miércoles, 19 de diciembre de 2012

El tributo de las cien doncellas

Los moros habían tenido la audacia de reclamar al rey Alfonso II el pago del torpe tributo, pactado por Maurega­to, mediante el cual cien doncellas cristianas habían de ser entregadas a los dominadores musulmanes. Asturias estaba consternada.
El 18 de septiembre del año de 793, día suavemente in­vernal, con insultante arrogancia, entraron en Oviedo los encargados de recaudar aquel oprobio de tributo. Las gen­tes, atribuladas, imploraban de los cielos ayudas y protec­ción. De entre un grupo de armados caballeros surgió una voz...
-¡No se las llevarán!
-¡Calma! -dijo de pronto una voz gastada por los años. ¿No advertís que con nuestro intento podéis ocasio­nar una guerra funesta? Tú, Fruela, no soliviantes a la gen­te; no os declaréis en rebeldía contra los mandatos de nues­tro rey...
-¡No importa!... -replicó Fruela, cada vez más exaspe­rado. ¿Qué respeto merecen esos reyes pusilánimes que no tienen valor para pelear y sí la cobardía de consentir este oprobio?...
-La cólera te ciega -apostilló el anciano. No fue nin­guno de nuestros monarcas quien estableció tal pacto. Un bastardo usurpador, Mauregato, hijo de mujer infiel, com­pró el apoyo de los de su casta para mantenerse en el trono, e inventó este feudo.
-¡No se las llevarán! -volvió el clamor...
La voz anciana se dejó oír de nuevo:
-Escuchadme por última vez. Calmad vuestra cólera. Si persistís, dad la batalla lejos de la ciudad y cuidad de que nada pueda imputársele al monarca.
Las últimas palabras del anciano fueron ahogadas por aquel lema que era ya una declaración de guerra:
-¡No se las llevarán!
Muy pocos días bastaron, dentro del mayor sigilo, para perfilar escenarios, acuerdos y tácticas. La noche sería su gran valedora; a su amparo, los jóvenes caballeros, reparti­dos en grupos, ganaron el campo y caminan ahora entre riscos y malezas. A la amanecida los grupos se fueron con­gregando en el lugar escogido. De aquellos animosos man­cebos, un buen número no llevaban más armas que gruesos y anudados garrotes; portaban otros venablos de caza, ape­ros de labranza algunos y, los menos, espadas.
Despuntaba ya el día y, cuando los ánimos empezaban a inquietarse, la voz de Fruela resonó potente en el bosque:
-¡Aprestaos a la lucha; el enemigo se acerca!
Situáronse los aguerridos astures en las quebraduras del terreno y esperaron el paso del convoy. El escenario escogi­do no podía ser más propicio: un barranco angosto y pro­fundo.
Cuando la caballería árabe que, confiadamente, galopaba en vanguardia enfilaba el tramo final del barranco, una al­garabía ensordecedora se mezcló con el rumor de enormes peñascos que caían con violencia sobre los sorprendidos ji­netes. Con el mismo empuje fue atacada también la reta­guardia. Los peñascos rodaban por las laderas como impul­sados por violento huracán, como movidos por una fuerza apocalíptica. Tras ellos, y con un ímpetu creciente, la ava­lancha humana.
Trataron los árabes de agruparse y de aprestarse a la de­fensa. Fue en vano. El empuje, el valor y la osadía de los cristianos había ganado la partida.
De pronto, el que parecía caudillo de los árabes subió violentamente a una de las cautivas a la grupa de su caballo y salió huyendo en desenfrenada carrera. Fruela lanzó un grito desgarrado de maldición. Se trataba de Jimena, su amada.
Trató de seguirle. Arrebató un corcel árabe y se lanzó en su persecución. Al rato, su caballo cae reventado. Se levan­ta con presteza y arroja con furia su venablo a las ancas del otro caballo que proseguía en su veloz carrera. Herido el corcel por el afilado hierro, cae con sus monturas. Trata el moro de protegerse, aferrándose a la joven. La lucha es du­ra. Por fin logra Fruela alcanzarlo y recuperar a su amada Jimena.
Cuando se reúnen con los suyos todo había concluido; ni un rasguño habían recibido las cien doncellas. Horas más tarde, entre un júbilo desmedido, entraban en Oviedo.
Quisieron los moros tomar venganza y pusieron en pie de guerra un poderoso ejército que será estrepitosamente de­rrotado, no atreviéndose más a mancillar con sus pies el suelo santo de Asturias[1].

Leyenda historica

0.100.3 anonimo (asturias) - 010



[1] Recogemos una de las versiones menos conocidas. Las primeras men­ciones corresponden al Chronicon Mundi, de Lucas de Tuy, acaso el primer intento de historia general de España, y al Rerum in Hispania gestarum Chro­nicon..., de Rodrigo Jiménez de Rada. sobre su contexto y diversificación, cfr. CABAL, C., Alfonso II el Casto, Oviedo 1943, pp. 104-138; ROCA FRANQUESA, J. M., La leyenda El tributo de las cien doncellas, en BIDEA, núm. 5, Oviedo 1948, pp. 129-163; CERDEIRA, C., El tributo de las cien doncellas y la batalla de Clavija, Santiago 1897.

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