Aconteció esto en las cálidas tierras de Tupí, hace
muchísimos años. Tupán no había creado todavía en aquel entonces ni el
guayacán, ni el curupay, ni el canambí, ni muchas otras plantas prodigiosas,
obra de sus milagros...
Había sobre
la costa del Paraná una tribu feliz, muy feliz... Su cacique se llamaba Irundi
y la vida era una bendición de paz y felicidad. Para dicha mayor Irundi tenía
una hija cuyos ojos rivalizaban en esplendor con el Sol ,
a quien adoraba y adoraba su gente. Como era tradicional, antes de morir, Irundi
expresó que era su voluntad que su hija Isapi (rocío) se casara con el cacique
Acaviray...
Y aquí comenzó la tragedia. Isapi no
amaba y no podía amar a ese hombre inhumano con su gente, sensual y desenfrenado...
Y cuando su padre murió, antes que Acaviray pudiera
tomarla, huyó por el bosque, resuelta a morir antes que caer en sus manos.
Anduvo muchos días y muchas noches, hasta que sus fuerzas se agotaron y cayó
rendida en la selva.
Mientras la fiebre la consumía veía pasar en sueños las aguas
del Paraná, al alcance de sus manos, deslizándose suaves y rumorosas, para
darle en sus hilos cristalinos el precioso líquido para apagar su sed. Y ella
bebía... bebía... hasta que las sombras de la inconsciencia más completa se
apoderaron de su frágil y delicado ser.
Quiso Tupán que un sacerdote que vivía con sus
indios en las inmediacio-nes, la encontrara en la selva moribunda. Calmó su sed,
sació su hambre y la llevó a su Misión.
Ahí Mburucuyá aprendió la lengua de aquel hombre
blanco, y de sus palabras dulces, conoció al Dios cristiano, infinitamente
bueno, todo amor y misericordia.
Nunca había soñado con un Dios tan bueno y grande
que brindó hasta su sangre para salvar a los hombres. Que no conoce ni el odio,
ni la venganza, ni la maldad.
Un Dios que llama a los hombres para salvarlos ¡Que
los ama!... ¡Oh; infinito misterio de las cosas!
¡Nunca lo había soñado, nunca!…
Los indios convertidos que no conocían su nombre la llamaron Mburucuyá. En
el silencio de las noches ella prometió a ese Dios bueno ofrendar algo en su
honor. Y lo propuso al misionero: ir a la tribu que fue de su padre y ofrecerle
en la Cruz el camino de la
salvación. Y así lo hicieron. Caminaron largos días por la
selva y sendas noches. Mburucuyá iba eufórica a cumplir con aquel deber de
gratitud…
Llegaron por fin, y ella, la Isapi, la hija del
cacique Irundi, explicó el alcance de la visita y el mensaje de Amor en nombre
de Aquel ser infinitamente bueno, que había llenado de amor su corazón.
Acaviray, el taimado, escuchó atento a la desertora
y, finalmente, con toda frialdad y cinismo, ordenó el lanceamiento de ambos.
Misionero y sierva cayeron bajo las flechas arteras en la quietud de la selva,
y la cortina de la noche se extendió sobre un drama más...
Pero al día siguiente en el preciso lugar de la
ejecución había brotado una planta nueva. Era el Mburucuyá. Su flor era una
cruz y Dios puso en ella los atributos de su pasión: los tres clavos que
horadaron sus manos y pies, la corona de espinas que ciñó su frente; las cinco
llagas de luz y en el corazón de su corola, una a una las gotas de su sangre
preciosa. Y fue desde entonces la eterna Mburucuyá , símbolo del sacrificio por amor
a su Dios...
Y Acaviray, al morir, se convirtió en pájaro agorero
del mal, cuyo graznido anuncia el odio, y anda por los montes sin reposo,
despreciado de todos, llevando aún en sus ojos sanguinolentos todo el rencor
que lo incitó al crimen... Es el cuervo o pitá cumpliendo su condena
interminable en la soledad de los bosques umbríos por los siglos de los
siglos...
037 anonimo (guarani)
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