Sol salió de caza. En la floresta encontró un nido con
dos papagayos tan pequeños que apenas podían volar; sacándolos del nido, los
llevó con él para criarlos. Eligió para sí el papagayo de plumas verdes más hermosas
y regaló el otro a Luna [i],
su compañero.
Los dos amigos alimentaban a los papagayos y se
entretenían jugando con ellos. Extendían su dedo hacia las aves y también les
enseñaban a hablar.
Pasaba el tiempo. Los papagayos crecieron y
aprendieron a hablar como la gente, hasta que cierto día uno de ellos dijo al
otro:
Estoy apenadísimo por nuestro pobre padre. Regresa
cansado de sus cacerías y debe preparar su comida y la nuestra, sin poder descansar;
ayudémosle, y así podrá reposar a su regreso.
Instantáneamente, los dos papagayos se convirtieron en
dos muchachas. Comenzaron a preparar el almuerzo, y mientras una trabajaba, la
otra vigilaba la entrada por si alguien llegaba de sorpresa, y poder avisar, si
así ocurría, a su compañera para que ambas se volvieran de nuevo papagayos.
Al caer la tarde, Sol y Luna retornaron a la casa. A
cierta distancia escucharon un ruido: pum-pum-pum... Sol acercó la oreja a la
tierra y dijo al compañero:
-Parece que llega un animal grande como nunca hemos
visto; viene trotando por ahí. ¡Marchemos rápidos!
A medida que se aproximaban a la casa, el pum-pum de
las pisadas iba en aumento.
-¡No creo que sea animal! -dijo Luna. Parece golpe de
mortero pisando maíz.
-Es cierto -dijo Sol. Y lo más raro es que el ruido
viene de nuestra casa. Veamos quién está allí.
Cuando se hallaban a pocos pasos de la puerta de
entrada, cesaron los golpes en el mortero.
Al entrar no vieron a nadie. Revolvieron todo: las
cestas y hasta las brasas fueron removidas en busca de quién había preparado el
almuerzo, cuando, de repente, se encontraron con los dos papagayos, que, como
de costumbre, estaban aferrados a una viga de madera, con los ojos muy abiertos
y el pescuezo estirado para ver mejor.
No había nadie más.
-¿Serían los papagayos? -comentó Luna riendo. Y
agregó: ¡Qué tontería! ¡El papagayo no sabe hacer nada!
-Ni aunque quisiese podría -dijo Sol. ¡Ah!... ¡Mira! ¡Por
aquí anduvo gente!...
Examinaron las pisadas humanas en el suelo de tierra.
El misterio mayor era que las pisadas terminaban allí mismo; dentro de la
casa, y que afuera no había rastro alguno.
Al día siguiente sucedió lo mismo. Sol y Luna
escucharon, al volver de la cacería, el ruido del mortero donde se molía el
maíz: pum-pum-pum.
Vuelta a buscar como en la tarde anterior. Encontraron
de nuevo las pisadas, sin rastro alguno de gente. Examinaron todo; buscaron,
y... ¡nada! Solamente los papagayos agarrados a la viga, mirándolos como si
nada hubiese ocurrido.
Diariamente sucedió lo mismo. Cuando los dos
compañeros se aproximaban a la casa, escuchaban el pum-pum-pum del mortero
moliendo el maíz; pero al acercarse, todo igual: la comida lista, las huellas
en el piso de tierra... y ¡nadie en la casa! Finalmente, Sol, cada vez más
intrigado, dijo a su amigo Luna:
-Lo mejor será simular que vamos de caza. Escondámonos
en el matorral y quedémonos a un costado de la casa. Cuando escuchemos el ruido
en el mortero, entraremos corriendo: yo, por la puerta de enfrente, y tú, por
la del fondo.
Simularon ir de cacería. Llevaron sus arcos y sus
flechas, dieron una vuelta por el matorral y regresaron al mismo sitio, por el
fondo, escondiéndose entre los árboles del patio.
Al poco rato escucharon voces y risas procedentes de
la casa, y luego el pum-pum del mortero donde se molía el maíz. En el mismo
instante, Sol entró corriendo por la puerta de enfrente, y Luna, por la de
atrás. Allí se encontraron con las dos muchachas, que al verse descubiertas,
sin pronunciar palabra, bajaron la cabeza y se sentaron, quietecitas.
Sol y Luna nunca habían visto muchachas tan bonitas
como aquellas. Tenían la piel morena clara y los cabellos negros, lisos y
lustrosos, tan largos que les llegaban a los tobillos.
Luna quiso hablar con ellas, pero Sol se lo impidió
con un movimiento de la mano, pues el quería decir algo primero. Dirigiéndose
a la que le parecía más hermosa, preguntó:
-¿Así que las dos nos preparaban la comida
diariamente? ¿De dónde venís?
-Estábamos apenados de veros trabajar y tener además
que cocinar al regreso y hacer todo lo demás... Por eso nos transformamos en
seres humanos, y decidimos preparar la comida. Pero ahora...
-¡Ahora quedaos así, como personas! -dijo Sol,
radiante de satisfacción.
La muchacha respondió, sin levantar la cabeza:
Decidan con
cuál de las dos se quieren casar.
Sol respondió sin pestañear.
-Yo me caso contigo.
La muchacha, que había sido antes el papagayo de Sol,
exclamó riendo:
-¡Me has elegido por segunda vez!
Luna, compañero de Sol, se dirigió a la otra:
-¡Yo, contigo!
Se casaron y hasta hoy viven muy felices allá, en la
casa de ambos. Dicen que por ser la casa pequeña para los cuatro, decidieron
turnarse. Sol y su esposa ocupan la casa durante la noche, para dormir, y
Luna, con la suya, la ocupan durante el día. Por eso Luna no duerme de noche y
vaga dejando pasar las horas, para llegar a casa cuando su compañero Sol se
prepara para salir de caza con su arco y sus flechas.
0.020. anonimo (brasil) - 010
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