Una vez, hace mucho, mucho tiempo,
vivían dos indios hermanos en dos chozas vecinas.
El hermano mayor se llamaba Urco.
El menor, Huaminca.
La choza de Urco era grande y rica:
allí se amontonaban las ollas llenas de maíz, de patatas, de ají… Detrás de la
choza, en el corral, las llamas erguían sus cabecitas adornadas de borlas
rojas.
Y detrás del corral, las tierras de
Urco se extendían anchas y sembradas.
Sí, Urco, el hermano mayor, era un
indio rico; sus hijos llevaban vestidos de lana, su mujer usaba un gran alfiler
de plata, y él mismo tenía una manta rayada como no había otra en la villa. En
cambio Huaminca, el hermano menor, era muy pobre. No tenía ni tierras, ni
llamas; sus hijos pasaban frío y su mujer sólo podía poner en la olla las
hierbas del campo.
Un día el hermano mayor hizo una
fiesta en su choza para festejar el "cortapelo" de su hijito. Porque,
entre los indios del Perú, era costumbre hacer una fiesta al cortar por primera
vez el pelo a un niñito.
Urco estaba en la fiesta del
"cortapelo" comiendo habas asadas y maní y bebiendo chicha con sus
amigos, cuando entró en la choza su hermano menor. Pero Urco no le dijo a
Huaminca: "Ven, festeja conmigo el "cortapelo" de mi hijito".
No, lo que le dijo, fue:
-"¡Vete de mi casa, no toques mi comida!"
Huaminca, muy triste, se alejó. Más
triste todavía, porque en su choza no tenía comida para sus hijitos. Y caminó y
caminó, buscando hierbas y raíces para cocer en su olla.
Tanto anduvo Huaminca, que al fin
el cansancio lo hizo detenerse. Entonces se sentó sobre una roca y, como no
podía contar a nadie su pena, se la contó a las peñas.
Las peñas tuvieron lástima del
indio, y con su voz de piedra le dijeron:
Huaminca, ¿ves ese camino que sube
y que baja? Síguelo hasta encontrar una caverna y llama al dueño de las rocas.
El indio siguió por el camino que
subía y bajaba... Así llegó hasta una caverna oscura. Y acercándose a la
entrada, Huaminca llamó:
¡Dueño de las rocas! ¡Dueño de las
rocas! Entonces, de la caverna salió un indio viejísimo, casi cubierto todo él
por su largo cabello.
El anciano miró a Huaminca.
Después, sin esfuerzo, levantó una roca que estaba, a la puerta de la cueva, la
cargó sobre la espalda del indio y le dijo:
-Anda, camina sin descansar, y no te
separes dé esta peña.
Huaminca caminó y caminó. Rendido
de cansancio, con hambre y con frío, seguía andando y andando, porque no quería
desobedecer al dueño de, las rocas. Sólo cuando la oscuridad envolvió la
montaña, buscó el indio un refugio para pasar la noche. Así halló una cueva
abrigada y, sin separarse de la peña, se acurrucó en un rincón. Allí,
acompañado por las sombras, trató de dormir. Entonces, en la oscuridad, oyó una
voz, y otra voz, y otra voz. Era la peña que había cargado sobre la espalda,
que conversaba con la puna y la pampa.
-¡Pobre indio!" -decía la
peña-: ¿Cómo lo ayudaremos?...
La puna, aunque sólo era un
desierto rocoso frío, se compadeció de Huaminca.
Yo -dijo la puna- le daré granos de
maíz morado.
Entonces la pampa, donde crecían
las hierbas verdes, también se compadeció del indio.
Yo -dijo- le daré a Huaminca maíz
blanco, para la mazamorra.
Y la peña, desde su corazón de
roca, también se compadeció.
Yo -dijo la peña- le daré maíz
amarillo, bien amarillo.
Huaminca, al oír las palabras de la
peña, de la pampa y de la puna, se incorporó y, tanteando en la oscuridad,
encontró tres ollitas.
Metió la mano en cada una, tomó de
lo que había en ellas y comió de todas un poquito. Comió así el maíz blanco,
morado y amarillo, que le habían dado la peña, la pampa y la puna. Y después se
durmió.
Al primer rayito de Sol que se coló
en la cueva, el indio se despertó. En seguida recordó las ollitas con maíz y
quiso tomarlas para llevarlas a sus hijitos. Pero, por más que forcejeó y
forcejeó, no pudo levantar ninguna.
Entonces Huaminca destapó las
ollas, y al destaparlas vio... Vio que el maíz de cada una ¡ya no era maíz! El
maíz blanco era todo granos de plata; el maíz morado, granos de cobre, y el
maíz amarillo, granos de oro.
Huaminca tomó una parte del oro,
del cobre y de la plata, escondió el resto bajo unas rocas y, lleno de alegría,
regresó a su choza.
Y con el oro y la plata y el cobre
que le habían regalado la peña, la pampa y la puna, pudo hacerse una rica choza
y comprar campos y llamas y patatas. Y vestidos para sus hijitos y un alfiler
de plata para su esposa.
Pero Urco, el hermano de Huaminca,
veía con mala cara las riquezas de su hermano menor. Y una mañana lo llamó y le
dijo:
Ese oro amarillo, esa plata blanca
y ese cobre rojo, seguramente los has robado.
No, mi hermano -contestó Huaminca,
me los dieron la peña, la puna y la pampa.
Después contó a Urco todo lo que le
ocurriera desde que el dueño de las rocas cargó la peña sobre su espalda.
Entonces dijo el hermano mayor:
-Iré a la cueva del anciano y le
pediré para mí también una olla de oro y otra de cobre y otra de plata.
Y aquella misma noche se fue por la
montaña y anduvo y anduvo y anduvo, hasta que, rendido de cansancio, se halló
frente a la cueva donde vivía el dueño de las rocas. Y, acercándose a la
entrada, grito:
-¡Anciano! ¡Dame mucho oro y mucho
cobre y mucha plata!
El viejecito salió de la caverna,
levantó sin esfuerzo una peña que había a la entrada, y la cargó sobre la
espalda de Urco.
-Camina -le dijo-. Y no te
detengas.
Quejándose del dueño de las rocas,
que tanto peso había puesto sobre sus hombros, el indio caminó, Pero no fue muy
lejos, no, porque pronto descubrió una caverna y allí se sentó a descansar.
-Esperaré aquí las ollas de la peña
y la pampa y la puna -se dijo. Y allí se quedó.
Pasó el tiempo, comenzó a oscurecer
y, cuando llegó la noche, Urco, el hermano mayor, escuchó hablar a la peña, a
la pampa y a la puna.
-¿Qué le daremos a este indio? -se
preguntaban. ¿Qué le daremos?
Yo le daré pelos -dijo la pampa.
Yo le daré cuernos -dijo la peña.
Yo le daré rabo -dijo la puna.
El indio, en la oscuridad, pensaba:
¿Qué tesoro será ése, tan raro?
Y pensando y pensando, se durmió.
Cuando el Sol introdujo su primer
rayo de luz en la caverna, Urco abrió los ojos. Miró, miró a su alrededor, pero
no vio cobre, ni oro, ni plata.
Entonces se miró a sí mismo. Y
descubrió que ya no tenía pies... ¡Tenía cuatro patas de ciervo!...
Y movió la cabeza y chocó con sus
cuernos contra la roca. Volvió la cabeza… ¡y se vio dueño de mi rabo y un
cuerpo cubierto todo de pelos!...
Sí, la peña y la pampa y la puna le
habían dado pelos y cuernos y rabo. El indio era ya sólo un ciervo, alojado en
una caverna de la montaña. Entonces Urco, con su cuerpo de ciervo, dejó la
caverna y, corriendo y corriendo entre las rocas, regresó a su choza. Quería
ver a su esposa y a sus hijitos, contarles todo cuanto le había ocurrido. Pero
sus propios perros no lo dejaron acercarse a la choza. Sin reconocerlo,
corrieron detrás de Urco, para cazarlo.
Mucho tiempo vagó el indio entre
las peñas, cruzando la puna, corriendo por la pampa. Mucho tiempo pasó bebiendo
sólo el agua de los arroyos y alimentándose de hierbas y de pastos. El Sol y la Luna cruzaban el cielo, el
frío rajaba las rocas, el invierno se iba y llegaba la primavera, y Urco vagaba
y vagaba, siempre metido en su cuerpo de ciervo.
Hasta, que, al fin, un día, la
pampa y la peña y la puna se compadecieron del indio. Y Urco sintió que sus
patas volvían a ser pies... Y se vio sin pelos y sin cuernos y sin rabo...
Dando gracias a la montaña y a la
tierra, el indio caminó y caminó y caminó. Cada vez se acercaba más a su choza,
pero cada vez, también, tenía más miedo de llegar.
¿Cómo hallaré a mis hijitos?
-pensaba. Quizá les faltó comida, quizás les faltaron vestidos, como les
faltaban a los hijitos de mi hermano menor.
Al fin llegó a su choza.
Y entonces vio en la puerta a sus
hijitos, gordos, bien vestidos y sanos. A su mujer, envuelta en un chal nuevo.
A sus llamas moviendo las cabecitas adornadas con borlas rojas, y a sus anchas
tierras, todas cultivadas.
¿Quién cuidó de todo lo mío?
-preguntó Urco, el hermano mayor.
Yo cuidé de todo eso -le contestó
Huaminca, desde la choza vecina.
Y acercándose a su hermano, lo
abrazó.
Urco nunca olvidó ya su vida entre
las peñas, cuando sólo era un ciervo con pelos y patas y cuernos y rabo. Y por
eso, en su choza, muchos indios pobres hallaron en adelante mazamorra de maíz,
y maní, y habas asadas, y mantas de lana. Para ellos, para sus esposas y para
todos sus hijitos.
011. anonimo (america)
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