Translate

martes, 30 de diciembre de 2014

Palla-huarcuna (1430)

¿Adónde marcha el hijo del Sol con tan numeroso séquito?
Tupac-Yupanqui, el rico de todas las virtudes, como lo llaman los haravicus del Cuzco, va recorriendo en paseo triunfal su vasto imperio, y por dondequiera que pasa se elevan unánimes gritos de bendición. El pue­blo aplaude a su soberano, porque él le da prosperidad y dicha.
La victoria ha acompañado a su valiente ejército, y la indómita tribu de los pachis se encuentra sometida.
¡Guerrero del llautu rojo! Tu cuerpo se ha bañado en la sangre de los enemigos, y las gentes salen a tu paso para admirar tu bizarría.
¡Mujer! Abandona la rueca y conduce de la mano a tus pequeñuelos para que aprendan, en los soldados del Inca, a combatir por la patria.
El cóndor de alas gigantescas, herido traidoramente y sin fuerzas ya para cruzar el azul del cielo, ha caído sobre el pico más alto de los Andes, tiñendo la nieve con su sangre. El gran sacerdote, al verlo moribundo, ha dicho que se acerca la ruina del imperio de Manco, y que otras gentes vendrán, en piraguas de alto bordo, a imponerles su religión y sus leyes.
En vano alzáis vuestras plegarias y ofrecéis sacrifi­cios, ¡oh hijas del Sol!, porque el augurio se cumplirá.
¡Feliz tú, anciano, porque solo el polvo de tus hue­sos será pisoteado por el extranjero, y no verán tus ojos el día de la humillación para los tuyos! Pero entre tanto, ¡oh hija de Mama-Ocllo!, trae a tus hijos para que no olviden el arrojo de sus padres, cuando en la vida de la patria suene la hora de la conquista. Bellos son tus himnos, niña de labios de rosa; pero en tu acento hay la amargura de la cautiva.
Acaso en tus valles nativos dejaste el ídolo de tu corazón; y hoy, al preceder, cantando con tus herma­nas, las andas de oro que llevan sobre sus hombros los nobles curacas, tienes que ahogar las lágrimas y entonar alabanzas al conquistador. ¡No, tortolilla de los bosques!..., el amado de tu alma está cerca de ti, y es también uno de los prisioneros del Inca.

La noche empieza a caer sobre los montes, y la comitiva real se detiene en Izcuchaca. De repente la alarma cunde en el campamento.
La hermosa cautiva, la joven del collar de guairuros, la destinada para el serrallo del monarca, ha sido sor­prendida huyendo con su amado, quien muere defen­diéndola.
Tupac-Yupanqui ordena la muerte para la esclava infiel.
Y ella escucha alegre la sentencia, porque anhela reunirse con el dueño de su espíritu, y porque sabe que no es la tierra la patria del amor eterno.
Y desde entonces, ¡oh viajero!, si quieres conocer el sitio donde fue inmolada la cautiva, sitio al que los habitantes de Huancayo dan el nombre de Palla­huarcuna, fíjate en la cadena de cerros, y entre Izcu­chaca y Huaynan-puquio verás una roca que tiene las formas de una india con un collar en el cuello y el turbante de plumas sobre la cabeza. La roca parece artísticamente cincelada, y los naturales del país, en su sencilla superstición, la juzgan el genio maléfico de su comarca, creyendo que nadie puede atreverse a pasar de noche por Palla-huarcur, a sin ser devorada por el fantasma de piedra.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

Monja y cartujo (1640)

(Tradición en que se prueba que del
Odio al amor hay poco trecho)

1

Don Alonso de Leyva era un arrogante mancebo castellano, que por los años de 1640 se avecindó en Potoí en compañía de su padre, nombrado por el rey corregidor de la imperial villa.
Cargo fue éste tan apetitoso que en 15910 lo preten­dió nada menos que el inmortal Miguel de Cervantes Saavedra, aunque no recuerdo dónde he leido que no fue éste, sino el corregimiento de La Paz, el codi­ciado por el ilustre vate español. ¡Cuestión de nombre! A haber recompensado el rey los méritos del manco de Lepanto, enviándolo al Perú como él anhelaba, es se­guro que que el Quijote se habría quedado en el tintero, y no tendrían las letras castellanas un título de legí­timo orgullo en libro tan admirable. Véase, pues, como hasta los reyes con pautas torcidas hacen renglones derechos; que si ingrato e injusto anduvo el monarca en no premiar como debiera al honrado servidor, agradecerle hemos la mezquindad e injusticia por los siglos de los siglos los que amamos al galano y conceptuoso escrito, y lo leemos y releemos con entusiasmo cons­tante[1].
Era don Alonso un verdadero hijo mimado, y por eso es de colegirse que andaría siempre por caminos torcidos. Camorrista, jugador y enamoradizo, ni dejaba enmohecer el hierro, ni desconocía garito, ni era moro de paz con casadas o doncellas; que hombre fue nues­tro hidalgo de muy voraz apetito y afectado de lo que se llama ginecomanía.
Así nadie se maravilló de saber que andabá como goloso tras cierta doña Elvira, esposa de don Mar­tín Figueras, acaudalado vizcaíno, caballero de San­tiago y veinticuatro de la villa, hombre del cual decíase lo que cuentan de un don Lope, que no era miel ni hiel, ni vinagre ni arrope.
Que doña Elvira tenía belleza y discreción para dar y prestar, no hay para qué apuntarlo, que a ser fea v tonta no habría dado asunto a los historiadores. Algo ha de valer el queso para que lo vendan por el peso. Además, don Alonso de Leyva era mozo de paladar y muy delicado, y no había de echar su fama al traste por una hembra de poco más o menos.
En puridad de verdad, fue para Elvirita para quien un coplero, entre libertino y devoto, escribió esta re­dondilla:

Mis ojos fueron testigos
que te vieron persignar.
¡Quién te pudiera besar
donde dices enemigos!

Pero es el caso que doña Elvira era mujer de mucho penacho y blasonaba de honrada. Palabras y billetes dei galán quedaron sin respuesta, y en vano pasaba él las horas muertas, hecho un hesicate dando vueltas en torno de la dama de sus pensamientos y rondando por esas aceras en acecho de ocasión oportuna para atre­verse a un atrevimiento.
Al cabo persuadióse don Alonso, que no era ningún niño de la media almendra, de que no rendiría la for­taleza si no ponía de su parte ejército auxiliar, y acertó a propiciarse la tercería de una amiga de doña Elvira.
Dádivas quebrantan peñas, o lo que es lo mismo, no hay cerradura donde es de oro la ganzúa; y el de Ley­va, que tenía empeñada su vanidad en el logro de la conquista, supo portarse con tanto rumbo, que la ami­ga empezó por sondear el terreno, encare-ciendo ante doña Elvira las cualidades, gentileza y demás condi­ciones del mancebo. La esposa de Figueras comprendió adónde iba a parar tanta recomendación, e interrum­piendo a la oficiosa panegirista, la dijo:
-Si vuelves a hablarme de ese hombre cortamos pajita, que oídos de mujer honrada se lastiman con conceptos de galanes.
A santo enojado, con no rezarle más está acabado.
Pasaron meses y la amiga no volvió a tomar en boca el nombre del galán. La muy marrullera concertaba con don Alonso el medio de tender una red a la virtud de la orgullosa dama, que donde no valen cuñas aprovechan uñas, y no era el de Leyva hombre de soportar desdenes.
Una mañana recibió doña Elvira este billetito, que copiamos subrayando los provincialismos:

"Elvirucha viditay: sabrás cómo el dolor de ijada me tiene sin salir de mi dormida. Por eso no puedo llevar­te, como te ofrecí ayer, las ricas blondas y demás por­querías que me han traído de Lima, y que están ha­ciendo raya entre las mazamorreras. Pero si quieres verlas ven, que te espero, y de paso harás una obra de misericordia visitando a tu Manuelay."
Doña Elvira, sin la menor desconfianza, fue a casa de Manuela.
Precisamente eso queríamos los de a caballo..., ¡que saliese el toro a la plaza!
Era Manuela una mujercita obesa, y como aquella por quien escribió un poeta:

Muchacha, tu cuerpo es tal,
que dicen cuantos lo ven
que en lo chico es como el bien,
y en lo gordo como el mal.

Presumimos que, más que el deseo de ver a la do­liente amiga, fue la curiosidad que en todas las hijas de Eva inspiran los cintajos, telas y joyas, lo que im­pulsó a la visitante. De seguro que la simbólica man­zana del paraíso fue un traje de seda u otra porquería por el estilo.
Y a propósito de esta palabra que se usa muy crio­llamente, ¿háceles a ustedes gracia oírla en linaisimas bocas?
Va una limeña a tiendas, encuentra a una amiga, y es de cajón esta frase:
-Hija, estoy gastando la plata en porquerías.
Se atraganta una niña de dulces, hojaldres y pastas, y no faltan labios de caramelo que digan:
-¿Cómo no se ha de enfermar esta muchacha, si no vive más que comiendo porquerías? ¡Uf, qué asco!
Lectoras mías, llévense de mi consejo y destierren la palabrita malsonante. Perdonen el sermoncito cua­resmal y dejándonos de mondar nísperos, sigamos con el interrumpido relato.
NTanuela recibió la visita acostada en su lecho, y des­pués de un rato de charla femenil sobre la eficacia de los remedios caseros, dijo aquélla:
-Si quieres ver esas maritatas, las hallarás sobre la mesa del otro cuarto.
Doña Elvira pasó a la habitación contigua, y la puerta se cerró tras ella.
Ni yo, ni el santo sacerdote que consignó en sus li­bros esta historia fuimos testigos de lo que pasaría a puerta cerrada; pero una criada, larga de lengua, contó en secreto al sacristán de la parroquia y a varías co­má1res del barrio, que fue como publicarlo en la Gaceta, que doña Elvira salió echando chispas, y que al llegar a su domicilio sufrió tan horrible ataque de nervios que hubo necesidad de que la asistiesen mé­dicos.
Barrunto que, por esta vez, había resultado sin sen­tido el refrancito aquel que dice: a olla que hierve, ninguna mosca se atreve.

 2

La esposa de don Martín Figueras juró solemne­mente vengarse de los que la habían agraviado; y para asegurar el logro de su venganza, principió por disi­mular su enojo para con la desleal amiga y fingir re­conciliarse con ella y olvidar su felonía.
Una tarde en que Manuela estaba ligeramente en­ferma, doña Elvira la envió un plato de natillas. Afor­tunadamente para la proxeneta no pudo comerlas en el acto, por no contrariar los efectos de un medicamento que acababan de propinarla, y guardó el obsequio en la alacena.
A las diez de la noche sacó Manuela el consabido dulce, resuelta a darse un hartazgo y quedó helada de espanto. En las natillas se veía la nauseabunda descom­posición que produce un tósigo. De buena gana habría la tal alborotado el cotarro; pero como la escarabajeaba un gusanillo la conciencia, resolvió callar y vivir sobre aviso.
En cuanto a don Alonso de Leyva, tampoco las tenía todas consigo y andaba más escamado que un pez.
Hallábase una noche en un garito, cuando entraron dos matones, y él instintivamente concibió algún rece­lo. Los dados le habían sido favorables, y al terminarse la partida se volvió hacia los individuos sospechosos y alargándoles un puñado de monedas, les dijo:
-¡Vaya, muchachos! Reciban barato y diviértanse a mi salud.
Los malsines acompañaron al de Leyva y le confe­saron que doña Elvira los había comisionado para que lo cosiesen a puñaladas, pero que ellos no tenían en­trañas para hacer tamaña barbaridad con tan rumboso mancebo.
Desde ese momento, don Alonso los tomó a su ser­vicio para que le guardasen las espaldas y le hiciesen en la calle compañía, marchando a regular distancia de su sombra. Era justo precaucio-narse de una celada.
Ïtem, escribió a su víctima una larga y expresiva carta, rogándola perdonase la villanía a que lo deli­rante de su pasión lo arrastrara. Decíala además que si para desagravio necesitaba su sangre toda, no la hiciese verter por el puñal de un asesino, y terminaba con esta apasionada promesa: "Una palabra tuya, El­vira mía, y con mi propia espada me atravesaré el corazón".
Convengamos en que el don Alonso era mozo de todo juego, y que sabía por lo alto y por lo bajo llevar a buen término una conquis-ta; que como reza el can­tarcillo:

Las mujeres y cuerdas
de una guitarra
es menester talento
para templarlas.

 3

Frustrada la doble venganza que se propuso doña Elvira, se la desen-capotaron los ojos; lo que equivale a decir que, sin haberla refrescado con agua de la fa­mosa fuente cayuna, pasó su alma a experimentar el sentimiento opuesto al odio. ¡Misterios del corazón!
Tal vez la apasionada epístola del galán sirvió de combustible para avivar la hoguera. Sea de ello lo que fuere, que yo no tengo para qué meterme en averi­guarlo, la verdad es que el hidalgo y la dama tuvieron diaria entrevista en casa de Manuela, y se juraron amarse hasta el último soplo de vida. Por eso, sin duda, se dijo quien te dio la hiel te dará la miel.
Por supuesto, que no volvió entre ellos a hablarse de lo pasado. A cuentas viejas, barajas nueras.
Pero los entusiastas amantes se olvidaban de que en Potosí existía un hombre llamado don Martín Figue­ras, el cual la echaba de celoso, quizá, como dice el refrán, no tanto por el huevo, sino por el fuero. Al primer barrunto que éste tuvo de que un cirineo le ayudaba a cargar la cruz, encerró a su mujer en casita, rodeola de dueñas y rodrigo-nes, prohibióla hasta la sa­lida al templo en los días de precepto y forzóla a que estuviese en el estrado mano sobre mano como mujer de escribano.
Decididamente, don Martín Figueras era el Nerón de los maridos, un tirano como ya no se usa. No era pura él la resignación virtud con la que se gana el cielo. A él no le venía de molde esta copla:

Un cazador famoso,
un poco advertido,
por matar a un venado
mató a un marido.

El hombre era de la misma pasta de aquel que fasti­diado de oír a su conjunta gritar a cada triquitraque, y corro quien en ello hace obra de santidad: "¡Soy muy honrada!, ¡Soy muy honrada!, ¡como yo hay pocas!, ;soy muy honrada!", la contestó: "Hija mía, a Dios que te lo pague, que a mi cuenta no está el premiarlo si lo eres sino el castigarlo si lo dejares de ser".
Don Alonso no se conformó con la forzada absti­nencia que le imponían los escrúpulos de un Otelo; y cierta noche, entre él y dos matones, le plantaron a don Martín tres puñaladas que no debieron ser muy limpias, pues el moribundo tuvo tiempo para acusar como a su asesino al hijo del corregidor.
-Si tal se prueba -dijo, irritado, su señoría, que era hombre de no partir peras con nadie en lo tocante a su cargo, no le salvará mi amor paternal de que la justicia llene su deber degollándole por mano del verdugo; que el que por su gusto se traga un hueso, hácelo atenido a su pescuezo.
Los mínistriles se pusieron en movimiento, y apre­sado uno de los rufianes cantó de plano y pagó su crimen en la horca, que la cuerda rompe siempre por lo más delgado.
Entre tanto, don Alonso escapó a uña de caballo y doña Elvira se fue a Chuquisaca y se refugió en la casa materna.
Probablemente algún cargo serio resultaría contra ella en el proceso, cuando las autoridades de Potosí libraron orden de prisión, encomendando su cumpli­miento al alguacil mayor de Chuquisaca.
Presentóse éste en la casa, con gran cortejo de esbi­rros, e impuesta la madre de lo que solicitaban, se vol­vió a doña Elvira y la dijo:
-Niña, ponte el manto y sigue a estos señores; que si inocentes estás, Dios te prestará su amparo.
Entró Elvira en la recámara y habló rápidamente con su hermana. A poco salió una dama, cubierta la faz con el rebocillo, y los corche-tes la dieron escolta de honor.
Así caminaron seis cuadras, hasta que al llegar a la puerta de la cárcel, la dama se descubrió y el alguacil mayor se mesó las barbas, reconociendose burlado. La presa era la hermana de doña Elvira.
La viuda de don Martín Figueras no perdió minuto, y cuando regresó la gente de justicia en busca de la paloma, ésta se hallaba salva de cuitas en el monasterio de monjas, asilo inviolable en aquellos tiempos.

 4

Don Alonso pasó por Buenos Aires a España. Rico, noble y bien relacionado, defendió su causa con len­gua de oro, y como era consiguiente, alcanzó cédula real que a la letra así decía:

"El Rey.- Por cuanto siéndonos manifiesto que don Alonso de Leyva, hidalgo de buen solar, dio muerte con razón para ello a don Martín Figueras, vecino de la imperial villa de Potosí, mandamos a nuestro vi­sorrey, audiencias y corregimientos de los reinos del Perú, den por quito y absuelto de todo cargo al dicho hidalgo don Alonso de Leyva, quedando finalizado el proceso y anulado y casado por esta nuestra real sen­tencia ejecutoria."

En seguida pasó a Roma; y haciendo uso de los mismos sonantes e irrefutables argumentos, obtuvo li­cencia para contraer matrimonio con la viuda del vein­ticuatro de Potosí.
Pero don Alonso no pudo hacer que el tiempo detu­viese su carrera, y gastó tres años en viajes y preten­siones.
Doña Elvira ignoraba las fatigas que se tomaba su amante; pues aunque éste la escribió informándola de todo, o no llegaron a Chuquisaca las cartas, en esa época de tan difícil comunicación entre Europa y América, o como presume el religioso cronista que con­signó esta historia, las cartas fueron interceptadas por la severa madre de doña Elvira, empeñada en que su hija tomase el velo para acallar el escándalo a que su liviarinad diera motivo.
Don Alonso de Leyva llegó a Chuquisaca un mes después que el solemne voto apartaba del mundo a su querida Elvira.
Añade el cronista que el desventurado amante se volvió a Europa y murió vistiendo el hábito de los cartujos.
¡Pobrecito! Dios lo haya perdonado... Amén.

 0.072.3 anonimo (peru) - 056


[1] En julio de 1594 presentó Cervantes un memoral al soberano pidiendole que le confiriese en América uno de estos cuatro empleos a la sazón vacantes: la contaduría de las ga­leras de Cartagena, la tesorería de Bogotá, el gobierno de la provincia de Soconusco, en Guatemala, o un corregimiento en el Alto Perú, y con preferencia el de Chuquíavo (La Paz).

Mas malo que calleja (1815)

En México es popularísima esta frase: ¡Sépase quién es Calleja!
En la guerra de la Independencia, hubo en el ejér­cito realista un general, don Félix María Calleja, al cual dieron un día aviso de que los guachinangos o patriotas habían fusilado con poca o mucha ceremonia, que para el caso da lo mismo, cuatro o cinco docenas de prisioneros.
El general español montó a caballo y se puso a la cabeza de sus tropas, diciendo: "¡Ahora van a saber esos pipiolos quién es Calleja!"

Veremos de los dos cuál es más bruto:
si Roldán eres tú, soy Ferraguto.

Y sorprendiendo a los insurgentes, cogió algunos centenares de ellos, los enterró vivos en una pampa, dejándoles en descubierto la cabeza, y mandó que un regimiento de caballería evolucionase al galope. Cuan­do ya no quédó bajo los cascos de los caballos cráneos por destrozar, aquel bárbaro se dio en el pecho una palmada de satisfacción, exclamando: "¡Sépase quién es Calleja! Y en seguida, para quedar más fresco, se bebió un cangilón de horchata con nieve.
A los hombres de la generación que empezó con el siglo les oíamos frecuentemente decir, para ponde­rar la perversidad de alguno: ¡Es más malo que Calleja! Y por mucho tiempo me tuve creído que el Atila de México era el Calleja del estribillo limeño; mas cuan­do, por males de mis pecados, me eché a desempolvar vejeces, descubrí que en mi tierra hubo también un Calleja que, como el de allá, fue un Calleja de encargo y del décimo no codiciar. Presumo que hay apellidos de mala cepa, y que para tratar con quienes los llevan hay que persignarse, como hacen las monjitas cuando mienten al Patudo.
Y esto sentáño, vamos al canto llano; que para pre­ludío basta.

 1

Que trata de unos soldados que, según autores contempo-ráneos, tenían rabo como el diablo

El 24 de abril de 1814 y en momentos en que se conspiraba en Lima largo y menudo contra la domi­nación española, nos llegó de Cádiz en el navío Asia el batallón Talavera, compuesto de ochocientos ange­litos escogidos entre lo más granado de los presidios de Ceuta, Melilla, la Carraca y otras academias de igual lustre. Eran los suso-dichos mocetones fuertes como toros, con chirlos, remiendos y costurones en la cara, y capaces, por lo feo de la estampa, de para-lizarle el resuello al más pintado.
Así como los soldados del Real de Lima llamaban la atención por el morrión de pelo de oso y por el bigo­tazo postizo que lucían en las paradas militares, así el día de la entrada de los talaverinos, la gente se iba tras ellos, no porque cautivase a nadie la marcialidad o aspecto de los soldados, sino porque fue el primer batallón que trajo cornetas. Hasta entonces en las ban­das de los cuerpos de infantería española no habían los limeños conocido más que pífanos y parches o tambores.
Años más tarde los numantinos fueron también mo­tivo de novele-ría popular.
Los soldados del batallón Numancia usaban gorra con visera de plata, y muchos de sus instrumentos de música, principalmente los tambores, eran del mismo precioso metal.
A poco de su llegada a Lima eran los talaveras, como general-mente se les llamaba, la pesadilla universal. Ellos no se paraban en barras para limpiarle el bolsillo al prójimo, robarse a una muchacha del pueblo, o plantarle con toda limpieza una puñalada al lucero de la mañana. Para los talaveras nada había de respe­table y sagrado; y no parece sino que su majestad don Fernando el Deseado nos los mandó en lugar de la viruela, tifo u otra plaga, dándoles carta blanca para que nos tratasen como a moro sin señor.
El ilustre poeta don Andrés Bello hace la fotografía del talaverino con esta magistral octava:

Devoto campeón de un rey devoto,
vedle del templo hacer taberna obscena,
do la blasfemia, el desalmado voto
su habitual interjección resuena,
do roba y pilla, y todo freno roto,
con los sagrados vasos bebe y cena,
y ni a la madre de su Dios perdona,
arrancando a sus sienes la corona.

Dice un autorizado historiador que fue un talave­rino quien encon-trando en la calle a la aristocrática viuda de un general, señora de exquisita belleza, se cuadró militarmente ante ella y la dirigió esta galan­tería de cuartel:
-¡Abur, brigadíera! ¡Que no te comierá un lobo y te vomitara en mi tarina!
La señora se quejó de la insolencia del soldado a Maroto, que era el coronel del cuerpo; pero Maroto, a quien estaba reservada la triste celebridad del abrazo de Vergara, contestó a la noble dama:
-No sea gazmoña, señora; que el requiebro es de lo lindo, y prueba que mis muchachos son decidores a su manera y no bañan con almizcle las palabras; agradezca la intención y perdone la rudeza.
El pueblo tomó profunda tirria a los talaverinos, les armó celadas y frecuentemente se hallaba el cadáver de alguno en la Barranca y otras calles extremas de la ciudad.
Entonces Maroto ordenó que no saliesen del cuartel sino por grupos de a cinco y armados de bayoneta.
La vida de esos bandidos, en Lima, era vagar miran­do desvergonzada-mente a los criollos y escupiendo pa­labrotas capaces de escandalizar a un pilanchón. Por las tardes se dirigían a las alamedas y arrables, y juga­ban a las cascaritas, juego de presidio con el que des­plumban a los bobos, cría que en todos los tiempos ha sido numerosa. Consistía este juego en hacer evolucio­nar tres cáscaras de nuez, y al apunte tocaba adivinar bajo cuál de ellas se encontraba una pelotilla de mi­ de pan. Aquello era lo que un jugador de cubi­letes llamaría levantar la moscada. Por supuesto, que de aquí surgían pendencias diarias, a las que los tala­veras daban remate abriendo ojales en el cuerpo de los limeños, y retirándose muy orgullosos al cuartel a ce­lebrar la hazaña apurando enormes cacharros de anisete.
Afortunadamente para el Perú, los talaveras perma­necieron poco tiempo entre nosotros y marcharon a Chile, donde Osorio, que salió de Lima para relevar al brigadier Gainza, les toleró mayores excesos y crí­menes que los que por acá cometieran. En Santiago se habla aún con horror tradicional de los malditos talaveras y del capitán San Bruno, que mandaba una de las compañías.
Verdad es que los patriotas de Chile supieron dar buena cuenta de ellos, matándolos sin misericordia en las batallas, y aun en las calles de la capital, que tenían aterrorizada.
Tanto en el pueblo de Lima cuanto en el santiagués estaba' arraigada la creencia de que los talaveras tenían el apéndice aquel con que pintan al diablo; y así los patriotas, para convencerse de que era pura fábula lo del rabo, principiaban por cortarles el pescuezo, siem­pre que para ello se les presentaba ocasión propicia.
Con los talaveras no había disciplina posible. Eran fieras que los caudillos españoles lanzaban en los cam­pos de batalla y a las que después de la victoria no cui­daban de encadenar, dejándolas sueltas para que sa­ciasen sus feroces instintos en las inermes poblaciones sojuzgadas.

 2

El heroe del refran

Don Martín Calleja era en 1815 capitán de la quinta compañía del batallón Talavera, y fama disfrutaba de ser más guapo que el que se casó con viuda, y vieja, y pobre, y fea y con hijos.
Era el don Martín hombre de treinta y cinco años, de pequeña estatura, cargado de espalda y de vul­garísimo rostro, escondido entre un par de pobladas patillas, como el tigre en la espesura de un bosque. El sobrescrito no podía ser más antipático, y hablando del sujeto decía el poeta limeño Larriva:

Martín, vende patillas
o compra cuerpo;
si te falta persona,
te sobran pelos.

Iba el domingo el capitán Calleja hecho un jcrífalte por la calle de la Sacristía de Santa Ana, que es calle ancha como conciencia de diputado ministerial. Vestía casaquilla azul ajustada, sombrero de puntas y panta­lón blanco, y para la prosopopeya con que andaba ve­níale la acera estrecha.
Al doblar la esquina, un pobre negro, caballero en un burro, no acertó a desviar oportunamente al animal; y el talaverino, para esquivar el atropello, dio un salto fuera de la vereda, pero con tan mala suerte que me­tió el pie en un charco, y el lodo le puso el pantalón en condiciones de inmediato reemplazo.
Apenas se vio Calleja tan mal ataviado, se acordó de que por algo era capitán de talaveras, y desenvai­nando la espada se fue sobre el burro y lo atravesó. En seguida acometió al infeliz jinete, que se puso de rodillas, juntando las manos en suplicatoria actitud, y exclaman-do:
-¡Mi amo, por María Santísima, no me mate su merced!
Pero el capitán de la quinta no entendía de plega­rias, y echando por esa boca sapos y culebras, clavó el arma en el pecho del inde-fenso negro.
Los transeúntes que presenciaron esta crueldad sin nombre, se indignaron hasta el punto de acometer a pedradas al asesino. A la sazón venía por la calle de San Bartolomé un grupo de talaveras, que, viendo a su capitán en atrenzo, desenvainaron las bayonetas y se lanzaron sobre el paisanaje, hiriendo a roso y velloso.
La sociedad limeña, que hartos motivos tenía para aborrecer a los talaveras, acabó de exaltarse con este suceso, y personas respetables fueron donde el virrey con la querella. Su excelencia ofreció que el pueblo sería desagraviado, y que un Consejo de guerra haría justicia en el matador y sus camaradas. Pero Maroto tomó cartas en el negocio, y el fiscal opinó que la vida de un esclavo no valía un pepinillo ni merecía tanta alharaca, y que a lo más que podía obligarse a don Martín era á pagar al amo del negro cuatrocientos pe­sos por el muerto y veinte por el burro.
Abascal, viendo el giro que tomaba el proceso, y para quitarse de engorros y compromisos, resolvió des­prenderse de un batallón que tan general odiosidad se había conquistado, y entre gallos y medianoche em­barcó a esos pichoncitos sin hiel y se los mandó de regalo a los insurgentes de Chile, que harta sarna tu­vieron que rascar con ellos.
No sabemos el fin de Calleja; pero es seguro que en Rancagua u otro campo sacaría de curiosidad a los chilenos, que harían de su cadáver el competente exa­men para ver si el capitán de la quinta era o no de la familia de los orangutanes por aquello de la cola.
Lo único que de él quedó en Lima fue la memoria de su crimen, en el refrán que ya ha caído en desuso: Más malo que Calleja.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

Los refranes mentirosos (1556)

1. El gozo en el pozo

Va al hoyo el mozo
y el gozo al pozo.

Hame dado hoy el naipe por probar, con el testi­monio de sucesos tradicionales, que en el Perú tene­mos refranes que expresan todo lo contrario de lo que sobre ellos reza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
Siempre oí decir cuando se falsificaba una noticia de aquellas que en el primer momento producen un alegrón:
-Pues, señor, el gozo en el pozo.
-Y dicho esto, se quedaba un prójimo turulato y aliquebrado,
Ahora lean ustedes la crónica que voy a desenterrar, y convendrán conmigo en que bien puede la Acade­mia echarle un remiendo al refrancito.
El 2 de febrero de 1579 doña Lucrecia de Sanjoles y su hija doña Mencía de Vargas fundaron, en el área que hoy ocupan la iglesia parroquial de San Mar­celo y el conventillo o casa llamada de la Pregonería, una congregación de religiosas bernardas de la orden del Císter, obteniendo en 1584 de Gregorio XIII la correspondiente bula aprobatoria. Mientras edificaban el monasterio y templo de la Trinidad, al cual se tras­ladaron en 18 de junio de 1616, vivieron en el ante­dicho local de San Marcelo, que, como es sabido, fue también el que primitivamente ocuparon los agustinos, desde 1554 hasta veinte años después, en que una no­che, y con gran sigilo para no ser embarazados por dominícos y mercedarios, se mudaron con bártulos y petates a los espaciosos claustros que hogaño habitan.
Fue el año 1581 fenomenal para Lima. El Rimac, de suvo mise-rable de agua, estuvo en ese año tan re­molón y cicatero, que apenas si traía la cantidad pre­cisa para que los habitantes apagasen la sed. Hasta la fuente de la plaza (que no era la que hoy tenemos, sino un pilancón construido en tiempo del virrey To­ledo apenas pudo darse el lujo de dejar correr un chorrito como un hilo.
Los pozos se secaron, v claro está que el de la casa de la Prego-nería no había de ser la excepción.
Las hermanas o monjas bernardas se vieron en apu­ros, v'después de agotados los expedientes profanos, resdieron acudir a San Nicolás de Tolentino para que las sirviese de abogado cerca de quien todo lo puede. Yo no sé cómo se las compondría el santo, ni si repartió panecillos benditos en la corte celestial para propiciarse influencias y salir airoso en el empeño: pero uniformemente dicen las crónicas que he consul­tado que, paseado el santo en procesión de rogatis-a por el claustro, lo condujeron las monjas al coro, donde, interrumpiendo el religioso cántico y con gran alhara­ca, penetró una hermana lega gritando.
-¡Madrecitas! ¡Madrecitas! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡El agua rebosa! ¡Vítor San Nicolás!
Las monjas dejaron abandonado al santo, que así es de ingrato el corazón humano aun en los seres dados a la práctica de la virtud, y atropellándose unas a otras se precipitaron en el claustro.
La hermana lega no había mentido. El agua mana­ba en gran cantidad.
El pueblo acudió a las puertas de la Pregonería ga­noso de dar fe del milagro, y tal fue el barullo, que el arzobispo se vio en el caso de otorgar permiso para que cualquier motilón pudiera penetrar en el santuario.
No hubo en Lima quien no se diera la satisfacción de llenar un cántaro con agua del pozo, en lo que, francamente, los perjudicados fueron los médicos y boticarios, porque a tal agua se la creyó con más virtu­des que, recientemente, a las de Huacachina y Lour­des para sanar todas las enfermedades conocidas y por conocer. Nunca tuvo mayor boga el sistema hidropático.
Eso tiene de bueno el pueblo. No se mete en filo­sofía, y cree con la fe del carbonero. Y ya que por in­cidencias se me ha venido a la pluma este refrán, no estará fuera de lugar el que se consigne aquí su origen.
Cuentan que don Alonso el Tostado, obispo de Ávi­la (aquel que sobre materias teológicas escribió tan crecido número de infolios en latín, que hoy mismo, para ponderar la fecundidad de un autor se dice: escri­be más que el Tostado), departiendo un día con un mozo del pueblo, que llevaba carbón para la cocina episcopal, le preguntó:
-¿Qué crees?
-En el credo -contestó el carbonero.
-¿Y qué más?
-Lo que cree la Santa Madre Iglesia.
-¿Y qué cree la Iglesia?
-Lo que creo yo.
-¿Y tú que crees?
-Lo que cree la Iglesia.
Y por más que el prelado lo zarandeaba con pre­guntas, el buen carbonero no apeaba de lo dicho ni variaba sílaba o letra.
Llególe a don Alonso el trance de morir.
Presumo que su ortodoxia no sería de las muy pro­badas y que en sus obras se le habría escapado alguna proposicioncilla malsonante, porque la clerecía rodeó su lecho, y no hubo preste que no se empeñara en hurgarle la conciencia. El obispo, que por cierto no estaba para mucha conversación, cortó por lo sano, diciendo:
-¡Hijos míos!... ¡Como el carbonero! ¡Como el car­bonero!
Y cerró el ojo y nació el refrán.
Y volviendo al milagro de San Nicolás de Tolen­tino, diré a ustedes que hubo, en Lima, luminarias y repique general de campanas.
El gozo salió del pozo, por más que se escriba que el gozo cayó en el pozo.

 2. No hay cuidado, que no embiste

Del agua mansa me libre Dios,
que de la brava me libro yo.

Éste es otro refrancito que miente como un desver­gonzado. Cansados estarán ustedes de prevenir carita­tivamente al prójimo que se ande con tiento y se pre­caucione de alguien que le tiene tirria, enemiga o ma­la voluntad, y archicansados estarán también de oír esta respuesta:
-No hay, cuidado, que no embiste.
Pues juzguen ustedes, por lo que vos, a contarles, si merece pizca de fe el dicharacho.
Acostumbrábase en el Cuzco sacar a San Marcos en procesión el día de su fiesta, desde la iglesia de Santo Domingo hasta una capilla distante seis cuadras.
Si han visto ustedes estampas de San Marcos sa­brán que a su lado se pinta siempre un buey. ¡Vara­juste! Ahora caigo en la cuenta del por qué es San Marcos patrón de los matrimonios.
La procesión del año 1556 fue espléndida. Mayor lujo no podía apetecerse. Ahorrémonos descripciones con decir que nuestros abuelos sabían hacer esas cosas en grande y sin tacañería. Todo lo mejorcito de la ciudad, damas y caballeros, estaba allí de veinticinco alfileres.
Delante de las andas iba el gonfaloniero o alférez con el estandarte, y tras él un buey cubierto de flores y con las astas forradas en oro.
El buey del año 1556 era el más bonachón de la familia. Para el caso no se encontraba otro tan manso en diez leguas a la redonda. Verdad es que en ese tiempo no había muchos de su especie para escoger como en peras, porque la introducción del ganado va­cuno en el Perú era de muy reciente data.
Al regresar la procesión a Santo Domingo, los cabil­dantes y demás gente de viso formaron calle desde la puerta del templo hasta el altar mayor.
Hallábase entre ellos y próximo a la puerta el capi­tán don Iñigo Pastoriza, mozo muy dado a andar siem­pre en busca de la flor del berro, y que, olvidándose del respeto debido a la casa de Dios, se ocupaba por el momento en guiñar el ojo a una hija de Eva, abs­traído en ideas e intenciones libidinosas.
Probablemente el buey se creyó autorizado para ejer­cer funcíones de pertiguero; porque, enfureciéndose de improviso, cogió entre las astas al escandaloso capi­tán, v lanzándolo al aire, lo arrojó de espaldas fuera de la íglesia. Después de esta barrumbada se quedó el animalito, corno si tal cosa, y prosiguió muy pacífica­mente su camino.
El cronista que relaciona este suceso lo califica de milagro y de patente castigo del cielo. Por supuesto, que yo también pienso lo mismo. ¡Pues no faltaba más sino que saliese yo ahora descantillán-dome con negar la autenticidad del milagrito!
¡Conque, así, niños, ojo! Mucho ojo y mírense en este espejo los que van a las iglesias no a oír la palabra divina, sino a hacer caran-toñas a las muchachas.
Cuando acudieron a socorrer a don Iñigo lo hallaron dando las últimas boqueadas. ¡Tan feroz había sido el porrazo!
Y todavía dirán: ¡No hay cuidado, que es buey manso!
Que otro coma confianza y se atenga a refranes, que por lo que atañe a este humilde sacristán..., ¡un de­monio!

0.072.3 anonimo (peru) - 056

Los ratones de fray martin (1610-1639)

Y comieron en un plato
perro, pericote y gato.

Con este pareado termina una relación de virtudes y milagros que en hoja impresa circuló en Lima, allá por los años de 1840, con motivo de celebrarse en nuestra culta y religiosa capital las solemnes fiestas de beatificación de fray Martín de Porres.
Nació este santo varón en Lima el 9 de diciembre de 1579, y fue hijo natural del español don Juan de Porres, caballero de Alcántara, en una esclava paname­ña. Muy niño Martincito, llevólo su padre a Guava­quil, donde en una escuela, cuyo dómine hacía mulo uso 'de la cáscara de novillo, aprendió a leer y escribir. Dos o tres años más tarde, su padre regresó con él a Lima y púsolo a aprender el socorrido oficio de bar­bero y sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de Malambo.
Mal se avino Mártín con la navaja y la lanceta, si bien salió diestro en su manejo, y optando por la ca­rrera de santo, que en esos tiempos era una profesión como otra cualquiera, vistió a los veintiún años de edad el hábito de lego o donado en el convento de Santo Domingo, donde murió, el 3 de noviembre de 1639, en olor de santidad.
Nuestro paisano Martín de Porres, en vida v des­pués de muerto, hizo milagros por mayor. Hacía mila­gras con la facilidad con que otros hacen versos. Uno de sus biógrafos (no recuerdo si el padre Manrique o el médico Valdés) dice que el prior de los dominicos tuvo que prohibirle que siguiera milagreando (dispén­senme el verbo). Y para probar cuán arraigado estaba en el siervo de Dios el espíritu de obediencia, refiere que en momentos de pasar fray Martín frente a un an­damio, cayóse un albañil desde ocho o diez varas de altura, y que nuestro lego lo detuvo a medio camino, gritando: "¡Espere un rato, hermanito!" Y el albañil se mantuvo en el aire hasta que regresó fray Martín con la superior licencia.
-¿Buenazo el milagrito, eh? Pues donde hay bueno, hay mejor.
Ordenó el prior al portentoso donado que comprase, para consumo de la enfermería, un pan de azúcar. Qui­zá no le dio el dinero preciso para proveerse de la blanca y refinada, y presentósele fray Martín trayendo un pan de azúcar moscabada.
-¿No tienes ojos, hermano? -díjole el superior. ¿No ha visto que por lo prieta más parece chancaca que azúcar?
-No se incomode su paternidad -contestó, con ca­chaza, el enfer-mero. Con lavar ahora mismo el pan de azúcar, se remedia todo.
Y, sin dar tiempo a que el prior le arguyese, metió en el agua de la pila el pan de azúcar, sacándolo blan­co y seco.
¡Ea!, no me hagan reír, que tengo partido un labio.
Creer o reventar. Pero conste que yo no le pongo al lector puñal al pecho para que crea. La libertad ha de ser libre, como dijo un periodista de mi tierra. Y aquí noto que, habiéndome propuesto solo hablar de los ratones sujetos a la jurisdicción de fray Martín, el santo se me estaba yendo al cielo. Punto con el in­troito y al grano, digo, a los ratones.
Fray Martín de Porres tuvo especial predilección por los pericotes, incómodos huéspedes que nos vinie­ron casi junto con la conquista, pues hasta el año de 1552 no fueron esos animalejos conocidos en el Perú. Llegaron de España en uno de los buques que, con cargamento de bacalao, envió a nuestros puertos un don Gutierre, obispo de Palencia. Nuestros indios bau­tizaron a los ratones con el nombre de hucuchas, esto es, salidos del mar.
En los tiempos barberiles de Martín, un pericote era todavía casi una curiosidad, pues, relativamente, la familia ratonesca principiaba a multiplicar. Quizá des­de entonces encariñóse por los roedores, y viendo en ellos una obra del Señor, es de presumir que diría, estable-ciendo comparación entre su persona y la de esos chiquitines seres, lo que dijo un poeta:

El mismo tiempo malgastó en mí Dios
que en hacer un ratón, o a lo más dos.

Cuando ya nuestro lego desempeñaba en el conven­to las funciones de enfermero, los ratones campaban como moros sin señor en celdas, cocina y refectorio. Los gatos, que se conocieron en el Perú desde 1537, andaban escasos en la ciudad. Comprobada noticia his­tórica es la de que los primeros gatos fueron traídos por Monte-negro, soldado español, quien vendió uno, en el Cuzco y en seis-cientos pesos, a don Díego de Almagro el Viejo.
Aburridos los frailes con la invasión de roedores, inventaron diversas trampas para cazarlos, lo que rarí­sima vez lograban. Fray Martín puso también en la enfermería una ratonera, y un ratonzuelo bisoño, atraí­do por el tufillo del queso, se dejó atrapar en ella. Liber-tólo el lego y, colocándolo en la palma de la mano, le dijo:
-Váyase, hermanito, y diga a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos en las celdas; que se va­yan a vivir en la huerta, y que yo cuidaré de llevarles alimento cada día.
El embajador cumplió con la embajada, y desde ese momento, la ratonil muchitanga abandonó el claustro y se trasladó a la huerta. Por supuesto que fray Martín los visitó todas las mañanas, llevando una cesta de desperdicios o provisiones, y que los pericotes acudían como llamados con campanilla.
Mantenía en su celda nuestro buen lego un perro y un gato, y había logrado que ambos animales vivie­sen en fraternal concordia. Y tanto, que comían juntos en la misma escudilla o plato.
Mirábalos una tarde comer en sana paz, cuando, de pronto, el perro gruñó y encrespóse el gato. Era que un ratón, atraído por el olorcillo de la vianda, había osado asomar el hocico fuera de su agujero. Descubrió­lo fray Martín, y, volviéndose hacia perro y gato, les dijo­
-Cálmense, criaturas del Señor, cálmense.
Acercóse en seguida al agujero del muro y dijo:
-Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene nece-sidad de comer; apropíncuese, que no le harán daño.
Y, dirigiéndose a los otros dos animales, añadió:
-Vaya, hijos, denle siempre un lugarcito al convi­dado, que Dios da para los tres.
Y el ratón, sin hacerse rogar, aceptó el convite, y desde ese día comió en amor y compañá con perro y gato.
Y..., y..., y... ¿Pajarito sin cola? ¡Mamola!

0.072.3 anonimo (peru) - 056

Los ayaymama

Dicen que dicen que un matrimonio muy pobre vivía en una cabaña construida con ramas en el límite de la selva. Tenían dos hijos pequeños, un varón y una niña, y no les resultaba fácil darles de comer. Sobre todo en la temporada de lluvias, cuando era tan difícil y peligroso salir a cazar. El huerto que cultivaban junto a la casa apenas les daba algunas verduras con las que mantenerse. Esa tierra no servía para plantar papa.
Una mañana el padre salió de caza y no volvió. Esa noche la madre y los hijos lloraron juntos en la choza. ¿Qué le habría pasado? Quizás lo había picado una víbora venenosa, o se había caído de un árbol, o lo había atacado un jaguar... había mil peligros en la selva.
En cuando volvió a salir el sol, la madre tranquilizó a los pequeños como pudo y salió en busca de su marido. Ella conocía las picadas del monte y sabía que su marido solía cazar cerca del ojo de agua, donde los animales iban a abrevar.
Los niños se quedaron solos. Pasaron muchas horas y su madre no regresaba.
-Tenemos que ir a buscarla -dijo el niño. Y la chiquita se fue detrás de su hermano.
Pero ellos no conocían los senderos de la selva y pronto se perdieron. Vagaron asustados durante horas. Al día siguiente, el muchacho encontró unas raíces comestibles y sacó unos huevos de un nido. Los pobres tenían hambre y sed y no sabían cómo ni por dónde buscar a sus padres.
-¡Ay, mamá! -gritaban, llamando a su madre. ¡Ay, ay, mamá!
De pronto la pequeña miró a su hermano y se echó a reír.
-Te están creciendo plumas en la cabeza.
El chico no lo podía creer, pero cuando se tocó la cabeza se dio cuenta de que era cierto. Y miró a su hermana y vio que también a ella le estaban empezando a salir unas plumitas en los brazos.
El espíritu de la selva, compadecido de los dos huerfanitos, había decidido convertirlos en pájaros para salvarles la vida. Y es así como existen hoy los Ayaymama, esos pájaros que son alegres de día y tan tristes de noche. En cuanto oscurece, comienzan a sonar sus gritos y parece que lloraran diciendo: «¡Ay, ay, mamá! ¡Por qué nos dejaste, mamá!».

0.072.3 anonimo (peru-amazonia) - 056