Todos, nobles y pecheros, todo el condado estaba de
acuerdo: la más hermosa doncella en veinte leguas a la redonda era la muy
noble Florinda, hija del anciano conde de Peñalba. Cabellos rubios como espigas
maduradas por el sol estival, ojos verdes y carnación blanca como las flores de
manzano. Todos los nobles caballeros de las proximidades suspiraban por su
amor. Ninguno de ellos, sin embargo, logró ganarse la simpatía de la muchacha.
De sus visitas al castillo todos se volvían melancólicos, tristes, abrumados de
la impertinente indiferencia de la doncella.
-¿Quieres renunciar de las alegrías y dulzuras del
matrimonio? -le preguntaba su padre. Yo soy viejo y...
-No, señor -respondió ella, pero sólo me casaré con un
hombre que sea hermoso, rico, fuerte, príncipe o rey.
-En amor, hija mía, más vale ternura que riqueza -apostilló
el anciano.
Una tarde, cuando ya el sol veraniego doraba las
altivas almenas del castillo, llegó un gentil mancebo, vestido de rojo y
cabalgando sobre negro y fogoso potro. Dijo ser un poderoso señor que, desde
lejanas tierras, venía atraído por la fama de la belleza de la condesa de
Peñalba.
En el castillo era un día de gran fiesta. Para
festejar la llegada del noble viajero celebróse aquella noche un suntuoso
banquete, donde no faltaron alagadores trovadores y juglares.
A la vista del gallardo desconocido sintió Florinda
nacer en su corazón, frío y orgulloso, un sentimiento nuevo, algo de ardoroso
que le oprimía el pecho y hacía violentamente latir sus sienes.
La estancia del misterioso huésped se prolongaba. En
el castillo de Fontalba sucedíanse los festines y las cacerías. El caballero
vestido de rojo era como el polo magnético que todo lo atraía. Una noche el
desconocido se acercó a la joven y le dijo:
-A media noche vendréis a la orilla del río; os espero
en el robledal.
-Iré, señor; a las doce en punto allí estaré.
La joven llegó puntual. Llena de emoción susurró al
rojo caballero:
-Heme aquí; ¿qué me queréis?
-Deciros que os amo y que os quiero como reina y señora.
-Señor, os adoro.
-Pues seguidme.
-¿Y mi padre?
-Seguidme, os digo; un trono os aguarda. Venid, venid
a recibir la corona que os tengo dispuesta.
Un relincho estremeció el silencio de la noche; era el
caballo negro que, como por encantamiento, acababa de llegar.
El extraño caballero montó y tendió sus brazos a
Florinda.
-¿Seré reina?
-Sí, lo serás. Fe de Satán.
Y tomándola bruscamente la sentó en las grupas del caballo.
Una nube estruendosa y espesa los envolvió.
Desde entonces nunca más se supo de la hermosa Florinda
ni del rojo caballero. Y cuando en la anchurosa sala de castillo, no pudiendo
reprimir la angustia de su corazón, el anciano conde de Fontalba daba rienda a
alguna lamentación, una carcajada burlona y siniestra le respondía. Sólo podía
acallarla la intervención de la
Cruz.
No hay memoria hoy en Fontalba del lugar que ocupó el
castillo; quedan, sin embargo, hilos y retazos de la leyenda de una joven, tan
rica como hermosa que, fría y orgullosa, desoyendo los consejos de su padre, se
enredó en la sugestión de un joven diablo y marchó a tierras lejanas para ser
reina[1].
Leyenda mitologica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] Recogimos la ley leyenda en
San Félix, Tineo, el 22 de julio de 1969. Nos la contaron Manuel Rodríguez, de la Piñera , y Fidel Fernández,
de San Facundo.
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