I
La comarca de seelandia estaba situada hacia Oresúnd,
en la costa oriental, donde antiguamente había más tierras incultas y menos
pobladas que en los territorios que rodeaban el fiordo de Ise.
En este país no habían tenido lugar grandes
acontecimientos. Se vivía una vida campesina y los hombres no navegaban fuera
de sus costas. Pero estaban informados de lo que sucedía en otras naciones; y
cuando un comerciante llegaba con su nave a la costa, todo el mundo se precipitaba
hacia él, para saber noticias frescas del exterior y para comprar y vender.
En las largas veladas del invierno, cuando la gente se
sentaba en el suelo, alrededor de la crepitante hoguera, las mujeres con sus
labores, y los hombres con un cuerno de cerveza o hidromiel, arreglando la
empuñadura de una lanza o una red, tomaba la palabra el narrador, el hombre de
memoria feliz, que era el centro, el alma de la reunión, especialmente si era
viajante y tenía acento extranje-ro. Y se escuchaban leyendas maravillosas, relatos
increíbles, hazañas admirables de reyes y guerreros de países lejanos. Y se
pronunciaba el nombre de Rolf Krake y Sigurd Faavnesbane, hasta que el fuego
parecía llenar todo el aposento y saltaban de las llamas figuras fantasmagóricas.
En la parte exterior del círculo de fuego se apiñaban
los muchachos; estaban pendientes del narrador de tal forma que sus caras
reflejaban, sin darse ellos cuenta, las situaciones del relato. No pestañeaban
siquiera por miedo a perder una palabra. Las sacudidas del viento en la
chimenea era para ellos el soplo del caballo prodigioso -del cual hablaba en
aquel momento el narrador, que venía corriendo por el aire.
Eran los tiempos de Ragnar Lodbroke. Y cuando el
narrador mencionó su nombre, los muchachos cambiaron de postura, lanzaron un suspiro
y se quedaron petrificados esperando el relato. El fuego se reflejaba en sus
ojos inmóviles; las aletas de sus narices estaban dilatadas; y con los ojos y
la nariz veían y aspiraban ei relato sobre el rey inigualable, el incomparable
y heroico navegante.
También los viejos escuchaban atentamente los relatos
acerca del rey Ragnar; todo lo que de él se contaba era real. No se sabía qué
era más subyugador: si la fama del rey y sus brillantes hazañas en tierras
extranjeras y sus cualidades personales, o sus famosas y numerosas conquistas
amorosas.
Pero la fama de Ragnar Lodbroke hacía en los muchachos
más efecto que el de una mera leyenda. La gloria de este rey había calado en su
alma. También los jóvenes querían ser héroes; era su única aspiración y para
ello no ahorraban esfuerzos.
Ante todo necesitaban ser valientes. Intentaban
cortarse las cejas unos a otros con sus espadas de madera y regresaban de la
prueba varonil con las narices rotas, sin acusar la menor señal de debilidad.
El único pecado era el de ser cobardes. La banda estaba formada por tipos que
habían salido airosos de lances peligrosos. Tenían, por ejemplo, un juego que
consistía en saltar en el bosque de árbol a árbol sin tocar tierra; el que
tocaba tierra ya podía regresar a su aldea: no valía para la banda.
Un tal Germundo quedó, al poco tiempo, como jefe único
de la banda. Impuso a ésta una serie de normas y bajo su mando comenzaron los
jóvenes del bosque a formar un pueblo dentro del pueblo. Había terminado
aquella vida infantil: ahora había que hacer algo nuevo.
La cualidad que distinguía a Germundo de los otros
era su increíble rapidez. Era como si pudiera hacerse invisible; nadie podía
seguir sus movimientos cuando luchaba o ejecutaba cualquier cosa. Parecía
rodeado de una cegadora bruma en que, no uno, sino cien relámpagos fulguraban
cuando comenzaba a pegar. Él no sopesaba antes los puños ni predecía al
adversario una larga desgracia; pero ya había vuelto la espalda y decidido la
lucha cuando aún parecía que ésta tenía que empezar. Pensar una cosa y
realizarla era todo uno. Su decisión era fulgurante. Y esta rapidez innata le
hacía desafiar la muerte a todas horas del día. Todos le admiraban y al propio
tiempo temían.
A los pocos días de haber desaparecido el hielo del
Sund, tras otro invierno largo e inclemente, salió del bosque la banda sin
dejar rastro alguno. Parecía habérsela llevado un huracán. Quedó el bosque
sumido en el más profundo silencio. Y no se sabía si la gente se alegraba de
que la banda hubiese desaparecido o si la echaba ya de menos.
Bajo el mando de Germundo los jóvenes habían
preparado el terreno para la realización de sus planes. Se habían asegurado una
nave grande que estaba en el río frente al caserío del jefe de la comarca. Era
una nave que en otros tiempos había surcado las olas y que, desde hacía mucho,
estaba fondeada en el río, cubierta de limo hasta la línea de flotación y
descolorida por el tiempo. Ocultos bajo cuerdas y cabos estaban los remos y
diversos aparejos, que los muchachos habían ido metiendo poco a poco a bordo.
Todo el invierno se habían ocupado de la nave en el mayor secreto.
Una noche oscura, los muchachos se dirigieron a bordo
y antes de media noche ya se encontraban frente a Hevn. Allí desembarcaron,
cogieron un par de carneros y después se dirigieron remando hacia el norte del
Sund, en busca del mar abierto.
El alba los encontró en el Kattegat, donde la nave
comenzó a levantarse entre las olas, y a balancearse de una forma que no
respondía a la idea de navegación heroica que los muchachos se habían forjado.
La vieja nave se abrió en el mar y hacía agua como si fuera un cesto de mimbre.
Mitad de la tripulación tuvo que abandonar los remos para ponerse a achicar.
Los jóvenes vikingos estaban mareados y asustados de verse en medio del mar.
Durante un buen rato nadie dijo una palabra. La nave no hacía más que dar
vueltas, pues solamente remaban los de un lado, o se inclinaba fuertemente de
banda cuando todos se precipitaban a la borda. Surgió el desacuerdo; algunos
querían regresar a tierra, y con tal motivo se armó un griterío fenomenal, que
terminó cuando Germundo, empuñando la vara del timón, empezó a repartir
estacazos hasta imponer el orden.
Germundo vio la imposibilidad de mantener la nave,
pero, en todo caso, tenían que tratar de alcanzar tierra. Ordenó lo que debía
hacerse y, dejando ir la nave a la deriva, cogió todos los hombres que
necesitaba para preparar el palo, mientras el resto se encargaba de achicar.
Tenían sólo una vela vieja que había pertenecido a una nave mucho más pequeña;
la izaron y la nave comenzó a avanzar con viento de popa. No sabían adónde se
dirigían. Seelandia iba desapareciendo en el horizonte. De no hundirse la
nave, alcanzarían, al parecer, algún punto de Jutlandia. Pero ahora había
muchos achicando y de momento parecía conjurado el peligro de naufragio. La
tripulación respiró aliviada y recobró ánimo.
Era un día de abril, claro y frío. El sol jugaba entre
las nubes con la mojada vela. Galopaban las olas empujadas por el viento, y
grandes bandadas de ánades volaban delante de la nave. Las gaviotas
resplandecían al sol y se lanzaban en picado; la proa de la nave, al cortar el
agua, lanzaba salpicaduras en las que se formaba el arco iris. Un mundo salado
y fresco se extendía bajo el cielo primaveral.
Pero aquella grandeza de alma que deben de tener los
que van sobre el mar no la tenían los muchachos de Seelandia. En lugar de ir
volando sobre las olas hacia lejanas conquistas, aquellos jóvenes estaban
metidos en el agua hasta la cintura, echando cubos y más cubos por la borda,
sin conseguir vaciar la nave, que no cesaba de hacer agua.
Sin dormir la noche anterior, sin tiempo para comer y
sólo con una ligera esperanza de sobrevivir media hora más tarde: he aquí lo
que les ofrecía el mar.
Todo lo que tenían -trabajo de un invierno- fue a
parar a las olas, y con ello se fue todo el heroísmo que había encendido el
relato sobre Ragnar Lodbroke y hasta ellos mismos se hubieran ido de aquel
colador a descansar siquiera al fondo del mar, si Germundo no les hubiese
sostenido el ánimo golpeándoles la cabeza con un remo.
Aunque la situación era desesperada estaba escrito
que el Kattegat no sería su tumba; tenían a Germundo a bordo y el éxito se daba
por descontado. Era evidente que estaba reservado para una muerte más cruel.
Ya entrado el día avistaron un velero que venía en la misma dirección que
ellos y que, debido a su mayor velocidad, pronto les daría alcance.
¡Estaban salvados! Tan grande fue la emoción, que los
decaídos gallos de mar dejaron caer de sus manos ateridas los cubos de achique
y prorrumpieron en un coro de voces rotas, mientras extendían sus manos fuera
de la borda llamando por señas a la nave libertadora.
Pero la potente voz de Germundo acabó con aquella
alegría. Germundo no se resignaba a que su expedición terminase de aquella
manera y se puso furioso. Ahora tenían ocasión de luchar. ¿Para qué habían ido
al mar? ¡Había que tomar el barco! ¡A las armas todo el mundo!
Y tal era su poder sobre la banda que, una vez más,
les hizo cambiar de propósito y todos se mostraron dispuestos a tomar el
barco. Era éste una nave bien construida, que con agua blanca en la proa se
dirigía hacia ellos con el viento a favor, balanceándose ligeramente. Según se
iba acercando se oía el ruido de la quilla al cortar las olas. Por su madera,
que relucía a través del alquitrán, podía verse que se trataba de un barco
acabado de construir. El mástil, un abete con olor a corteza todavía, brillaba
como el oro; las vergas acababan de estrenarse y la vela parecía jugar con el
viento por primera vez. A ambos costados asomaba por encima de la borda una
fila de cabezas cubiertas con casco y flanqueadas de escudos y lanzas. ¡Qué
suerte! ¡Un barco de guerra! ¡Al abordaje!
El resto transcurrió en medio de la confusión que
suele rodear los grandes acontecimientos. En el momento crítico puso proa
Germundo hacia la nave desconocida, soltó el timón, y, lanzando gritos de
combate, trepó al mástil seguido por todos sus hombres, quienes, con el
cuchillo entre los dientes, gritaban como posesos; y, mientras las naves
chocaban, se echaron del cordaje a la nave enemiga. Y no habían hecho más que
lanzarse, cuando su desvencijada nave se hundía a consecuencia de la colisión.
Lo que ocurrió luego a bordo de la nave asaltada probó
que la alegría de los campeones no se había extinguido del todo en el mar.
Germundo y los suyos se habían lanzado sobre la tripulación de la nave
vikinga, y ésta los recibió con los brazos abiertos en medio de una
estrepitosa carcajada. En lugar de esgrimir la lanza y la aguda espada, les
pusieron los escudos para que no se hiciesen daño. Los miembros de la nave
vikinga tenían un humor excelente, y la lucha de los jóvenes piratas se esfumó
en abrazos y risas. Así terminó la primera aventura de la banda.
Apenas se habían recobrado de su inicial sorpresa, fue
al encuentro de aquellos jóvenes un hombre de talla gigantesca, a quien la
banda tomó en seguida por Ragnar Lodbroke.
Los chicos bajaron la vista mientras el hombre
hablaba. No era clemente. Pero terminó diciendo con su voz de trueno que se
diese de comer a los prisioneros. No les agradó a los muchachos el tono de
sus palabras, pero sí el significado, y cuando se vieron delante de las
fuentes de sopa de cebada y carne cocida fría se animaron y volvieron a
recobrar sus sueños de gloria.
Más tarde se enteraron los chicos que el terrible jefe
no era Ragnar Lodbroke. Se llamaba Gauk, y era uno de los capitanes del rey.
Había recibido el encargo de ir a la costa de Hallaud para traer cerveza, queso
y otros artículos necesarios. El barco formaba parte de una flota mayor
anclada junto a Sams; olía a resina y alquitrán, y lo había construido en
Gotland un individuo al que se lo habían cogido apenas hacía una semana.
Se iba esfumando en el horizonte la costa de
Seelandia; pero al mismo tiempo surgían del agua otras costas bajas -Sams y
Jutlandia, cubiertas de bosques. Gaviotas y aves marinas acompañaban a la nave.
Ésta seguía exactamente el mismo curso que el sol, y antes del atardecer dieron
vista a la flota al norte de Sams, con la que se reunieron a la puesta del sol.
Una de las naves era mayor que las demás, y a ella
fueron llevados Germundo y sus compañeros para ser presentados al almirante.
Era éste un hombre alto, de aspecto muy juvenil, pestañas rubias y hombros
extraordinariamente, bellos y proporcionados. Los muchachos pensaron que ahora
sí tenían frente a ellos a Ragnar Lodbroke. No iban muy desacertados, pues el
almirante era Bjorn Jernside, uno de sus hijos.
Germundo sintió un estremecimiento al ver al hijo del
rey; le pareció que sus rasgos le eran conocidos, y súbitamente se levantó y
le miró a los ojos.
Bjorn Jernside mandó que le contasen las
circunstancias del encuentro con aquellos muchachos, y tuvo que imponer
silencio a los hombres para que le dejasen oír. Escuchó todo sin pestañear.
Mientras Bjorn Jernside escuchaba el relato sobre los
recién llegados, Germundo estaba de pie sobre los cabos. Observó esto uno de
los presentes, precisamente el hombre corpulento de ojos extraños, siempre
con una paja en la boca, que andaba dando vueltas por allí. Gozoso ante la jugarreta
que preparaba, hizo una seña a los demás y con rapidez de relámpago tiró de la
cuerda. Germundo midió el suelo con su cuerpo en medio de una carcajada
general; pero en el mismo momento Germundo se hizo invisible. Se oía un cambio
rápido de movimientos a todo lo largo de la nave, y se percibía vagamente como
una rueda de miembros humanos. Eran Germundo y el autor de la broma que
rodaban sobre cubierta. Aumentó la carcajada, pero ya no exclusivamente a costa
de Germundo. Cuando aún no se habían hecho visibles, los luchadores rodaron de
nuevo, hechos un paquete sobre la borda y se dieron el gran remojón en el mar.
Cuando los recogieron, estaba el guerrero campeón sin aliento. Se sentó en el
suelo chorreando agua por la cota de malla y se echó a reír estrepitosamente;
luego presentó su mano a Germundo y, ayudado por éste, se levantó. No fue
pequeña la gentileza para con un hombre desconocido.
Germundo sintió escalofríos al enterarse después que
el hombre contra el que había luchado y que luego le ofreció su amistad era
nada menos que Haastein, el gran rey marino, padre adoptivo de Bjorn Jernside y
terror de todos los mares.
Pronto quedó resuelto el problema de los muchachos de
Seelan-dia, con gran satisfacción para todos. Los tomó el rey a sueldo y los
distribuyó por toda la flota.
Más tarde supieron que no eran ellos los únicos que
habían sido incorporados al ejército. Mientras Bjorn Jernside andaba por el
Osters recibió nuevas tripulaciones de todas partes, gente joven, más o menos
de la misma edad que ellos. También éstos habían buscado el mar en
circunstancias muy parecidas a las de los muchachos de Seelandia, pero todos
guiados por el mismo impulso y con el mismo éxito, pues terminaron alistándose
bajo la bandera pirata.
Muchos habían oído hablar de la presencia de la flota
y la buscaron por sí mismos; otros recorrieron zonas navegables y la
encontraron por casualidad. Éstos últimos formaban tripulaciones completas y
tenían naves propias unas veces, y otras se trataba de un solo tripulante a
bordo, sin más comida que lo que pudiese pescar. Unos procedían del fiordo de
Lin y otros de Noruega; había también escanianos, godos, mozos de Fyn y de la
isla de Sams. Habían llegado en grupos completos, empujados por la primavera y
dispuestos a todo, menos a volverse a casa. Bjorn Jernside los recibió muy bien
a todos.
Era una multitud abigarrada. Algunos parecían muy
sencillos; apenas llevaban ropa; sus armas se reducían a martillos de tiempo
inmemorial, hechos de piedra dura, sin duda recibidos en herencia de los
antepasados familiares como el arma más maravillosa y misterio-samente
fuerte. Era la robusta descendencia de los hombres del bosque, de las tierras
desconocidas del interior de Noruega y Suecia, de las tierras altas donde
solamente crecían árboles. Se habían encomendado a las inundaciones,
primaverales y lanzado río abajo hacia el mar en grandes cajones hechos de
ramas de abedul entrelazadas y revestidas de piel.
Al principio tuvieron que aprenderlo todo igual que
los niños.
Se contaban en la flota muchas historias acerca de
las artes que utilizaron y los peligros que corrieron los jóvenes para llegar
hasta ella. Se deslizaban a bordo cuando las naves estaban cerca de tierra, y
se escondían en las bodegas, donde los encontraban medio muertos. Otros
aparecían en cubierta cuando la nave estaba ya en alta mar. Los había que se
lanzaban al mar en balsas, y se dejaban llevar a la deriva, y después gritaban
pidiendo auxilio para que los salvaran y recogieran a bordo. Sin embargo, de
ninguno se decía que había tenido la audacia de abordar una de las naves del
rey; los únicos que se habían atrevido a ello fueron los muchachos de
Seelandia. Germundo, su jefe, fue elegido por Bjorn Jernside para formar en la
tripulación de su propia nave.
Desde la mañana hasta el anochecer se armaba un
griterío inmenso de nave a nave, mientras el fresco viento de primavera jugaba
con las banderas izadas en los mástiles. Parecía el griterío de una enorme
bandada de aves ávidas de presa.
Pero poco a poco fue cesando la algarabía en aquellos
espíritus. Los viejos supieron hacer entrar en razón a los jóvenes
tripulantes. Y un buen día Biorn Jernside se hizo a la mar para apoyar a su
padre y a sus hermanos, que se hallaban en el canal de la Mancha.
Cuando remontaban el Skagen los sorprendió una
tempestad que- lanzó las naves hacia la costa, y puso la escuadra en grave
peligro.
La nave de Bjorn Jernside, que era la más grande y la
más difícil de remar, se encontraba en peligro inminente. Todos los
tripulantes se agarraron a los remos para evitar la catástrofe y estuvieron
remando no solamente los primeros momentos de tensión, sino hasta que les salió
sangre de la palma de la mano. Al lado de Bjorn estaba Haastein, vigilante y
pensativo.
Ya estaba cerca la costa. Sobre la arena batida por
las olas se veía a la gente ir y venir con grandes pértigas en la mano. La
tripulación aseguraba que las pértigas tenían un gancho en la punta para traer
hacia tierra los restos de la nave, mientras otros esperaban en tierra armados
de hachas para matar a los náufragos.
En esto Haastein se hizo cargo del timón. La
tripulación quedó en silencio. Lo primero que hizo Haastein fue una locura.
Puso la nave de costado, permitiendo así que las olas se precipitasen sobre
ella y cubriesen a los tripulantes. Cuando volvió a poner la nave proa al
viento, estaban éstos chorreando agua y respirando con dificultad; en la
lengua, el salado gusto de la muerte. Y así comenzó el mando de Haastein.
El jefe vikingo se agitó y enseñó los dientes; de su
garganta salió un chorro de palabras. Ya no andaba sobre la punta de los pies,
sino que estabá plantado como una roca sobre la cubierta, Sus ojos eran como
dos círculos; su voz ya no era dulce; recorría la nave de proa a popa como un
latigazo. Y la tripulación cogió los remos. Haastein llevaba la boga con un
vozarrón terrible. La tripulación se ponía lívida de fatiga y tenía nublada la
vista y negros los dedos. Haastein se puso a remar también, y su fuerza de
voluntad se comunicó a la tripulación. ¡La situación estaba dominada!
Y cuando se alejaron de tierra y la corriente ya no
los dominaba, Haastein se acordó de Ran, dios del mar. Éste quería una
víctima, y aquél echó al mar una lanza de gran tamaño.
Y siguieron remando y avanzando, y notaron que las
fuerzas aumentaban. Antes gemían bajo la carga de la fatalidad, pero ahora
cantaban y azotaban el mar con los remos.
Y cuando por fin se vio segura la nave mar adentro,
toda la tripulación prorrumpió en un himno triunfal en que el nombre de
Haastein se repetía nimbado de gloria.
Las demás naves, que habían corrido el mismo peligro,
se alejaron también de la costa animadas por el ejemplo de la nave almirante.
Toda la flota estaba a salvo.
Cuando todo el peligro hubo pasádo, dejó el rey
Haastein el timón, miró a su alrededor, cogió un puñado de paja y lo metió en
la boca.
Antes del anochecer ya estaban en alta mar, sin ver
otra cosa que cielo y agua. Este espectáculo hizo enmudecer a, aquellos que
nunca habían perdido de vista la costa.
En la proa se dibujaba borrosamente contra las
estrellas una figura inmóvil. Era el vigía.
II
Una cruda mañana de abril navegaba hacia Inglaterra,
bajo un aire helado, Bjorn Jernside.
Al amanecer surgió en el horizonte un vago contorno
sinuoso de varias millas de largo. Eran altos acantilados, blancos de niebla, a
cuyos pies se rompían las olas. Inglaterra estaba a la vista.
La tripulación, emocionada, no apartaba los ojos de
aquella tierra que los esperaba con sus hermosos paisajes, bosques y praderas,
caseríos y condados. Pero también había hombres y con ellos tendrían que
luchar. Y ante este pensamiento la tripulación se frotaba las manos. En el
puente estaban los jefes señalando con el brazo los pasos y puestos que
conducían al interior del país a cuya conquista iban.
En un punto donde se abría el acantilado, que daba
vista a una tierra de brezales, vieron los tripulantes que de la cima de una
colina se elevaba al cielo una columna de humo. Se estaba ya dando la noticia
de su llegada, que pronto conocería todo el país que iba a ser invadido.
Pero los normandos no desembarcaron allí. Estuvieron
anclados varias horas y después buscaron más al sur el estuario de Humber, para
reunirse con el grueso del ejército normando.
Todo el estuario de Humber era un hormiguero de naves
de todos los tipos. Venían del este y del sur, del Sena y de otros puntos de la
costa francesa. Todo daba la sensación de falta de orden.
Pero en el ejército normando había un cerebro
organizado, el rey en persona, Ragnar Lodbroke. Con él bajó la juventud de las
regiones del Norte para participar de su suerte. En la cabeza del monarca
anidaban los sueños piráticos de los vikingos. Cuando todos aquellos guerreros
vacilaban, él decidía por ellos.
Huelga decir que el rey Ragnar, que a lo largo de su
dilatada vida se había elevado al primer puesto, era un fenómeno de
corpulencia y de fuerza. Pero además se había distinguido, en los últimos años,
por su inteligencia, memoria e intuición. Tenía una cabeza de recia osamenta.
Sus pestañas y cejas eran brillantes. Cuando estaba sentado, le caían tanto las
cejas que casi le tapaban los ojos. Su aspecto era como el de cualquier
campesino. Se movía muy poco y sólo hablaba en contadas ocasiones. En la nave
iba siempre desarmado y con la misma ropa. Con frecuencia se le veía
descansar, bastantes veces, con un niño pequeño sentado en sus rodillas.
Sonreía a todos los niños con espíritu ausente y dulce. Para él todos los niños
eran hijos suyos.
Mientras el rey estaba tranquilo, todos los demás
estaban febriles. Corría el rumor de que el rey Ragnar se proponía aquel año
concentrar sus fuerzas para atacar Inglaterra. Durante toda su vida había
guerreado, ora a un lado del canal y del mar de occidente, ora al otro; aquel
verano, en cambio, había que conquistar York.
Nadie dudaba de que los misteriosos planes del rey
eran los mejores, ni tampoco de que el ejército estaba allí esperando a que los
planes madurasen. Pero había en el ejército un grupo que difícilmente podía
mantenerse inactivo mientras el rey espiaba en Inglaterra el momento oportuno
para el ataque. Al frente de este grupo estaban nada menos que los hijos del
rey.
Finalmente, antes de que la espera se hiciese
demasiado explosiva, aquella impaciencia que bullía en el corazón de los
jóvenes terminó en algo real, en una finalidad, en una oportunidad para
realizar grandes hazañas. Aquel mes de abril el rey autorizó a sus hijos y a
sus amigos para que eligiesen a los hombres y a las naves, dispuestos a
seguirlos, y se lanzasen a una incursión por su propia cuenta, mientras él se
quedaba esperando en Inglaterra su oportunidad. Y de aquí arrancaron las
famosas incursiones por aguas del Mediterráneo.
Los hijos dc Lodbroke y sus compañeros tenían trazado
su plan hacía tiempo. Era obra de Haastein, que iría al frente de la
expedición. Y lo que había planeado era, ni más ni menos, ir a conquistar el
Reino Celestial, el Paraíso de la Eterna Juventud.
Haastein, que, como los hijos de Muspel, procedía de
las altas tierras de Noruega, había conservado, a pesar de sus contactos con el
mundo, ciertas ideas antiguas de su clan, y estas ideas dieron origen al
proyecto que los impulsaba a salir de Inglaterra.
Además de Haastein, los hijos de Lodbroke y. sus
amigos, formaba la expedición lo más selecto de la juventud. Eran sesenta y
dos naves dotadas con tripulaciones formadas por muchachos de veinte años,
procedentes de todas las regiones escandinavas: los hijos de Muspel, los
muchachos de Seelandia, jóvenes de Fyn, escanios, frisios... Era toda una
nación en armas.
Ragnar Lodbroke, de pie en la nave real y con un niño
en brazos, estuvo mirando a los que se marchaban hasta que las naves se
esfumaron en el horizonte.
III
En el recuerdo de todos quedó grabada para siempre la
costa francesa con sus cabos, su perfil, sus playas y las desembocaduras de sus
ríos.
Los tripulantes vieron los oscuros cabos de la costa
septentrional de España y sus largos y fogosos ríos. También vieron, en un
lugar de aquellas tierras escarpadas, un rebaño de cabras con su pastor
empuñando un largo cayado.
Nadie pudo hacer una relación completa de lo que hace
mil años vieron los vikingos, o normandos, ávidos de saber, en su viaje
alrededor de la costa europea.
Los normandos llegaron a las costas de Andalucía,
llamada así desde que un pueblo nórdico, los vándalos, la conquistó siglos
antes. En este lugar perdieron algunas naves en un combate reñido en el
Guadalquivir. Los indígenas de aquellas regiones llanas obtenían la sal del
agua del mar, y luego la amontonaban. A los vikingos, les parecía la sal, desde
lejos, como un puro diamante.
Pero no siempre los normandos tuvieron éxito. Cuando
navegaban por la costa de Galicia, antes de llegar al Guadalquivir, decidieron
hacer una incursión por tierra firme. Pero no llegaron a desembarcar. Los
habitantes de la región disponían de galeras peligrosas. Con ellos salieron del
puerto y avanzaron hacia los vikingos con ánimo de vencerlos. Llevaban a bordo
catapultas, con las que, a larga distancia, lanzaban piedras calientes.
En este encuentro perdió la flota vikinga dos naves
que llevaban un valioso cargamento. Pero lo peor fue que sus tripulaciones
perecieron.
Sin embargo, esta derrota quedó compensada más tarde
en Algeciras, donde los normandos quemaron una mezquita situada a orillas del
mar.
Atravesaron después el estrecho de Gibraltar y
contemplaron la colosal puerta del Mediterráneo. Vieron que era de una altura
extraordinaria, pero no encontraron pruebas de que sostuviese la bóveda del
cielo.
La crónica hace un breve relato de los puntos más
importantes que tocaron en su viaje. De Gibraltar se dirigieron al sur y al
este y cayeron sobre la costa africana, en el actual Marruecos, donde mataron y
saquearon a placer.
Los indígenas, a quienes los vikingos llamaron
hombres azules, combatían a caballo con lanzas y, cimitarras; a distancia
enseñaban los dientes de tal manera, que casi daban miedo; pero cuando se
llegaba a las manos duraban muy poco. Los vikingos combatieron a placer,
mataron cuantos moros quisieron y cogieron cuanto había de valor.
Solamente una semana duró su campaña por Marruecos.
Ya se habían divertido bastante y se fueron tan de improviso como habían
venido.
Luego se dirigieron a España otra vez; recorrieron
toda la costa oriental, donde derrotaron a los moros, y conquistaron e
incendiaron Orihuela.
De la Península Ibérica pusieron proa a las islas
Baleares, cuya población recibió a los normandos como si fueran parientes
próximos.
Las Baleares fueron sometidas a un saqueo total. Toda
la comida y bebida se consumió en banquetes públicos; pero no hubo matanzas.
Salieron de las Baleares rumbo al norte para
refrescar, y se metieron en la costa sur de Francia, remontando los cursos de
los ríos.
La región era rica, pero los jóvenes prefirieron
seguir adelante. Todavía no habían recibido lo que se les había prometido y no
se dejaron deslumbr,ár por la abundancia de bienes que les brindaba el sur de
Francia. do terminó levando anclas y navegando hacia el este, según su primitiva
misión.
Por fin, divisaron la hermosa Italia, país que hasta
entonces se había interpuesto entre ellos y sus sueños.
IV
Italia, país donde desembarcaron los hijos de
Lodbroke, había ya visto antes pueblos de su misma sangre, hérulos y godos, que
el-cuerno de la abundancia de Escandinavia había vaciado hacia el sur.
Mil años atrás, los hermanos de raza de los vikingos,
los cimbrios, habían dejado en Italia sus vidas en tal cantidad que desde
entonces los campesinos cercaban sus viñas con los de los hombres que habían
caído allí. Precisamente el sueño de aquellos muertos había sido ver su frente
ceñida de ramas y racimos; y alrededor de sus pechos vacíos se entrelazaban
los sarmientos y se coronaban los cráneos de los hombres del Norte.
Pero la nueva ola de invasores nada sabía de aquellos
que los habían precedido. Sus antepasados no dejaron ninguna leyenda tras sí:
salieron y no volvieron. Los hijos de Lodbroke siguieron exacta-mente la misma
llamada que los impetuosos antecesores, pero en una ignorancia verdaderamente
genial.
Lo primero que vieron los normandos al llegar a
Italia fueron preciosas montañas de muchos colores y ríos, salpicadas de
manchas blancas que parecían glaciares, aunque eran rriármoles. Un río
arcilloso que desembocaba entre dunas bajas cubiertas de pinos y enebros, y
teñía de color de barro las aguas del mar en el espacio de una milla, indicó el
camino a los vikingos. Feraz tenía que ser la tierra por donde pasaba el río. Y
se decidieron a remontar su curso. Y aquí surgió inesperadamente su destino,
que los esperaba en forma de una equivocación. Creyeron que el río era el Tíber;
por consiguiente, la primera ciudad a la que llegasen no podía ser otra que
Roma, la capital del mundo. ¡Oh! ¡Tomar Roma era una hazaña!
¡Vaya si lo era! Roma era precisamente la entrada al
Reino Celestial, según se decía. El blanco vicario de Cristo, a quien llamaban
Papa, tenía la llave de él. Y había que hacérsela entregar. ¡Roma tenía que ser
tomada!
El pueblo al que habían llegado era Luna, en un tiempo
preciosa ciudad, edificada casi exclusivamente de mármol de Carrara, que hizo
creer a los bárbaros que era Roma ante aquella magnificencia nunca vista por
ellos.
Toda la ciudad estaba rodeada de murallas y sólidas
torres, detrás de las cuales destacaban en el limpio cielo azul bellos
edificios con gabletes y columnas que parecían hechas de nieve recién caída.
Los vikingos distinguieron preciosas imágenes de dioses, de aspecto tan vivo,
que parecían hombres petrificados en una paz eterna.
De la ciudad salían voces; la ciudad hablaba con mil
lenguas sonoras: eran las campanas de sus templos. A veces sonaban todas a un
tiempo, estremeciendo el aire con su potente polifonía de bronce, una oleada
de sonidos tras otra. Por las mañanas saludaba la ciudad al sol con sus
lenguas de metal; por la tarde tañían las campanas dulcemente mientras el sol
se hundía en el horizonte.
Ya cuando los normandos remontaban el río, antes de
ver la ciudad, oyeron la voz de las campanas, y creyeron que la tierra que
tenían a la vista hablaba y los recibía con un canto de bienvenida. Sonaban
como si hubiese arpas escondidas en un lugar cercano; y la tripulación de las
naves dirigió la vista a las márgenes del río por si descubría alguna sirena
oculta entre los juncos, lanzando al viento su canto fascinador.
El rey del mar, en su sano juicio, envió mensajeros a
las autoridades de la ciudad y al obispo, a quien tomó por el Papa. Los
enviados dijeron que eran unos marinos que habían tenido el viento en contra
sin otro recurso que desembarcar allí. Les pedían solamente firmar la paz con
la ciudad mientras compraban víveres. Dijeron también que su jefe estaba
enfermo, sufría terribles dolores y deseaba recibir el bautismo.
A las autoridades de Luna les parecieron bien estas
palabras, y se firmó la paz, y, al mismo tiempo, se estableció una corriente
comercial entre los normandos y los habitantes de Luna; pero sin que los
primeros tuviesen acceso a la ciudad.
Haastein fue bautizado. El astuto Haastein entró en el
baño y recibió el bautismo para su perdición eterna. Después fue sacado del
baño con todo honor por el obispo y las autoridades, y en estado de fingida
debilidad fue llevado a la nave.
Haastein no consideró su hazaña ni como impía ni como
ligada a serios deberes. Para él, como para los habitantes del Norte, la fe
era un asunto mucho más práctico que las simbólicas ceremonias que llevaba
aparejadas.
Algo así había estado pensando Haastein cuando se
hallaba en la fuente bautismal y el obispo, tocado de mitra, le enseñaba a
juntar las manos. Los deberes ligados al bautismo no entraron en él. Otra cosa
hubiera sido si el baño le hiciese inmortal, como cuando uno se zambullía en
el Río de la Juventud;
entonces sí que valdría la fe y los diezmos. De la carne de caballo se podría
hablar, pero el bautismo no confería ese don; había que considerarlo como un
acto simbólico, pues los cristianos eran tan mortales después como antes.
Haastein se reunió en consejo con sus hermanos de
raza, y se acordó comunicar al día siguiente al obispo y a las autoridades que
el jefe había sucumbido a la enfermedad y que su último deseo era ser
enterrado en tierra sagrada. En agradecimiento por tal favor, los normandos
entregarían todas sus armas y riquezas. Ante estas hipócritas palabras, y
vencidos por la fuerza de los dones, las autoridades de Luna prometieron dar
al muerto una sepultura cristiana.
Haastein se hizo colocar en una caja, que fue llevada
por los hijos de Lodbroke, mientras que sus mejores guerreros seguían el
féretro. Delante del ataúd iban las magníficas armas, los anillos y las joyas
del jefe normando fallecido; y, en medio del clamor general de los que se
quedaron en el campamento, entró en la ciudad el fúnebre cortejo.
No se omitió detalle para hacer un gran entierro. Las
campanas doblaban a muerto sin cesar, como si toda la ciudad, muros y casas,
prorrumpieran en un mugido doloroso; lloraba el cielo y gemía el viento. Los
normandos se sentían muy impresionados dentro de aquella atmósfera tonante. Era
para ellos como un presentimiento.
Una emoción profunda se apoderó de los rudos marinos.
Algunos tenían las mejillas blancas; otros estaban fríos, pero mantenían una
mirada valiente : si era una cuestión de vida o muerte, se les cogería
preparados para cualquiera de los dos casos. A algunos les temblaban los
labios, y había otros que miraban a su alrededor en una especie de delirio,
como si buscasen en el recinto puntos de apoyo para las ideas que les conmovían
el alma.
De pronto pareció como si el ataúd donde dormía el
jefe normando se moviese sobre su catafalco; sonó un fino ruido de acero, como
si dentro de él hubiese una gran avispa, y, justamente cuando sonaba el
órgano, saltó a un lado la tapa y Haastein, de un salto, se puso en pie.
Haastein, vivo y sudoroso, empuñaba una larga y reluciente espada normanda. En
un abrir y cerrar de ojos puso sus pies en el suelo y lanzó el grito de guerra,
y antes que nadie volviese de su estupor empezó a matar a sus enemigos, uno
por uno. Víctimas de su espada cayeron mortalmente heridos el obispo y las
demás autoridades. Entonces todos sus guerreros dieron el grito de guerra; cayó
la máscara, se cerraron las puertas de la iglesia, y el espantoso dios pagano
de la guerra tiñó de sangre el altar.
Después, los vikingos se lanzaron por las calles y
abrieron las puertas al resto de los guerreros que esperaban fuera. Éstos
entraron como un ciclón en la ciudad y se generalizó la lucha. Todo el que
ofrecía resistencia era inmediatamente pasado a cuchillo; el resto de los
habitantes fue llevado prisionero a las naves.
La lucha no fue en modo alguno una carnicería por
parte de los normandos. Los habitantes de Luna tuvieron ocasión sobrada para
defenderse, pues eran superiores en número a los normandos.
En las distintas alturas que rodeaban la ciudad,
cerca y lejos, los normandos habían colocado guerreros que tocaban la lira sin
cesar y se movían lentamente hacia los cuatro puntos cardinales. De este modo
daban la impresión de que de todas partes venían sobre la ciudad una enorme
masa de combatientes. Las liras tenían a veces un sonido subterráneo, y otras
sonaban con un clamor agudo que parecía llegar al cielo; eran las trompetas
del Juicio Final para los infelices atacados, y encendían el alma de los
guerreros nórdicos, acostumbrados a vencer o morir bajo la señal de ataque de
la lira.
La lucha se les subió a la cabeza a los normandos como
una embriaguez salvaje y sobrehumana, con la que se sentían más ligeros que el
aire y dueños de las cualidades más finas y destructoras de las fieras: la
fuerza del oso, la resistencia del lobo y la mirada del águila; en el ataque
tenían el ímpetu espantoso del jabalí. Arremetieron contra la ciudad
profiriendo toda clase de aullidos, capaces de enloquecer a los defensores;
pero no avanzaron en masa, sino en pequeños grupos dispersos, con el fin de
desorientar al enemigo acerca del número de atacantes. Cada guerrero estaba en
diez sitios a la vez y, sin embargo, no había manera de lanzarse sobre él: casi
era invisible. La ancha espada vikinga y el hacha de mango largo y delgado
hacían su trabajo con la rapidez del relámpago. Los defensores creyeron ver
centenares de enemigos donde solamente había una docena de guerreros presa del
delirio bélico. Los normandos desmoralizaron a sus enemigos, y la lucha estaba
decidida a su favor ya antes de haber empezado. Esta ventaja era el resultado
de su desprecio a la muerte, que los hacía dueños de sí mismos, pues la vida
aún no les había enseñado a dudar.
Cuando terminó la resistencia, empezó la locura del
saqueo y de la destrucción. Los hijos de Muspel prendieron fuego a toda la
ciudad. Con extraordinaria rapidez corrían de casa en casa con la tea
destructora, y en pocos minutos ardía la ciudad por cien puntos distintos.
Casas, edificios magníficos, iglesias y conventos eran presa de las llamas.
Las campanas lanzaron un último tañido doloroso al tiempo que se derrumbaban
estrepitosamente las torres y las flechas.
Y, finalmente, cuando se extinguió la última llama, se
ofreció a los ojos la desolación más espantosa en forma de tristes ruinas
humeantes.
Haastein creía haber conquistado Roma, capital del
mundo, y se gloriaba de ello con sus amigos. Pero al descubrir su error, tuvo
tal rabia que devastó las tierras que rodeaban Luna y se llevó prisioneros a
sus habitantes.
Por fortuna había cosas de valor con que consolarse.
El botín fue inmenso. Sin embargo, tampoco se vieron los habitantes de Luna
libres de la ingratitud. No todo era bueno. Los incensarios, que los normandos
creían por lo menos bañados en plata, eran de latón.
V
Después de la conquista de Luna regresaron al mar los
hijos de Lodbroke, sin que les faltase el ánimo después del error sufrido.
Ahora sabían por experiencia que había un lugar menos para buscar las Islas
Afortunadas, que no consideraban perdidas. Por los informes los normandos
comprendieron que las islas había que buscarlas en otro punto del mar del
mundo, más allá del estrecho de Gibraltar, en dirección suroeste.
Sin embargo, no podía negarse que, en general, las
ansias de los jóvenes vikingos se habían modificado, que sus anhelos se habían
apagado un poco. La estancia en el sur había dejado huella en ellos. Incluso
el calor tanto tiempo suspirado les resultó, poco a poco, una carga pesada.
Estaba a punto de perderse aquel espíritu excelente
que los guerreros tenían antes. Algunos estaban consumidos por los excesos, y
otros tenían una gordura fofa. No les faltaba el desprecio a la muerte, pero
sí el espíritu de victoria. Cada vez morían más en los encuentros, no porque
éste fuese su destino, sino porque había muerto en ellos la inmortalidad en su
concepto más sencillo.
Y llegó el día del gran naufragio, ocurrido frente a
Gibraltar. La furia del mar se llevó más de la mitad de la flota, con una
enorme pérdida de vidas y de bienes. Iban en busca de las Islas Afortunadas,
pero los que sobrevivieron a la desgracia no volvieron a pensar en ellas, sino
en la patria lejana.
Pero el temporal fue para los normandos como un baño
de purificación. La prueba del mar que al principio los había escogido, ahora
los seleccionaba. Solamente los que la resistieron volvieron a ver el Norte.
Los demás se quedaron para siempre en los abismos marinos.
Y entonces, en un súbito anhelo del Norte, los
supervivientes volvieron la mirada a la Osa Mayor. Durante mucho tiempo había estado
oculto en su espíritu la nostalgia de la patria, quizá desde el momento en
que emprendieron el viaje. Ahora la nostalgia volvía a asomar a sus corazones.
Todo esto que los habitantes del Norte no creían
posible que nadie lo echase de menos, ahora lo añoraban vivamente. En lo más
íntimo de su ser suspiraban por volver a su tierra. Los llamaba la Osa Mayor. Y los
llamaba la sangre, la infancia. En el Norte había algo que deseaban por encima
de todo.
Día y noche navegaron los normandos con viento
contrario y con viento favorable, a vela y a remo, para llegar a su tierra.
Los hijos de Lodbroke no encontraron países con oro;
pero su viaje les enseñó a contentarse con países de tierra corriente y con
las piedras patrias. Se quedaron en el Norte el resto de sus días.
El viaje soñado les agudizó la fe en lo que tenían. La
empresa de conquistar Inglaterra prosiguió con ímpetu redoblado. Lo que el
rey Lodbroke había preparado lo terminaron sus hijos. El norte de Inglaterra
quedó firmemente en manos normandas.
Haastein pasó el resto de su vida en una incesante
guerra a ambos lados del canal, entre Francia y el sur de Inglaterra. Después
de los viajes de su juventud le convenía preparar el terreno para otra futura
generación con un duro trabajo de muchos años, inseparable del timón y del
hacha.
El rey Haastein recibió el cristianismo en Francia.
Pero esta vez fue en serio; abrazó la fe y se sometió al diezmo. Tuvo que
haberle resultado ventajoso desprenderse de la parte más pequeña de los
bienes que aún no eran suyos, cuando de esta manera se acercó a ellos.
Respecto a la carne de caballo, a la larga podía resultarle un alimento
insípido cuando excluía a uno de la caza en los bosques franceses y del derecho
de propiedad a ella. En el bautismo volvió a juntar las manos.
Lástima que el baño sagrado no pudiera quitarle el
viejo tatuaje que tenía en el brazo : el martillo de Tor fulminando un haz de
rayos terminado en flechas y un gran signo de Freya en el pecho. Por lo demás,
nada se cuenta de él que ennegrezca su figura. Murió de muerte natural, y
posiblemente convencido de que el Reino Celestial había que buscarlo al otro
lado de esta vida, después de la muerte.
Fuente:
Antonio Urrutia
0.079.3 anonimo (vikingo) - 015