Junto a la portería del
monasterio estaban reunidos varios menesterosos esperando que llegase la hora
de repartir la sopa. Todos departían entre sí, más o menos amigablemente; que
la identidad de suerte excluye el ruin sentimiento de la envidia. ¡Qué tristes
historias hubieran podido relatar aquellos harapos! ¡Cuántos sufrimientos
aquellos cuerpos curtidos por el sol y castigados por las lluvias y mal
alimentados en su errante peregrinación sobre la tierra!
-Ya es la hora, gritó un
viejo impaciente y gruñón.
Y sus compañeros en coro
gritaron:
-Hermano Joaquín, abra la
puerta, que es la hora de la refacción.
Asomóse el lego por la
rejilla, y contestó:
-No sean tan vivos de
genio, hermanos; es temprano todavía.
-Es la hora, repitieron
los pobres.
-No es la hora, y no
repliquen, que cuando yo lo digo sabido me lo tendré.
Continuaba el murmullo, y
dijo el hermano Joaquín:
-¿Les parece regular que
la portería de esta casa se convierta en una mala behetría?. ¡Si lo llega a
entender nuestro Rvdo. Padre! Al primero que chiste, por nuestro santo Padre S.
Bernardo, que le voy a castigar. Por cada palabra le quitaré una cucharada de
sopa, y se la daré al más prudente y temeroso de Dios. ¡Canastos! Yo soy muy
bueno, pero cuidado con apurarme la paciencia; -y cerró la rejilla.
Quizá la amenaza del
hermano Joaquín no hubiera sido bastante eficaz para imponer silencio a los
pobres, pero en el instante que cerraba la rejilla, venía en dirección al grupo
un mendigo que llamó la atención de los demás. Era de todos el más desharrapado,
alto, cenceño, y tenía cortado el labio inferior, y el, superior, por el
centro, de arriba abajo.
-Tocará a menos sopa
-dijo una vieja.
-¿Quién habrá traído aquí
a este buen hombre? -exclamó el anciano gruñón.
De seguro hubieran
llovido preguntas, inspiradas por un sentimiento no muy caritativo, sobre el recién
llegado, a no haber abierto de par en par la portería el hermano Joaquín.
Como se atropellan las
aguas represadas al levantar la compuerta, así cayeron los pobres sobre la
caldera de la pitanza, y el hermano, con el cazo, hizo entrar en razón a los
más atrevidos, que eran quizá los más necesitados.
-¡Canastos, atrás,
pónganse en fila y por orden!
-A mí, a mí, gritaban muchos.
-Para todos hay. Sepamos
cuántos son; ¿los mismos de ayer? No; allí detrás me parece que veo uno nuevo.
Por él empezaremos; venga acá; -y al mismo tiempo llamó con la mano al mendigo
cenceño. ¿Trae escudilla donde echar la sopa?
Alargóla el mendigo,
sirvióle su ración el hermano, y al fijarse en la incisión de los labios, que
mejor pudiera llamarse terrible cortadura, le preguntó en tono dulce y
compasivo:
-¿Qué le ha pasado,
hermano?
Contestó el mendigo unas
palabras que no pudo comprender el lego por originales y por mal pronunciadas.
No era aquella ocasión oportuna de empeñarse en curiosas investigaciones, ni
le dejaran los pobres, aunque tal se hubiera propuesto el hermano. Siguió la
distribución, y cuando cada cual se retiraba ya con su ración en la escudilla,
acercóse el lego al desconocido y volvió a preguntarle cómo se había cortado
los labios, que no parecía sino que a propósito se los hubiera hendido, y el
mendigo contestó con acento extranjero y como si tuviera un defecto físico en
la boca que le impidiera pronunciar, o como si le hubiera acometido una
parálisis en la lengua:
-Es un castigo de los
hombres; bien merecido, bien merecido.
Abrió la boca y vio el
lego que tenía cortada la punta de la lengua.
-¿También los hombres le
han cortado la lengua? Habrá sido maldiciente, habrá mentido,.habrá calumniado
a algún inocente; ¿por qué, si no, le han impuesto ese suplicio?
-Por blasfemo.,
Un movimiento de horror
se advirtió en cuantos le escuchaban.
Echóse instintivamente
atrás el hermano Joaquín, hizo la señal de la cruz, y exclamó:
-Dios perdone al pecador.
¿Se ha arrepentido siquiera de los ultrajes que ha inferido a su Divina
Majestad?
-Sí, hermano, y se lo
prueba que me he impuesto el castigo de ir mendigando por el mundo, sin descansar
en parte alguna, hasta que llegue mi última hora. Ya no volverá a verme,
hermano.
Habían acudido a la
portería dos conversos, y deseosos de saber algo de la historia de aquel singular
personaje, le instaron a que entrase, pero él pidió su venia para entrar antes
en la capilla de Nuestra Señora de la
Blanca , cuyas puertas estaban entreabiertas.
Cruzó el umbral, dejóse
caer boca abajo, besó repetidas veces el suelo y dióse sendos golpes en el
pecho, rezando pausadamente una oración.
Apenas salió del oratorio,
el padre bolsero, que no sólo había tenido noticia de la llegada de aquel
desdichado, sino que había dado cuenta de ella al reverendo padre abad, le
indicó que éste deseaba conocerle; rindióse el mendigo de buen grado al deseo
del abad, y acompañado por el padre bolseró, entró por la puerta de clausura,
pasó por el primer claustro y subió por la escalera principal a una espaciosa
celda, en cuya puerta le estaba esperando un monje de distinguidos modales y
escrutadora mirada.
Era el reverendo padre
abad.
A una indicación suya el
mendigo, con gran trabajo, relató la historia de sus errores y de su detestable
y aborrecible costumbre.
Remí de Fereol, que así
se llamaba el mendigo, explicó cómo las contrarie-dades de la vida habían
influído en su carácter; que muerto su padre y falto de recursos, había
entrado a servir en casa de un alquimista que se vanagloriaba de haber encontrado
el brebaje de la inmortalidad.
-Creía en la sabiduría de
mi señor -prosiguió Remí, y como él renegaba de Dios, también yo renegué de su
santo nombre; pero mi señor se salvó de las garras del verdugo, y yo caí en
ellas. Vivíamos en el Delfinado. La primera vez que me acusaron, fui condenado
a la picota. Nueve horas permanecí atado en medio de una plaza, y los
muchachos, los hombres y las mujeres, con un alboroto infernal, me arrojaban a
la cara lodo e inmundicias. Bramaba yo de cólera y blasfemaba. Como
reincidente, el verdugo me hizo una incisión en el labio superior y seguí
blasfemando, y me cortó el inferior, y después la lengua... La ira, el dolor,
la furia de la impotencia produjeron en mí tan terrible efecto, que quedé sin
sentido por largo rato y llegaron a temer por mi vida.
Cuando me dejaron en
libertad volví a mi casa y no encontré a mi señor. Temeroso de que las leyes de
Felipe de Valois pudieran alcanzarle como a mí, cruzó la frontera y se fue del
Delfinado a Saboya, en donde sólo se impone al blasfemo una pena pecuniaria. En
Francia el verdugo, en Saboya el procurador fiscal[1].
-Los pontífices
-interrumpió el abad dirigiéndose al padre bolsero- han condenado estos sangrientos
suplicios: la Iglesia
detesta el pecado, pero no quiere la muerte del pecador; quiere que el pecador
viva y se enmiende. ¿Sentís, Remí de Fereol, un arrepentimiento sincero?
¿Detestáis con toda la fuerza de vuestra voluntad los agravios que habéis hecho
vos, miserable gusano de tierra, al Soberano Autor de todo lo creado?
-Sí, padre -contestó;
maldita sea la hora en que conocí a mi blasfemo señor.
-No maldigáis, Remí, que
la maldición es semilla que produce amargos frutos. Ofrecisteis a Dios, en
desagravio de vuestros enor-mísimos pecados, que andaríais mendigando el
sustento sin dormir dos noches en el mismo sitio. Cumplid la promesa; yo rogaré
por vos, y conmigo toda esta comunidad.
-Remí se puso de
rodillas.
-Levántese el penitente y
reciba con mi bendición el abrazo de despedida.
... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Al pasar por la plaza del
monasterio, camino de la portería, el andrajoso mendigo, los criados de la
labor, los pastores y demás sirvientes formaban un corrillo.
Un pastor, llevando de la
mano a su hijo, zagal de no muy santas inclinaciones, le dijo:
-¿Ves Juan, lo que sucede
a los que son malos? Por jurar el santo nombre de Dios en vano a ese hombre le
han cortado los labios y la lengua. ¿Serás bueno?
-Sí, padre, contestó el
rapaz siguiendo con la vista al mutilado.
El hermano Joaquín
esperaba en la portería.
-¿Ha hablado con nuestro
reverendo padre? -preguntó a Remí.
-Sí, y doy gracias a Dios
por haberme proporcionado tanta dicha.
-¿Vendrá mañana a la hora
de la refacción?
-No: ya no volveremos a
vernos. Dios tenga en su santa guarda al hermano portero.
-Dios guíe y consuele al
blasfemo arrepentido, y después de una santa muerte le dé la gloria eterna,
como a todos. Amén.
Leyenda del monasterio de piedra
0.013.3 anonimo (aragon) - 008
[1] No hemos encontrado en el fuero de Calatayud ni en el de Daroca pena
alguna contra los blasfemos.
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