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miércoles, 15 de agosto de 2012

El tesoro de los incas

Hace mucho, muchísimo tiempo, antes que llegaran los hombres blancos, reinaban los incas en las tierras del Perú.
Pero el Inca, para sus súbditos, no era sólo un emperador. El Inca era el hijo del Sol, y también el primer sacerdote del Sol.
Todo el oro y la plata de las tierras del Perú iban a alhajar los templos de sus dioses y el palacio de su rey.
En el templo de Inti, el Sol, las puertas estaban forradas de oro, y enchapados de oro, partes de sus muros. La imagen del Sol, con su cara y sus rayos de fuego, también era de oro puro, como todas las cosas que se usaban en el templo, hasta los cántaros y vasijas para el agua.
El jardín de la casa del Sol, en vez de tierra, tenía granitos de oro menudo, y sus pájaros y sus árboles estaban labrados en oro e incrustados de esmeraldas y turquesas.
A un lado del jardín brotaban plantas de maíz, hechas con el mismo rico metal, y brillaba el oro en las estatuas de pastores y corderos.
El templo de Quilla, la Luna, no era menos hermoso que el templo del Sol, aunque en el templo de Quilla, la Luna, todo era de plata.
En las grandes ceremonias el Inca y sus sacerdotes entraban en el templo descalzos y hacían sus ofrendas al Sol. Y fuera, en la plaza del Sol, la gente del pueblo bailaba danzas sagradas, y también traía sus ofrendas.
El pueblo del Inca labraba la tierra, cuidaba las majadas, tejía en los telares y hacía muchas cosas más; porque la civilización del antiguo Perú era rica. Pocos hombres supieron trabajar la piedra como los indios del Perú y levantar como ellos soberbios templos y palacios.
Pero el Sol aparecía y desaparecía de las tierras del Perú. Corría el tiempo, y corriendo el tiempo, llegaron los días de la conquista. Entonces los hombres blancos se adueñaron del suelo donde los súbditos del Inca trabajaban y soñaban.
Cuando los conquistadores apresaron a Atahualpa, el Inca, los indios del Perú juntaron sus tesoros para liberarlo. Alhajas extrañas, sacos llenos de metales preciosos, iban a pagar el rescate de Atahualpa el Inca, de Atahualpa el hijo del Sol.
Y parte del tesoro había pasado a manos de los conquistadores para pagar el precio de la vida de Atahualpa, cuando los indios del Perú supieron que Atahualpa había muerto.
Entonces los súbditos del Inca escondieron las riquezas fabulosas. Y la tierra, la selva y las rocas protegieron el tesoro de la codicia de los conquistadores.
Volvió el Sol por mucho tiempo a andar sobre las tierras del Perú, y murieron los indios que escondieron el tesoro, y después murieron, sus hijos y sus nietos. Y nadie supo ya dónde estaba el oro de Atahualpa, nunca más.
Los hombres blancos exploraron las montañas, rompieron las rocas y se internaron en las selvas. Pero fue muy poco lo que encontraron. El tesoro del Inca permanecía escondido, oculto bajo la tierra callada.
Y el tiempo siguió pasando.
Una vez dos indiecitos iban de un pueblo a otro pueblo, llevando una llama. Caminaban por un sendero entre las peñas, y durante largo rato, andando y andando, vieron allá abajo, en el valle, su casita de piedra.
Después el camino hizo una curva y ya no la vieron más.
Entonces, los indiecitos, un niño y una niña, se sentaron a descansar, y el indiecito sacó una bolsita con maíz tostado y convidó a su hermana.
Los dos comían callados, hasta que el niño exclamó:
-¿Dónde estará escondido el oro de los Incas? Yo querría verlo…
-Nadie lo verá nunca, nadie lo podrá encontrar -contestó la indiecita. Dicen que está enterrado en todos los lugares y en ningún lugar, y que el Sol cuida el tesoro para que nadie lo toque.
-Yo no lo tocaría -dijo el indiecito. Yo querría verlo, nada más.
Y volvió a quedarse silencioso, mirando y mirando hacia adelante, como soñando. Pero al poco rato se volvió a la niña:
-Allá lejos, sobre esas peñas… -le dijo, ¿qué ves?...
No veo nada -contestó la indiecita,
El niño le señaló un disco de luz, que subía y bajaba, moviéndose entre las rocas. Parecía como si alguien reflejara la luz del Sol sobre las peñas, con un espejo, de oro.
-¡Allá, allá!... -gritó el indiecito. Pero su hermana no veía nada.
Entonces el niño echó a correr, como si la luz de oro lo llamara. Pero a medida que se acercaba al reflejo, el reflejó se alejaba más y más. Así el indiecito corrió y corrió, hasta que llegó a un lugar apartado de la montaña, completamente desconocido para él. Allí el indiecito se halló frente a una roca blanca. Sobre la roca blanca se. detuvo el disco dorado y el niño puso su mano sobre él. Entonces sintió que la roca cedía, se apartaba y dejaba ver una larga escalera tallada en la piedra. Cuando el indiecito bajó por la escalera, la roca se corrió suavemente y cerró la entrada.
Pero el niño no tenía miedo, porque el reflejo dorado lo acompañaba.
La luz de oro iba ante él, se deslizaba por las paredes de roca y las iluminaba. Así el indiecito llegó al último escalón de la escalera, y entonces encontró una puerta de piedra labrada y la cruzó. Detrás de la puerta había una sala inmensa, tallada en la roca, y todo el oro y la plata del mundo parecía amontonarse allí. Vasos incrustados de pedrería, joyas y estatuas de oro, se mezclaban sobre el piso y colgaban de las paredes.
El disco de luz que iluminaba al niño, acariciaba extraños pájaros de plata, posados en árboles de oro. El reflejo del Sol rozaba rebaños y pastores dorados y se perdía, un poco más allá, en un maizal donde las plantas de maíz, las hojas y las mazorcas repletas de granos; también eran de oro puro.
Hacia allí, hacia el maizal, se dirigió el indiecito. Asombrado, miraba el campo de maíz, todo de oro.
-Quería ver el tesoro y lo veo -se dijo. Veo el tesoro que está escondido en todas partes y en ninguna. Y contemplaba todo, todo, hasta que al fin, sin darse cuenta, rozó con su mano una mazorca de maíz. Entonces sintió que se dormía, que se dormía, que se dormía, y se durmió.
Cuando el indiecito se despertó, ya no se vio en la sala del tesoro, bajo la tierra y bajo las rocas. Estaba fuera, en la montaña, sentado junto a su hermana, que vigilaba la llama.
-Hermanita -le dijo a la niña, un reflejo del Sol me llevó debajo de la montaña. Allí vi, bien guardado, el tesoro del Inca. Hermanita, yo quería ver el tesoro y lo vi.
Y el indiecito le contó a la niña todo aquello que había contemplado. Pero la indiecita le dijo:
-No te alejaste de aquí. Te dormiste mientras comías. Te dormiste con la bolsita de maíz tostado en la mano. Y soñaste.
-¡No, no soñé! -dijo el indiecito. Vi el tesoro.
Me llevó a verlo un reflejo de Sol.
-Te dormiste -repitió la niña. Termina de comer y sigamos caminando.
El indiecito inclinó la cabeza y desató la bolsita de maíz. Y la abrió. Y entonces, el niño y la niña, asombrados, vieron allí, no el maíz tostado de la merienda, sino un grano de maíz hecho de oro. Igual a los granos de las mazorcas del jardín del Sol, que el indiecito había visto.
No, el indiecito no se había dormido. Quiso ver y vio. El Sol lo había conducido hasta el tesoro del Inca, hasta el oro de Atahualpa, que está escondido en todas partes y en ninguna.

011. anonimo (america)

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