barcos del Heike casi antes de que éstos hubieran podido recoger sus anclas. Como los varios [1] se arrojan entre las rocas, los pequeños barcos se movían arriba y abajo entre las naves enemigas. Estuvieron lan­zando continuamente una mortífera lluvia de fle­chas que propagaban el pánico y la confusión, entre los sorprendidos soldados del Heike.
Tomomori y Noritsune corrían de acá para allá reuniendo a los hombres, mandándolos y exhor­tándolos, y pronto el Heike pudo repeler el ataque con una despiadada, granizada de saetas. El aire estaba impregnado de gritos y los chillidos tras­pasaban a los hom-bres. Muchos se lanzaban desde los barcos del Heike y abordaban los pe­queños navíos del Genji transformando las cu­biertas de éstos en ríos de sangre con sus es­padas.
El primer ataque del Genji fue, pues, repelido y las esperanzas de los soldados del Heike se re­montaron alto. En ese momento, una pareja de palomas rasgaron el cielo azul con su vuelo y fueron a posarse en la popa del barco de Yoshü­sune. Inmediatamente apareció una oscura nube que ocultó el sol, y a través de la cual surgió la bandera blanca del Genji. Los guerreros de Munemori gritaron aterrorizados y Shigoyoshi, comandante de unos cincuenta navíos del Heike, entendiendo todo esto como un mal presagio, desertó y se pasó a las filas enemigas junto con los barcos a su mando. El Heike estaba ahora en franca inferioridad numérica, por lo que Yoshit­sune, guiado por la información de un traidor, reunió a todas sus fuerzas y volvió a atacar.
Delante y detrás, la batalla adquirió proporcio­nes intensísimas hasta que los muertos llegaron a tan espantosas cifras que casi no quedaban hombres bastantes para manejar los navíos. Los barcos subían y bajaban sobre las olas mientras que por todas partes de las orillas circundantes los ejércitos del Genji se aprestaban para asestar el golpe final. Era pues cuestión de tiempo que el Heike se-decidiera por la capitulación o eligiera el camino más honroso del suicidio. El mismo To­momori remó hasta el navío del joven emperador y llamó a todas las damas de honor para decirles con palabras tristes pero llenas de dignidad:
-El fin está cerca. No hay nada que hacer. Ahora debéis dírigiros al cielo. Coged todo lo que sea impuro o sucio y echadlo a las aguas. Limpiad y puríficad este navío para que pueda convertirse en el umbral del mundo, sempiterno. Como hijas verdaderas del Heike haced lo que creáis que es noble y valioso para vosotras. Adiós.
Después de hablar con las damas de honor, bajó lentamente a la cámara donde estaba la se­ñora Nii vigilando al joven emperador. Tomo­mori se inclinó reverentemente al entrar en la sala, y acercándose a la monja le habló en voz baja. La expresión de Nii permaneció invariable; no movió ni un músculo que denotara la impor­tancia de las palabras que estaba escuchando. Cuando Tomomori acabó de susurrarle al oído, el rostro del hombre se quebró y una expresión de apenada angustia cruzó por todo su ser; sin em­bargo, inmediata-mente se serenó y con respe­tuosa dignidad y formalidad se inclinó ante el emperador y la monja como señal de despedida.
Después de que Tomomori se hubo marchado, la señora Nü siguió sentada en silencio. Luego pidió sonriendo al muchacho que la siguie-ra a la habitación interior donde le ayudó a ponerse unos vestidos ceremoniales al mismo tiempo que ella se ponía las oscuras ropas de luto. Enton­ces lo cogió de la mano y lo condujo a la cubierta superior. Las damas de honor estaban ya espe­rando, vestidas con los kimonos de ritual. Por todas partes el navío se hallaba limpio y engala­nado como si estuvieran de fiesta. Después de levantar en brazos al niño, la monja ordenó a las damas de honor que se lo ataran a su cuerpo con su largo ceñidor. Una vez atado a ella, Nii tomó los dos emble-mas de la corona: la espada sa­grada y la sagrada piedra preciosa y se dirigió hacia el borde del navío. Con la ayuda de sus damas de honor, Nii se subió al puente.
El niño la miró y preguntó:
-¿Nos vamos de viaje?
-Sí, majestad, nos vamos de viaje -contestó Ni¡ con las lágrimas cayéndole por las mejillas. Vamos a hacer un largo viaje desde nuestro triste e infeliz Japón a una tierra que está más allá del mar y en la que siempre se disfruta alegría y paz. Allí reinarás con todas las virtudes de tu noble rango. Pero primero debemos mirar al este, donde está el gran altar de Ise y rezar a la deidad de la guarda para que nos proteja en nuestro viaje y decir el último adiós; luego al oeste para ofrecer nuestros rezos al señor Buda con el fin de que nos dé la bienvenida al país de la sempiterna ben­dición.
Se volvieron primero al este y luego al oeste para rezar en silen-cio. Una intensa serenidad in­terior recorría a la señora Nii y una expresión beatífica iluminaba el agraciado rostro del niño emperador. iluminaba Nii abrazó a la criatura y en sus últimos y breves momentos se asemejó a una santa. En el instante siguiente las turbulentas aguas la acogían a ella y a su sagrada carga.
Las damas de honor que presenciaban traspa­sadas la escena, miraron fijamente los círculos que formaban las aguas en el punto en que las burbujas y la espuma surgían de los cuerpos que se hundían, hasta que el último remolino se apagó, así como las burbujas. Después, una por una, las damas de honor ofrecieron una oración, se subieron al borde y pidiendo reunirse con su amo real y con su noble señora se lanzaron a las aguas.
Desde un navío cercano el bravo Noritsune pre­senció su heroica muerte. Las lágrimas le roda­ban por las mejillas y caían en la arma-dura que cubría su pecho. Con los brazos colgándole sin fuerzas, se alejó de la insoportable escena y pre­senció a su alrededor los cuerpos de sus camara­das que se debatían en las contorsiones de la muerte. Se descolgó hasta una pequeña barca de remos y con todas sus fuerzas se dirigió hacia el navío que llevaba la insignia de Yoshitsune.
El Heike estaba sentenciado, pero la batalla continuaba con toda la ferocidad de unos hom­bres decididos a producir todo el castigo posible al enemigo antes de morir. Las flechas llenaban el aire como si fueran lluvia; los barcos viraban y maniobraban cerquísima en violentas luchas a muerte; y los gritos de los que morían resonaban a lo largo de toda la costa.
Ajeno a todo peligro y colérico hasta el frenesí, Noritsune condujo su pequeña barca a través de las agitadas aguas hasta llegar a un costado del navío de su mayor enemigo. Yoshitsune lo vio venir y rápidamente hizo los preparativos para encontrarse con él. Sus guerreros se aprestaron en seguida a formar una barrera entre él y Norit­sune, quien ya se había aupado por el costado del buque y había llegado a la cubierta. El airado Noritsune atacó a los soldados con tal ímpetu que éstos retrocedieron y cayeron, hasta que se halló frente a frente con Yoshitsune.
-Defiéndete -gritó-, porque he venido para vengar a mi pueblo. Soy Noritsune, sobrino del gran Kiyomori. En su nombre y en el nombre del Heike, te desafío.
Los soldados volvieron a plantarse frente a él, pero con una fuerza redoblada por la furia y la cólera incontrolable, rompió su barrera y se lanzó fieramente sobre ellos, hiriendo a unos y a otros y arroján-dolos al mar. Los guerreros volvieron una y otra vez, pero nada podía detener la ferocidad de sus mortíferos espadazos. Noritsune volvió a quebrar la barrera de soldados pero Yoshitsune, que había divisado cerca uno de los barcos del Genji y había medido la distancia que le separaba de él con una rápida ojeada, salió disparado hacia el navío y embarcó en él. Después se volvió y se rió burlonamente de Norit-sune. Había sido un salto milagroso por lo que Noritsune, a pesar de su odio y de la mortificación que sentía por la huida de su enemigo, lo admiró interior­mente.
En ese momento los guerreros reanudaron el ataque y Noritsune se vio forzado a retroceder hacia la borda. Pero nada podían hacer contra él; ni los trucos de los espadachínes, ni los asaltos en masa podían contenerle. Luchaba como un de­mente.. Uno por uno fueron cayendo ante su es­pada hasta que sólo quedó un soldado. Noritsune tiró su espada y se abalanzó sobre él. Cogiéndole con ambos brazos lo levantó por encima de él y lo arrojó contra la borda.
-Ya no tengo nada que hacer excepto morir -gritó. ¡Ay! Yoshitsune se me ha escapado y tengo que contentarme contigo, mi buen amigo, para que me acompañes a la eternidad.
Noritsune cogió bajo el brazo al soldado y con una última oración a Buda para que lo limpiara y perdonara, saltó junto con su cautivo al agitado mar donde las aguas los acogieron y se cerraron sobre sus pesados cuerpos vestidos con la arma­dura.
Por su parte Yoshitsune, que ya había recibido refuerzos de sus navíos mayores, se había acer­cado al barco almirante del Heike y lo había so­metido. Todo estaba terminado excepto la ani­quilación de los numerosos guerreros del Heike que ahora iban a ser ejecutados sin misericordia. Él mar se tiñó de rojo con la sangre de los muer­tos y el humo procedente de los barcos ardiendo se elevaba en negras nubes oscureciendo el cielo azul. Los soldados que habían escapado se ha­bían cogido a los restos de sus barcos y eran arrastrados por la rápida corriente de los estre­chos, pero sólo para encontrarse con la crueldad de la caballería del Genji que les esperaba y que durante toda la batalla habían estado vigilando desde las playas de Dan no Ura. De los últimos navíos del Heike que todavía no se habían hun­dido, salía el sonido de las oraciones de los que se suicidaban arrojándose a las espumosas aguas. Así ocurrió por ejemplo con Tomomori y sus ca­maradas. En cambio Munemori, el último que saltó, estaba sobrecogido de terror. En ese terri­ble momento en que se le exigía morir como acto supremo de fidelidad al Heike, la naturaleza débil y vacilante de Munemori se apoderó de él. Casi sin saber lo que hacía, se revolvió y empezó a nadar desesperadamente. Al divisar un remo que salía de uno de los barcos del Genji se agarró desvergonzadamente a él olvidándose de todo menos del terror a la muerte. Fue izado a la cu­bierta y hecho prisionero, y algunos días más tarde era degollado ignominiosamente en un ca­mino desierto que salía de la capital.
Así fue como el poderoso clan del Heike encon­tró la ruina y desapareció. Esto ocurría a los cua­tro años de la muerte de su más grande dirigente Kiyomori, bajo cuyo gobierno había llegado a la gloria. Echado a perder sólo por la última cobar­día de un hombre, tuvo un final lleno de he­roísmo, sacrificio y pesadumbre que será con­tado en narraciones y cantado siempre por los poetas de la tierra de los hijos de los dioses.

Traducción: Angel García Fluixá

040. anonimo (japon)



[1] Phoxinus aphya: Pequeño pez de río.

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