La historia del Cristo de Candás tiene una acendrada,
una jugosa y una profunda asturianía. Como bien dijo José Francés[1],
asturianía marinera y creyente que fue colgando años y años las paredes del santuario
de exvotos iconográficos, testimonio de la gratitud de labriegos, pescadores,
emigrantes, soldados...
Entre todos estos testimonios de gratitud sobresalen
los de las gentes de mar. Porque el Cristo de Candás supo de angustias y
zozobras y llegó a Candás flotando sobre las olas, con largueza, abundó sus
milagros en sus antiguos compañeros.
Ajena al resto del mundo, en una enramada, junto al
mar, estaba una joven pareja: un muchacho de gallarda presencia y la joven más
dulce y suave que se pueda imaginar. El sol de la atardecida brillaba
maravillosamente, ocultando el rubor de las mejillas de la niña.
Era Elvira, hija de un opulento noble candasín; y la
pretendía, como todos los mozos, Diego, con un amor salvaje, amargado por los
celos. Las privaciones y los pesares de la infancia habían cincelado en Diego
un carácter desconfiado y huraño, y como se conformaba con aquello que
conseguía por sus propios medios, no le era fácil creer que alguien pudiera
profesarle mayor estima por propia iniciativa. Ansiosamente hubiera deseado a
Elvira por compañera de toda su vida; pero el solo hecho de saber que Jacobo,
su mejor amigo, el más recio, apuesto y aguerrido marinero de Candás, aspiraba
a su mano le hizo desistir de su propósito, pues de ninguna manera hubiera
querido hacer el ridículo ante un superior suyo. Elvira te huía y le temía, y
nada se atrevió a decir a Jacobo, pues le horrorizaba una reyerta. Pero, a cada
desaire, a Elvira le parecía entrever un mundo de amenazas en los ojos del
marinero.
Como tantos otros, aquel día los amigos se habían
hecho a la mar en su barca. Como otros muchos también, Elvira esperaba en el
acantilado. El puerto de Candás tenía en aquella jornada un acento viril, una
arrogancia amarga y un fatalismo ondulante. ' -Qué había ocurrido? La verdad
quedó enterrada en el corazón de Diego, que contó que Jacobo se había ahogado.
La incertidumbre corrió por todos los rostros marineros de Candás; por temor,
faltos de pruebas, nadie se atrevió a condenarle. Desde entonces, Elvira, el
rostro olvidado de la sonrisa, inmovilizada como en piedra, no quiso abandonar
el acantilado, esperando siempre al amado que no volvería más.
En una de aquellas interminables tardes, la
desconsolada joven vio un bulto oscuro que flotaba en las oleosas aguas. Al
reclamo de sus gritos, las lanchas se hicieron a la mar. Se trataba de una
imagen de Jesús toscamente labrada, de saliente costillar bajo la piel
ennegrecida, pero con una mirada densa y amorosa. Curiosos y emocionados,
todos la rodearon. Aquel Cristo era el único testigo del día en que Diego
volvió solo de su jornada marinera. Incrédulo y remolón también él se acercó
al Cristo moreno y huesudo, que le miró profundamente. Retrocedió.
Voces y gritos en la playa de Candás. Un hombre, postrado
en tierra, ronco y enloquecido ante la imagen del Crucificado, se da golpes de
pecho al tiempo que solicita confesión. Las gentes marineras de Candás le han
oído musitar:
-Yo fui. ¡Él me acusa! ¡Perdón, perdón!
Así llegó a Asturias el milagroso Cristo de Candás, el
Cristo marinero que por siglos, desde su devoto camarín, atendió a las súplicas
de los vientos y escuchó las súplicas humanas en el fragor de tormentas y
galernas; el mismo Cristo que otro día, para nosotros aciago, desciñó el faldellín
de terciopelo y desclavijó sus brazos y se lanzó de nuevo a la mar para avivar
la fe de los incrédulos y para recompensar el fervor de los creyentes
marineros [2].
Leyenda marinera
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] FRANCÉS. J., Madre Asturias,
Madrid 1945, p. 179.
[2] Datos proporcionados por
Marino Busto, cronista oficial de Carreño. Cfr. BELLMUNT', O., y CANELLA, F., Asturias, T. III, Gijón 1900, pp.
217-218; BRIONES, G., Paisajes
Asturianos. El Cristo de Candás, en C, núm. 30, Covadonga 1923, pp.
113-114; Ibíd., pp. 116-117; BUSTO,
M., y GARCIA, B., Noticias históricas del
concejo de Carreño, Oviedo 1948, pp. 23-24; GONZÁLEZ SOLIS, P., Memorias Asturianas, Madrid 1890, p.
384.
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