(cronica de Heme)
De un poema
épico japonés del siglo doce
En el barco que los conducía al exilio,
bastante más allá de las costas del sur de Kyushu, Naritsune y sus dos
compañeros, el oficial Yasuyori y el sacerdote Shunkan, sufrieron muchas semanas
de confinamiento en los grillos. Se hallaban encadenados en la parte más honda
de la bodega. El calor era insoportable y el aire hediondo. Como sólo recibían
una escasa ración de arroz y agua cada día, padecían una sed ardiente y un
hambre voraz, y eso durante todo el largo trayecto. Sus tobillos y muñecas
estaban desollados por el roce de las cadenas, y cada bamboleo del barco ¡es
producía nuevas agonías de dolor. Como sus pensamientos estaban centrados en
sus sufrimientos inmediatos, no podían pensar en el futuro y en el destino que
les aguardaba. Y era mejor así para ellos. Porque este conocimiento unido a
sus presentes miserias se hubiera convertido en un castigo insoportable, ya dé
por sí más riguroso que lo que la peor imaginación hubiera podido alcanzar.
Cuando el barco atracó por fin en una bahía y
cesaron los ruidos rítmicos de los remos, les quitaron las cadenas y los
subieron a cubierta. Sus ojos, por tanto tiempo acostumbrados a la oscuridad
de su prisión, se violentaron y Vertieron lágrimas por la brillante luz del
sol, y sólo veladamente podían percibir las desoladas costas de la isla a la
que habían sido desterrados y que estaba a corta distancia. Los crueles
guardias los empujaron y les hicieron desembarcar. Bambole-ándose y
tropezando cayeron al fin en la orilla de la costa, demasiado exhaustos para
darse cuenta de la marcha de los guardias, quienes casi ni volvieron la vista
para mirar a las tres figuras que parecían guiñapos a la orilla del agua.
Durante largo tiempo estuvieron tendidos, sin
hablar o moverse, cada uno de ellos consciente sólo de haber salido de la
odiosa bodega del barco y de haber sido liberados de sus horrorosas cadenas.
Lentamente se fueron recuperando, pero cuando empezaron a mirar a su alrededor
les invadió el pánico y la desesperación. Rocas amarillas y sulfurosas y
piedras desparra-madas acá y allá constituían todo el terreno. Ni un árbol, ni
una raíz, ni una hierba para alegrar la desolación de la escena. El sol pegaba
implacable sobre la enjuta tierra, y la deslumbrante expansión del mar se
extendía invariable en todas direcciones. Las humaredas del sulfuro caliente
surgían acá y acullá de la isla en espirales que se elevaban hacia el cielo, y
sólo el lamido de las olas sobre las rocas rompía el silencio. Estremecidos y
espantados por estos parajes, anduvieron vagando por allí con la esperanza de
encontrar habitación o vegetación; pero cuando llegó la noche, sólo pudieron
constatar la misma escena. Hambrientos, sedientos y exhaustos, se tendieron
juntos al amparo de una roca, para dormir como pudieran hasta que llegase la
luz del día.
Pasaron semanas y meses. De alguna manera
llegaron a tener una sencilla existencia a pesar de la desnudez de la isla.
Haciendo unos anzuelos improvisados, cogían peces de la superficie de las aguas
y cualquier hierba que colgase de las rocas del mar o de la tierra era
demasiado poco para su hambre continua. Cada vez se fueron asemejando menos a
seres humanos procedentes de un mundo civilizado, y cada vez se parecían más a
los aborígenes posi-bles de su cruel medio ambiente. Sus ojos estaban enfermos
de mirar al despiadado resplandor de las corroídas rocas sulfurosas; su pelo
creció tanto que les caía por los hombros; y la carne fue desapareciendo de sus
flacos y mal alimentados cuerpos. El más mínimo ejercicio agotaba sus débiles
miembros y la muerte parecía estar siempre al acecho.
Hora tras hora permanecían indiferentes a la
orilla del mar, observando la interminable expansión del agua. Cualquier
pequeña espe-ranza que alimenta-ran de ver aproximarse una vela, daba paso
rápidamente a la desesperación cuando se ponía el sol, y los humos de las vetas
sulfurosas arrojaban un nauseabundo flujo sobre la superficie de las olas y
transformaban el mar y la tierra en una pesa-dilla de fosforescencia.
A veces se sentaban en el refugio de una roca
y charlaban tristemente de sus anteriores días felices. Después Shunkan
hablaba bárbaramente de Kiyomori y con amargo odio lanzaba juramentos de
venganza. Sin embargo, los dos hombres más jóvenes sentían poco resentimiento
hacia Kiyomori. Este les había cogido en seguida en lo que era un acto de
traición, y ellos estaban sufriendo únicamente su merecido. En estos largos y
aburridos días de reflexión habían llegado a sentir que en su juvenil
entusiasmo estuvieron seducidos peligrosamente hasta llegar casi a traicionar
al emperador Goshira-kawa, y de ello estaban profundamente arrepentidos. Por
eso dijeron a Shunkan que tuviera paciencia y esperanza de que algún día
llegaría la liberación. Pero Shunkan, lejos de confortarse con estas palabras,
encontraba ocasión en ellas para alimentar un rencor más profundo y los
maldecía con tal violencia que cuando los jóvenes se alejaban de él y le
abandonaban a sus resquemores, se sentían contentos.
Yasuyori lo sentía sobretodo por su madre. Era
anciana y desde que su padre había muerto, muchos años atrás, él había sido su
único apoyo y consuelo. Lo habían obligado a embarcar sin verla y esto era una
constante fuente de pena y amargura para él.
Una noche que se encontraba tallando un trozo
de madera seca con una concha afilada, concibió la idea de escribir un poema a
su madre y echarlo a las aguas. La idea se convirtió en seguida en apremiante
pasión, y día tras día estuvo buscando trozos de madera sobre los que cincelar
las palabras con las que describiría a su madre el lamentable estado en que se
hallaba. Cada vez que terminaba uno lo arrojaba al reflujo de la marea. Llegó
el día en que echó al mar el trozo número cien para que realizara su descuidado
viaje, y murmuró una oración pidiendo que al menos uno pudiera llegar a las
manos de su madre.
Un día, un sacerdote de la lejana costa de
Itsukushima que había acabado de oficiar en el altar de Akima, estaba meditando
en una roca a la orilla del mar cuando una avanzada ola arrojó sobre su
sandalia un pequeño trozo de madera. Con cierta curiosidad lo cogió y con gran
sorpresa comprobó que era un poema firmado por Yasuyori cuyo padre había sido
un viejo amigo suyo. El poema estaba dirigido a su madre y el sacerdote, que
era sabedor del exilio de Yasuyori, dedujo rápidamente que éste había lanzado
al mar el poema con la esperanza de que de alguna manera Llegara a la mujer.
El sacerdote no perdió tiempo y se puso en camino
hacia Mikoto, lugar donde vivía la madre de Yasuyori. Al llegar le entregó el
trozo de madera y le contó el milagro de su descubrimiento. Cuando la mujer
leyó el poema y supo por él que su hijo estaba sufriendo una vida insoportable
en la isla de su destierro, se inquietó profundamente. Colocó el poema delante
de ella, en la estera de paja que había en suelo, para ver el callado mensaje
de padecimientos y penalidades que estaba pasando su hijo; con ello empezó a
llorar y empapó sus mangas. El sacerdote, no menos emocionado, perma-neció
silencioso. Observaba la pena de la anciana y decidió llevar el poema al
emperador, contarle la historia de su hallazgo y, humilde-mente, pedirle el
perdón de Yasuyori.
Cuando las lágrimas de la anciana cesaron, le
dijo lo que iba a hacer. Ella, agradecida, se inclinó profundamente y
envolviendo cuidadosamente el precioso poema en un pañuelo de seda, se lo dio
al hombre. Con las llorosas bendiciones de la mujer, el sacerdote comenzó su
viaje.
Al llegar al palacio, el sacerdote fue
recibido en audiencia. Cuando el emperador escuchó la historia del pedazo de
madera y leyó para sí el poema, se sintió hondamente conmovido y perturbado.
Al ver su interés, el sacerdote presionó más aún y habló con sentimiento en
nombre de la madre de Yasuyori, terminando con el ruego ferviente de que
perdonara al joven. El emperador dijo que iba a considerar favorablemente la
petición, pero añadió, que también debía consul-tar al señor Kiyomori.
A la mañana siguiente el emperador llamó a Kiyomori,
a su hijo Shigemori y al sacerdote para que hablaran. A Kiyomori y a Shige-mori
les mostró el trozo de madera y una vez más el sacerdote volvió a describirles
la extraña historia. Shigemori se hallaba visiblemente afectado por lo que
estaba oyendo, y hasta el inflexible Kiyomori estaba evidentemente conmovido.
-Vuestra augusta majestad -empezó a decir
Kiyomori inesperadamente, aunque Naritsune y Yasuyori cometieron el grave
crimen de traición, jamás les ha faltado valor o humildad. Si ambos se vieron
envueltos en esta cons-piración, estoy seguro que más fue debido a la influencia
de Narichika y Shunkan que a su propio deseo de ser traidores. Los dos son
todavía muy jóvenes; los dos han sufrido indudablemente muchas penas en el
exilio, y por este poema es evidente que están arrepentidos de sus acciones.
Han aprendido la lección y no hay razón para que se pierdan dos vidas jóvenes
y prometedoras. Yo ruego a vuestra divina majestad, pues, que recon-sidere su
sentencia y los vuelva a llamar a la capital.
Después la cara de Kiyomori se oscureció y sus
cejas se juntaron al añadir:
-En cuanto a Shunkan, ese cobarde sacerdote,
¡dejadle que se pudra allí! No tendré misericordia de él. El y Narichika fueron
los principales implicados en la revuelta; si regresa no nos traerá más que
problemas.
-Padre -dijo Shigemori-, todos nosotros
pensamos como tú, y uno mi petición a la tuya para que Naritsune y Yasuyori
sean perdonados. Mi corazón desearía que también Shunkan pudiese participar de
la consideración de clemencia de vuestra graciosa majestad, pero sé muy bien el
peligro que corremos todos los que participamos en su destierro si le
libertamos y le dejamos hacer para vengarse. Tiene una naturaleza tenebrosa e
imaginativa y si volviera ahora con la carga de su presente castigo y amargura,
sin duda que extendería la revuelta y la traición entre aquellos sacerdotes que
están demasiado dispuestos a cambiar sus ropas sacerdotales por la armadura, y
sus oraciones por la espada.
Goshirakawa estuvo en seguida dispuesto a que
finalizara el exilio de Naritsune y Yasuyori y a llamarlos a la capital.
Enormemente regocijado, el sacerdote fue corriendo a la madre de Yasuyori para
referirle las alegres noticias. Mientras tanto se preparó un barco y se envió
un mensajero a la isla.
Habían pasado casi tres años desde que los
exiliados languidecían en la isla, y aunque los dos jóvenes nunca habían
abandonado la esperanza de la liberación, se encontraban ya casi en el límite
de su resistencia. No obstante seguían manteniendo su diaria vigilancia, pues
creían que mientras hubiera vida había esperanza. Pero Shunkan los maldecía
por idiotas y tontos al confiar en el perdón mientras viviese Kiyomori. Por
eso les volvía la espalda y se retiraba al amparo de su roca donde permanecía
sentado durante horas, mirando fiera-mente alguna visión interior.
Una mañana Naritsune, que estaba mirando al
horizonte como hacía todos los días, quedó sobrecogido por un repentino
destello blanco que se dibujaba a lo lejos. Casi sin respiración, volvió a
mirar. ¡Otra vez! ¡Algo blanco! ¿Una ilusión? ¿Una nube? O... ¿una vela?
Agarrando a Yasuyori por el brazo, señaló a lo lejos:
-¿Qué es aquello, Yasuyori? ¿Lo ves? ¿O es
otro espejismo?
Empezaron a mirar juntos mientras que el corazón
les latía violen-tamente y sus miembros temblaban. Durante lo que pareció una
eternidad el fugitivo destello blanco se sumergió y volvió a emerger en el
horizonte, haciéndose mayor a cada instante. De repente, con un grito, los dos
jóvenes echaron a correr hacia la orilla del mar. ¡Era una vela y estaba
poniendo proa hacia la isla! Casi sin dar crédito a lo que veían, presenciaron
cómo se iba acercando y que al fin anclaba a alguna distancia. Luego vieron la
figura de un hombre que descendía a una pequeña barca manejada por un remero,
quien se acercó velozmente a la orilla. El hombre descendió, vadeó el agua y
se paró ante ellos. Por un instante tenso se miraron, el elegante mensajero
real a ellos y ellos, los náufragos y rotos desterrados, a él. Luego el
mensajero habló:
-¿Eres tú Naritsune, el hijo de Narichika? ¿Y
eres tú Yasuyori, el antiguo oficial?
El mensajero extrajo de su bolsa un papel que
traía enrollado y continuó:
-Soy portador dé un libre perdón para vosotros
dos de parte de su graciosísima y augusta majestad. Si sois los dos
mencionados, decidlo.
Los años de privaciones les habían debilitado
muchísimo, y ahora, vencidos por la emoción, casi no tenían fuerzas suficientes
para continuar hablando y contestar al mensajero. Sin embargo se arrodillaron,
hicieron una ceremonial reverencia y contestaron que, en efecto, eran
Naritsune, el hijo de Narichika, y Yasuyori, el antiguo oficial. El mensajero
les entregó el escrito del perdón y ellos volvie-ron a inclinarse hasta que sus
cabezas tocaron la arena, pero sus lágrimas caían rápidamente y las palabras
del papel real danzaban locamente ante sus ojos cuando intentaban leerlo.
De repente una figura salvaje y desgreñada
salió corriendo de detrás de una roca. Era Shunkan. Riendo como un demente y
empujando y arañando a los otros, les quitó el papel.
-¿Qué es esto? ¿Te ha enviado el alto y poderoso
Kiyomori a degollarnos? ¿Me teme tanto todavía que viene a nuestro exilio a
perseguirnos? ¡Pero yo no moriré! ¡Tengo que vivir para vengarme de él y de
toda su casa! -gritó Shunkan.
El mensajero lo miró severamente y contestó:
-De eso yo no sé nada. Sólo he venido con una
orden para liberara Naritsune y Yasuyori.
Shunkan se quedó estupefacto. Luego, locamente,
se llevó el papel al rostro para escudriñarlo más de cerca.
-¡Mi nombre, mi nombre! -chilló-, ¿dónde está
mi nombre? ¡Tiene que estar aquí! El emperador no puede haberme olvidado.
¡Estás mintiendo!
El mensajero lo empujó hacia atrásy pidió a
los otros dos que montaran en la pequeña barca. Shunkan se abalanzó sobre ellos
y les cogió sus des-garradas mangas, rogándoles que por piedad no lo
abandonaran. Ellos, tan rotos como él, suplicaron al niensajero que lo
llevaran con ellos. Pero el mensajero se negó diciendo que el perdón era
únicamente para ellos dos y que él debía obedecer las órdenes. Fuera de sí,
Shunkan los seguía corriendo, ora delante para empujar-los hacia atrás, ora
junto a ellos para sujetarlos. Naritsune y Yasuyori le pidieron con voz
atormentada qu.e tuviera paciencia porque ellos seguramente persuadirían al
emperador para que le perdonara. Al fin tuvieron que luchar con él para verse
libres y montar en la barca. El remero la empujó hacia mar adentro, pero
Shunkan se agarró deses-perado a ella. La pequeña barca se bamboleaba con sus
tirones y el remero tuvo que luchar abiertamente con él para liberarse.
Por su parte, Naritsune y Yasuyori presenciaban
angustiados y desespe-rados la insistencia del demente sacerdote. Centímetro a
centímetro, Shunkan se vio obligado a penetrar en el agua, hasta que solo sus
crispados dedos se vieron agarrados a la barca. Esta seguía penetrando en el
mar y las olas sacudían a Shunkan, pero éste parecía insensible a todo menos a
este último y desesperado contacto. El remero le golpeó la mano con el remo y
Shunkan se vio forzado a soltar su presa, roto y derrotado, hasta que las
mismas olas lo volvieron a sacar a la orilla. Selevantó, magullado y
sangran-te, y sollozó en una desesperada enajenación al ver a los otros que se
alejaban hacia el barco.
Largo tiempo permaneció allí tirado, ofuscado
y exhausto y sintiéndose miserable, olvidado de todo excepto de su inagotable
odio hacia Kiyomori. Sus dedos se agarraban a la arena como si estuviera
clavando las garras en el cuello de su enemigo, y la saliva fe salía por las
comisuras de los labios como si estuviera echando un diluvio de maldiciones
sobre las cabezas de Kiyómori y de todo el clan del Heike. Al llegar la noche
se medio incorporó y fue arras-trándose dolorosamente hasta una roca que
dominaba todo el mar. Fuera de sí, llenó las tinieblas con gritos salvajes
hasta que, dema-siado débil para articular ningún otro sonido, cayó en un sopor
y en un olvido temporal del período de solitario exilio que le aguardaba.
Traducción:
Angel García Fluixá
040. anonimo (japon)
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