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jueves, 5 de septiembre de 2013

El blasfemo

Junto a la portería del monasterio estaban reuni­dos varios menesterosos esperando que llegase la hora de repartir la sopa. Todos departían entre sí, más o menos amigablemente; que la identidad de suerte excluye el ruin sentimiento de la envidia. ¡Qué tristes historias hubieran podido relatar aque­llos harapos! ¡Cuántos sufrimientos aquellos cuer­pos curtidos por el sol y castigados por las lluvias y mal alimentados en su errante peregrinación sobre la tierra!
-Ya es la hora, gritó un viejo impaciente y gruñón.
Y sus compañeros en coro gritaron:
-Hermano Joaquín, abra la puerta, que es la hora de la refacción.
Asomóse el lego por la rejilla, y contestó:
-No sean tan vivos de genio, hermanos; es tem­prano todavía.
-Es la hora, repitieron los pobres.
-No es la hora, y no repliquen, que cuando yo lo digo sabido me lo tendré.
Continuaba el murmullo, y dijo el hermano Joa­quín:
-¿Les parece regular que la portería de esta ca­sa se convierta en una mala behetría?. ¡Si lo llega a entender nuestro Rvdo. Padre! Al primero que chiste, por nuestro santo Padre S. Bernardo, que le voy a castigar. Por cada palabra le quitaré una cucharada de sopa, y se la daré al más prudente y temeroso de Dios. ¡Canastos! Yo soy muy bueno, pero cuidado con apurarme la paciencia; -y cerró la rejilla.
Quizá la amenaza del hermano Joaquín no hubie­ra sido bastante eficaz para imponer silencio a los pobres, pero en el instante que cerraba la rejilla, venía en dirección al grupo un mendigo que llamó la atención de los demás. Era de todos el más des­harrapado, alto, cenceño, y tenía cortado el labio inferior, y el, superior, por el centro, de arriba abajo.
-Tocará a menos sopa -dijo una vieja.
-¿Quién habrá traído aquí a este buen hombre? -exclamó el anciano gruñón.
De seguro hubieran llovido preguntas, inspiradas por un sentimiento no muy caritativo, sobre el re­cién llegado, a no haber abierto de par en par la portería el hermano Joaquín.
Como se atropellan las aguas represadas al le­vantar la compuerta, así cayeron los pobres sobre la caldera de la pitanza, y el hermano, con el cazo, hizo entrar en razón a los más atrevidos, que eran quizá los más necesitados.
-¡Canastos, atrás, pónganse en fila y por orden!
-A mí, a mí, gritaban muchos.
-Para todos hay. Sepamos cuántos son; ¿los mismos de ayer? No; allí detrás me parece que veo uno nuevo. Por él empezaremos; venga acá; -y al mismo tiempo llamó con la mano al mendigo cen­ceño. ¿Trae escudilla donde echar la sopa?
Alargóla el mendigo, sirvióle su ración el herma­no, y al fijarse en la incisión de los labios, que mejor pudiera llamarse terrible cortadura, le pre­guntó en tono dulce y compasivo:
-¿Qué le ha pasado, hermano?
Contestó el mendigo unas palabras que no pudo comprender el lego por originales y por mal pro­nunciadas. No era aquella ocasión oportuna de em­peñarse en curiosas investigaciones, ni le dejaran los pobres, aunque tal se hubiera propuesto el her­mano. Siguió la distribución, y cuando cada cual se retiraba ya con su ración en la escudilla, acer­cóse el lego al desconocido y volvió a preguntarle cómo se había cortado los labios, que no parecía sino que a propósito se los hubiera hendido, y el mendigo contestó con acento extranjero y como si tuviera un defecto físico en la boca que le impidie­ra pronunciar, o como si le hubiera acometido una parálisis en la lengua:
-Es un castigo de los hombres; bien merecido, bien merecido.
Abrió la boca y vio el lego que tenía cortada la punta de la lengua.
-¿También los hombres le han cortado la len­gua? Habrá sido maldiciente, habrá mentido,.habrá calumniado a algún inocente; ¿por qué, si no, le han impuesto ese suplicio?
-Por blasfemo.,
Un movimiento de horror se advirtió en cuantos le escuchaban.
Echóse instintivamente atrás el hermano Joa­quín, hizo la señal de la cruz, y exclamó:
-Dios perdone al pecador. ¿Se ha arrepentido siquiera de los ultrajes que ha inferido a su Divina Majestad?
-Sí, hermano, y se lo prueba que me he impues­to el castigo de ir mendigando por el mundo, sin descansar en parte alguna, hasta que llegue mi úl­tima hora. Ya no volverá a verme, hermano.
Habían acudido a la portería dos conversos, y deseosos de saber algo de la historia de aquel sin­gular personaje, le instaron a que entrase, pero él pidió su venia para entrar antes en la capilla de Nuestra Señora de la Blanca, cuyas puertas estaban entreabiertas.
Cruzó el umbral, dejóse caer boca abajo, besó repetidas veces el suelo y dióse sendos golpes en el pecho, rezando pausadamente una oración.
Apenas salió del oratorio, el padre bolsero, que no sólo había tenido noticia de la llegada de aquel desdichado, sino que había dado cuenta de ella al reverendo padre abad, le indicó que éste deseaba conocerle; rindióse el mendigo de buen grado al deseo del abad, y acompañado por el padre bolse­ró, entró por la puerta de clausura, pasó por el primer claustro y subió por la escalera principal a una espaciosa celda, en cuya puerta le estaba es­perando un monje de distinguidos modales y es­crutadora mirada.
Era el reverendo padre abad.
A una indicación suya el mendigo, con gran tra­bajo, relató la historia de sus errores y de su de­testable y aborrecible costumbre.
Remí de Fereol, que así se llamaba el mendigo, explicó cómo las contrarie-dades de la vida habían influído en su carácter; que muerto su padre y fal­to de recursos, había entrado a servir en casa de un alquimista que se vanagloriaba de haber encon­trado el brebaje de la inmortalidad.
-Creía en la sabiduría de mi señor -prosiguió Remí, y como él renegaba de Dios, también yo renegué de su santo nombre; pero mi señor se sal­vó de las garras del verdugo, y yo caí en ellas. Vi­víamos en el Delfinado. La primera vez que me acusaron, fui condenado a la picota. Nueve horas permanecí atado en medio de una plaza, y los muchachos, los hombres y las mujeres, con un al­boroto infernal, me arrojaban a la cara lodo e in­mundicias. Bramaba yo de cólera y blasfemaba. Como reincidente, el verdugo me hizo una incisión en el labio superior y seguí blasfemando, y me cortó el inferior, y después la lengua... La ira, el dolor, la furia de la impotencia produjeron en mí tan terrible efecto, que quedé sin sentido por largo rato y llegaron a temer por mi vida.
Cuando me dejaron en libertad volví a mi casa y no encontré a mi señor. Temeroso de que las leyes de Felipe de Valois pudieran alcanzarle como a mí, cruzó la frontera y se fue del Delfinado a Saboya, en donde sólo se impone al blasfemo una pena pecuniaria. En Francia el verdugo, en Saboya el procurador fiscal[1].
-Los pontífices -interrumpió el abad dirigién­dose al padre bolsero- han condenado estos san­grientos suplicios: la Iglesia detesta el pecado, pero no quiere la muerte del pecador; quiere que el pecador viva y se enmiende. ¿Sentís, Remí de Fereol, un arrepentimiento sincero? ¿Detestáis con toda la fuerza de vuestra voluntad los agravios que habéis hecho vos, miserable gusano de tierra, al Soberano Autor de todo lo creado?
-Sí, padre -contestó; maldita sea la hora en que conocí a mi blasfemo señor.
-No maldigáis, Remí, que la maldición es semi­lla que produce amargos frutos. Ofrecisteis a Dios, en desagravio de vuestros enor-mísimos pecados, que andaríais mendigando el sustento sin dormir dos noches en el mismo sitio. Cumplid la promesa; yo rogaré por vos, y conmigo toda esta comunidad.
-Remí se puso de rodillas.
-Levántese el penitente y reciba con mi bendi­ción el abrazo de despedida.

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Al pasar por la plaza del monasterio, camino de la portería, el andrajoso mendigo, los criados de la labor, los pastores y demás sirvientes formaban un corrillo.
Un pastor, llevando de la mano a su hijo, zagal de no muy santas inclinaciones, le dijo:
-¿Ves Juan, lo que sucede a los que son malos? Por jurar el santo nombre de Dios en vano a ese hombre le han cortado los labios y la lengua. ¿Se­rás bueno?
-Sí, padre, contestó el rapaz siguiendo con la vista al mutilado.
El hermano Joaquín esperaba en la portería.
-¿Ha hablado con nuestro reverendo padre? -preguntó a Remí.
-Sí, y doy gracias a Dios por haberme propor­cionado tanta dicha.
-¿Vendrá mañana a la hora de la refacción?
-No: ya no volveremos a vernos. Dios tenga en su santa guarda al hermano portero.
-Dios guíe y consuele al blasfemo arrepentido, y después de una santa muerte le dé la gloria eter­na, como a todos. Amén.

Leyenda del monasterio de piedra

0.013.3 anonimo (aragon) - 008

[1] No hemos encontrado en el fuero de Calatayud ni en el de Daroca pena alguna contra los blasfemos.

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