En Tiraña la leyenda se buscó larga mansión. Cerrando
los ojos o abriendo el corazón de verdad y de par en par, acaso nos sería
posible rastrear también hoy en los hombres de Tiraña algo de esto. La dura
realidad, el trasiego de tantos días iguales en los que se hallan metidos son
indicio inequívoco de que la leyenda pasó por Tiraña y queda de ella un
imborrable reguero allí. Y podríamos acumular más datos, porque ¿qué son más
que recuerdo y antigüedad, brote y síntoma legendario, esas manos asustadas de
los labriegos o el color tibio y entrebenigno de las mozas, duras y tersas
como manzanas? Hombres nudosos y recios son los de Tiraña, que se echan la
imaginación a un lado y dan cara a la vida sólo con el corazón y los brazos,
sin poder decir cuál de los dos lleva la mejor parte.
Y al lado de los hombres están los santuarios. Y por
entre las grietas y los muros de los ermitorios brota siempre, inacabable, el
olor de la leyenda. Como brota de los hombres sin éstos saberlo; porque es
cierto que el campesino de Tiraña lleva entre alma y piel, creciendo siempre,
reviviendo siempre constelaciones de acaeceres antiguos, lejanísimos, que muchas veces viven en él sin él quererlo e incluso a su disgusto.
Un santuario es grandemente celebrado en los términos
de Tiraña: el de Nuestra Señora de Cortina.
A este santuario se ha unido para siempre la figura de
un pobre a quien todos los campesinos querían. Se llamaba Arturo; era cojo,
usaba pata de palo; además, viejo y sin familia. Su nombre suena hoy al lado
del nombre de Nuestra Señora de Cortina, y seguirá para siempre porque puede
decirse que lo que la leyenda unió no ha de separarlo el hombre.
Arturo pedía limosna y pasaba días y noches en
soledad. Las gentes le daban borona y castañas con leche. Pero llegaba el frío
y la dureza de las noches negras, cuando el camino de siempre y familiar se
hace extraño, irreconocible; y llegaba después la nieve. Era, entonces, cuando
los alimentos no alcanzaban y entraba en escena el hambre. Tampoco era
suficiente el amor y la bondad de los vecinos porque eran pobres y, aunque es
duro decirlo, en tales casos la bondad no alcanza tampoco.
A corta distancia se hallaba la ermita de la Virgen de Cortina. Por el
suelo estaban las limosnas de los devotos de todos los contornos. Arturo acudía
a la Virgen y
hablaba con ella. Y le pedía limosna a la Señora. Escrupulosa
era la contabilidad que llevaba, y así saldaba todas sus deudas con la Virgen en la primavera,
acaso en el verano, cuando los caminos eran ya familiares y el calor y el buen
clima eran un amigo más del buen Arturo.
Pero hubo un día que en la capilla, y muy cerca de la Virgen , apareció el cadáver
del buen hombre. Y con Arturo, bien guardada, se encontraba su libreta de
cuentas. Allí podía leerse: «Estoy en paz con la Virgen »[1].
Leyenda religiosa
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] Informaciones de Virginia
Fernéndez Otero (1872-1967); cfr. MARTÍNEZ, E., Leyendas del Nalón, pp. 104-105.
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