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lunes, 3 de diciembre de 2012

Ciucí

Un joven indio se hallaba pescando a la orilla de un río, subido a un árbol, cuando escuchó una voz que le llamaba:
-¡Venid acá, nieto! ¡Tengo peces para daros; no necesitáis pescar más!
El muchacho trató de ver quién le ha­blaba y se encontró con una vieja muy fea que estaba allí, bajo el árbol. Era Ciucí, a quien todos conocían pcirque era muy go­losa y comía todo lo que más o menos servía para la alimentación: jabalíes, capibaras, venados, tigres, monos, osos hormigueros, ar­madillos, serpientes, peces, pájaros, frutas, raíces, lagartos y, del mismo modo, también gente.
Ciucí pescaba a la orilla del río, y cada vez que tiraba de la red tomaba a los peces por la cola y los engullía vivos, con cabeza, tripas y aletas, sin escupir ni las escamas. Luego de haber devorado veintitantos pes­cados, vio a un muchacho que se movía dentro del agua. Al instante arrojó la red para atraparle, pero en realidad era la som­bra del joven que se reflejaba en el agua. A pesar de su corta vista, luego de tirar varias veces la red, tuvo sospechas de lo que se trataba y miró hacia arriba. Vio al muchacho sentado en una rama y le ofreció peces para atraerlo. Al verla tan fea, el muchacho sos­pechó algo. Haciendo un gran esfuerzo para sonreír, la vieja replegó los labios en un gesto horrible que le asustó.
El le respondió que no bajaría del árbol; estaba muy bien allí, y ya había pescado suficientes peces, de modo que no necesitaba más, y le daba las gracias.
La vieja insistió, esta vez con tono autori­tario, para que descen-diese del árbol y fuera a buscar los pescados que le ofrecía. El mu­chacho no le contestó siquiera y trató de subir hasta las ramas más altas.
Ciucí se enojó al verle subir, murmurando palabras ininteligibles.
«Esta vieja es hechicera -pensó el mucha­cho. Debe de estar pensando en alguna maldad.»
Era verdad. Al rato, Ciucí envió un en­jambre de avispas para que lo atacaran. El joven indio se defendió como pudo, atacando a las avispas con una rama que arrancó del árbol; mató a algunas y espantó a las restantes.
Ciucí torció el rostro de rabia y se puso a murmurar otra vez.
El indio escuchó atentamente para oír lo que decía, pero no consiguió entender una sola palabra. Pensó:
«La vieja está planeando otra perfidia peor que la de las avispas.»
Quiso bajar del árbol y huir corriendo lo más rápido que pudiera; mas, pensando me­jor, advirtió que era eso precisamente lo que la vieja quería que hiciese para, atraparlo. Lo mejor sería estar atento ante lo que pudiera suceder.
Al rato escuchó un ruido que poco a poco fue creciendo; parecía la suma de muchos pequeños estallidos. El bien sabía de qué se trataba y quedó paralizado por el terror al ver un ejército de hormigas enviado por Ciucí y que iba subiendo por el tronco del árbol. Eran tantas que en seguida vio la im­posibilidad de defenderse. Eran unas hor­migas armadas de espolón, como las avispas. Su picadura es dolorosa; mejor ni pensar lo que puede ocurrir tratándose de un ejército entero.
El muchacho miró haFia el río midiendo la altura para tirarse, pero abajo estaba Ciucí con la red lista para arrojarla al agua en el momento en que él saltase.
Las hormigas subían velozmente: ya al­canzaban la rama donde se hallaba el mu­chacho, y este iba retrocediendo poco a poco, al mismo tiempo que otras divisiones se apro­ximaban. Reflexionó: «No hay nada que hacer sino arrojarse al agua, lo más lejos po­sible de la vieja.»
Preparó el salto.
¡Plaf!
Pensó que había caído lejos, pero al in­tentar nadar se vio preso en las mallas de la red. Debatióse en vano; gritó, procuró liberarse y nada consiguió.
Ciucí lo sacó del agua, suspendiéndole sobre sus hombros, y lo llevó a su casa. Por el camino, el muchacho no cesó de dar pun­tapiés hasta que la vieja lo amenazó con una lluvia de palos si no se quedaba quieto.
La hechicera anduvo el día entero car­gándolo a sus hombros. Al llegar a su casa, ya anochecido, lo dejó en el patio, bien atado dentro de la red, y fue a buscar leña en el matorral. Al verla alejarse, el muchacho gritó pidiendo socorro con la esperanza de que alguien apareciera para salvarlo.
La vieja Ciucí tenía una hija, que a esa hora dormía. La joven despertó ante los gri­tos del muchacho y silió al patio a ver de qué se trataba. Viendo al hermoso indio su­plicándole que lo salvase, se conmovió y le dejó libre. Para engañar a su madre, puso dentro de la red un mortero untado con cera de abejas y recomendó al joven:
-Huid lo más pronto que podáis. Mi madre no tardará en volver, y cuando com­prenda el engaño os perseguirá. Cuando oigáis gritar: «¡Can-can-can-can!», escon­déos, pues significa que mi madre está cerca. Llevaos estos cestos, y si conseguís esconde­ros en lugar seguro, arrojad uno cada vez por donde ella venga, a medida que sea necesario.
La joven le entregó los cestos, uno dentro del otro. El muchacho salió corriendo, y la hija de la hechicera se metió de nuevo en la hamaca y simuló dormir cuando llegó la madre.
La vieja trajo un gran haz de leña y en­cendió una hoguera en el patio. Tomó la embiara -palabra que en la región designa cualquier presa de caza o pesca, en este caso el muchacho- y la arrojó, con red y todo, en la hoguera. Se extrañó de no escuchar grito alguno; pero como la hoguera chisporro­teaba y segregaba un agua espesa en medio del fuego, la vieja no sospechó nada.
Pero pronto notó olor a miel de abejas; entonces advirtió las artimañas de la hija, y sin esperar más salió en persecución del mu­chacho. Este se había adelantado mucho y, creyéndose a salvo, se detuvo a saborear unas frutas dulces. No tardó en oír:
-¡Can-can-can-can !
El muchacho escuchó el grito ya próximo y, recordando la recomendación de la hija de la hechicera, echó a correr; pero cuanto más corría, le parecía oír más cerca:
¡Can-can-can-can!
La vieja se hallaba a unos veinte metros de distancia cuando el muchacho le arrojó el primer cesto. Al caer en tierra, frente a la hechicera, el cesto se transformó en un ja­balí, que ella tomó y devoró al instante. Aún no había terminado de limpiarse con el dorso de la mano la grasa que se le escurría por la mandíbula, cuando partió nuevamente en persecución del indiecito.
Este, al advertir que la vieja estaba a punto de alcanzarlo, arrojó el segundo cesto, que se convirtió en una capibara [i]. La vieja se detuvo, tomó la capibara y la devoró con cuero y todo.
Al rato estaba de nuevo tras las huellas del muchacho.
  -¡Can-can-can-can-can!
El fugitivo le arrojó el tercer cestó, que al caer en tierra se transformó en un venado, que rápidamente echó a correr. La mujer, sin pérdida de tiempo, partió en su perse­cución y le alcanzó a los pocos metros. Lo devoró rápidamente, escupiendo apenas las astas y las pezuñas.
-iCan-can-can-can!
La vieja corría ahora con más rapidez. El muchacho ya estaba agotado de cansancio, mas el miedo que sentía de la vieja hechi­cera lo hizo pensar: «Necesito aguantar un poco más. Tal vez dentro de un momento se canse de perseguirme.»
-¡Can-can-can-can !
Restábanle apenas dos pequeños cestos: tiró el penúltimo al presentirla cerca. Apenás el cesto tocó tierra frente a la vieja, se trans­formó en un armadillo [ii], de esos que se repliegan sobre sí, quedando con el aspecto de una pelota.
La vieja, que a toda costa quería comer precisamente carne de ese animal, juntó al­gunas ramas secas y encendió una hoguera, y antes de que el armadillo acabase de desenrollarse al calor del fuego, se lo comió enterito, escupiendo, como la vez anterior, apenas el caparazón.
Entre tanto, el muchacho había avanzado bastante, pero estaba tan cansado que apenas podía tenerse de pie:
-¡Can-can-can-can!
La vieja estaba de nuevo sobre sus talones. La persecución duraba ya varias horas y el joven sentía hambre y sed, aunque sin poder detenerse para tomar agua siquiera. Se echó al suelo casi sin aliento, pero escuchó de nuevo los gritos:
-¡Can-can-can-can!
El muchacho hizo un esfuerzo supremo y arrojó el último cesto, que al tocar tierra se transformó en un ave mutum [iii] bien gordo. La vieja lo devoró con plumas y todo.
-¡Can-can-can-can !-oyó el muchacho otra vez.
No sabía qué hacer, cuando escuchó un ruido entre los ramajes y vio aparecer una bandada de monos. Les explicó lo que le sucedía y les pidió que lo ocultasen de la vieja.
Los monos, que detestaban a Ciucí, es­taban contentos de protegerlo, y lo escon­dieron en un gran pote de miel que habían robado.
-¡Can-can-can-can!
Al rato llegó la vieja, y buscando aquí y allí, dio con el pote de miel. Lo destapó, olió, olió, metió un dedo y lo chupó. Era miel, sin duda, con olor y gusto de miel; pero no era eso lo que quería, y para no per­der el rastro del fugitivo siguió adelante, siempre corriendo. Momentos después se es­cucharon sus gritos, distantes.
El muchacho salió del pote, enmielado hasta la raíz de los cabellos, feliz por haberse salvado. Los monos le ayudaron a limpiarse de la miel que lo cubría y le indicaron un camino que, según ellos, era desconocido para la vieja.
Anduvo. Anduvo. Anduvo.
Caía la madrugada, cuando escuchó:
-¡Can-can-can-can !
Era ella de nuevo.
En la mayor de las aflicciones, sin saber dónde esconderse, el indiecito vio a la ser­piente Surucucú [iv], enrollada a la salida de su cueva, y le pidió ayuda, refiriéndole lo suce­dido. Surucucú se dispuso a ayudarlo, y lo llevó hacia el fondo de la morada en que vivía, para esconderlo. Permaneció alli quieto esperando que la vieja pasase de largo, cuando escuchó que Surucucú decía a su compañera:
-Luego que la vieja se aleje, nos comeremos al muchacho.
La vieja llegó y preguntó si lo habían visto. Las serpientes negaron y la vieja se fue gri­tando:
-¡Can-can-can-can !
Apenas desapareció Ciucí, el muchacho salió corriendo y pidió auxilio al gavilán Acauán [v], devorador de serpientes, a quien le contó la peligrosa conversación que había escuchado. Acauán se escan-dalizó ante la falta de hospitalidad de las surucucús y decidió ayudarlo.
Voló encima de las serpientes, y de un pi­cotazo mató a una; con un segundo picotazo mató a la otra.
El perseguido partió de nuevo, luego de agradecer debidamente a Acauán. Prestan­do atención a su alrededor, abrigaba la es­peranza de que la bruja dejase de perseguirlo. Aguzaba los oídos sin escuchar nada. Final­mente, alcanzó la orilla de un gran lago lleno de plantas acuáticas: enormes victorias reglas [vi], con hojas de más de un metro de diámetro, abrían lentamente los pétalos se­dosos y, cerrando las corolas, se sumergían en el fondo de las aguas.
Aplacó la sed que lo atormentaba y se sentó en la orilla a descansar.
Al despertar de un buen sueño contempló una bandada de garzas azules [vii], que se posó cerca. Había una garza grande que dormi­taba sobre una sola pierna; a juzgar por el respeto con que las otras la trataban, parecía ser el cacique del grupo. Aproximóse a ella y le pidió que lo transportara a la margen opuesta del lago, ya que se encontraba per­seguido por la hechicera.
La garza se dispuso a ayudarlo a librarse de la vieja india, golosa como nadie.
El ave tomó su aturá, el gran cesto cilín­drico que los indios cargan, sostenido por una cinta de lianas trenzadas que pasan alre­dedor de la frente, e hizo que él se acomodase dentro, cargándolo luego en su espalda.
Levantó el vuelo, y era un hermoso es­pectáculo ver aquella gran garza azul, con las alas abiertas, llevando al joven en el cesto. Hasta los cocodrilos quedaron boquiabiertos de admiración.
La garza azul atravesó el lago y se posó en un árbol altísimo cuyas ramas parecían tocar el cielo. Allí dejó al muchacho, que sólo así consiguió librarse de la persecución de la malvada hechicera Ciucí.

0.020. anonimo (brasil) - 010



[i] Es el más grande de los roedores. Tiene un metro de largo; de color pardo. No tiene cola. Las orejas son peque­ñas. Vive cerca del agua y nada muy bien. Es herbívoro y gusta del arroz y del choclo, por lo que causa daños en las plantaciones.
[ii] En Brasil lo llaman tatú. Hay veintidós especies de este animal, que presenta el cuerpo recubierto de una co­raza compuesta de pequeñas placas duras. Los dedos ter­minan en garras afiladas, con las que se defiende muy bien. Excava galerías bajo tierra, en donde vive.
[iii] En Brasil se llama así a esta ave de la familia de los cracideos. Vive en los árboles, y sus plumas son negras con brillo metálico; la cresta es del mismo color. En los machos, el vientre es blanco, y en las hembras, de color amarillento.
[iv] Es la más temible de las serpientes de Brasil. La cola termina en la forma de una espina. Su color es amarillo sucio con manchas negras en forma de mosaicos, con pro­longaciones triangulares sobre los flancos. Tiene gran fuerza y su veneno es muy violento.
[v] Nombre que se da en Brasil a esta ave de rapiña, de la familia de los falconídeos. Hermoso gavilán de color cas­taño oscuro, con algunas plumas claras en la cola. Alimén­tase de serpientes.
[vi] Planta acuática de América. Pertenece a la familia de las ninfáceas. Tiene hojas enormes con los bordes vueltos hacia arriba.
[vii] Gran ave de plumaje azul, que en algunas partes puede ser de azul más intenso y en otras con tonalidades grisáceas. El pico es azul, pero las patas son negras. En el pescuezo mézclanse algunas plumas de color violeta o castaño.

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