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miércoles, 19 de diciembre de 2012

El castillo de tudela

Hace muchísimos años, tantos que no hay meollo que guarde fecha aproximada, hubo en el castillo de Tudela una joven prudente y hacendosa, a más de otras prendas y de su rara belleza. Era fama que había cautivado a cien hidalgos,

«con su tez fina y brillante,
cual pétalo de azucena».

Su padre, Ares de Tudela, era modelo de caballerosidad. Siempre las puertas del castillo estaban abiertas a la necesi­dad, al dolor y a la hospitalidad. A pesar de sus muchos años, el noble aún practicaba la caza, en cuyo arte había sido muy diestro.
Descansaba el venerable anciano, tras una jornada peno­sa de caza, acompañado de su hija, en el salón del castillo, junto a un fuego saltarín y reconfortante. Un fuerte aldabo­nazo retumbó por la estancia. Al rato, un servidor se acercó para decirle que un moro, perdido en la niebla, pedía asilo por una noche.
-Hacedle pasar.y preparadle mantel y lecho -ordenó el anciano.
Se resistía el criado, argumentando que se trataba de un moro.
-Sea cristiano o moro, es para mí un deber sagrado dar posada a quien la suplica. Traédmelo acá.
Era el árabe un joven apuesto. Su conversación, alegre, chis-peante, hizo de la velada un suspiro. Por varias veces solicitó permiso para retirarse y por otras tantas fue deteni­do por la joven hidalga, visiblemente nerviosa. Para el día siguiente invitó el caste-llano a participar en una cacería de osos al agradable joven.
Aunque gélida, la mañana vaticinaba una buena jornada; los nobles de la comarca, que también habían sido invita­dos, ocuparon sus posiciones. Cuando el oso salió de su guarida fue a tropezar con el señor de Tudela, que arremete fuertemente contra la pieza; la mala fortuna, sumada a los muchos años, dejaron maltrecho al noble.
Trasladado con premura al castillo, los muchos desvelos Y atenciones de su hija y de la servidumbre no lograron aliviar males y heridas. Sabedor de su cercano fin, llamó el anciano a su hija y le hizo jurar que nunca abandonaría ni su fe ni su patria. Así se lo prometió la joven, con el corazón hecho susto.
Llevaba don Ares varios días en el sepulcro cuando el moro confesó a la joven su propósito de partir al día si­guiente. En breve conversación ambos se confesaron su amor, tomando el acuerdo de marchar juntos.
Sin que nadie pudiera explicárselo, aquella misma noche, cuando los enamorados ultimaban sus preparativos de mar­cha, un pavoroso incendio se desencadenó en el castillo. Los criados corrieron despavoridos; deshecho en el fuego, el puente levadizo había caído en el foso. Sólo quedaba una salida secreta, a la que se dirigieron los enamorados. Mas, flanqueando la puerta, allí estaba el castellano de Tudela, blandiendo la espada al aire, dispuesto a vengar el honor de su sangre.
Nadie salió con vida. De aquellos muros, otrora mansión de hospitalidad y perdonanza, sólo quedó un montón infor­me de piedras [1].

 Leyenda historica


 0.100.3 anonimo (asturias) - 010




[1] Las ruinas del castillo De Tudela, muy bien documentado, son filón importante de leyendas, tal vez por haber sido principal cuartel del inquie­to Gonzalo Peláez; vide FLORIANO, A. C., Estudios de Historia de Asturias, Oviedo 1962, pp. 162-164. Distinta versión, muy repetida en los últimos tiempos, es la que recoge Nicolás Castor Caunedo e incluye BELLMUNT, O., y CANELLA, F., Asturias, T. I, Gijón 1895, pp. 361-363; también, GARCÍA MIÑOR, A., La leyenda de Adosinda, en «La Voz de Asturias», 28 de noviembre de 1971.

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