Un joven indio se hallaba pescando a la orilla de un
río, subido a un árbol, cuando escuchó una voz que le llamaba:
-¡Venid acá, nieto! ¡Tengo peces para daros; no
necesitáis pescar más!
El muchacho trató de ver quién le hablaba y se
encontró con una vieja muy fea que estaba allí, bajo el árbol. Era Ciucí, a
quien todos conocían pcirque era muy golosa y comía todo lo que más o menos
servía para la alimentación: jabalíes, capibaras, venados, tigres, monos, osos
hormigueros, armadillos, serpientes, peces, pájaros, frutas, raíces, lagartos
y, del mismo modo, también gente.
Ciucí pescaba a la orilla del río, y cada vez que
tiraba de la red tomaba a los peces por la cola y los engullía vivos, con
cabeza, tripas y aletas, sin escupir ni las escamas. Luego de haber devorado
veintitantos pescados, vio a un muchacho que se movía dentro del agua. Al
instante arrojó la red para atraparle, pero en realidad era la sombra del
joven que se reflejaba en el agua. A pesar de su corta vista, luego de tirar
varias veces la red, tuvo sospechas de lo que se trataba y miró hacia arriba.
Vio al muchacho sentado en una rama y le ofreció peces para atraerlo. Al verla
tan fea, el muchacho sospechó algo. Haciendo un gran esfuerzo para sonreír, la
vieja replegó los labios en un gesto horrible que le asustó.
El le respondió que no bajaría del árbol; estaba muy
bien allí, y ya había pescado suficientes peces, de modo que no necesitaba más,
y le daba las gracias.
La vieja insistió, esta vez con tono autoritario,
para que descen-diese del árbol y fuera a buscar los pescados que le ofrecía.
El muchacho no le contestó siquiera y trató de subir hasta las ramas más
altas.
Ciucí se enojó al verle subir, murmurando palabras
ininteligibles.
«Esta vieja es hechicera -pensó el muchacho. Debe de
estar pensando en alguna maldad.»
Era verdad. Al rato, Ciucí envió un enjambre de
avispas para que lo atacaran. El joven indio se defendió como pudo, atacando a
las avispas con una rama que arrancó del árbol; mató a algunas y espantó a las
restantes.
Ciucí torció el rostro de rabia y se puso a murmurar
otra vez.
El indio escuchó atentamente para oír lo que decía,
pero no consiguió entender una sola palabra. Pensó:
«La vieja está planeando otra perfidia peor que la de
las avispas.»
Quiso bajar del árbol y huir corriendo lo más rápido
que pudiera; mas, pensando mejor, advirtió que era eso precisamente lo que la
vieja quería que hiciese para, atraparlo. Lo mejor sería estar atento ante lo
que pudiera suceder.
Al rato escuchó un ruido que poco a poco fue
creciendo; parecía la suma de muchos pequeños estallidos. El bien sabía de qué
se trataba y quedó paralizado por el terror al ver un ejército de hormigas
enviado por Ciucí y que iba subiendo por el tronco del árbol. Eran tantas que
en seguida vio la imposibilidad de defenderse. Eran unas hormigas armadas de
espolón, como las avispas. Su picadura es dolorosa; mejor ni pensar lo que
puede ocurrir tratándose de un ejército entero.
El muchacho miró haFia el río midiendo la altura para
tirarse, pero abajo estaba Ciucí con la red lista para arrojarla al agua en el
momento en que él saltase.
Las hormigas subían velozmente: ya alcanzaban la rama
donde se hallaba el muchacho, y este iba retrocediendo poco a poco, al mismo
tiempo que otras divisiones se aproximaban. Reflexionó: «No hay nada que hacer
sino arrojarse al agua, lo más lejos posible de la vieja.»
Preparó el salto.
¡Plaf!
Pensó que había caído lejos, pero al intentar nadar
se vio preso en las mallas de la red. Debatióse en vano; gritó, procuró
liberarse y nada consiguió.
Ciucí lo sacó del agua, suspendiéndole sobre sus
hombros, y lo llevó a su casa. Por el camino, el muchacho no cesó de dar puntapiés
hasta que la vieja lo amenazó con una lluvia de palos si no se quedaba quieto.
La hechicera anduvo el día entero cargándolo a sus
hombros. Al llegar a su casa, ya anochecido, lo dejó en el patio, bien atado
dentro de la red, y fue a buscar leña en el matorral. Al verla alejarse, el
muchacho gritó pidiendo socorro con la esperanza de que alguien apareciera para
salvarlo.
La vieja Ciucí tenía una hija, que a esa hora dormía.
La joven despertó ante los gritos del muchacho y silió al patio a ver de qué
se trataba. Viendo al hermoso indio suplicándole que lo salvase, se conmovió y
le dejó libre. Para engañar a su madre, puso dentro de la red un mortero untado
con cera de abejas y recomendó al joven:
-Huid lo más pronto que podáis. Mi madre no tardará en
volver, y cuando comprenda el engaño os perseguirá. Cuando oigáis gritar:
«¡Can-can-can-can!», escondéos, pues significa que mi madre está cerca.
Llevaos estos cestos, y si conseguís esconderos en lugar seguro, arrojad uno
cada vez por donde ella venga, a medida que sea necesario.
La joven le entregó los cestos, uno dentro del otro.
El muchacho salió corriendo, y la hija de la hechicera se metió de nuevo en la
hamaca y simuló dormir cuando llegó la madre.
La vieja trajo un gran haz de leña y encendió una
hoguera en el patio. Tomó la embiara -palabra
que en la región designa cualquier presa de caza o pesca, en este caso el
muchacho- y la arrojó, con red y todo, en la hoguera. Se extrañó de no escuchar
grito alguno; pero como la hoguera chisporroteaba y segregaba un agua espesa
en medio del fuego, la vieja no sospechó nada.
Pero pronto notó olor a miel de abejas; entonces
advirtió las artimañas de la hija, y sin esperar más salió en persecución del
muchacho. Este se había adelantado mucho y, creyéndose a salvo, se detuvo a
saborear unas frutas dulces. No tardó en oír:
-¡Can-can-can-can !
El muchacho escuchó el grito ya próximo y, recordando
la recomendación de la hija de la hechicera, echó a correr; pero cuanto más
corría, le parecía oír más cerca:
¡Can-can-can-can!
La vieja se hallaba a unos veinte metros de distancia
cuando el muchacho le arrojó el primer cesto. Al caer en tierra, frente a la
hechicera, el cesto se transformó en un jabalí, que ella tomó y devoró al
instante. Aún no había terminado de limpiarse con el dorso de la mano la grasa
que se le escurría por la mandíbula, cuando partió nuevamente en persecución
del indiecito.
Este, al advertir que la vieja estaba a punto de
alcanzarlo, arrojó el segundo cesto, que se convirtió en una capibara [i].
La vieja se detuvo, tomó la capibara y la devoró con cuero y todo.
Al rato estaba de nuevo tras las huellas del muchacho.
-¡Can-can-can-can-can!
El fugitivo le arrojó el tercer cestó, que al caer en
tierra se transformó en un venado, que rápidamente echó a correr. La mujer, sin
pérdida de tiempo, partió en su persecución y le alcanzó a los pocos metros.
Lo devoró rápidamente, escupiendo apenas las astas y las pezuñas.
-iCan-can-can-can!
La vieja corría ahora con más rapidez. El muchacho ya
estaba agotado de cansancio, mas el miedo que sentía de la vieja hechicera lo
hizo pensar: «Necesito aguantar un poco más. Tal vez dentro de un momento se
canse de perseguirme.»
-¡Can-can-can-can !
Restábanle apenas dos pequeños cestos: tiró el
penúltimo al presentirla cerca. Apenás el cesto tocó tierra frente a la vieja,
se transformó en un armadillo [ii],
de esos que se repliegan sobre sí, quedando con el aspecto de una pelota.
La vieja, que a toda costa quería comer precisamente
carne de ese animal, juntó algunas ramas secas y encendió una hoguera, y antes
de que el armadillo acabase de desenrollarse al calor del fuego, se lo comió
enterito, escupiendo, como la vez anterior, apenas el caparazón.
Entre tanto, el muchacho había avanzado bastante, pero
estaba tan cansado que apenas podía tenerse de pie:
-¡Can-can-can-can!
La vieja estaba de nuevo sobre sus talones. La
persecución duraba ya varias horas y el joven sentía hambre y sed, aunque sin
poder detenerse para tomar agua siquiera. Se echó al suelo casi sin aliento,
pero escuchó de nuevo los gritos:
-¡Can-can-can-can!
El muchacho hizo un esfuerzo supremo y arrojó el
último cesto, que al tocar tierra se transformó en un ave mutum [iii]
bien gordo. La vieja lo devoró con plumas y todo.
-¡Can-can-can-can !-oyó el muchacho otra vez.
No sabía qué hacer, cuando escuchó un ruido entre los
ramajes y vio aparecer una bandada de monos. Les explicó lo que le sucedía y
les pidió que lo ocultasen de la vieja.
Los monos, que detestaban a Ciucí, estaban contentos
de protegerlo, y lo escondieron en un gran pote de miel que habían robado.
-¡Can-can-can-can!
Al rato llegó la vieja, y buscando aquí y allí, dio
con el pote de miel. Lo destapó, olió, olió, metió un dedo y lo chupó. Era
miel, sin duda, con olor y gusto de miel; pero no era eso lo que quería, y para
no perder el rastro del fugitivo siguió adelante, siempre corriendo. Momentos
después se escucharon sus gritos, distantes.
El muchacho salió del pote, enmielado hasta la raíz de
los cabellos, feliz por haberse salvado. Los monos le ayudaron a limpiarse de
la miel que lo cubría y le indicaron un camino que, según ellos, era
desconocido para la vieja.
Anduvo. Anduvo. Anduvo.
Caía la madrugada, cuando escuchó:
-¡Can-can-can-can !
Era ella de nuevo.
En la mayor de las aflicciones, sin saber dónde
esconderse, el indiecito vio a la serpiente Surucucú [iv],
enrollada a la salida de su cueva, y le pidió ayuda, refiriéndole lo sucedido.
Surucucú se dispuso a ayudarlo, y lo llevó hacia el fondo de la morada en que
vivía, para esconderlo. Permaneció alli quieto esperando que la vieja pasase de
largo, cuando escuchó que Surucucú decía a su compañera:
-Luego que la vieja se aleje, nos comeremos al
muchacho.
La vieja llegó y preguntó si lo habían visto. Las
serpientes negaron y la vieja se fue gritando:
-¡Can-can-can-can !
Apenas desapareció Ciucí, el muchacho salió corriendo
y pidió auxilio al gavilán Acauán [v],
devorador de serpientes, a quien le contó la peligrosa conversación que había
escuchado. Acauán se escan-dalizó ante la falta de hospitalidad de las surucucús y decidió ayudarlo.
Voló encima de las serpientes, y de un picotazo mató
a una; con un segundo picotazo mató a la otra.
El perseguido partió de nuevo, luego de agradecer
debidamente a Acauán. Prestando atención a su alrededor, abrigaba la esperanza
de que la bruja dejase de perseguirlo. Aguzaba los oídos sin escuchar nada.
Finalmente, alcanzó la orilla de un gran lago lleno de plantas acuáticas:
enormes victorias reglas [vi],
con hojas de más de un metro de diámetro, abrían lentamente los pétalos sedosos
y, cerrando las corolas, se sumergían en el fondo de las aguas.
Aplacó la sed que lo atormentaba y se sentó en la
orilla a descansar.
Al despertar de un buen sueño contempló una bandada de
garzas azules [vii],
que se posó cerca. Había una garza grande que dormitaba sobre una sola pierna;
a juzgar por el respeto con que las otras la trataban, parecía ser el cacique del grupo. Aproximóse a ella y
le pidió que lo transportara a la margen opuesta del lago, ya que se encontraba
perseguido por la hechicera.
La garza se dispuso a ayudarlo a librarse de la vieja
india, golosa como nadie.
El ave tomó su aturá,
el gran cesto cilíndrico que los indios cargan, sostenido por una cinta de
lianas trenzadas que pasan alrededor de la frente, e hizo que él se acomodase
dentro, cargándolo luego en su espalda.
Levantó el vuelo, y era un hermoso espectáculo ver
aquella gran garza azul, con las alas abiertas, llevando al joven en el cesto.
Hasta los cocodrilos quedaron boquiabiertos de admiración.
La garza azul atravesó el lago y se posó en un árbol
altísimo cuyas ramas parecían tocar el cielo. Allí dejó al muchacho, que sólo
así consiguió librarse de la persecución de la malvada hechicera Ciucí.
0.020. anonimo (brasil) - 010
[i] Es el más grande de los
roedores. Tiene un metro de largo; de color pardo. No tiene cola. Las orejas
son pequeñas. Vive cerca del agua y nada muy bien. Es herbívoro y gusta del
arroz y del choclo, por lo que causa daños en las plantaciones.
[ii] En Brasil lo llaman tatú.
Hay veintidós especies de este animal, que presenta el cuerpo recubierto de una
coraza compuesta de pequeñas placas duras. Los dedos terminan en garras
afiladas, con las que se defiende muy bien. Excava galerías bajo tierra, en
donde vive.
[iii] En Brasil se llama así a
esta ave de la familia de los cracideos. Vive en los árboles, y sus plumas son
negras con brillo metálico; la cresta es del mismo color. En los machos, el
vientre es blanco, y en las hembras, de color amarillento.
[iv] Es la más temible de las serpientes de Brasil. La cola termina en la
forma de una espina. Su color es amarillo sucio con manchas negras en forma de
mosaicos, con prolongaciones triangulares sobre los flancos. Tiene gran fuerza
y su veneno es muy violento.
[v] Nombre que se da en Brasil a esta ave de rapiña, de la familia de los
falconídeos. Hermoso gavilán de color castaño oscuro, con algunas plumas
claras en la cola. Aliméntase de serpientes.
[vi] Planta acuática de América. Pertenece a la familia de las ninfáceas.
Tiene hojas enormes con los bordes vueltos hacia arriba.
[vii] Gran ave de plumaje azul,
que en algunas partes puede ser de azul más intenso y en otras con tonalidades
grisáceas. El pico es azul, pero las patas son negras. En el pescuezo mézclanse
algunas plumas de color violeta o castaño.
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