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miércoles, 19 de diciembre de 2012

La leyenda de hir y ranjha

Siete hermanos vivían en una pequeña aldea del Panjab, en el noroeste de la India, y se dedicaban a cultivar los campos. Ranjha era el menor de todos ellos y, según decían, era casi un inútil. Aunque tenía un ca­rácter agradable y aspecto apuesto, el joven sólo vivía para la música. Tocaba la flauta con gran habilidad y, para practicar, abandonaba su trabajo en el campo, lo que provocaba la indignación de los hermanos.
Todos comenzaron a importunarle con frecuencia, hasta que un día Ranjha se cansó de escuchar reproches y comentarios hirientes y decidió abandonar su hogar y ganarse la vida por su cuenta en otro lugar.
Vagabundeó durante algunos días y, por fin, llegó a las orillas de un río. Una barcaza se disponía a cruzar­lo, para llegar al pueblo que se encontraba en la otra ori­lla. Ranjha no tenía con qué pagar el pasaje, por lo que intentó cruzar a nado. Pero, en medio del río, las fuer­zas le fallaron y las gentes que iban en la barcaza tuvie­ron que izarle y recogerle casi desmayado. Le acomo­daron en un lecho especialmente suntuoso que contenía la embarcación y le dijeron:
-Eres afortunado, forastero. Vas a descansar en el lu­gar reservado para la bella Hir, el orgullo de nuestra al­dea, la muchacha más hermosa que haya habido nun­ca. Sólo esperamos que no se enfade por que lo hayas usado en su ausencia y sin su permiso.
Ranjha supo en seguida de quién le estaban hablan­do, pues la fama de Hir había llegado ya antes hasta sus oídos. Era la hija única del clan de los Sayal y todos en la aldea se sentían ufanos de que tal beldad viviese en­tre ellos.
La embarcación alcanzó la orilla. Las gentes no tar­daron en informar a la joven de lo sucedido. Hir salió apresuradamente de su casa y se encaminó a la orilla del río, para conocer al hombre que casi se había ahogado y que había viajado en el lugar que se le reservaba siem­pre a ella.
En el momento en que los dos jóvenes se encontraron frente a frente sintieron como si se hubieran conocido de siempre. Fue el suyo un amor instantáneo, una fascina­ción repentina, ya desde las prime-ras palabras que cru­zaron.
-Yo soy Hir, hija del clan de los Sayal.
-Mi nombre es Ranjha, del clan Hazara. He abando­nado mi hogar y, en este momento, no tengo un rumbo fijo ni un lugar especial al que dirigirme.
-¿Tienes amigos o conocidos? -preguntó la mucha­cha.
-No conozco a nadie por estos lugares. Excepto a ti -contestó Ranjha, después de una pausa. Y comenzó a levantarse.
-¿Adónde piensas ir?
-No lo sé -contestó él. ¿Acaso importa?
-Sí importa -exclamó Hir.
-¿Quieres que me quede?
-Creo que ya lo sabes.
Hubo entre los dos una pausa llena de significado.
-¿Qué me retiene aquí? -insistió Ranjha.
-Yo -contestó ella, simplemente.
-Es una razón poderosa para mi. Pero, ¿lo será para el resto de las gentes?
-Les daremos una razón que les convenza. Mi padre necesita un pastor para su ganado. Tú serás su pastor.
Ranjha lo pensó unos instantes.
-Llévame ante tu padre -dijo.
El joven obtuvo el trabajo y se puso inmediatamente a la tarea. Se ocupaba del ganado, que pastaba tranqui­lo al son de su música. Hir y sus amigas le visitaban en el campo y pasaban agradablemente juntos muchas ho­ras.
Los primeros días la muchacha tuvo cuidado de que nadie sospechase la atracción que Ranjha ejercía sobre ella, por lo que no se separaba de sus compañeras; pero un día él la encontró a solas y ambos consumaron su amor.
Las amigas de Hir acabaron por conocer estos amo­res y los protegían, dejándoles solos siempre que era po­sible. Ranjha, por su parte, no descuidaba sus obliga­ciones. Al contrario, el ganado estaba mejor cuidado que nunca y producía mucha más leche que antes. Los padres de Hir se hallaban encantados con su nuevo pastor.
Pasó el tiempo y la relación de los dos amantes se hizo más fuerte y duradera. Pero, lamentablemente, tam­bién se hizo más obvia. Kaidon, un antiguo pretendien­te de Hir que había sido rechazado por sus muchos de­fectos, vino a saber el secreto de los dos jóvenes. Informó de ello a Sayal, quien decidió acabar con aquella situa­ción.
A la mañana siguiente, el jefe del clan acudió al lu­gar donde se hallaba Ranjha. Le habló de las acusacio­nes que se le habían hecho y de cómo no podía seguir manteniéndole en su trabajo. Ranjha comprendió la si­tuación del padre de su amada y se despidió de él, par­tiendo de inmediato, sin saber qué sería en adelante de él, de Hir y de su amor.
Pero al llegar al río, el barquero, con quien había de­sarrollado una buena amistad a lo largo de aquel tiem­po, quiso saber la causa de su partida. El joven le contó lo ocurrido y su amigo insistió en que no abandonase el lugar y fuese su huésped durante algún tiempo.
Mientras tanto, el ganado de Sayal comenzó a decaer y a enfermar. Nadie sabía cómo atenderlo de la forma en la que Ranjha lo hacía, por lo que Máliki, la madre de Hir, convenció a su esposo de que debían volver a ad­mitir a Ranjha en la casa. La madre habló también con el joven y le instó a que regresase, prometiéndole su apo­yo cuando se tratase del matrimonio de Hir. Los aman­tes, de esta manera, volvieron a reunirse.
Un día, se encontraban ambos en el bosque, cuando pasaron por allí cinco santones renunciantes. Tras los saludos de cortesía, los jóvenes solicitaron la bendición de los hombres santos y su ayuda, pues su amor se ha­llaba en peligro. Sayal estaba buscando un marido para Hir y de seguro que no accedería nunca a su unión con Ranjha.
El más anciano de aquellos ascetas sonrió y se diri­gió a la muchacha:
-¿Tan intenso es tu amor por este hombre?
-Señor -replicó ella-, lo es. Mi mundo comienza y termina a sus pies. Él es todo lo que poseo y todo lo que quiero.
-¿Y te ama él? -insistió el asceta.
-Sé que lo hace -siguió Hir. Pero, si no lo hiciera, yo seguiría amándole. Cuando adoras a Dios no lo haces esperando que te responda. Le adoras, sin más. Pues bien, de esta manera quiero yo a Ranjha.
-¿Y tú? -preguntó el asceta, dirigiéndose ahora al jo­ven. ¿Qué tienes que decir?
-Yo no sabría describir mi amor con palabras. Pero sólo he de decir que cinco veces al día, cuando llevo a cabo mis oraciones y me concentro en Dios, es el rostro de Hir el que se me aparece ante los ojos y su voz la que resuena en mis oídos.
El santón quedó unos instantes en silencio, mirando a los dos fijamente. Los amantes creyeron, en principio, que estaba enojado con ellos. Pero no era así.
-Hijos míos -manifestó, al fin, el asceta: estáis, en verdad, bendecidos por Dios. Nosotros llevamos toda una existencia buscándole y vosotros le habéis hallado en vuestra juventud, porque Dios es amor y vosotros, su­blimando el vuestro, le habéis encontrado. Acercaos. Merecéis estar juntos y yo os uniré ahora mismo en ma­trimonio.
Y comenzó a recitar las oraciones que santificaban la unión de los dos. Cuando hubo acabado y Ranjha y Hir fueron ya marido y mujer, el hombre prosiguió:
-Se dice que, aunque vivamos en compañía, al morir nadie puede acompañarnos. Pero no será así en vuestro caso y yo os digo que estaréis juntos en la vida y lo estaréis también después de la muerte, para que no lleguéis a se­pararos nunca.
Dicho esto, los santones prosiguieron su camino.
En los días siguientes a este encuentro, la situación de los amantes empeoró. Llegó una propuesta de ma­trimonio para Hir y Sayal la aceptó. Se fijó la fecha de la boda y la muchacha, nerviosa, propuso a Ranjha es­capar juntos y emprender una nueva vida en un lugar lejano.
Ranjha se negó. Aquello sería deshonrar a Sayal de­lante de su clan. Ellos estaban ya casados, por lo que de­cidieron hacer público este hecho ante el sacerdote que viniese a oficiar, pues se hallaban seguros de que un hom­bre de Dios respetaría en su momento un sacramento ya impartido.
Pero Sayal, temeroso de que Ranjha pudiese interfe­rir en la boda proyectada, hizo que varios de sus hom­bres se apoderaran del joven pastor y le encerraran en un granero, mientras tenía lugar la ceremonia. No conten­to con esto, sobornó al sacerdote y suministró una bebida con opio a su hija antes de la boda, por lo que la des­venturada Hir no supo con exactitud lo que estaba su­cediendo. El sacerdote, sobornado por el padre de la chi­ca, afirmó haber escuchado las palabras de aceptación de labios de Hir y el matrimonio de ésta con Said, del clan de los Khaira, se dio por efectuado.
Ranjha consiguió romper la puerta del granero en el que le habían encerrado, mas ya era tarde. Únicamente llegó a tiempo de ver cómo la comitiva nupcial partía de regreso, llevando a la novia en un palanquín. Hir aún no se había repuesto de los efectos intoxicantes de la bebi­da y no ofreció resistencia.
Su amante siguió, desesperado, al cortejo durante un largo trecho, pero las fuerzas le fallaron y cayó desva­necido. Cuando recobró el sentido, se hallaba solo en medio del campo. Había perdido a Hir, al parecer para siempre.
Hallándose ahora sin esposa, Ranjha consideró inú­tiles todos los deseos mundanos. Abandonó el lugar y se convirtió en un asceta, Durante mucho tiempo se dedi­có a visitar templos, mezquitas y lugares santos de to­das las religiones. Al faltarle su amada dirigió su atención hacia Dios. Cambió sus ropajes por los de un renun­ciante, dejó de afeitarse y de cortarse el cabello. Vagabundeó por bosques y montes, aprendiendo de otros ascetas cómo sustentarse de hierbas y raíces y cómo em­plearlas con fines medicinales. Casi llegó a olvidar su vida anterior, pero no a su amada Hir.
Por su parte, la muchacha se negó a cohabitar con Said.
-Teme a la ira de Dios, Said -le advirtió. Es un gran pecado tocar a la mujer de otro hombre y yo ya he con­traído matrimonio con Ranjha. Él es mi esposo.
-¿Y yo, ¿qué soy, pues? -gritó, indignado, Said. Yo también estoy casado contigo.
-No es así -repuso Hir, porque yo nunca di mi con­sentimiento. El sacerdote mintió.
El ambiente en la casa de los Khaira se hizo más ten­so. La supuesta suegra de Hir recomendaba paciencia a su hijo, mas aquella situación no podía prolongarse mu­cho.
Un día, Saiti, la hermana de Said, oyó hablar de un santón que había llegado al pueblo y del que se decía que tenía para todos palabras de sabiduría. Marchó a verle, con la intención de que ayudara a su cuñada a vencer su obsesión. En la plaza, Ranjha -pues el santón no era otro que él- se encontraba tocando bellas melodías en su flau­ta, rodeado de los niños del lugar.
Tras escuchar la petición de Saiti, Ranjha se encami­nó a su casa, en la que habló a Hir, que tenía cubierto el rostro por un velo.
-He venido a ayudarte -anunció, al entrar.
-Nadie puede hacerlo -respondió Hir. Sólo Dios, quizá; pero creo que hasta Él me ha abandonado.
Ranjha reconoció la voz de su amada y dijo:
-Confía en mí. Quizá yo pueda hacer algo por ti.
Entonces Hir levantó la vista y reconoció los rasgos de su esposo en el rostro del santón.
Cayeron uno en brazos del otro y el amor que sentían conmovió a Saiti, quien se propuso protegerles en lo su­cesivo. De acuerdo con ella, Ranjha elaboró un plan para poder escapar junto con su esposa.
Hir marchó al día siguiente al bosque y, cuando estuvo sola, se hizo dos pequeñas heridas en la pierna con un cu­chillo, simulando la mordedura de una serpiente, e ingirió unas hierbas que Ranjha le había entregado y que pro­ducían un efecto similar al del veneno de la cobra. Luego, se tendió en el suelo y comenzó a pedir auxilio.
A los gritos de Hir acudieron las gentes del clan Khaira y la llevaron a casa. Ningún médico pudo garantizar su curación y parecía que la joven iba a morir irremedia­blemente. Saiti, entonces, mencionó a un faquir que ha­bitaba en una choza del bosque y que podría curarla. En seguida enviaron por él.
Ranjha, en atuendo de faquir, explicó que podría sal­var la vida de Hir, pero que ella debería permanecer sola, bajo su supervisión, durante varias horas. Aunque este remedio extrañó a todos, ante la gravedad de la situa­ción, accedieron a probarlo. Ranjha llevó a Hir a su ca­baña y la acostó en un lecho de hierbas.
En el instante en que estuvieron solos, le hizo beber un antídoto, que surtió efecto en pocos minutos. Por una abertura practicada en la parte trasera de la choza, hu­yeron ambos mientras los demás aguardaban la cura­ción, ante la puerta principal.
Por la tarde, no pudieron las gentes del clan conte­ner su impaciencia y penetraron en la cabaña, que esta­ba vacía. No faltó quien aseguró haber reconocido a Ranjha bajo su aspecto de santón y pronto se organizó la búsqueda de los fugitivos.
Con muchos hombres y caballos, los perseguidores al­canzaron pronto a los amantes. A la mañana siguiente a estos sucesos, ya esta ban en su poder. Les maniataron, como a dos vulgares criminales, y les llevaron de vuelta a la ciudad para que fueran juzgados por adulterio.
Pero el juez se mostró imparcial. Escuchó el testi­monio de ambos, que aseguraba que Hir no había dado su consentimiento para la boda con Said, y que estaba de antes casada con Ranjha.
Por otra parte, la versión del clan de los Khaira tam­bién parecía verdadera. Para decidir sobre cuál era la verdad se llamó a testigos y, entre ellos, a los cinco ascetas, que eran conocidos y reverencia dos. Éstos confirmaron haber unido a Hir y a Ranjha en matrimonio, por lo que la posible segunda ceremonia quedaba anulada y se des­vanecía la acusación de adulterio.
El juez dictaminó en favor de los dos amantes y de­claró su inocencia. Sayal aceptó a Ranjha como yerno delante de todos y los Khaira se volvieron a su ciudad.
Ranjha decidió en aquel momento regresar a su al­dea natal con su esposa y marchó por delante, para pre­parar a su familia, mientras Hir quedaba con sus padres, que comenzaron a organizar la comitiva que llevaría a la joven a la casa de sus suegros.
Sin embargo, no todo el mundo quedó contento con esta decisión del tribunal. Kaidon, que seguía sin per­donar a Hir su rechazo, comenzó a instigar a la gente del pueblo en contra de Ranjha. A partir de aquel mo­mento -decía, cualquier vagabundo podría llegar y ca­sarse en secreto con una muchacha del lugar sin que na­die lo evitase. Pero como Hir y Ranjha se habían granjeado muchas simpatías, pocos fueron los que se hi­cieron eco de la opinión de Kaidon. Éste, entonces, de­cidió obrar por su cuenta.
Y cuando Hir se despedía de sus padres, para mar­char definitivamente al lado de su esposo, en el momento de montar en el palanquín que la llevaría a su aldea, Kaidon se presentó ante ella, trayéndole unas flores y unos dulces. Hir se llevó a la boca lo que se le ofrecía, sin sospechar que su antiguo pretendiente la estaba en­venenando.
Ranjha se encontraba en las lindes de la aldeas, aguar­dando ansioso a la comitiva de boda, cuando vio a un hombre que corría hacia él.
-¿Dónde está Hir? -le preguntó, mientras le asaltaba un nefasto presentimiento.
El hombre titubeó; pero, al final, hubo de confesarle lo sucedido.
-Hir está muerta -dijo. Y, tras una pausa, añadió: Ha sido envenenada.
El rostro de Ranjha se llenó de sombras. Permaneció inmóvil por un momento y luego, muy lentamente, se arrodillo en el suelo y comenzó a rezar, recordando las palabras de los ascetas: "Estaréis juntos hasta en la muer­te”.
Las gentes del lugar supieron en seguida lo acaecido y rodearon al mensajero, para enterarse de los detalles de la desgracia. Después quisieron consolar al desven­turado joven, pero le encontraron rezando.
-Es mejor así -se dijeron. En la oración hallará fuer­zas para resistir tan gran pérdida.
Durante muchas horas Ranjha siguió rezando, mien­tras sus parientes y amigos le acompañaban, sentados a alguna distancia de él, pues no se atrevían a importu­narle.
Sólo se acercaron a Ranjha cuando éste se desplomó, sin vida, acom-pañando así a su amada más allá de este mundo y dejando un ejemplo imperecedero de lo que es un verdadero amor.

(Tradición popular del Panjab)

Fuente: Enrique Gallud Jardiel

0.004 anonimo (india)

1 comentario:

  1. Había escuchado el nombre de Ranjha pero me da gusto conocer la leyenda. Gracias.

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