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sábado, 18 de agosto de 2012

Mburucuyá

Aconteció esto en las cálidas tierras de Tupí, hace muchísimos años. Tupán no había creado todavía en aquel entonces ni el guayacán, ni el curupay, ni el canambí, ni muchas otras plantas prodigiosas, obra de sus milagros...
Había sobre la costa del Paraná una tribu feliz, muy feliz... Su cacique se llamaba Irundi y la vida era una bendición de paz y felicidad. Para dicha mayor Irundi tenía una hija cuyos ojos rivalizaban en esplendor con el Sol, a quien adoraba y adoraba su gente. Como era tradicional, antes de morir, Irundi expresó que era su voluntad que su hija Isapi (rocío) se casara con el cacique Acaviray...
Y aquí comenzó la tragedia. Isapi no amaba y no podía amar a ese hombre inhumano con su gente, sensual y desenfrenado...
Y cuando su padre murió, antes que Acaviray pudiera tomarla, huyó por el bosque, resuelta a morir antes que caer en sus manos. Anduvo muchos días y muchas noches, hasta que sus fuerzas se agotaron y cayó rendida en la selva. Mientras la fiebre la consumía veía pasar en sueños las aguas del Paraná, al alcance de sus manos, deslizándose suaves y rumorosas, para darle en sus hilos cristalinos el precioso líquido para apagar su sed. Y ella bebía... bebía... hasta que las sombras de la inconsciencia más completa se apoderaron de su frágil y delicado ser.
Quiso Tupán que un sacerdote que vivía con sus indios en las inmediacio-nes, la encontrara en la selva moribunda. Calmó su sed, sació su hambre y la llevó a su Misión.
Ahí Mburucuyá aprendió la lengua de aquel hombre blanco, y de sus palabras dulces, conoció al Dios cristiano, infinitamente bueno, todo amor y misericordia.
Nunca había soñado con un Dios tan bueno y grande que brindó hasta su sangre para salvar a los hombres. Que no conoce ni el odio, ni la venganza, ni la maldad.
Un Dios que llama a los hombres para salvarlos ¡Que los ama!... ¡Oh; infinito misterio de las cosas!
¡Nunca lo había soñado, nunca!…
Los indios convertidos que no conocían su nombre la llamaron Mburucuyá. En el silencio de las noches ella prometió a ese Dios bueno ofrendar algo en su honor. Y lo propuso al misionero: ir a la tribu que fue de su padre y ofrecerle en la Cruz el camino de la salvación. Y así lo hicieron. Caminaron largos días por la selva y sendas noches. Mburucuyá iba eufórica a cumplir con aquel deber de gratitud…
Llegaron por fin, y ella, la Isapi, la hija del cacique Irundi, explicó el alcance de la visita y el mensaje de Amor en nombre de Aquel ser infinitamente bueno, que había llenado de amor su corazón.
Acaviray, el taimado, escuchó atento a la desertora y, finalmente, con toda frialdad y cinismo, ordenó el lanceamiento de ambos. Misionero y sierva cayeron bajo las flechas arteras en la quietud de la selva, y la cortina de la noche se extendió sobre un drama más...
Pero al día siguiente en el preciso lugar de la ejecución había brotado una planta nueva. Era el Mburucuyá. Su flor era una cruz y Dios puso en ella los atributos de su pasión: los tres clavos que horadaron sus manos y pies, la corona de espinas que ciñó su frente; las cinco llagas de luz y en el corazón de su corola, una a una las gotas de su sangre preciosa. Y fue desde entonces la eterna Mburucuyá, símbolo del sacrificio por amor a su Dios...
Y Acaviray, al morir, se convirtió en pájaro agorero del mal, cuyo graznido anuncia el odio, y anda por los montes sin reposo, despreciado de todos, llevando aún en sus ojos sanguinolentos todo el rencor que lo incitó al crimen... Es el cuervo o pitá cumpliendo su condena interminable en la soledad de los bosques umbríos por los siglos de los siglos...

037 anonimo (guarani)

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