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jueves, 5 de septiembre de 2013

Aquelarre con humor

Sentado en la cadiera al anochecer y con el señor José de contertulio y la bota dando vueltas sin cesar ("que no pare, que no pare, como a coda o burro"), es imposible aburrirse. Y allí sale todo a colación: los años de la guerra, el tiempo que hará la semana que viene ("ha empezau a luna con cierzo, pues pa'l cuarto, agua"), los famosos del pueblo, y las brujas, lo misterioso, que siempre está en el subconsciente de nuestras gentes.
Es curioso constatar con qué facilidad se pasa del chascarrillo y la mazada, a la historia para no dormir. Y hasta los adornos complementarios de las historias que uno ha escuchado ya de otras brujas y de otros tiempos. Hay una que se repite inexorablemente en todos los casos y es el misterio en torno al libro de los conjuros que al parecer tienen todas las brujas.
Le descubren a la vieja el libro "para hacer el mal", el libro verde o de San Cipriano, que casi siempre resulta ser un libro viejo escrito en latín que ninguna entiende y que se escribió con la más piadosa intención para los rezos o el refrigerio espiritual de clérigos. Naturalmente, nadie puede nada contra el libro. Dicen que lo tiras al fuego y salta de él sin quemarse, lo destruyes, pero siempre vuelve a aparecer entero:
-Abuela, ya te he roto el libro.
-Pues bien entero lo tengo otra vez en el arca!
Aunque muchas brujas sean bondadosas las hay de todos los estilos y, naturalmente, la señal religiosa des­hace los encantamientos más endiabla-dos.
En un pueblo de la montaña me contaron con pelos y señales y hasta con nombres propios un hecho insólito:
A las afueras del pueblo se había organizado el baile, alrededor de la cruz terminal. Todo el pueblo bailaba y bien inocentemente, pues bailaban la jota. Un hombre del pueblo cogió la guitarra para tocar y cantar una especie de cantiga tan en boga por nuestra geogra­fía. Afinó las cuerdas, rasgueó unos acordes, carraspeó para aclararse la garganta y comenzó la canción:

"En el nombre de Dios comienzo
y de la Virgen María..."

Y de repente, así como suena, desapareció todo el baile. Y hasta la guitarra se le volatilizó en las manos al buen hombre.
No sé hasta qué punto nuestros montañeses creen en las brujas. Lo digo porque con frecuencia se mezcla lo tétrico con lo humorístico y no parece que les afecten demasiado las cualidades que se supone que poseen las brujas para hacer el mal. En cierto lugar del Pirineo, cuando una buena mujer se sentaba a la puerta de su casa con el huso y la rueca para hilar, solía aparecérsele todas las veces un gato negro que se quedaba plantado delante de ella mirándola fijamente. Al final, la mujer cogió miedo, convencida de que se trataba de una bruja y se lo contó a su marido. El se lo dijo al cura y el cura le recomendó:
-Tú que no tienes miedo y le puedes plantar cara, disfrázate con la ropa de tu mujer y ponte a hilar, a ver qué pasa.
Así lo hizo. Y en cuanto se sentó a la puerta de la casa, allí estaba el gato negro y mirando más fijamente que nunca. Al final no pudo reprimirse y le habló al hombre con mucha sorna:
-¿Con bigote y estás hilando? ¡Eso es cosa de mujeres!
El le contestó, con no menos sorna:
-¿Gato y hablas? ¡Eso es cosa de hombres!
Agarró una piedra y se la tiró al gato a la cabeza. No lo mató, pero desde aquel día ya no volvió a molestar a la pobre mujer.
Pero la leyenda que quería contar ahora se cuenta de otro pueblo y sucedió en una Nochebuena.
El día de Nochebuena era propicio en muchos sitios para la actividad de las brujas. Por eso antes de salir para la iglesia a Misa de Gallo aquella noche, en casi todas las casas colgaban por la cuadra romanceros y rosarios para que no les pasara nada a las caballerías y ruda en las habitaciones para que la bruja no les raptase a los niños.
Hay una leyenda muy salada relacionada con casa Mairal de las Almunias aunque también se cuenta de otros muchos pueblos del Alto Aragón y aun fuera de él.
Un marchante, que además era zapatero remendón, llegó por allí a vender y trabajar y se hospedó en la casa, ya que no había posada en el lugar. Tampoco tenían cama disponible y tuvo que acomodarse en la cadiera de la cocina. Estaba durmiendo cuando le despertó un leve rumor y la impresión de que alguien se movía por la cocina. Debía ser más de medianoche porque la gente ya había vuelto de misa y había silencio en la casa.
Miró sin abrir del todo los ojos y vio que había dos mujeres por allí. El se hizo el dormido y a través de los párpados semicerrados observó que se acercaban a la tizonera del hogar y levantaban una losa con todo sigilo. De un hueco que allí tenían preparado sacaron un pote con un ungüento que él no distinguió muy bien. Se empezaron a frotar todo el cuerpo y luego exclamaron:
-"Por encima de rama y hoja, a bailar a la sierra de Tolosa!"
Con estas palabras mágicas, se sintieron arrebata­das y desaparecieron chimenea arriba.
El marchante se quedó de una pieza. Trató en reac­cionar pero luego pensó que tal vez valía la pena hacer él también la prueba. Sería una aventura interesante para poder contar después.
Bastante nervioso, se acercó a la losa que ocultaba el frasco. La levantó con cuidado y sacó el unguento mágico, hecho sin duda con hierbas misteriosas y fór­mulas brujeriles.
Se frotó bien todo el cuerpo igual que había visto hacer a las dos mujeres y con voz clara exclamó:
"Por entremedio de rama y hoja, a bailar a la sierra de Tolosa!"
Una sacudida lo levantó en vilo y una fuerza des­conocida se apoderó de él. Se sintió sorbido por la chimenea y por ella salió de la casa arrebatado. Una vez fuera de la casa y del pueblo comenzó a estorrozarse por toda la maleza. Y es que se había equivocado de fórmula y vez de decir "por encima de rama y hoja" había pronunciado "por entremedio de rama y hoja...". Eso fue su perdición. Creyó que su viaje no acababa nunca. Al cabo de un rato que le pareció interminable llegó a Tolosa, que está en Cochiplano.
El pobre estaba ya todo lastimado cuando pudo de­tenerse. Empezó a frotarse para aliviarse pero inmedia­tamente la vista del espectáculo que tenía delante le hizo olvidarse de sus males.
Ya estaban todas las brujas reunidas. ¡Qué cantidad de brujas! ¡Seguro que habían venido de todo el Pirineo! En aquel momento hacían todas cola delante del diablo, encarnado en forma de macho cabrío al estilo de Zuga­rramurdi. Para disimular tuvo que ponerse también en la cola. Conforme iba acercándose al buco le entraron verdaderas náuseas porque todas las brujas adoraban al diablo dándole un beso debajo del rabo.
No se podía volver atrás porque todos lo hubieran notado y vete a saber cómo hubiera terminado. Se acercó pues, pero cuando le llegó su turno de adoración, en vez de besar, que no le apetecía en absoluto, sacó un punzón de zapatero que llevaba en el bolsillo y le arreó un pinchazo. El diablo pegó un respingo pero no dijo nada.
Luego se pusieron todos a danzar y eso lo encontró divertido. Pero luego un brujón, que parecía el jefe dijo:
-"Ahora, otra vez a adorar."
Y volvieron a ponerse en cola. El zapatero también  El macho cabrío miraba de reojo y cuando fue a pasar él, le dijo todo tembloroso:
-"Tú pasa, pero no beses. O al menos aféitate el bigote! ".

Leyenda del pirineo

0.013.3 anonimo (aragon) - 009

El blasfemo

Junto a la portería del monasterio estaban reuni­dos varios menesterosos esperando que llegase la hora de repartir la sopa. Todos departían entre sí, más o menos amigablemente; que la identidad de suerte excluye el ruin sentimiento de la envidia. ¡Qué tristes historias hubieran podido relatar aque­llos harapos! ¡Cuántos sufrimientos aquellos cuer­pos curtidos por el sol y castigados por las lluvias y mal alimentados en su errante peregrinación sobre la tierra!
-Ya es la hora, gritó un viejo impaciente y gruñón.
Y sus compañeros en coro gritaron:
-Hermano Joaquín, abra la puerta, que es la hora de la refacción.
Asomóse el lego por la rejilla, y contestó:
-No sean tan vivos de genio, hermanos; es tem­prano todavía.
-Es la hora, repitieron los pobres.
-No es la hora, y no repliquen, que cuando yo lo digo sabido me lo tendré.
Continuaba el murmullo, y dijo el hermano Joa­quín:
-¿Les parece regular que la portería de esta ca­sa se convierta en una mala behetría?. ¡Si lo llega a entender nuestro Rvdo. Padre! Al primero que chiste, por nuestro santo Padre S. Bernardo, que le voy a castigar. Por cada palabra le quitaré una cucharada de sopa, y se la daré al más prudente y temeroso de Dios. ¡Canastos! Yo soy muy bueno, pero cuidado con apurarme la paciencia; -y cerró la rejilla.
Quizá la amenaza del hermano Joaquín no hubie­ra sido bastante eficaz para imponer silencio a los pobres, pero en el instante que cerraba la rejilla, venía en dirección al grupo un mendigo que llamó la atención de los demás. Era de todos el más des­harrapado, alto, cenceño, y tenía cortado el labio inferior, y el, superior, por el centro, de arriba abajo.
-Tocará a menos sopa -dijo una vieja.
-¿Quién habrá traído aquí a este buen hombre? -exclamó el anciano gruñón.
De seguro hubieran llovido preguntas, inspiradas por un sentimiento no muy caritativo, sobre el re­cién llegado, a no haber abierto de par en par la portería el hermano Joaquín.
Como se atropellan las aguas represadas al le­vantar la compuerta, así cayeron los pobres sobre la caldera de la pitanza, y el hermano, con el cazo, hizo entrar en razón a los más atrevidos, que eran quizá los más necesitados.
-¡Canastos, atrás, pónganse en fila y por orden!
-A mí, a mí, gritaban muchos.
-Para todos hay. Sepamos cuántos son; ¿los mismos de ayer? No; allí detrás me parece que veo uno nuevo. Por él empezaremos; venga acá; -y al mismo tiempo llamó con la mano al mendigo cen­ceño. ¿Trae escudilla donde echar la sopa?
Alargóla el mendigo, sirvióle su ración el herma­no, y al fijarse en la incisión de los labios, que mejor pudiera llamarse terrible cortadura, le pre­guntó en tono dulce y compasivo:
-¿Qué le ha pasado, hermano?
Contestó el mendigo unas palabras que no pudo comprender el lego por originales y por mal pro­nunciadas. No era aquella ocasión oportuna de em­peñarse en curiosas investigaciones, ni le dejaran los pobres, aunque tal se hubiera propuesto el her­mano. Siguió la distribución, y cuando cada cual se retiraba ya con su ración en la escudilla, acer­cóse el lego al desconocido y volvió a preguntarle cómo se había cortado los labios, que no parecía sino que a propósito se los hubiera hendido, y el mendigo contestó con acento extranjero y como si tuviera un defecto físico en la boca que le impidie­ra pronunciar, o como si le hubiera acometido una parálisis en la lengua:
-Es un castigo de los hombres; bien merecido, bien merecido.
Abrió la boca y vio el lego que tenía cortada la punta de la lengua.
-¿También los hombres le han cortado la len­gua? Habrá sido maldiciente, habrá mentido,.habrá calumniado a algún inocente; ¿por qué, si no, le han impuesto ese suplicio?
-Por blasfemo.,
Un movimiento de horror se advirtió en cuantos le escuchaban.
Echóse instintivamente atrás el hermano Joa­quín, hizo la señal de la cruz, y exclamó:
-Dios perdone al pecador. ¿Se ha arrepentido siquiera de los ultrajes que ha inferido a su Divina Majestad?
-Sí, hermano, y se lo prueba que me he impues­to el castigo de ir mendigando por el mundo, sin descansar en parte alguna, hasta que llegue mi úl­tima hora. Ya no volverá a verme, hermano.
Habían acudido a la portería dos conversos, y deseosos de saber algo de la historia de aquel sin­gular personaje, le instaron a que entrase, pero él pidió su venia para entrar antes en la capilla de Nuestra Señora de la Blanca, cuyas puertas estaban entreabiertas.
Cruzó el umbral, dejóse caer boca abajo, besó repetidas veces el suelo y dióse sendos golpes en el pecho, rezando pausadamente una oración.
Apenas salió del oratorio, el padre bolsero, que no sólo había tenido noticia de la llegada de aquel desdichado, sino que había dado cuenta de ella al reverendo padre abad, le indicó que éste deseaba conocerle; rindióse el mendigo de buen grado al deseo del abad, y acompañado por el padre bolse­ró, entró por la puerta de clausura, pasó por el primer claustro y subió por la escalera principal a una espaciosa celda, en cuya puerta le estaba es­perando un monje de distinguidos modales y es­crutadora mirada.
Era el reverendo padre abad.
A una indicación suya el mendigo, con gran tra­bajo, relató la historia de sus errores y de su de­testable y aborrecible costumbre.
Remí de Fereol, que así se llamaba el mendigo, explicó cómo las contrarie-dades de la vida habían influído en su carácter; que muerto su padre y fal­to de recursos, había entrado a servir en casa de un alquimista que se vanagloriaba de haber encon­trado el brebaje de la inmortalidad.
-Creía en la sabiduría de mi señor -prosiguió Remí, y como él renegaba de Dios, también yo renegué de su santo nombre; pero mi señor se sal­vó de las garras del verdugo, y yo caí en ellas. Vi­víamos en el Delfinado. La primera vez que me acusaron, fui condenado a la picota. Nueve horas permanecí atado en medio de una plaza, y los muchachos, los hombres y las mujeres, con un al­boroto infernal, me arrojaban a la cara lodo e in­mundicias. Bramaba yo de cólera y blasfemaba. Como reincidente, el verdugo me hizo una incisión en el labio superior y seguí blasfemando, y me cortó el inferior, y después la lengua... La ira, el dolor, la furia de la impotencia produjeron en mí tan terrible efecto, que quedé sin sentido por largo rato y llegaron a temer por mi vida.
Cuando me dejaron en libertad volví a mi casa y no encontré a mi señor. Temeroso de que las leyes de Felipe de Valois pudieran alcanzarle como a mí, cruzó la frontera y se fue del Delfinado a Saboya, en donde sólo se impone al blasfemo una pena pecuniaria. En Francia el verdugo, en Saboya el procurador fiscal[1].
-Los pontífices -interrumpió el abad dirigién­dose al padre bolsero- han condenado estos san­grientos suplicios: la Iglesia detesta el pecado, pero no quiere la muerte del pecador; quiere que el pecador viva y se enmiende. ¿Sentís, Remí de Fereol, un arrepentimiento sincero? ¿Detestáis con toda la fuerza de vuestra voluntad los agravios que habéis hecho vos, miserable gusano de tierra, al Soberano Autor de todo lo creado?
-Sí, padre -contestó; maldita sea la hora en que conocí a mi blasfemo señor.
-No maldigáis, Remí, que la maldición es semi­lla que produce amargos frutos. Ofrecisteis a Dios, en desagravio de vuestros enor-mísimos pecados, que andaríais mendigando el sustento sin dormir dos noches en el mismo sitio. Cumplid la promesa; yo rogaré por vos, y conmigo toda esta comunidad.
-Remí se puso de rodillas.
-Levántese el penitente y reciba con mi bendi­ción el abrazo de despedida.

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Al pasar por la plaza del monasterio, camino de la portería, el andrajoso mendigo, los criados de la labor, los pastores y demás sirvientes formaban un corrillo.
Un pastor, llevando de la mano a su hijo, zagal de no muy santas inclinaciones, le dijo:
-¿Ves Juan, lo que sucede a los que son malos? Por jurar el santo nombre de Dios en vano a ese hombre le han cortado los labios y la lengua. ¿Se­rás bueno?
-Sí, padre, contestó el rapaz siguiendo con la vista al mutilado.
El hermano Joaquín esperaba en la portería.
-¿Ha hablado con nuestro reverendo padre? -preguntó a Remí.
-Sí, y doy gracias a Dios por haberme propor­cionado tanta dicha.
-¿Vendrá mañana a la hora de la refacción?
-No: ya no volveremos a vernos. Dios tenga en su santa guarda al hermano portero.
-Dios guíe y consuele al blasfemo arrepentido, y después de una santa muerte le dé la gloria eter­na, como a todos. Amén.

Leyenda del monasterio de piedra

0.013.3 anonimo (aragon) - 008

[1] No hemos encontrado en el fuero de Calatayud ni en el de Daroca pena alguna contra los blasfemos.