(cronica de Heme)
De un poema
épico japonés del siglo doce
Después de la desatrosa derrota sufrida en la
batalla de Ichi-no-Tani, el Heike se llenó de desesperación. Millares de
soldados de su ejército habían caído muertos y en el caos que siguió, los
hombres que tuvieron la suficiente fortuna de escapar a la matanza quedaron
diseminados por todo el país, muchos de ellos vagando sin orden ni disciplina.
Munemori había logrado escapar junto al hijo del empe-rador Antoku y las
insignias sagradas, así como con algunos miles de seguidores. Acosado durante
casi un año por los ejércitos del Genji, se estableció finalmente en una
región amiga del país.
Sin embargo, él sabía muy bien que el respiro
iba a ser corto, porque el Genji estaba reuniendo sus fuerzas otra vez con el
fin de lanzar contra él un nuevo ataque por tierra y mar y así añadir al
reciente éxito la decisiva y final victoria. No había tiempo que perder para
reconstruir su destrozado ejército. Se enviaron correos para recorrer las
montañas y las llanuras con el fin de notificara los restos de las fuerzas del
Heike que se dirigieran inmediatamente al cuartel general de Munemori, donde
descansarían, se reorganizarían y serían incendiados con un nuevo espíritu combativo.
De su anterior escua-dra de más de dos mil barcos sólo quedaban escasamente
unos quinientos, los cuales se reunieron en la costa oriental.
Cuando consiguió juntar, a los hombres y los
barcos, Munemori hizo el recuento. Rápidamente revistó sus filas y su tristeza
se convirtió en desesperación al comprobar la poquedad de sus fuerzas. Pero
la esperanza renació al saber que muchas unidades de la armada habían sido
vistas en Kyushu y que una fuerza de unos cien barcos bajo el mando de uno de los
aliados del Heike, el sumo sacerdote del templo Kumano, había sido vista en la
región sur del mar de Inland, a bastante distancia de Kyushu.
Kyushu estaba bastante lejos, hacia el
suroeste de su cuartel general. Si actuaba rápidamente y dirigía sus barcos y
hombres hacia aquella región Con el fin de juntar allí sus fuerzas, dispondría
del tiempo precioso que necesitaba para establecer una fortaleza y desplegar
sus guerreros a lo largo de la costa antes de que el Genji empezara su
ofensiva. Estaba lleno de presentimientos. En la próxima batalla se iba a
dilucidar la supervivencia de su gran clan. El Genji intentaría aniquilarlos.
Todo lo que él pedía era que si el Heike no podía inclinar la balanza a su
favor, luchara hasta que el último soldado hubiera perdido la vida con el fin
de que la gloria y la magnificencia de su final fuera narrada y cantada por los
poetas venideros.
Antes de dar la orden para llevar a cabo su
proyecto, Munemori dirigió sus pensamientos hacia el hijo del emperador. El
niño nece-sitaba de alguien que cuidara de su sagrada persona y recordó a la
anterior esposa de su padre, la señora Nii. Cuando Kiyomori decidió retirarse a
su seria vida de monje, ella también, como era costum-bre, había renunciado a
todos los lazos terrenales y se había retirado a vivir recluida como una
monja. Kiyomori estaba ahora muerto y ya casi nada del mundo exterior
perturbaba la paz que ella disfrutaba. Al recibir el mensaje de Munemori y
saber el enorme peligro que pendía sobre el Heike y sobre la persona del joven
emperador, Nii no pensó sino en abandonar el templo ytomar sobre sí la alta
responsabilidad que se le pedía.
En la mañana del levantamiento del campamento
todo se hallaba en la confusión de los preparativos y por todas partes los
rostros tensos de los soldados mostraban el momento decisivo en que se
encontraban. Sólo el niño Antoku estaba ajeno a lo que se avecinaba. Para él y
para la señora Nü se había dispuesto ya un barco y desde -allí observaba
complacido los movimientos de los oficiales y soldados. Cuando todo estuvo dispuesto,
los guerreros se alinearon en las cubiertas para recibir las órdenes y
exhortaciones finales de Munemori. Los mensajeros de éste subieron a cada
barco, desenrollaron el mensaje y leyeron en alta y enfervorizada voz:
-¡Soldados del Heike! Hoy ponemos proa al
oeste. Nuestro obje-tivo es establecer contacto con nuestras fuerzas de Kyushu
y cons-truir un fuerte en una de las partes protegidas y convenientes de la
costa. Sabemos que las fuerzas del Genji se están moviendo ya para ocupar los
puntos estratégicos a lo largo de las costas del mar de Inland. Para eludir la
batalla antes de llegar a, nuestro destino, nece-sitamos disponer de toda
nuestra fuerza y de todos nuestros recursos de marineros. Una vez nos hayamos
unido a nuestras fuerzas de Kyushu, aguardaremos al enemigo con calma y
determinación. Será una batalla a vida o muerte. De ella dependerá nuestra
supervivencia o nuestra aniquilación. ¡Soldados, os pido que limpiéis el gran
nom-bre del Heike del oprobio de la derrota! Si es la voluntad del cielo,
venceremos... si no, ¡no habrá rendición! Cada hombre debe entregar alegremente
su alma para unirla al honor de sus nobles antepasados ynadie debe soportar la
ignominia de las cadenas del Genji.
Las palabras penetraron en las fibras más hondas
de la fidelidad de los hombres al clan, y de sus gargantas brotó un grito de
adhe-sión. El general Munemori nunca había recibido antes tan caluroso apoyo
de sus soldados, porque su reputación había sido frecuentemente manchada con
los rumores sobre su terquedad, sus decisiones mal concebidas y una naturaleza
groserá y estúpida. Pero ahora, en estos momentos de peligro, sus palabras
incendiaban sus corazones y juraron aniquilar al Genji.
En la embarcación del joven emperador, la
monja guardiana y sus damas de honor escucharon el mensaje y los gritos de
réplica de los soldados. Cada una de ellas era consciente, al igual que los
soldados; del combate que se avecinaba. Las damas de honor lloraban. El niño se
dirigió hacia la señora Nii. Sus miradas se encontraron y en la vista serena
pero interrogadora del muchacho, Nii observó que él, a su manera, también era
consciente del momento crítico en que se hallaban: El niño no habló, pero
siguió mirando fijamente a la mujer con sus ojos brillantes y nobles hasta que
ella no pudo resistirlo más. Volviéndose rápidamente, desapareció en una
habitación interior donde cayó de rodillas para rezar apasionadamente a Buda
que pre-servara la pura y joven vida que se le había confiado.
Afuera resonó una señal. Los gallardetes y banderas
fueron iza-dos; y con toda la brillante panoplia bélica los barcos se hicieron
a la mar. Con el rumbo puesto hacia Kyushu, navegaron durante muchas semanas.
El mar estaba en calma y el viento les era favorable, por lo que hicieron un
viaje rápido y sin ninguna oposición del enemigo. En una brillante mañana de
primavera llegaron ante los estrechos de Shimonoseki, lugar que Munemori había
elegido para desembarcar y erigir una fortaleza que se convirtiera en el punto
de reunión de sus fuerzas en Kyushu.
Día tras día viraron y navegaron tratando de
encontrar un lugar para desembarcar. Para terminar de completar su
desesperación, comprobó que las fuerzas del Genji se habían extendido ya a lo
largo de toda la costa. Allá donde se dirigiera: el norte, el sur, el este o el
oeste, allá estaba esperando el enemigo, implacable y en orden de batalla. El
Heike pues había estado navegando hacia una trampa. Estaban interceptados y
cogidos en las afiladas garras del Genji. En un intento final por establecer
contacto y reunirse con sus fuerzas de tierra firme, Munemori envió avanzadillas
bajo el disimulo de las tinieblas, pero las nuevas que éstas trajeron eran
desastrosas. Los hombres que él esperaba que se le unieran, desorganizados y
faltos de líderes capaces, estaban aburridos y descorazonados por las
cons-tantes derrotas. En consecuencia, uno tras otro habían desertado de sus
destacamentos y se habían unido al Genji. El general Yoshitsune no había
perdido el tiempo tampoco y en seguida los había orga-nizado en sus divisiones,
que junto a las tropas de que ya disponía, formaban una impenetrable barrera
para el avance del ahora dismi-nuido ejército del Heike.
Munemori ordenó a la escuadra que echase el
ancla en un punto en el que podía observar a los barcos del Genji y apreciar
sus movi-mientos. Durante todo aquel día y la noche siguiente la escuadra del
Genji, ahora muchísimo más poderosa, y la del Heike, estuvieron holgazaneando
sobre las aguas del flujo de la marea. Al amanecer, guiados por un estandarte
en el que iba inscrito el nombre del dios del templo, los barcos del sumo sacerdote
del templo de Kumano se dirigieron a los estrechos. Para desesperación de
Munemori y de los soldados del Heike que lo presenciaban, la escuadra sobrepasó
a sus anteriores aliados y se unió a las fuerzas del Genji. El desaliento
cundía ahora en cada guerrero del Heike. Con sus fuerzas mermadas, sólo les
esperaba la muerte y la derrota. Unicamente un milagro podría darles la victoria.
Al sentir la desesperación que se iba apoderando
de toda la flota, Tomomori, el hermano menor de Munemori, montó en una pequeña
barca y se dirigió a los barcos. En tonos elevados que llegaban hasta las
cubiertas, gritó:
-¡Soldados del Heike! Ha llegado el momento
supremo. Todos vosotros sabéis la gravedad de nuestra situación. No hay
retirada. El enemigo nos rodea por todas partes. Pero, ¿vamos a esperar
ociosos a que nuestros odiados adversarios nos aniquilen? ¿Vamos a consentir
que todo él Genji se ría de nosotros? Sólo tenemos un camino posible. Debemos
tomar la iniciativa. Tenemos que atacar, y atacar con toda nuestra fuerza y
voluntad de ganar. Nuestro principal objetivo debe ser la captura de
Yoshitsune. Natural-mente, con Yoshitsune muerto o prisionero, no lo tene.mos
todo; pero habremos restado muchísima moral a nuestros enemigos y ésa es la
mitad del camino para la victoria. Esforcémonos pues hasta el máximo y tratemos
de ganar la batalla. Si sólo logramos esto, el encuentro con nuestros
antecesores será inmaculadamente glorioso.
Las palabras de Tomomori despejaron la atmósfera
de tristeza que invadía los barcos del Heike. Los guerreros respondieron a
ellas con protestas de intensa fidelidad. El gran espíritu de lucha del Heike
fluía por los ojos de cada hombre. No importa lo que ocurriese en la batalla
venidera, estos soldados estarían cubiertos de gloria. En medio de una
declaración ferviente de devoción el joven Noritsune, de la familia Taira, se
asomó a la borda del combés de su barco y respondió fieramente:
-Yoshitsune es famoso especialmente por sus
proezas en saltos; por eso se le denomina muy bien con el nombre de «el
pájaro». Pero aquí estoy yo, dispuesto a saltar a la eternidad para la honra
del Heike. Para eso primero debo capturar al «pájaro»; luego, cuando yo lo
lleve bajo el brazo y salte con él a las olas, veremos si puede volar.
Una serie de risotadas saludaron las palabras
de Noritsune y el ánimo de los soldados estuvo de nuevo en alza, dispuestos a
afrontar su destino.
La marea estaba subiendo rápidamente. La señal
para que todos estuviesen dispuestos pasó de un navío a otro. La intención de
Munemori era levar anclas cuando empezase a bajar la marea, dirigirse hacia la
entrada de Dan no Ura, donde se estrechan más las aguas, y allí disponer sus
barcos en apretada formación de combate. Con esta estrategia esperaba reducir
el área de acción de las naves del Genji.
Mientras tanto, Yoshitsune no estaba ocioso ni
tampoco descono-cía el gran peligro que suponía el espíritu ferviente e
indomable de los guerreros del Heike. No había tiempo que perder, por eso
decidió rápidamente su plan de campaña. En cuanto la marea empezó a bajar,
envió una flota de sus pequeños barcos para que se dirigieran a los estrechos
donde las aguas eran más profundas. Ayudados por el rápido reflujo de la
marea, la flotilla estaba entre los barcos del Heike casi antes de que éstos
hubieran podido recoger sus anclas. Como los varios [1]
se arrojan entre las rocas, los pequeños barcos se movían arriba y abajo entre
las naves enemigas. Estuvieron lanzando continuamente una mortífera lluvia de
flechas que propagaban el pánico y la confusión, entre los sorprendidos
soldados del Heike.
Tomomori y Noritsune corrían de acá para allá
reuniendo a los hombres, mandándolos y exhortándolos, y pronto el Heike pudo
repeler el ataque con una despiadada, granizada de saetas. El aire estaba
impregnado de gritos y los chillidos traspasaban a los hom-bres. Muchos se
lanzaban desde los barcos del Heike y abordaban los pequeños navíos del Genji
transformando las cubiertas de éstos en ríos de sangre con sus espadas.
El primer ataque del Genji fue, pues, repelido
y las esperanzas de los soldados del Heike se remontaron alto. En ese momento,
una pareja de palomas rasgaron el cielo azul con su vuelo y fueron a posarse en
la popa del barco de Yoshüsune. Inmediatamente apareció una oscura nube que
ocultó el sol, y a través de la cual surgió la bandera blanca del Genji. Los
guerreros de Munemori gritaron aterrorizados y Shigoyoshi, comandante de unos
cincuenta navíos del Heike, entendiendo todo esto como un mal presagio, desertó
y se pasó a las filas enemigas junto con los barcos a su mando. El Heike estaba
ahora en franca inferioridad numérica, por lo que Yoshitsune, guiado por la
información de un traidor, reunió a todas sus fuerzas y volvió a atacar.
Delante y detrás, la batalla adquirió
proporciones intensísimas hasta que los muertos llegaron a tan espantosas
cifras que casi no quedaban hombres bastantes para manejar los navíos. Los
barcos subían y bajaban sobre las olas mientras que por todas partes de las
orillas circundantes los ejércitos del Genji se aprestaban para asestar el
golpe final. Era pues cuestión de tiempo que el Heike se-decidiera por la
capitulación o eligiera el camino más honroso del suicidio. El mismo Tomomori
remó hasta el navío del joven emperador y llamó a todas las damas de honor para
decirles con palabras tristes pero llenas de dignidad:
-El fin está cerca. No hay nada que hacer.
Ahora debéis dírigiros al cielo. Coged todo lo que sea impuro o sucio y echadlo
a las aguas. Limpiad y puríficad este navío para que pueda convertirse en el
umbral del mundo, sempiterno. Como hijas verdaderas del Heike haced lo que
creáis que es noble y valioso para vosotras. Adiós.
Después de hablar con las damas de honor, bajó
lentamente a la cámara donde estaba la señora Nii vigilando al joven
emperador. Tomomori se inclinó reverentemente al entrar en la sala, y
acercándose a la monja le habló en voz baja. La expresión de Nii permaneció
invariable; no movió ni un músculo que denotara la importancia de las palabras
que estaba escuchando. Cuando Tomomori acabó de susurrarle al oído, el rostro
del hombre se quebró y una expresión de apenada angustia cruzó por todo su ser;
sin embargo, inmediata-mente se serenó y con respetuosa dignidad y formalidad
se inclinó ante el emperador y la monja como señal de despedida.
Después de que Tomomori se hubo marchado, la
señora Nü siguió sentada en silencio. Luego pidió sonriendo al muchacho que la
siguie-ra a la habitación interior donde le ayudó a ponerse unos vestidos
ceremoniales al mismo tiempo que ella se ponía las oscuras ropas de luto. Entonces
lo cogió de la mano y lo condujo a la cubierta superior. Las damas de honor
estaban ya esperando, vestidas con los kimonos de ritual. Por todas partes el
navío se hallaba limpio y engalanado como si estuvieran de fiesta. Después de
levantar en brazos al niño, la monja ordenó a las damas de honor que se lo
ataran a su cuerpo con su largo ceñidor. Una vez atado a ella, Nii tomó los dos
emble-mas de la corona: la espada sagrada y la sagrada piedra preciosa y se
dirigió hacia el borde del navío. Con la ayuda de sus damas de honor, Nii se
subió al puente.
El niño la miró y preguntó:
-¿Nos vamos de viaje?
-Sí, majestad, nos vamos de viaje -contestó
Ni¡ con las lágrimas cayéndole por las mejillas. Vamos a hacer un largo viaje
desde nuestro triste e infeliz Japón a una tierra que está más allá del mar y
en la que siempre se disfruta alegría y paz. Allí reinarás con todas las
virtudes de tu noble rango. Pero primero debemos mirar al este, donde está el
gran altar de Ise y rezar a la deidad de la guarda para que nos proteja en
nuestro viaje y decir el último adiós; luego al oeste para ofrecer nuestros
rezos al señor Buda con el fin de que nos dé la bienvenida al país de la
sempiterna bendición.
Se volvieron primero al este y luego al oeste
para rezar en silen-cio. Una intensa serenidad interior recorría a la señora
Nii y una expresión beatífica iluminaba el agraciado rostro del niño emperador.
iluminaba Nii abrazó a la criatura y en sus últimos y breves momentos se
asemejó a una santa. En el instante siguiente las turbulentas aguas la acogían
a ella y a su sagrada carga.
Las damas de honor que presenciaban traspasadas
la escena, miraron fijamente los círculos que formaban las aguas en el punto en
que las burbujas y la espuma surgían de los cuerpos que se hundían, hasta que
el último remolino se apagó, así como las burbujas. Después, una por una, las
damas de honor ofrecieron una oración, se subieron al borde y pidiendo reunirse
con su amo real y con su noble señora se lanzaron a las aguas.
Desde un navío cercano el bravo Noritsune presenció
su heroica muerte. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y caían en la
arma-dura que cubría su pecho. Con los brazos colgándole sin fuerzas, se alejó
de la insoportable escena y presenció a su alrededor los cuerpos de sus camaradas
que se debatían en las contorsiones de la muerte. Se descolgó hasta una pequeña
barca de remos y con todas sus fuerzas se dirigió hacia el navío que llevaba la
insignia de Yoshitsune.
El Heike estaba sentenciado, pero la batalla
continuaba con toda la ferocidad de unos hombres decididos a producir todo el
castigo posible al enemigo antes de morir. Las flechas llenaban el aire como si
fueran lluvia; los barcos viraban y maniobraban cerquísima en violentas luchas
a muerte; y los gritos de los que morían resonaban a lo largo de toda la costa.
Ajeno a todo peligro y colérico hasta el
frenesí, Noritsune condujo su pequeña barca a través de las agitadas aguas
hasta llegar a un costado del navío de su mayor enemigo. Yoshitsune lo vio
venir y rápidamente hizo los preparativos para encontrarse con él. Sus
guerreros se aprestaron en seguida a formar una barrera entre él y Noritsune,
quien ya se había aupado por el costado del buque y había llegado a la
cubierta. El airado Noritsune atacó a los soldados con tal ímpetu que éstos
retrocedieron y cayeron, hasta que se halló frente a frente con Yoshitsune.
-Defiéndete -gritó-, porque he venido para
vengar a mi pueblo. Soy Noritsune, sobrino del gran Kiyomori. En su nombre y en
el nombre del Heike, te desafío.
Los soldados volvieron a plantarse frente a
él, pero con una fuerza redoblada por la furia y la cólera incontrolable,
rompió su barrera y se lanzó fieramente sobre ellos, hiriendo a unos y a otros
y arroján-dolos al mar. Los guerreros volvieron una y otra vez, pero nada podía
detener la ferocidad de sus mortíferos espadazos. Noritsune volvió a quebrar la
barrera de soldados pero Yoshitsune, que había divisado cerca uno de los barcos
del Genji y había medido la distancia que le separaba de él con una rápida
ojeada, salió disparado hacia el navío y embarcó en él. Después se volvió y se
rió burlonamente de Norit-sune. Había sido un salto milagroso por lo que
Noritsune, a pesar de su odio y de la mortificación que sentía por la huida de
su enemigo, lo admiró interiormente.
En ese momento los guerreros reanudaron el
ataque y Noritsune se vio forzado a retroceder hacia la borda. Pero nada podían
hacer contra él; ni los trucos de los espadachínes, ni los asaltos en masa
podían contenerle. Luchaba como un demente.. Uno por uno fueron cayendo ante
su espada hasta que sólo quedó un soldado. Noritsune tiró su espada y se
abalanzó sobre él. Cogiéndole con ambos brazos lo levantó por encima de él y lo
arrojó contra la borda.
-Ya no tengo nada que hacer excepto morir
-gritó. ¡Ay! Yoshitsune se me ha escapado y tengo que contentarme contigo, mi
buen amigo, para que me acompañes a la eternidad.
Noritsune cogió bajo el brazo al soldado y con
una última oración a Buda para que lo limpiara y perdonara, saltó junto con su
cautivo al agitado mar donde las aguas los acogieron y se cerraron sobre sus
pesados cuerpos vestidos con la armadura.
Por su parte Yoshitsune, que ya había recibido
refuerzos de sus navíos mayores, se había acercado al barco almirante del
Heike y lo había sometido. Todo estaba terminado excepto la aniquilación de
los numerosos guerreros del Heike que ahora iban a ser ejecutados sin
misericordia. Él mar se tiñó de rojo con la sangre de los muertos y el humo
procedente de los barcos ardiendo se elevaba en negras nubes oscureciendo el
cielo azul. Los soldados que habían escapado se habían cogido a los restos de
sus barcos y eran arrastrados por la rápida corriente de los estrechos, pero
sólo para encontrarse con la crueldad de la caballería del Genji que les
esperaba y que durante toda la batalla habían estado vigilando desde las playas
de Dan no Ura. De los últimos navíos del Heike que todavía no se habían hundido,
salía el sonido de las oraciones de los que se suicidaban arrojándose a las
espumosas aguas. Así ocurrió por ejemplo con Tomomori y sus camaradas. En
cambio Munemori, el último que saltó, estaba sobrecogido de terror. En ese
terrible momento en que se le exigía morir como acto supremo de fidelidad al
Heike, la naturaleza débil y vacilante de Munemori se apoderó de él. Casi sin
saber lo que hacía, se revolvió y empezó a nadar desesperadamente. Al divisar
un remo que salía de uno de los barcos del Genji se agarró desvergonzadamente a
él olvidándose de todo menos del terror a la muerte. Fue izado a la cubierta y
hecho prisionero, y algunos días más tarde era degollado ignominiosamente en un
camino desierto que salía de la capital.
Así fue como el poderoso clan del Heike encontró
la ruina y desapareció. Esto ocurría a los cuatro años de la muerte de su más
grande dirigente Kiyomori, bajo cuyo gobierno había llegado a la gloria. Echado
a perder sólo por la última cobardía de un hombre, tuvo un final lleno de heroísmo,
sacrificio y pesadumbre que será contado en narraciones y cantado siempre por
los poetas de la tierra de los hijos de los dioses.
Traducción:
Angel García Fluixá
040. anonimo (japon)
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