El nombre de Tiraña tiene sabor viejo a historia.
Antes de 1826, las parroquias de Tiraña, Entralgo y Villoria constituían cotos
independientes llamados señoríos. En la actualidad, en Tiraña se conserva el
nombre de «palacio», que inspira todavía recelo a los naturales de la comarca.
Es una modesta casa que está a medio kilómetro de la iglesia parroquial y en
dirección a Pola de Laviana.
Aquí comienza la historia.
El Coto de Tiraña perteneció a los Álvarez de las Asturias.
Hubo uno de ellos, desalmado, señor de horca y cuchillo, que gozaba del favor
real. El tal conde, que ejercía el derecho de pernada, por supuesto, y que,
además de esto, emparedaba a toda moza que se resistiera a sus caprichos, dio
en matar de hambre y miseria a todos sus vasallos. A otros mató de verdad y con
sacrilegio, como al cura, por la razón de que éste había comenzado la misa
antes de haber llegado él de la caza. El conde mató en el mismo altar y por la
espalda al sacerdote.
El suceso llegó a oídos del rey, quien obligó al conde
a destruir y después reedificar más esplendorosamente el templo profanado. Un
manuscrito datado en 1797 habla de la intervención del tribunal eclesiástico
que condena al conde a levantar la iglesia, dejando fuera de ella el sitio
manchado por la sangre del sacerdote, y a perder el derecho de presentación de
aquel beneficio curado.
A las crueldades del conde se sumaban los caprichos.
En un pueblo, también de la parroquia de Tiraña, llamado Paniceres, había una
panera con relieves de cabezas de árabes. Se encaprichó con las tallas y mandó
a buscar la panera; los vecinos bien pertrechados con los aperos de labranza
lo impidieron.
Cuéntase, también, cómo habiendo caído, cierto día, en
el pozo de Funeres, situado en Peñamayor, próximo a la majada que aún lleva el
nombre de «Mayaín del Conde», una vaca, la mejor de sus ganados, y que llevaba
al cuello un collar de plata con un cencerro de oro, ordenó el conde que bajase
al fondo del pozo, atado con una cuerda, uno de sus criados para recuperar el
collar perdido.
Y bajó un criado. Al subir con el collar y cuando ya
estaba casi arriba se le oyó gritar con desesperación: «Dejadme caer, porque
son tantos los bichos y gafuras que me acompañan que bastarían para emponzoñar
a toda la parroquia de Tiraña». Los que sostenían la cuerda le dejaron hundirse
y huyeron despavoridos del sitio aquel.
Y hubo un vecino de Paniceres, siervo también del
conde, que pasó a Castilla en busca del rey para acusar y denunciar los
desmanes del tirano. Al postrarse ante el rey le cayeron del zurrón, o acaso
dejó intencionadamente caer, unos panecillos negros y duros. El monarca, al oír
el ruido, exclamó:
-¡Muy mal pan tenéis en vuestra tierra!
-¡Este que nos dejara comer en paz el conde! -contestó
el labriego con tono de sentencia.
Enteróse el rey de los desmanes del conde e hizo
promesa al buen campesino de ponerles remedio.
Y con la muerte del conde nos llega la moraleja. Menguados
por el rey sus derechos y poderes y acosado por duros remordimientos, murió el
conde sin querer, ni aun en tal trance, poner en su boca una plegaria o en su
alma un asomo de arrepentimiento. Murió como vivió, y aquí está la moraleja. Su
cadáver, al ser trasladado a Oviedo al panteón familiar, fue arrebatado por una
bandada de cuervos en el lugar denominado desde entonces Peñacorvera, próximo
al límite del coto. Se asegura que, al día siguiente de haber sido arrebatado
por los cuervos el cuerpo del conde, se vio a su perro de caza favorito
merodear durante muchas horas alrededor del pozo de Funeres, aullando sin
cesar, hasta que, por fin, se arrojó al fondo. Era este perro el único ser
hacia el cual el conde mostraba simpatía.
De principio, y entrando en sencilla consideración,
cabe delimitar, sin aventurarse demasiado, sin embarcarse en descabelladas
conjeturas, qué pertenece a la historia y cuánto es tributo de leyenda. Porque
si en otros casos resulta imposible destrenzar los nombres verdaderos o bien
los falsos, aquí todo parece diferenciado ya y a flor de piel. Nada, en efecto,
tiene de extraño la realidad de un conde como el reseñado que fuerza mozas y
sacrifica criados. La muerte del cura no desentona de otros sucesos paralelos
acaecidos en tales o anteriores fechas y que son también fruto de la irritabilidad
de estos grandes señores. Veamos dos ejemplos.
Antes del siglo XV la villa de Boal pertenecía a la
parroquia de Prelo, cuya provisión canónica correspondía a la Casa de la Uz. Eran sus dueños, de
apellido Miranda, al igual que el conde de Tiraña, señores de horca y cuchillo.
En la amanecida de un domingo, no sin antes dejar ordenado al cura que
aguardase su regreso para la santa misa, salieron de cacería. A instancias de
los feligreses, ante la larga espera, el sacerdote celebra la misa. Llega uno
de los señores de la Uz
y, al verse desobedecido, monta en cólera y descarga su escopeta sobre el
sacerdote que cayó muerto sobre las gradas del altar.
Tres cuartos de lo mismo le acontece, a mediados del
siglo XVI, a Bartolomé Felipe de Marines, regidor de Oviedo y alférez mayor
perpetuo de Sariego que, ofendido en su honra por el cura de Peñaflor, ciego de
ira, lo asesina al pie del altar.
Nada de extraño hay, por tanto, en el relato del conde
de Tiraña. La leyenda comienza a su muerte. Precisamente porque es lógico que
el pueblo crea un castigo y un escarmiento para quien en vida no lo tuvo.
La leyenda se inicia con la aparición de los cuervos
que arrebatan el cadáver. La presencia del perro fiel tiene un doble sentido.
Precisamente porque es, el tal perro, el único ser hacia el que el conde
derramó simpatía. Por otra parte, el detalle del perro que vaga y aúlla es
recurso en este género de relatos. En nuestro caso, el perro se lanza al pozo
Funeres, enlazándose entonces la leyenda con el relato de la caída de la vaca
con collar de plata.
En torno al pozo Funeres, la leyenda es fértil y
variada. Afirman muchos que fue allí donde los árabes escondían sus tesoros.
Con frecuencia se afirma que el pozo no tiene fin, pues es sencillamente la
entrada a los infiernos. Ciertamente, los relatos sobre pozos en los que se
arroja una piedra y no se la oye caer pueden contarse por millares. La creencia
de que es una puerta del infierno guarda relación con la opinión de quienes
narran que el cuerpo del conde fue arrojado por los cuervos en el pozo Funeres.
¿Qué es aquí lo añadido? ¿Qué constituye, en todo
caso, base sólida sobre la que se edificó la leyenda? No es fin principal de
estas líneas llegar a delimitar tales cosas. Baste con apuntar que la versión
más generalizada habla de un pozo en el que hay repugnantes alimañas. José
María Jove y Canella habla de una novilla que cayó en él; su dueño bajó a
buscarla; a poco del descenso dijo: « Soltaime, porque tantes gafures tengo
que, si salgo con elles, emponzoñaría al mundu enteru».
Estamos ante una variante de la leyenda del conde. Variante
que acaso goza de más visos de probabilidad. Con todo, no puede negarse que el
pozo Funeres debe, por completo, su fama a la leyenda del conde de Tiraña. El
volver a hablar del pozo, en nuestro caso, arrojando en él el cuerpo del conde,
al fin de la leyenda es, con posibilidad, recurso y complicación de trama
dentro de la leyenda y parte menos espontánea y natural que la de la vaca con
collar de plata dentro del relato.
De nada serviría decir que la restauración de la
iglesia, llevada a cabo y forzosamente por el conde, el altar mayor fue
dedicado a San Pedro, y añadir que así sigue en la actualidad. De nada
serviría esto para probar que todo ello fue, en un principio, verdad. De sobra
sabemos que es más frecuente inventar un pasado para ensalzar lo presente.
No son pocos los que distribuyen los hechos aquí
expuestos entre varios condes. Acaso estén movidos únicamente por el afán de
repartir las culpas y la carga con el fin de que se cumpla lo de «tocar a
menos». Con certeza casi completa puede decirse que los sucesos relatados
pertenecen a una misma y única persona, a un único y mismo conde de Tiraña [1].
Leyenda historica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] Como principales
informadores consignamos los nombres de Virginia Fernández Otero, Aquilino
Fernández Vareta, Albino Suárez Cortina y Honorio Pañeda; vide MARTÍNEZ, E., Leyendas del Nalón, pp. 100-104; de
forma fragmentada, también figura en: BELLMUNT, O., y CANELLA, F., Asturias, T. II, Gijón 1897, pp. 51-52;
JOVE Y CANELLA, J. M., Topografía médica
de Laviana, Madrid 1927, pp. 97-98; GARCÍA DE DIEGO, V., o.c., pp. 279-280,
288-289.
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