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sábado, 18 de agosto de 2012

La mandioca: un regalo de tupá

Esbelta, graciosa y muy bonita, Ñasaindí debía tener unos quince años. Pese a su belleza, sus ojos negros y grandes miraban con temor. Su cabello era largo y lacio, siempre lo adornaba con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.
Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: así era, suave y liviana.
Con el propósito de recoger tiernos frutos de palmera (cogollos), venía desde muy lejos trayendo una cesta fabrícada con tacuarembó. Dispuesta, llegó a la zona más poblada de palmeras confiada en que podría alcanzar los ansiados frutos, pero, al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible. Trató entonces de llegar, subió por el tallo, pero se vio obligada a desistir.
Desilusionada, miró desde abajo el penacho verde de las palmeras trataba de hallar un medio que le permitiera conseguir los cogollos buscados. A punto de desistir de su intento, comprobó que algo se movía entre una cascada de helechos. Se acercó un poco más y notó que se trataba de un muchacho. Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha, sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.
Ñasaindí dirigió su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: se trataba de un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay ignoraba completamente su próximo final.
La joven sintió tanta pena por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, que sin pensarlo pegó un grito y desvió la atención del cazador. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.
El cazador salió de su escondite y, ante la presencia inesperada de la niña, quedó atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, al instante había olvidado la pieza de caza. La muchacha bajó la vista, temerosa, pero escuchó que el joven le hablaba con voz suave:
‑¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
‑Soy Ñasaindí y pertenezco a la tribu del ruvichá Sagua‑á... ‑respondió casi de modo inaudible.
‑¿Y a qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
La niña miró los penachos de las palmeras que la brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho adivinó su intención:
‑Querías alcanzar cogollos de palmera, ¿no es cierto? ‑dijo, y depositó el arco en el suelo y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas, acostum-bradas a esos ejercicios, llegó donde los cogollos tiernos se ofrecían gene-rosos y frescos.
Se los arrojó a Ñasaindí desde arriba, ella sonreía. En pocos minutos la cesta estuvo llena: el rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.
Cuando el muchacho bajó de la palmera, los ojos de Ñasaindí brillaban: tal vez de alegría y de agradecimiento. Él seguía embobado, pero la quiso retener. La joven debía cruzar el río para regresar con los suyos... Entonces, ante la insistencia del muchacho de pasar más tiempo con ella, no tuvo más remedio que contarle su historia:
‑Hace tiempo que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros y tardan en volver. Los alimentos comienzan a escasear, y la señora me envió a buscar frutos... Yo no tengo padres... Murieron hace muchos años, cuando yo era pequeña...
El muchacho se entristeció mucho ante semejante historia, no podía creer que quien había criado a la niña la mandara a un lugar tan lejano que para llegar había que cruzar un río peligroso. Al mirar detenidamente su rostro imaginó que ella no era feliz, y desde el fondo de su corazón le prometió cuidado y cariño.
La alegría que le causó a Ñasaindí aquel ofrecimiento se transparentó en su dulce mirada y en su sonrisa agradecida, y no dudó en aceptar.
Catupirí, así se llamaba el joven, resultaba ser el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado, incluso fuera de sus tierras. Desde pequeño había sido preparado en las artes de la guerra por un diestro guerrero de la tribu, pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño. Su bondad reflejaba tal cual el tierno corazón de ella.
Y justo en ese momento, Catupirí evocó a su madre: recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía. Pensó en llevarse a Ñasaindí consigo: deseaba hacerla su esposa.
También pensaba en el cacique: él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella. De igual manera, decidió que la presentaría, aunque, al principio por lo menos, la ocultaría de los ojos de su padre, solo se la confiaría a su madre. Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por aquella joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa...
‑¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado.
Ñasaindí sintió miedo, pero nada podía ser más duro que la vida que llevaba. Volvió a mirar el tierno rostro de Catupirí y sonrojándose, vociferó:
‑¡Acepto!
Los dos jóvenes tomaron el camino que conducía a la toldería: conversaban y reían, y así llegaron donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.

Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerró sus pétalos ocultando sus galas. Al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, la volvió a despertar: paz y tranquilidad reinaban sobre la tierra.
Catupirí, que ocultaba a su compañera, fue hasta su toldo, la dejó y le fue a dar la noticia a su madre. Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca: era Cava‑Pitá, la hechicera, que escondida detrás de un corpulento zuiñandí no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
La mujer sonrió y, guiada por su espíritu mezquino, se propuso poner al tanto de lo ocurrido al señor cacique, que había salido con sus guerreros y no volvería hasta el día siguiente: ¡Ya vería la extranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no serían suficientes para engañar al cacique tal como lo había hecho con el hijo!
Por la mañana temprano llegaron Marangatú, el cacique, y sus acompa-ñantes, toda la tribu los recibió con júbilo: habían logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo.
Con paciencia, Cava‑Pitá esperó que el cacique quedara solo, Y en el momento oportuno se acercó a él para referirle, a su manera, la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto, y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue muy fácil convencerlo de que la extranjera era una enviada de Añá, que se valía del joven para provocar la desgracia de la tribu.
La sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación: él no podía tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una enviada del diablo.
Poseído por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo para recriminarle su indigno proceder y su desobediencia: lo increpó duramente acusándole de su falta de respeto y, a los gritos, lo conminó para que trajera a la enviada del mal.
Catupirí quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quién sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. El cacique, al verla, se convencería de que estaba equivocado.
Corrió en busca de la hermosa doncella y la llevó junto al temible Marangatú, que ante su presencia quedó maravillado: su hermoso rostro y la dulzura de su mirada lo conquistaron de inmediato. Debía haber una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía Cava‑Pitá.

El ruvichá conversó con Ñasaindí. Ella le contó de su niñez triste y sin afectos, y de su alegría al encontrar al buen Catupirí, que deseaba hacerla su esposa. Entonces, el gran Marangatú comprendió el noble amor que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.
Tiempo después, Ñasaindí se convirtió en la esposa de Catupirí, aquel muchacho de corazón generoso y noble que la había encontrado un día en el bosque...
Por supuesto, al no lograr su cometido, la maldad y la envidia de Cava‑Pitá se acrecentaron y, llena de nuevos bríos, comenzó a idear un plan: ¡Ya llegaría el momento en que se cumpliera su venganza!
La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos olvidaron por completo los vaticinios de la malvada Cava‑Pitá.
Cuando tuvieron un hijo se hizo más grande y efectiva la dicha de la que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno, como su madre, y tenaz como su padre. Mientras crecía, todos los niños de la tribu se iban haciendo sus amigos. Diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran placer.
El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a enseñarle el manejo de estas armas.
Todos vivían contentos en la tribu, ya nadie consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, gracias a su bondad, se había ganado la simpatía y el afecto de la gente.
La única que conservaba su odio era Cava‑Pitá, para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo. Estaba segura de que este sentimiento no la abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea, como había propuesto desde un principio.
Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí, bajo ese aspecto dulce y tierno, encubría a una enviada de Añá para hacer el mal y que solo esperaba el momento oportuno para cumplir los mandatos del demonio.
A fin de convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación. Haciendo uso de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu, que condenaría a muerte infaliblemente, después de un corto tiempo, a los niños que lo acompañaban en sus juegos.
La noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico final que podrían tener sus hijos, los retuvieron con ellas para que no se acercaran al pequeño Chirirí.
Sin embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, porque ella quería levantar a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí.
En esa forma, considerándola culpable, la hubieran expulsado de la aldea indígena por temor al maleficio que la poseía. Como no consiguió su propósito, optó por poner en práctica un plan diabólico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces su venganza.
Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña poción de activísimo veneno.
Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos bebían golosos. Poco les duraba el placer, ya que luego morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera.
Al ignorar las madres la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponían estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava‑Pitá.
Ya no les quedó la menor duda: la extranjera era una enviada de Aná, llegada a la comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú. Todos estuvieron en contra de Ñasaindí y de Catupirí, de quienes decidieron vengarse matando a su hijito.
La hechicera gozaba su victoria: había pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa. Entonces, alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo. Incitaba a unos y a otros a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse de los designios de Añá.
En un grupo encabezado por la perversa Cava‑Pitá, con palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí: tomaron por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron a los bosques y los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.
La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritaba por su inocencia y pedía piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí realizaba desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras.
Todo en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.
Cava‑Pitá saboreaba el triunfo, decidió ser ella misma quien matara al pequeño, que atado de pies y manos, permanecía en el suelo y se esforzaba por dejar sus manitos libres.
Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se dispuso a arrojarsela al niño, que lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego bajó desde el cielo repentinamente oscurecido y dejó fulminada a la perversa hechicera, que rodó por el suelo.
Los que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.
Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.
Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera decidieron retornar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera algunos minutos, echadito en el suelo, esperando la muerte en manos de la falsa Cava‑Pitá.
La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que justo en ese mismo lugar crecía una planta nueva, desconocida hasta entonces. La llamaron mandi‑ó y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos, que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.
La mandi‑ó es el regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento: posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y otorga, al que la come, fortaleza y energía, como la que siempre tuvo Catupirí.

037 anonimo (guarani)

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