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miércoles, 19 de diciembre de 2012

En paz con la virgen

En Tiraña la leyenda se buscó larga mansión. Cerrando los ojos o abriendo el corazón de verdad y de par en par, acaso nos sería posible rastrear también hoy en los hombres de Tiraña algo de esto. La dura realidad, el trasiego de tantos días iguales en los que se hallan metidos son indicio inequívoco de que la leyenda pasó por Tiraña y queda de ella un imborrable reguero allí. Y podríamos acumular más datos, porque ¿qué son más que recuerdo y antigüedad, brote y síntoma legendario, esas manos asustadas de los la­briegos o el color tibio y entrebenigno de las mozas, duras y tersas como manzanas? Hombres nudosos y recios son los de Tiraña, que se echan la imaginación a un lado y dan cara a la vida sólo con el corazón y los brazos, sin poder decir cuál de los dos lleva la mejor parte.
Y al lado de los hombres están los santuarios. Y por entre las grietas y los muros de los ermitorios brota siempre, ina­cabable, el olor de la leyenda. Como brota de los hombres sin éstos saberlo; porque es cierto que el campesino de Tira­ña lleva entre alma y piel, creciendo siempre, reviviendo siempre constelaciones de acaeceres antiguos, lejanísimos, que muchas veces viven en él sin él quererlo e incluso a su disgusto.
Un santuario es grandemente celebrado en los términos de Tiraña: el de Nuestra Señora de Cortina.
A este santuario se ha unido para siempre la figura de un pobre a quien todos los campesinos querían. Se llamaba Arturo; era cojo, usaba pata de palo; además, viejo y sin familia. Su nombre suena hoy al lado del nombre de Nues­tra Señora de Cortina, y seguirá para siempre porque puede decirse que lo que la leyenda unió no ha de separarlo el hombre.
Arturo pedía limosna y pasaba días y noches en soledad. Las gentes le daban borona y castañas con leche. Pero lle­gaba el frío y la dureza de las noches negras, cuando el camino de siempre y familiar se hace extraño, irreconocible; y llegaba después la nieve. Era, entonces, cuando los ali­mentos no alcanzaban y entraba en escena el hambre. Tampoco era suficiente el amor y la bondad de los vecinos porque eran pobres y, aunque es duro decirlo, en tales casos la bondad no alcanza tampoco.
A corta distancia se hallaba la ermita de la Virgen de Cortina. Por el suelo estaban las limosnas de los devotos de todos los contornos. Arturo acudía a la Virgen y hablaba con ella. Y le pedía limosna a la Señora. Escrupulosa era la contabilidad que llevaba, y así saldaba todas sus deudas con la Virgen en la primavera, acaso en el verano, cuando los caminos eran ya familiares y el calor y el buen clima eran un amigo más del buen Arturo.
Pero hubo un día que en la capilla, y muy cerca de la Virgen, apareció el cadáver del buen hombre. Y con Artu­ro, bien guardada, se encontraba su libreta de cuentas. Allí podía leerse: «Estoy en paz con la Virgen»[1].

Leyenda religiosa

0.100.3 anonimo (asturias) - 010



[1] Informaciones de Virginia Fernéndez Otero (1872-1967); cfr. MAR­TÍNEZ, E., Leyendas del Nalón, pp. 104-105.

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